22 - DE ABRIL
– MARTES DE
OCTAVA DE PASCUA –
San Sotero y San Cayo papas
Lectura del libro de los Hechos de los
apóstoles (2,36-41):
EL día de
Pentecostés, decía Pedro a los judíos:
«Con toda seguridad conozca toda la casa de
Israel que, al mismo Jesús, a quien vosotros crucificasteis, Dios lo ha
constituido Señor y Mesías».
Al oír esto, se les traspasó el corazón, y
preguntaron a Pedro y a los demás apóstoles:
«¿Qué tenemos que hacer, hermanos?».
Pedro les contestó:
«Convertíos y sea bautizado cada uno de
vosotros en el nombre de Jesús, el Mesías, para perdón de vuestros pecados, y
recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque la promesa vale para vosotros y
para vuestros hijos, y para los que están lejos, para cuantos llamare así el
Señor Dios nuestro».
Con estas y otras muchas razones dio
testimonio y los exhortaba diciendo:
«Salvaos de esta generación perversa».
Los que aceptaron sus palabras se bautizaron,
y aquel día fueron agregadas unas tres mil personas.
Palabra de Dios
Salmo:
32,4-5.18-19.20.22
R/. La
misericordia del Señor llena la tierra.
La palabra del
Señor es sincera, y todas sus acciones son leales; él ama la justicia y el derecho, y su
misericordia llena la tierra. R/.
Los ojos del
Señor están puestos en quien lo teme, en los que
esteran su misericordia, para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre. R/.
Nosotros
aguardamos al Señor: él es nuestro auxilio y escudo.
Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti. R/.
Secuencia (Opcional)
Ofrezcan los cristianos
ofrendas de alabanza
a gloria de la Víctima
propicia de la Pascua.
Cordero sin pecado
que a las ovejas salva,
a Dios y a los culpables
unió con nueva alianza.
Lucharon vida y muerte
en singular batalla,
y, muerto el que es la Vida,
triunfante se levanta.
«¿Qué has visto de camino,
María, en la mañana?»
«A mi Señor glorioso,
la tumba abandonada,
Los ángeles testigos,
sudarios y mortaja.
¡Resucitó de veras
mi amor y mi esperanza!
Venid a Galilea,
allí el Señor aguarda;
allí veréis los suyos
la gloria de la Pascua.»
Primicia de los muertos,
sabemos por tu gracia
que estás resucitado;
la muerte en ti no manda.
Rey vencedor, apiádate
de la miseria humana
y da a tus fieles parte
en tu victoria santa.
Lectura del santo evangelio según
san Juan (20,11-18):
EN aquel
tiempo, estaba María fuera, junto al sepulcro, llorando. Mientras lloraba, se
asomó al sepulcro y vio dos ángeles vestidos de blanco, sentados, uno a la
cabecera y otro a los pies, donde había estado el cuerpo de Jesús.
Ellos le preguntan:
«Mujer, ¿por qué lloras?».
Ella contesta:
«Porque se han llevado a mi Señor y no sé
dónde lo han puesto».
Dicho esto, se vuelve y ve a Jesús, de pie,
pero no sabía que era Jesús.
Jesús le dice:
«Mujer, ¿por qué lloras?».
Ella, tomándolo por el hortelano, le
contesta:
«Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde
lo has puesto y yo lo recogeré».
Jesús le dice:
«¡María!».
Ella se vuelve y le dice.
«¡Rabbuní!», que significa: «¡Maestro!».
Jesús le dice:
«No me retengas, que todavía no he subido al
Padre. Pero, ande, ve a mis hermanos y diles: “Subo al Padre mío y Padre
vuestro, al Dios mío y Dios vuestro”».
María la Magdalena fue y anunció a los
discípulos:
«He visto al Señor y ha dicho esto».
