31 de Julio – MIÉRCOLES –
17ª – SEMANA DEL T. O. – C –
Lectura
del libro del Éxodo (34,29-35):
Cuando Moisés bajó del monte Sinaí con las dos tablas de la
alianza en la mano, no sabía que tenía radiante la piel de la cara, de haber
hablado con el Señor. Pero Aarón y todos los israelitas vieron a Moisés con la
piel de la cara radiante y no se atrevieron a acercarse a él.
Cuando
Moisés los llamó, se acercaron Aarón y los jefes de la comunidad, y Moisés les
habló. Después se acercaron todos los israelitas, y Moisés les comunicó las
órdenes que el Señor le había dado en el monte Sinaí. Y, cuando terminó de
hablar con ellos, se echó un velo por la cara.
Cuando
entraba a la presencia del Señor para hablar con él, se quitaba el velo hasta
la salida.Cuando salía, comunicaba a los israelitas lo que le habían mandado.
Los israelitas veían la piel de su cara radiante, y Moisés se volvía a echar el
velo por la cara, hasta que volvía a hablar con Dios.
Palabra
de Dios
Salmo:
98
R/.
Santo eres, Señor, Dios nuestro
Ensalzad al Señor, Dios nuestro,
postraos ante el estrado
de sus pies:
Él es santo. R/.
Moisés y Aarón con sus sacerdotes,
Samuel con los que
invocan su nombre,
invocaban al Señor,
y él respondía. R/.
Dios les hablaba
desde la columna de
nube;
oyeron sus mandatos
y la ley que les dio. R/.
Ensalzad al Señor, Dios nuestro;
postraos ante su monte
santo:
Santo es el Señor,
nuestro Dios. R/.
Lectura
del santo evangelio según san Mateo (13,44-46):
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente:
«El
reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo
encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que
tiene y compra el campo.
El
reino de los cielos se parece también a un comerciante en perlas finas que, al
encontrar una de gran valor, se va a vender todo lo que tiene y la compra.»
Palabra
del Señor
1. Lo
central que interesa, en estas dos parábolas, es la enseñanza capital que se
repite en ambas. Tal enseñanza, en principio, es clara: el Reino de Dios es
tan importante en la vida que quien lo descubre
es tanto lo que encuentra que lo lógico es que "venda todo lo que
tiene", y, en lugar de cualquier fortuna (por muy grande que sea), se
quede con el inmenso tesoro del Reino.
Porque el Reino está por encima de cualquier riqueza.
2.
Sería un error deducir, de estas dos breves parábolas, que en ellas se
nos presenta el Reino de Dios como un tesoro superior a cualquier otro tesoro; como una perla más valiosa que todas las demás
perlas del mundo. En otras palabras, el Reino de Dios no es una riqueza más
grande que cualquier otra
riqueza.
Si interpretamos así estas parábolas,
no salimos del terreno de los intereses materiales o de los valores de la
economía en cualquiera de sus formas.
Jesús no vino a enseñar que, por mucha
riqueza que tengamos, no nos contentemos con ella, sino que busquemos siempre otra riqueza más abundante. De ser eso lo que quería Jesús, lo que
haríamos sería hundirnos más en la idolatría del "dios-dinero", que
es incompatible con el "Dios-Padre" del que nos habló el mismo Jesús
(Mt 6, 19-24).
0 sea, Jesús entraría en contradicción
consigo mismo.
3.
No. Jesús no vino a adiestrarnos
en la codicia de las riquezas. Todo lo contrario. Lo que Jesús nos viene a decir, mediante
estas parábolas, es que, por muy grande que sea nuestra riqueza, hay cosas que
valen más que todo el dinero del mundo.
La gran deformación, la más brutal
perversión, que la cultura del capitalismo ha hecho con todos nosotros, es
meternos en la cabeza y en nuestros sentimientos más hondos, que lo más
importante en la vida es la riqueza, el dinero, el valor del dinero, la
estabilidad económica, etc.
