29 de Diciembre – SÁBADO –
OCTAVA DE NAVIDAD –
Lectura
de la primera carta del apóstol san Juan (2,3-11):
En esto sabemos
que conocemos a Jesús: en que guardamos sus mandamientos.
Quien
dice: «Yo le conozco», y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso, y la
verdad no está en él. Pero quien guarda su palabra, ciertamente el amor de Dios
ha llegado en él a su plenitud. En esto conocemos que estamos en él. Quien dice
que permanece en él debe vivir como vivió él.
Queridos,
no os escribo un mandamiento nuevo, sino el mandamiento antiguo que tenéis
desde el principio. Este mandamiento antiguo es la palabra que habéis
escuchado. Y, sin embargo, os escribo un mandamiento nuevo –lo cual es
verdadero en él y en vosotros–, pues las tinieblas pasan, y la luz verdadera
brilla ya.
Quien
dice que está en la luz y aborrece a su hermano está aún en las tinieblas.
Quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza. Pero quien aborrece a
su hermano está en las tinieblas, camina en las tinieblas, no sabe a dónde va,
porque las tinieblas han cegado sus ojos.
Palabra
de Dios
Salmo:
95,1-2a.2b-3.5b-6
R/.
Alégrese el cielo, goce la tierra
Cantad al Señor
un cántico nuevo,
cantad al Señor,
toda la tierra;
cantad al Señor,
bendecid su nombre. R/.
Proclamad día
tras día su victoria.
Contad a los
pueblos su gloria,
sus maravillas a
todas las naciones. R/.
El Señor ha hecho
el cielo;
honor y majestad
lo preceden,
fuerza y
esplendor están en su templo. R/.
Lectura
del santo evangelio según san Lucas (2,22-35):
Cuando llegó el
tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo
llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en
la ley del Señor:
«Todo primogénito varón será consagrado al
Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de
tórtolas o dos pichones.»
Vivía
entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que
aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había
recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al
Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo.
Cuando
entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la
ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:
«Ahora,
Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos
han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz
para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel.»
Su
padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño.
Simeón los
bendijo, diciendo a María su madre:
«Mira, éste está puesto para que muchos en
Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara
la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma.»
Palabra
del Señor
1. El
redactor de este episodio destaca que Jesús nació en una familia y fue
educado
en unas costumbres, en las que la observancia de la ley religiosa era un asunto
capital.
Hasta cinco veces se insiste en el cumplimiento de
la ley, en Jerusalén, en el Templo, en el culto religioso (Lc 2, 22. 23. 24.
27. 39). Por eso es más llamativa la libertad que, en su edad adulta, mostró
Jesús respecto al hecho religioso y lo sagrado. Una libertad que, cuando
Jesús se dedicó a predicar y atender a
los que sufren en la vida, fue motivo de escándalo y, al final, le costó la
vida.
El dictamen de los dirigentes religiosos fue
tajante: Nosotros tenemos una ley, y según esa ley, tiene que morir Jn 19, 7).
Comparando la infancia de Jesús con su ministerio
y su muerte, queda patente que la religión no soportó —ni soporta— el
Evangelio.
2. Entonces, ¿por qué Jesús fue un hombre
profundamente religioso? Porque fue un
ser humano. Con todas sus consecuencias.
Y lo humano entraña debilidad. Y necesidad de tantas cosas. Por eso Jesús fue un hombre de oración.
Necesitaba pedir al Padre la fuerza que necesitaba. Como se puso de manifiesto
en la pasión. Y, antes que eso, en las largas noches que pasaba orando en la soledad
del campo y de los montes.
3. Jesús demostró que tenemos que entender y vivir
la religiosidad de otra manera.
No la "religión de la sumisión" a lo
sagrado, sino la "religión de la libertad"
para
la misericordia ante el sufrimiento humano.
Es un hecho que la sumisión impide o recorta con
frecuencia la misericordia. Esta
libertad es el eje del Evangelio. Y de la nueva religiosidad que Jesús nos
enseñó. Con sus palabras y, sobre todo,
con el ejemplo de su propia vida.
Santo Tomas Becket
Santo Tomas
Becket, obispo y mártir, que por defender la justicia y la Iglesia fue obligado
a desterrarse de la sede Canterbury y de la misma Inglaterra, volviendo al cabo
de seis años a su patria, donde padeció mucho hasta que fue asesinado en la
catedral por los esbirros del rey Enrique II, emigrando a Cristo.
Vida
de Santo Tomas Becket
Este mártir que
entregó su vida por defender los derechos de la religión católica nació en
Londres en 1118.
Era hijo de un
empleado oficial, y en sus primeros años fue educado por los monjes del
convento de Merton. Después tuvo que trabajar como empleado de un comerciante,
al cual acompañaba los días de descanso a hacer largas correrías dedicados a la
cacería. Desde entonces adquirió su gran afición por los viajes, aunque fueran
por caminos muy difíciles.
