9 DE DICIEMBRE
– SÁBADO
– 1 – ADVIENTO
– B –
San Juan Diego
Lectura del libro de Isaías
(30,19-21.23-26):
Esto dice el Señor, el Santo de Israel:
«Pueblo
de Sión, que habitas en Jerusalén, no tendrás que llorar, se apiadará de ti al
oír tu gemido: apenas te oiga, te responderá.
Aunque
el Señor te diera el pan de la angustia y el agua de la
opresión ya no se esconderá tu Maestro, tus ojos verán a tu Maestro.
Si
te desvías a la derecha o a la izquierda, tus oídos oirán una palabra a tus
espaldas que te dice:
“Éste
es el camino, camina por él”.
Te
dará lluvia para la semilla que siembras
en el campo, y el grano cosechado en el campo será abundante y suculento; aquel día,
tus ganados pastarán en anchas praderas; los bueyes y asnos que trabajan en el
campo comerán forraje fermentado, aventado con pala y con rastrillo.
En
toda alta montaña, en toda colina elevada habrá canales y cauces de agua el día de la
gran matanza, cuando caigan las torres.
La
luz de la luna será como la luz del sol, y la luz del sol será siete veces
mayor, como la luz de siete días, cuando el Señor vende la herida de su pueblo
y cure las llagas de sus golpes».
Palabra de Dios
Salmo:
146,1-2.3-4.5-6
R/.
Dichosos los que esperan en el Señor
V/. Alabad al Señor, que la música es buena;
nuestro Dios
merece una alabanza armoniosa.
El Señor
reconstruye Jerusalén,
reúne a los
deportados de Israel. R/.
V/. Él sana los corazones destrozados,
venda sus
heridas.
Cuenta el
número de las estrellas,
a cada una la
llama por su nombre. R/.
V/. Nuestro Señor es grande y poderoso,
su sabiduría
no tiene medida.
El Señor
sostiene a los humildes,
humilla hasta
el polvo a los malvados. R/.
Lectura
del santo evangelio según san Mateo (9,35–10,1.6-8):
En aquel tiempo, Jesús recorría todas las ciudades y aldeas,
enseñando en las sinagogas, anunciando el evangelio del Reino y curando todas
las enfermedades y todas las dolencias. Al ver las gentes se compadecía
de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, “como ovejas que no tienen
pastor”.
Entonces dijo a sus discípulos:
“La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al
Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”.
Llamó a sus doce discípulos y les dio autoridad para expulsar espíritus
inmundos y curar toda enfermedad y dolencia. A estos doce los envió con estas
instrucciones: “Id a las ovejas descarriadas de Israel. Id y proclamad diciendo
que el Reino de los Cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos,
limpiad leprosos, echad demonios.
Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis”.
Palabra del Señor.
1. Lo más claro que hay en este relato es que la actividad de
Jesús, y la misión que encomendó a sus discípulos, tuvo (y debe seguir
teniendo) un eje indiscutible: la preocupación central en la vida por el
sufrimiento de enfermos y personas que sufren porque se ven privadas de su
dignidad y sus derechos. El relato menciona “enfermedades y dolencias” (o
equivalentes) tres veces (Mt 9, 35. 36; 10, 1).
2. Para comprender lo que esto representa, hay que tener muy claro,
ante todo, que una cosa es el hecho del milagro; y otra cosa es el significado
de ese relato (A. SuhI, U. Luz...). Jesús no quebrantó la “ley natural”. Lo que
quebrantó fue el “sufrimiento humano” (H. G. Fritzsche, G. Ebeling). El
error de la teología ha sido poner estos relatos al servicio de la cristología
y no al servicio de los que sufren en este mundo. Y la Iglesia, fiel a
semejante teología, ha llenado bibliotecas con interminables discusiones sobre
si los milagros son o no son históricos. Pero, haciendo eso, de no se ha
centrado en lo que se centró Jesús: en remediar el sufrimiento humano.
3. Lo más espantoso, que nos apremia en este momento es:
1) La inseguridad en que vivimos.
2) La desigualdad que nos va distanciando más y más a unos de otros.
La seguridad social se debilita. Crece la inseguridad social. La clase
media se achica. Los ricos son cada día más ricos. Como cada día hay más
pobres. Los medicamentos, los hospitales, la atención a los enfermos y personas
limitadas están pasando, rápidamente, de ser un “servicio” a ser un “negocio”.
Que se lo pregunten a las empresas farmacéuticas y los que se enriquecen
a costa del sector de la salud. La Iglesia no es una ONG. Pero su “acción
caritativa” no remedia estos problemas. Si
creemos en Jesús, en lo que hizo y dijo, ¿por qué nos mantenemos al margen de
estos problemas que dan tanto miedo?
San Juan Diego Cuauhtlatoatzain, de la
estirpe indígena nativa, varón provisto de una fe purísima, de humildad y
fervor, que logró que se construyera un santuario en honor de la Bienaventurada
María Virgen de Guadalupe, en la colina de Tepeyac, en la ciudad de México, en
donde se le había aparecido la Madre de Dios.