Por supuesto, decir esto hoy, a
quienes sufren las peores consecuencias de la crisis económica, es una
auténtica agresión. Pero es una agresión
porque todos dependemos del dinero. No
le damos más importancia a nuestra propia
humanidad, a nuestra seguridad en los demás, a nuestra dignidad, a la
estabilidad que nos tendría que dar la seguridad de que contamos con los otros,
no que los otros son unos competidores, una amenaza.
- ¿Que esto es una "utopía"?
Por supuesto, es la utopía del Reino
que anunció Jesús.
San Ignacio de Loyola
Sacerdote español, fundador de la
Compañía de Jesús (Jesuítas). Un baluarte de verdad y orden ante el
protestantismo.
Vida de San Ignacio de Loyola
San Ignacio nació probablemente, en 1491, en el castillo de
Loyola en Azpeitia, población de Guipúzcoa, cerca de los Pirineos. Su padre,
don Bertrán, era señor de Ofiaz y de Loyola, jefe de una de las familias más
antiguas y nobles de la región. Y no era menos ilustre el linaje de su madre,
Marina Sáenz de Licona y Balda. Iñigo (pues ése fue el nombre que recibió el
santo en el bautismo) era el más joven de los ocho hijos y tres hijas de la
noble pareja. Íñigo luchó contra los franceses en el norte de Castilla. Pero su
breve carrera militar terminó abruptamente el 20 de mayo de 1521, cuando una
bala de cañón le rompió la pierna durante la lucha en defensa del castillo de
Pamplona. Después de que Iñigo fue herido, la guarnición española capituló.
Los franceses no abusaron de la victoria y enviaron al herido en
una litera al castillo de Loyola (su hogar). Como los huesos de la pierna
soldaron mal, los médicos consideraron necesario quebrarlos nuevamente. Iñigo
se decidió a favor de la operación y la soportó estoicamente ya que anhelaba
regresar a sus anteriores andanzas a todo costo. Pero, como consecuencia, tuvo
un fuerte ataque de fiebre con tales complicaciones que los médicos pensaron
que el enfermo moriría antes del amanecer de la fiesta de San Pedro y San
Pablo. Sin embargo, empezó a mejorar, aunque la convalecencia duró varios
meses. No obstante, la operación de la rodilla rota presentaba todavía una
deformidad. Iñigo insistió en que los cirujanos cortasen la protuberancia y,
pese a éstos le advirtieron que la operación sería muy dolorosa, no quiso que
le atasen ni le sostuviesen y soportó la despiadada carnicería sin una queja.
Para evitar que la pierna derecha se acortase demasiado, Iñigo permaneció
varios días con ella estirada mediante unas pesas. Con tales métodos, nada
tiene de extraño que haya quedado cojo para el resto de su vida.
Con el objeto de distraerse durante la convalecencia, Iñigo pidió
algunos libros de caballería (aventuras de caballeros en la guerra), a los que
siempre había sido muy afecto. Pero lo único que se encontró en el castillo de
Loyola fue una historia de Cristo y un volumen de vidas de santos. Iñigo los
comenzó a leer para pasar el tiempo, pero poco a poco empezó a interesarse
tanto que pasaba días enteros dedicado a la lectura. Y se decía: "Si esos
hombres estaban hechos del mismo barro que yo, bien yo puedo hacer lo que ellos
hicieron". Inflamado por el fervor, se proponía ir en peregrinación a un
santuario de Nuestra Señora y entrar como hermano lego a un convento de
cartujos. Pero tales ideas eran intermitentes, pues su ansiedad de gloria y su
amor por una dama, ocupaban todavía sus pensamientos. Sin embargo, cuando
volvía a abrir el libro de la vida de los santos, comprendía la futilidad de la
gloria mundana y presentía que sólo Dios podía satisfacer su corazón. Las
fluctuaciones duraron algún tiempo. Ello permitió a Iñigo observar una
diferencia: en tanto que los pensamientos que procedían de Dios le dejaban
lleno de consuelo, paz y tranquilidad, los pensamientos vanos le procuraban
cierto deleite, pero no le dejaban sino amargura y vacío. Finalmente, Iñigo resolvió
imitar a los santos y empezó por hacer toda penitencia corporal posible y
llorar sus pecados.