Palabra del Señor
1.-
Las palabras de Pedro, en el día de
Pentecostés, debieron tener una fuerza extraordinaria. Sin duda, fueron dichas
con tal sinceridad y tal intensidad que, como dice el texto, “traspasaron el
corazón” de sus oyentes. Palabras tan llenas de fuerza y tan bien dichas, que
les llegaron al alma. Todo ese discurso debió ser tan impactante que sus
oyentes se sintieron impulsados a preguntar qué tenían que hacer.
Pedro los invita a la conversión. Una
realidad que ha de comenzar por el bautismo, a través del cual les serán
perdonados los pecados. Con ese bautismo y ese perdón, recibirán al Espíritu
Santo. Hechos que introducen al cristiano en una vida nueva: la del evangelio
de Jesús, donde el Espíritu conduce y guía a sus fieles, cuando éstos se dejan
acompañar por su fuerza.
Pedro, con el entusiasmo propio de un
temperamento primario, henchido de la experiencia vivida en la Resurrección de
Jesús, se siente urgido a proclamar la Buena Nueva de Jesús e instar a dar
pasos.
Tras esos primeros momentos de entrada en la
Iglesia naciente, urge la necesidad de apartarse de la generación perversa. Es
decir, apartarse del mal, en toda su dimensión, y apartarse, también, de los
malos.
Como aquella
Iglesia naciente, nosotros hemos de aprender a vivir en cristiano, cada vez con
más intensidad y hacer el bien que podamos, dejando de lado al mal. Es la forma
de que ese mal no anide en nuestras vidas.
2.- María Magdalena, a quien primero se
aparecerá Jesús, ha llegado al sepulcro. Allí se encuentra con dos ángeles que
ocupan el lugar donde ha estado el cuerpo de Jesús y al ver su llanto le
preguntan por qué llora. Busca a Jesús y no lo encuentra. Ella cree haber
perdido a Jesús para siempre. Por eso, ante la reiteración de la pregunta:
“¿Por qué lloras?” responde con esos tres “lo”. “Si tú te lo has
llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré”.
Da por sentado que su labor ahora es llevarse el cuerpo de Jesús.
Y, el que ella cree que es el jardinero, es
el mismo Jesús que con cariño pronuncia su nombre y ante la voz familiar ella
siente renacer otra vez la ilusión de vivir junto a Jesús.
Qué sorpresa la suya. Ese jardinero no es
otro que el mismo Jesús. Debió tirarse a sus pies, de emoción y de
reconocimiento. Jesús la reconviene y le encomienda un mensaje que se convierte
en una misión: anunciar a los apóstoles que Jesús, resucitado, sube al Padre,
el suyo que, a la vez, es el nuestro.
Ella debió salir corriendo, llena de alegría,
a hacer lo que el corazón y Jesús le pedían: anunciar a los discípulos que
había visto al Señor. Proclamar que ese Jesús, que había sido ajusticiado por
los romanos, muriendo en una cruz, ella lo había encontrado cuando buscaba su
cuerpo en el sepulcro.
Y esa fue la misión de María Magdalena, fue
la de los apóstoles y es también la nuestra.
3.- Todo
cristiano no es sino un testigo que manifiesta con su vida y con su palabra que
Cristo sigue vivo porque ha resucitado. Es la misión que nos toca renovar en
este tiempo de Pascua. Cuando todavía resuena en nosotros el testimonio vivo de
quienes la vivieron y por él dieron la vida, debe llegar a nosotros esa
necesidad. Cristo sigue vivo si tú y yo somos capaces de vivir coherentemente
nuestra fe.
Desde
entonces, anunciar a Jesús resucitado ha sido responsabilidad de todos los
cristianos. Nos toca hoy a nosotros, aunque con frecuencia se nos olvide.
Trabajemos para que nunca desaparezca de
nuestro horizonte esa luz que ha de iluminar nuestro camino. Ese ha de ser
nuestro compromiso. Sigamos alegrándonos con la resurrección de Jesús y
proclamemos la bondad de Dios cantando con alegría el aleluya que entona la
Iglesia por todos los lugares.