Un día
persiguiendo una presa de cacería, corrió con tan gran imprudencia que cayó a
un canal que llevaba el agua para mover un molino. La corriente lo arrastró y
ya iba a morir triturado por las ruedas, cuando, sin saber cómo ni por qué, el
molino se detuvo instantáneamente. El joven consideró aquello como un aviso
para tomar la vida más en serio.
A los 24 años
consiguió un puesto como ayudante del Arzobispo de Inglaterra (el de
Canterbury) el cual se dio cuenta de que este joven tenía cualidades
excepcionales para el trabajo, y le fue confiando poco a poco oficios más
difíciles e importantes. Lo ordenó de diácono y lo encargó de la administración
de los bienes del arzobispado. Lo envió varias veces a Roma a tratar asuntos de
mucha importancia, y así Tomás llegó a ser el personaje más importante, después
del arzobispo, en aquella iglesia de Londres. Monseñor afirmaba que no se
arrepentía de haber depositado en él toda su confianza, porque en todas las
responsabilidades que se le encomendaban se esmeraba por desempeñarlas lo mejor
posible.
Dicen los que lo
conocieron que Santo Tomás Becket era delgado de cuerpo, semblante pálido,
cabello oscuro, nariz larga y facciones muy varoniles. Su carácter alegre lo
hacía atractivo y agradable en su conversación. Sumamente franco, trataba de
decir siempre la verdad y de no andar fingiendo lo que no sentía, pero siempre
con el mayor respeto. Sabía expresar sus ideas de manera tan clara, que a la
gente le gustaba oírle explicar los asuntos de religión porque se le entendía
todo fácilmente y bien.
Tomás como buen
diplomático había obtenido que el Papa Eugenio Tercero se hiciera muy amigo del
rey de Inglaterra, Enrique II, y este en acción de gracias por tan gran favor,
nombró a nuestro santo (cuando sólo tenía 36 años) como Canciller o Ministro de
Relaciones Exteriores. Tomás puso todas sus cualidades al servicio de tan alto
cargo, y llegó a ser el hombre de confianza del rey. Este no hacía nada
importante sin consultarle. Su presencia en el gobierno contribuyó a que
dictaran leyes muy favorables para el pueblo. Acompañaba a Enrique II en todas
sus correrías por el país y por el exterior (pues Inglaterra tenía amplias
posesiones en Francia) y procuraba que en todas partes quedara muy en alto el
nombre de su gobierno. Y no tenía miedo en corregir también al monarca cuando
veía que se estaba extralimitando en sus funciones. Pero siempre de la manera
más amigable posible.
En el 1161 murió
el Arzobispo Teobaldo, y entonces al rey le pareció que el mejor candidato para
ser arzobispo de Inglaterra era Tomás Becket. Este le advirtió que no era digno
de tan sublime cargo. Que su genio era violento y fuerte, y que tomaba
demasiado en serio sus responsabilidades y que por eso podía tener muchos
problemas con el gobierno civil si lo nombraban jefe del gobierno eclesiástico.
Pero su confesor decía: "En su vida privada es intachable, y sabe mantener
una gran dignidad aún en ocasiones peligrosas y en tentaciones de toda
especie". Y un Cardenal de mucha confianza del Sumo Pontífice lo convenció
de que debía aceptar, y al fin aceptó.
Cuando el rey
empezó a insistirle en que aceptara el oficio de Arzobispo, Santo Tomás le hizo
una profecía o un anuncio que se cumplió a la letra. Le dijo así: "Si
acepto ser Arzobispo me sucederá que el rey que hasta ahora es mi gran amigo,
se convertirá en mi gran enemigo". Enrique no creyó que fuera a suceder
así, pero sí sucedió.
Ordenado de
sacerdote y luego consagrado como Arzobispo, pidió a sus ayudantes que en
adelante le corrigieran con toda valentía cualquier falta que notaran en él.
Les decía: "Muchos ojos ven mejor que dos. Si ven en mi comportamiento
algo que no está de acuerdo con mi dignidad de arzobispo, les agradeceré de
todo corazón si me lo advierten".
Desde que fue
nombrado arzobispo (por el Papa Alejandro III) la vida de Tomás cambió por
completo. Se levantaba muy al amanecer. Luego dedicaba una hora a la oración y
a la lectura de la S. Biblia. Después del desayuno estudiaba otra hora con un
doctor en teología, para estar al día en conocimientos religiosos. Cada día
repartía el personalmente las limosnas a muchísimos pobres que llegaban al
Palacio Arzobispal. Muy pronto y los pobres que allí recibían ayuda eran el
doble de los que antes iban a pedir limosna.