Le visita la Virgen; purificación en Manresa
Una noche, se le apareció la Madre de Dios, rodeada de luz y
llevando en los brazos a Su Hijo. La visión consoló profundamente a Ignacio. Al
terminar la convalecencia, hizo una peregrinación al santuario de Nuestra
Señora de Montserrat, donde determinó llevar vida de penitente. Su propósito
era llegar a Tierra Santa y para ello debía embarcarse en Barcelona que está
muy cerca de Montserrat. La ciudad se encontraba cerrada por miedo a la peste
que azotaba la región. Así tuvo que esperar en el pueblecito de Manresa, no
lejos de Barcelona y a tres leguas de Montserrat. El Señor tenía otros
designios más urgentes para Ignacio en ese momento de su vida. Lo quería llevar
a la profundidad de la entrega en oración y total pobreza. Se hospedó ahí, unas
veces en el convento de los dominicos y otras en un hospicio de pobres. Para
orar y hacer penitencia, se retiraba a una cueva de los alrededores. Así vivió
durante casi un año.
"A fin de imitar a Cristo nuestro Señor y asemejarme a Él, de
verdad, cada vez más; quiero y escojo la pobreza con Cristo, pobre más que la
riqueza; las humillaciones con Cristo humillado, más que los honores, y
prefiero ser tenido por idiota y loco por Cristo, el primero que ha pasado por
tal, antes que como sabio y prudente en este mundo". Se decidió a
"escoger el Camino de Dios, en vez del camino del mundo"...hasta
lograr alcanzar su santidad.
A las consolaciones de los primeros tiempos sucedió un período de
aridez espiritual; ni la oración, ni la penitencia conseguían ahuyentar la
sensación de vacío que encontraba en los sacramentos y la tristeza que le
abrumaba. A ello se añadía una violenta tempestad de escrúpulos que le hacían
creer que todo era pecado y le llevaron al borde de la desesperación. En esa
época, Ignacio empezó a anotar algunas experiencias que iban a servirle para el
libro de los "Ejercicios Espirituales". Finalmente, el santo salió de
aquella noche oscura y el más profundo gozo espiritual sucedió a la tristeza.
Aquella experiencia dio a Ignacio una habilidad singular para ayudar a los
escrupulosos y un gran discernimiento en materia de dirección espiritual. Más
tarde, confesó al P. Laínez que, en una hora de oración en Manresa, había
aprendido más de lo que pudiesen haberle enseñado todos los maestros en las
universidades. Sin embargo, al principio de su conversión, Ignacio estaba tan
sugestionado por la mentalidad del mundo que, al oír a un moro blasfemar de la
Santísima Virgen, se preguntó si su deber de caballero cristiano no consistía
en dar muerte al blasfemo, y sólo la intervención de la Providencia le libró de
cometer ese crimen.
Tierra Santa
En febrero de 1523, Ignacio por fin partió en peregrinación a
Tierra Santa. Pidió limosna en el camino, se embarcó en Barcelona, pasó la
Pascua en Roma, tomó otra nave en Venecia con rumbo a Chipre y de ahí se
trasladó a Jaffa. Del puerto, a lomo de mula, se dirigió a Jerusalén, donde
tenía el firme propósito de establecerse. Pero, al fin de su peregrinación por
los Santos Lugares, el franciscano encargado de guardarlos le ordenó que
abandonase Palestina, temeroso de que los mahometanos, enfurecidos por el
proselitismo de Ignacio, le raptasen y pidiesen rescate por él. Por lo tanto,
el joven renunció a su proyecto y obedeció, aunque no tenía la menor idea de lo
que iba a hacer al regresar a Europa. Otra vez, la Divina Providencia tenía
designios para esta alma tan generosa.