Vida de San Juan Diego
El Beato Juan Diego, que en 1990 Vuestra
Santidad llamó «el confidente de la dulce Señora del Tepeyac» (L'Osservatore
Romano, 7-8 maggio 1990, p. 5), según una tradición bien documentada nació en
1474 en Cuauhtitlán, entonces reino de Texcoco, perteneciente a la etnia de los
chichimecas. Se llamaba Cuauhtlatoatzin, que en su lengua materna significaba
«Águila que habla», o «El que habla con un águila».
Ya adulto y padre de familia, atraído por la
doctrina de los PP. Franciscanos llegados a México en 1524, recibió el bautismo
junto con su esposa María Lucía. Celebrado el matrimonio cristiano, vivió
castamente hasta la muerte de su esposa, fallecida en 1529. Hombre de fe, fue
coherente con sus obligaciones bautismales, nutriendo regularmente su unión con
Dios mediante la eucaristía y el estudio del catecismo.
El 9 de diciembre de 1531, mientras se
dirigía a pie a Tlatelolco, en un lugar denominado Tepeyac, tuvo una aparición
de María Santísima, que se le presentó como «la perfecta siempre Virgen Santa
María, Madre del verdadero Dios». La Virgen le encargó que en su nombre pidiese
al Obispo capitalino el franciscano Juan de Zumárraga, la construcción de una
iglesia en el lugar de la aparición. Y como el Obispo no aceptase la idea, la
Virgen le pidió que insistiese. Al día siguiente, domingo, Juan Diego volvió a
encontrar al Prelado, quien lo examinó en la doctrina cristiana y le pidió
pruebas objetivas en confirmación del prodigio.
El 12 de diciembre, martes, mientras el Beato
se dirigía de nuevo a la Ciudad, la Virgen se le volvió a presentar y le
consoló, invitándole a subir hasta la cima de la colina de Tepeyac para recoger
flores y traérselas a ella. No obstante, la fría estación invernal y la aridez
del lugar, Juan Diego encontró unas flores muy hermosas. Una vez recogidas las
colocó en su «tilma» y se las llevó a la Virgen, que le mandó presentarlas al
Sr. Obispo como prueba de veracidad. Una vez ante el obispo el Beato abrió su «tilma»
y dejó caer las flores, mientras en el tejido apareció, inexplicablemente
impresa, la imagen de la Virgen de Guadalupe, que desde aquel momento se
convirtió en el corazón espiritual de la Iglesia en México.
El Beato, movido por una tierna y profunda
devoción a la Madre de Dios, dejó los suyos, la casa, los bienes y su tierra y,
con el permiso del Obispo, pasó a vivir en una pobre casa junto al templo de la
«Señora del Cielo». Su preocupación era la limpieza de la capilla y la acogida
de los peregrinos que visitaban el pequeño oratorio, hoy transformado en este
grandioso templo, símbolo elocuente de la devoción mariana de los mexicanos a
la Virgen de Guadalupe.
En espíritu de pobreza y de vida humilde Juan
Diego recorrió el camino de la santidad, dedicando mucho de su tiempo a la
oración, a la contemplación y a la penitencia. Dócil a la autoridad
eclesiástica, tres veces por semana recibía la Santísima Eucaristía.
En la homilía que Vuestra Santidad pronunció
el 6 de mayo de 1990 en este Santuario, indicó cómo «las noticias que de él nos
han llegado elogian sus virtudes cristianas: su fe simple [...], su confianza
en Dios y en la Virgen; su caridad, su coherencia moral, su desprendimiento y
su pobreza evangélica. Llevando una vida de eremita, aquí cerca de Tepeyac, fue
ejemplo de humildad» (Ibídem).
Juan Diego, laico fiel a la gracia divina,
gozó de tan alta estima entre sus contemporáneos que éstos acostumbraban decir
a sus hijos: «Que Dios os haga como Juan Diego».
Circundado de una sólida fama de santidad,
murió en 1548.
Su memoria, siempre unida al hecho de la
aparición de la Virgen de Guadalupe, ha atravesado los siglos, alcanzando la
entera América, Europa y Asia.
El 9 de abril de 1990, ante Vuestra Santidad
fue promulgado en Roma el decreto «de vitae sanctitate et de cultu ab
immemorabili tempore Servo Dei Ioanni Didaco praestito».
El 6 de mayo sucesivo, en esta Basílica,
Vuestra Santidad presidió la solemne celebración en honor de Juan Diego,
decorado con el título de Beato.
Precisamente en aquellos días, en esta misma
arquidiócesis de Ciudad de México, tuvo lugar un milagro por intercesión de
Juan Diego. Con él se abrió la puerta que ha conducido a la actual celebración,
que el pueblo mexicano y toda la Iglesia viven en la alegría y la gratitud al
Señor y a María por haber puesto en nuestro camino al Beato Juan Diego, que,
según las palabras de Vuestra Santidad, «representa todos los indígenas que
reconocieron el evangelio de Jesús» (Ibídem).
Beatísimo Padre, la canonización de Juan
Diego es un don extraordinario no sólo para la Iglesia en México, sino para
todo el Pueblo de Dios.
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