Cada día tenía
algunos invitados a su mesa, pero durante las comidas, en vez de música
escuchaba la lectura de algún libro religioso. Casi todos los días visitaba
algunos enfermos del hospital. Examinaba rigurosamente la conducta y la
preparación de los que deseaban ser sacerdotes, y a los que no estaban bien
preparados o no habían hecho los estudios correspondientes no los dejaba
ordenarse de sacerdotes, aunque llegaran con recomendaciones del mismo rey.
Tomás había dicho
al rey cuando este le propuso el arzobispado: "Ya verá que los envidiosos
tratarán de poner enemistades entre nosotros dos. Además, el poder civil
tratará de imponer leyes que vayan contra la Iglesia Católica y no podré
aceptar eso. Y hasta el mismo rey me pedirá que yo le apruebe ciertos
comportamientos suyos, y me será imposible hacerlo". Esto se fue
cumpliendo todo exactamente.
El rey se propuso
ponerles enormes impuestos a los bienes de la Iglesia Católica. El arzobispo se
opuso totalmente a ello, y desde entonces el cariño de Enrique hacía su antiguo
canciller Tomás, se apagó casi por completo. Luego pretendió el rey imponer un
fuerte castigo a un sacerdote. El arzobispo se opuso, diciendo que al sacerdote
lo juzga su superior eclesiástico y no el poder civil. La rabia del mandatario
se encendió furiosamente. Enrique redactó una ley en la cual la Iglesia quedaba
casi totalmente sujeta al gobierno civil. El arzobispo exclamó: "No
permita Dios que yo vaya jamás a aprobar o a firmar semejante ley". Y no
la aceptó. ¡Nueva rabia del rey! Enseguida este se propuso que en adelante
sería el gobierno civil quien nombrara para ciertos cargos eclesiásticos. Tomás
se le opuso terminantemente. Resultado: tuvo que salir del país.
Tomás se fue a
Francia a entrevistarse con el Papa Alejandro III y pedirle que lo reemplazara
por otro en este cargo tan difícil. "Santo Padre le digo yo soy un pobre
hombre orgulloso. Yo no fui nunca digno de este oficio. Por favor: nombre a
otro, y yo terminaré mis días dedicado a la oración en un convento". Y se
fue a estarse 40 días rezando y meditando en una casa de religiosos.
Pero el Pontífice
intervino y obtuvo que entre Enrique y Tomás hicieran las paces. Y así volvió a
Inglaterra. Sin embargo, el problema peor estaba por llegar.
Después de seis
años de destierro y cuando ya le habían sido confiscados por el rey todos sus
bienes y los de sus familiares, el arzobispo Tomás regresó a Inglaterra el 1º
de diciembre con el título de "Delegado del Sumo Pontífice". El
trayecto desde que desembarcó hasta que llegó a su catedral de Canterbury fue
una marcha triunfal. Las gentes aglomeradas a lo lago de la vía lo aclamaban.
Las campanas de todas las iglesias repicaban alegremente y parecía que la hora
de su triunfo ya había llegado. Pero era otra clase de triunfo distinta la que
le esperaba en ese mes de diciembre. La del martirio.
Como él mismo lo
había anunciado, los envidiosos empezaron a llevar cuentos y cuentos al rey
contra el arzobispo. Y dicen que un día en uno de sus terribles estallidos de
cólera, Enrique II exclamó: "No podrá haber más paz en mi reino mientras
viva Becket. ¿Será que no hay nadie que sea capaz de suprimir a este clérigo
que me quiere hacer la vida imposible?".
Al oír semejante
exclamación de labios del mandatario, cuatro sicarios se fueron donde el santo
arzobispo resueltos a darle muerte. Estaba él orando junto al altar cuando
llegaron los asesinos. Era el 29 de diciembre de 1170. Lo atacaron a
cuchilladas. No opuso resistencia. Murió diciendo: "Muero gustoso por el
nombre de Jesús y en defensa de la Iglesia Católica". Tenía apenas 52
años.
Se llama
apoteosis la glorificación y gran cantidad de honores que se rinden a una
persona. La noticia del asesinato de un arzobispo recorrió velozmente Europa
causando horror y espanto en todas partes. El Papa Alejandro III lanzó
excomunión contar el rey Enrique, el cual profundamente arrepentido duró dos
años haciendo penitencia y en el año 1172 fue reconciliado otra vez con su
religión y desde entonces se entendió muy bien con las autoridades
eclesiásticas. El mártir Tomás consiguió después de su muerte, esto que no
había logrado obtener durante su vida.
Tres años después
el Sumo Pontífice lo declaró santo, a causa de su martirio y por los muchos
milagros que se obraban en su sepulcro.
Dos personajes
con nombres de Tomás, ocuparon el cargo de Canciller en Inglaterra, junto con
dos reyes de nombre Enrique. Y ambos fueron martirizados por defender a la
santa Iglesia Católica. Santo Tomás Becket, martirizado por deseos de Enrique
II y Santo Tomás Moro, martirizado por orden del impío rey Enrique VIII.
Fuente: Spider Martirologio +
Churchforum
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