De nuevo en España donde es encarcelado por la inquisición.
En 1524, llegó de nuevo a España, donde se dedicó a estudiar,
pues "pensaba que eso le serviría para ayudar a las almas". Una
piadosa dama de Barcelona, llamada Isabel Roser, le asistió mientras estudiaba
la gramática latina en la escuela. Ignacio tenía entonces treinta y tres años,
y no es difícil imaginar lo penoso que debe ser estudiar la gramática a esa
edad. Al principio, Ignacio estaba tan absorto en Dios, que olvidaba todo lo
demás; así, la conjugación del verbo latino "amare" se convertía en
un simple pretexto para pensar: "Amo a Dios. Dios me ama". Sin
embargo, el santo hizo ciertos progresos en el estudio, aunque seguía
practicando las austeridades y dedicándose a la contemplación y soportaba con
paciencia y buen humor las burlas de sus compañeros de escuela, que eran mucho
más jóvenes que él.
Al cabo de dos años de estudios en Barcelona, pasó a la
Universidad de Alcalá a estudiar lógica, física y teología; pero la
multiplicidad de materias no hizo más que confundirle, a pesar de que estudiaba
noche y día. Se alojaba en un hospicio, vivía de limosna y vestía un áspero
hábito gris. Además de estudiar, instruía a los niños, organizaba reuniones de
personas espirituales en el hospicio y convertía a numerosos pecadores con sus
reprensiones llenas de mansedumbre.
Había en España muchas desviaciones de la devoción. Como Ignacio
carecía de los estudios y la autoridad para enseñar, fue acusado ante el
vicario general del obispo, quien le tuvo prisionero durante cuarenta y dos
días, hasta que, finalmente, absolvió de toda culpa a Ignacio y sus compañeros,
pero les prohibió llevar un hábito particular y enseñar durante los tres años
siguientes. Ignacio se trasladó entonces con sus compañeros a Salamanca. Pero
pronto fue nuevamente acusado de introducir doctrinas peligrosas. Después de
tres semanas de prisión, los inquisidores le declararon inocente. Ignacio
consideraba la prisión, los sufrimientos y la ignominia como pruebas que Dios
le mandaba para purificarle y santificarle. Cuando recuperó la libertad, resolvió
abandonar España. En pleno invierno, hizo el viaje a París, a donde llegó en
febrero de 1528.
Estudios en París
Los dos primeros años los dedicó a perfeccionarse en el latín,
por su cuenta. Durante el verano iba a Flandes y aun a Inglaterra a pedir
limosna a los comerciantes españoles establecidos en esas regiones. Con esa
ayuda y la de sus amigos de Barcelona, podía estudiar durante el año. Pasó tres
años y medio en el Colegio de Santa Bárbara, dedicado a la filosofía. Ahí
indujo a muchos de sus compañeros a consagrar los domingos y días de fiesta a
la oración y a practicar con mayor fervor la vida cristiana. Pero el maestro
Peña juzgó que con aquellas prédicas impedía a sus compañeros estudiar y
predispuso contra Ignacio al doctor Guvea, rector del colegio, quien condenó a
Ignacio a ser azotado para desprestigiarle entre sus compañeros. Ignacio no
temía al sufrimiento ni a la humillación, pero, con la idea de que el
ignominioso castigo podía apartar del camino del bien a aquéllos a quienes
había ganado, fue a ver al rector y le expuso modestamente las razones de su
conducta. Guvea no respondió, pero tomó a Ignacio por la mano, le condujo al
salón en que se hallaban reunidos todos los alumnos y le pidió públicamente
perdón por haber prestado oídos, con ligereza, a los falsos rumores. En 1534, a
los cuarenta y tres años, Ignacio obtuvo el título de maestro en artes de la
Universidad de París.