San Sotero y San Cayo
Papas - (†175 y †296)
Tiempos nada
fáciles los que le tocaron vivir a San Sotero. Fue el sucesor en el pontificado
del Papa Aniceto muerto el año 165. Había nacido en la Campania italiana, en
Fondi y su padre se llamaba Concordio.
Durante su
pontificado se extendió la Iglesia ya que él mismo ordenó a bastantes diáconos,
sacerdotes y obispos. En el terreno disciplinar dictó leyes sobre el lugar de
las mujeres en la Iglesia y, sobre todo, atajó con gran valentía las herejías
que se cernían sobre la Iglesia en aquellos tiempos iniciales del cristianismo.
En su tiempo se
extendió la herejía de Montano que propugnaba un exagerado rigorismo de
costumbres. La penitencia más rigurosa y la vida más perfecta debían
practicarla todos los cristianos para no caer en pecado, sobre todo si se
trataba de pecados muy graves, ya que no se les podían perdonar porque la
Iglesia carecía de poder para ello. Esta doctrina que después defenderían
Tertualiano y, sobre todo, Novaciano, fue condenada por la Iglesia en tiempos
del Papa San Sotero. Él defendió la doctrina que siempre se había predicado y
defendido en la Iglesia desde Jesucristo, que para el pecador arrepentido no
hay pecado alguno, por grande que éste sea, que no se le pueda conceder el
perdón. Así desaparecía el clima de rigorismo y pesimismo que atormentaba a los
cristianos tan en contradicción con la doctrina del Evangelio que es de amor,
perdón, alegría y esperanza...
Otra
característica de San Sotero fue su ardiente caridad para con los necesitados.
Él era todo para todos y quería que se viviera de acuerdo con lo que los Hechos
de los Apóstoles expresan de los primeros cristianos, que «todo era común entre
ellos» y que «todos eran un solo corazón y una sola alma»... San Sotero pedía
limosnas a las Iglesias más ricas para distribuirlas entre las más pobres y se
esforzaba «por tratar a todos con palabras y obras como un padre trata a sus
hijos». Durante su pontificado el emperador Marco Aurelio (161-180), persiguió
sañudamente a la Iglesia y durante este tiempo hubo abundantes mártires, entre
ellos el mismo Papa que parece murió mártir el 22 de Abril del 175.
San Cayo vivió un
siglo más tarde y a pesar de ello en la tradición cristiana han caminado
siempre unidos ambos Santos aunque nada tengan en común a no ser el haber
muerto por Cristo y el haber sido Obispos de Roma. Su vida va entretejida de
bastantes leyendas y datos poco dignos de fiar pero sabemos cierto que sucedió
en el Pontificado al Papa San Eutiquiano el año 283. La última persecución más
violenta fue la de Valeriano. Después casi todo el siglo II fue tiempo de paz y
durante él la Iglesia quedó robustecida fuertemente. San Cayo se aprovechó de
esta paz y patrocinó, sobre todo las dos escuelas célebres de Oriente:
Alejandrina y Antioquena que tantos y tan ilustres hijos produjeron. A pesar de
esta paz relativa también hubo algunos conatos de persecución y de hecho el
mismo papa San Cayo pasó temporadas oculto en las Catacumbas de San Calixto y
desde allí alentaba a los cristianos. Él, valiente, animaba a que fueran fieles
a su fe en Jesucristo y que por nada del mundo renegaran de ella. Si no estaban
dispuestos a morir por Jesucristo – les decía – que por lo menos perseveraran
ocultos entregados a la oración y buenas obras.
El año 283 empezó
una nueva persecución contra los cristianos decretada por Caro que, aunque no
tan sangrienta como otras anteriores, causó graves daños a la Iglesia, siendo
muchos los hombres y mujeres que derramaron generosamente su sangre por
confesar a Jesucristo.
No son claras las
noticias sobre el martirio de San Cayo. Hay historiadores que afirman que murió
mártir, otros que a causa de las persecuciones y también quienes niegan que
fuera mártir. Desde el siglo IV se celebra este día. Murió el 296.
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