El Señor le da compañeros
Las palabras fervorosas de Ignacio, llenas del Espíritu Santo,
abrió los corazones de algunos compañeros. Por aquella época, se unieron a
Ignacio otros seis estudiantes de teología: Pedro Fabro, que era sacerdote de
Saboya; Francisco Javier, un navarro; Laínez y Salmerón, que brillaban mucho en
los estudios; Simón Rodríguez, originario de Portugal y Nicolás Bobadilla.
Movidos por las exhortaciones de Ignacio, aquellos fervorosos estudiantes
hicieron voto de pobreza, de castidad y de ir a predicar el Evangelio en
Palestina, o, si esto último resultaba imposible, de ofrecerse al Papa para que
los emplease en el servicio de Dios como mejor lo juzgase. La ceremonia tuvo
lugar en una capilla de Montmartre, donde todos recibieron la comunión de manos
de Pedro Fabro, quien acababa de ordenarse sacerdote. Era el día de la Asunción
de la Virgen de 1534. Ignacio mantuvo entre sus compañeros el fervor, mediante
frecuentes conversaciones espirituales y la adopción de una sencilla regla de
vida. Poco después, hubo de interrumpir sus estudios de teología, pues el
médico le ordenó que fuese a tomar un poco los aires natales, ya que su salud
dejaba mucho que desear. Ignacio partió de París, en la primavera de 1535. Su
familia le recibió con gran gozo, pero el santo se negó a habitar en el
castillo de Loyola y se hospedó en una pobre casa de Azpeitia.
Bendición del Papa; aparición del Señor
Dos años más tarde, se reunió con sus compañeros en Venecia. Pero
la guerra entre venecianos y turcos les impidió embarcarse hacia Palestina. Los
compañeros de Ignacio, que eran ya diez, se trasladaron a Roma; Paulo III los
recibió muy bien y concedió a los que todavía no eran sacerdotes el privilegio
de recibir las órdenes sagradas de manos de cualquier obispo. Después de la
ordenación, se retiraron a una casa de las cercanías de Venecia a fin de
prepararse para los ministerios apostólicos. Los nuevos sacerdotes celebraron
la primera misa entre septiembre y octubre, excepto Ignacio, quien la difirió
más de un año con el objeto de prepararse mejor para ella. Como no había
ninguna probabilidad de que pudiesen trasladarse a Tierra Santa, quedó decidido
finalmente que Ignacio, Fabro y Laínez irían a Roma a ofrecer sus servicios al
Papa. También resolvieron que, si alguien les preguntaba el nombre de su
asociación, responderían que pertenecían a la Compañía de Jesús (San Ignacio no
empleó nunca el nombre de "jesuita". Este nombre comenzó como un
apodo), porque estaban decididos a luchar contra el vicio y el error bajo el
estandarte de Cristo. Durante el viaje a Roma, mientras oraba en la capilla de
"La Storta", el Señor se apareció a Ignacio, rodeado por un halo de
luz inefable, pero cargado con una pesada cruz. Cristo le dijo: "Ego vobis
Romae propitius ero" (Os seré propicio en Roma). Paulo III nombró al padre
Fabro profesor en la Universidad de la Sapienza y confió a Laínez el cargo de
explicar la Sagrada Escritura. Por su parte, Ignacio se dedicó a predicar los
Ejercicios y a catequizar al pueblo. El resto de sus compañeros trabajaba en
forma semejante, a pesar de que ninguno de ellos dominaba todavía el italiano.
La Compañía de Jesús
Ignacio y sus compañeros decidieron formar una congregación
religiosa para perpetuar su obra. A los votos de pobreza y castidad debía
añadirse el de obediencia para imitar más de cerca al Hijo de Dios, que se hizo
obediente hasta la muerte. Además, había que nombrar a un superior general a
quien todos obedecerían, el cual ejercería el cargo de por vida y con autoridad
absoluta, sujeto en todo a la Santa Sede. A los tres votos arriba mencionados,
se agregaría el de ir a trabajar por el bien de las almas adondequiera que el
Papa lo ordenase. La obligación de cantar en común el oficio divino no
existiría en la nueva orden, "para que eso no distraiga de las obras de
caridad a las que nos hemos consagrado". No por eso descuidaban la oración
que debía tomar al menos una hora diaria.
La primera de las obras de caridad consistiría en "enseñar a
los niños y a todos los hombres los mandamientos de Dios". La comisión de
cardenales que el Papa nombró para estudiar el asunto se mostró adversa al
principio, con la idea de que ya había en la Iglesia bastantes órdenes
religiosas, pero un año más tarde, cambió de opinión, y Paulo III aprobó la
Compañía de Jesús por una bula emitida el 27 de septiembre de 1540. Ignacio fue
elegido primer general de la nueva orden y su confesor le impuso, por
obediencia, que aceptase el cargo. Empezó a ejercerlo el día de Pascua de 1541
y, algunos días más tarde, todos los miembros hicieron los votos en la basílica
de San Pablo Extramuros.
Ignacio pasó el resto de su vida en Roma, consagrado a la colosal
tarea de dirigir la orden que había fundado. Entre otras cosas, fundó una casa
para alojar a los neófitos judíos durante el período de la catequesis y otra
casa para mujeres arrepentidas. En cierta ocasión, alguien le hizo notar que la
conversión de tales pecadoras rara vez es sincera, a lo que Ignacio respondió:
"Estaría yo dispuesto a sufrir cualquier cosa por el gozo de evitar un
solo pecado". Rodríguez y Francisco Javier habían partido a Portugal en
1540. Con la ayuda del rey Juan III, Javier se trasladó a la India, donde
empezó a ganar un nuevo mundo para Cristo. Los padres Goncalves y Juan Nuñez
Barreto fueron enviados a Marruecos a instruir y asistir a los esclavos
cristianos. Otros cuatro misioneros partieron al Congo; algunos más fueron a
Etiopía y a las colonias portuguesas de América del Sur.
Un baluarte de verdad y orden ante el protestantismo.
El Papa Paulo III nombró teólogos suyos, en el Concilio de
Trento, a los padres Laínez y Salmerón. Antes de su partida, San Ignacio les
ordenó que visitasen a los enfermos y a los pobres y que, en las disputas se
mostrasen modestos y humildes y se abstuviesen de desplegar presuntuosa- mente
su ciencia y de discutir demasiado. Pero, sin duda que entre los primeros
discípulos de Ignacio el que llegó a ser más famoso en Europa, por su saber y
virtud, fue San Pedro Canisio, a quien la Iglesia venera actualmente como
Doctor. En 1550, San Francisco de Borja regaló una suma considerable para la
construcción del Colegio Romano. San Ignacio hizo de aquel colegio el modelo de
todos los otros de su orden y se preocupó por darle los mejores maestros y
facilitar lo más posible el progreso de la ciencia. El santo dirigió también la
fundación del Colegio Germánico de Roma, en el que se preparaban los sacerdotes
que iban a trabajar en los países invadidos por el protestantismo. En vida del
santo se fundaron universidades, seminarios y colegios en diversas naciones.
Puede decirse que San Ignacio echó los fundamentos de la obra educativa que
había de distinguir a la Compañía de Jesús y que tanto iba a desarrollarse con
el tiempo.
En 1542, desembarcaron en Irlanda los dos primeros misioneros
jesuitas, pero el intento fracasó. Ignacio ordenó que se hiciesen oraciones por
la conversión de Inglaterra, y entre los mártires de Gran Bretaña se cuentan
veintinueve jesuitas. La actividad de la Compañía de Jesús en Inglaterra es un
buen ejemplo del importantísimo papel que desempeñó en la contrarreforma. Ese
movimiento tenía el doble fin de dar nuevo vigor a la vida de la Iglesia y de
oponerse al protestantismo. "La Compañía de Jesús era exactamente lo que
se necesitaba en el siglo XVI para contrarrestar la Reforma. La revolución y el
desorden eran las características de la Reforma. La Compañía de Jesús tenía por
características la obediencia y la más sólida cohesión. Se puede afirmar, sin
pecar contra la verdad histórica, que los jesuitas atacaron, rechazaron y
derrotaron la revolución de Lutero y, con su predicación y dirección
espiritual, reconquistaron a las almas, porque predicaban sólo a Cristo y a
Cristo crucificado. Tal era el mensaje de la Compañía de Jesús, y con él,
mereció y obtuvo la confianza y la obediencia de las almas" (cardenal
Manning). A este propósito citaremos las, instrucciones que San Ignacio dio a
los padres que iban a fundar un colegio en Ingolstadt, acerca de sus relaciones
con los protestantes: "Tened gran cuidado en predicar la verdad de tal
modo que, si acaso hay entre los oyentes un hereje, le sirva de ejemplo de
caridad y moderación cristianas. No uséis de palabras duras ni mostréis
desprecio por sus errores". El santo escribió en el mismo tono a los
padres Broet y Salmerón cuando se aprestaban a partir para Irlanda.
Una de las obras más famosas y fecundas de Ignacio fue el libro
de los Los Ejercicios Espirituales. Es la obra maestra de la ciencia del
discernimiento. Empezó a escribirlo en Manresa y lo publicó por primera vez en
Roma, en 1548, con la aprobación del Papa. Los Ejercicios cuadran perfectamente
con la tradición de santidad de la Iglesia. Desde los primeros tiempos, hubo
cristianos que se retiraron del mundo para servir a Dios, y la práctica de la
meditación es tan antigua como la Iglesia. Lo nuevo en el libro de San Ignacio
es el orden y el sistema de las meditaciones. Si bien las principales reglas y
consejos que da el santo se hallan diseminados en las obras de los Padres de la
Iglesia, San Ignacio tuvo el mérito de ordenarlos metódicamente y de
formularlos con perfecta claridad.
La prudencia y caridad del gobierno de San Ignacio le ganó el
corazón de sus súbditos. Era con ellos afectuoso como un padre, especialmente
con los enfermos, a los que se encargaba de asistir personalmente procurándoles
el mayor bienestar material y espiritual posible. Aunque San Ignacio era
superior, sabía escuchar con mansedumbre a sus subordinados, sin perder por
ello nada de su autoridad. En las cosas en que no veía claro se atenía
humildemente al juicio de otros. Era gran enemigo del empleo de los
superlativos y de las afirmaciones demasiado categóricas en la conversación.
Sabía sobrellevar con alegría las críticas, pero también sabía reprender a sus
súbditos cuando veía que lo necesitaban. En particular, reprendía a aquéllos a
quienes el estudio volvía orgullosos o tibios en el servicio de Dios, pero
fomentaba, por otra parte, el estudio y deseaba que los profesores,
predicadores y misioneros, fuesen hombres de gran ciencia. La corona de las
virtudes de San Ignacio era su gran amor a Dios. Con frecuencia repetía estas
palabras, que son el lema de su orden: "A la mayor gloria de Dios". A
ese fin refería el santo todas sus acciones y toda la actividad de la Compañía
de Jesús. También decía frecuentemente: "Señor, ¿qué puedo desear fuera de
Ti?" Quien ama verdaderamente no está nunca ocioso. San Ignacio ponía su
felicidad en trabajar por Dios y sufrir por su causa. Tal vez se ha exagerado
algunas veces el "espíritu militar" de Ignacio y de la Compañía de
Jesús y se ha olvidado la simpatía y el don de amistad del santo por admirar su
energía y espíritu de empresa.
Durante los quince años que duró el gobierno de San Ignacio, la
orden aumentó de diez a mil miembros y se extendió en nueve países europeos, en
la India y el Brasil. Como en esos quince años el santo había estado enfermo
quince veces, nadie se alarmó cuando enfermó una vez más. Murió súbitamente el
31 de julio de 1556, sin haber tenido siquiera tiempo de recibir los últimos
sacramentos.
Fue canonizado en 1622, y Pío XI le proclamó patrono de los
ejercicios espirituales y retiros.
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