8 de Julio – LUNES –
14ª – SEMANA DEL T. O. – C –
Lectura del libro del Génesis (28,10-22a):
En aquellos días, Jacob salió de Berseba en dirección a Jarán.
Casualmente llegó a un lugar y se quedó allí a pernoctar, porque ya se había
puesto el sol. Cogió de allí mismo una piedra, se la colocó a guisa de almohada
y se echó a dormir en aquel lugar. Y tuvo un sueño: Una escalinata apoyada en
la tierra con la cima tocaba el cielo. Ángeles de Dios subían y bajaban por
ella.
El
Señor estaba en pie sobre ella y dijo:
«Yo
soy el Señor, el Dios de tu padre Abrahán y el Dios de Isaac. La tierra sobre
la que estás acostado, te la daré a ti y a tu descendencia. Tu descendencia se
multiplicará como el polvo de la tierra, y ocuparás el oriente y el occidente,
el norte y el sur; y todas las naciones del mundo se llamarán benditas por
causa tuya y de tu descendencia.
Yo
estoy contigo; yo te guardaré dondequiera que vayas, y te volveré a esta tierra
y no te abandonaré hasta que cumpla lo que he prometido.»
Cuando
Jacob despertó, dijo:
«Realmente
el Señor está en este lugar, y yo no lo sabía.»
Y,
sobrecogido, añadió:
«Qué
terrible es este lugar; no es sino la casa de Dios y la puerta del cielo.»
Jacob
se levantó de madrugada, tomó la piedra que le había servido de almohada, la
levantó como estela y derramó aceite por encima. Y llamó a aquel lugar «Casa de
Dios»; antes la ciudad se llamaba Luz.
Jacob
hizo un voto, diciendo:
«Si
Dios está conmigo y me guarda en el camino que estoy haciendo, si me da pan
para comer y vestidos para cubrirme, si vuelvo sano y salvo a casa de mi padre,
entonces el Señor será mi Dios, y esta piedra que he levantado como estela será
una casa de Dios.»
Palabra
de Dios
Salmo:
90,1-2.3-4.14-15ab
R/.
Dios mío, confío en ti
Tú que habitas al amparo del Altísimo,
que vives a la sombra
del Omnipotente,
di al Señor: «Refugio
mío, alcázar mío,
Dios mío, confío en ti.»
R/.
Él te librará de la red del cazador,
de la peste funesta.
Te cubrirá con sus
plumas,
bajo sus alas te refugiarás.
R/.
«Se puso junto a mí: lo libraré;
lo protegeré porque
conoce mi nombre,
me invocará y lo
escucharé.
Con él estaré en la
tribulación.» R/.
Lectura
del santo evangelio según san Mateo (9,18-26):
En aquel tiempo, mientras Jesús hablaba, se acercó un personaje
que se arrodilló ante él y le dijo:
«Mi
hija acaba de morir. Pero ven tú, ponle la mano en la cabeza, y vivirá.»
Jesús
lo siguió con sus discípulos. Entretanto, una mujer que sufría flujos de sangre
desde hacía doce años se le acercó por detrás y le tocó el borde del manto,
pensando que con sólo tocarle el manto se curaría.
Jesús
se volvió y, al verla, le dijo:
«¡Animo,
hija! Tu fe te ha curado.»
Y
en aquel momento quedó curada la mujer.
Jesús
llegó a casa del personaje y, al ver a los flautistas y el alboroto de la
gente, dijo:
«¡Fuera!
La niña no está muerta, está dormida.»
Se
reían de él.
Cuando
echaron a la gente, entró él, cogió a la niña de la mano, y ella se puso en
pie. La noticia se divulgó por toda aquella comarca.
Palabra
del Señor
1.
Jesús es fuente inagotable de vida. Dio vida a la mujer que padecía las
hemorragias incurables para la medicina de
entonces. Y devolvió la vida a niña difunta de la que ya se hacía el duelo
acostumbrado.
Al recordar estos hechos, no nos
interesa sobre todo la estricta veracidad de lo que sucedió en estos dos casos
extraordinarios. Lo que de verdad nos
importa es el mensaje religioso que aquí se nos da.
Hay que insistir en este dato capital:
lo que interesa y lo que nos importa, en los relatos del Evangelio, no es su
"historicidad", sino su "significación". Aceptado el hecho,
históricamente innegable, de la existencia de Jesús de Nazaret, lo que tenemos
que buscar y encontrar, en cada relato es lo que eso representa y significa
para nuestra forma de vivir.
Por ejemplo: Jesús curaba a los
enfermos. ¿Hacía milagros? No es posible saberlo. Lo que no admite duda
es que a Jesús le interesaba y le preocupaba
la salud de personas.
Jesús no soportaba ver a la gente
sufrir. Esto es lo incuestionable. Lo que nosotros podemos hacer, cada cual en
cuanto puede y como puede.
2.
Es fundamental, es apremiante, insistir en esto, que, por otra parte, es
patente en casi todas las páginas de los cuatro evangelios. Jesús no organiza
una religión de sacerdotes y altares, templos y ritos sagrados. Eso no aparece
por ninguna parte en los evangelios.
Lo que se palpa en cada página, en cada
relato, es que Jesús tuvo y enseñó una fe muy profunda en Dios como Padre siempre
bueno con todos. Y, junto a eso, no dejó de insistir en que esa fe en el Padre
se tiene que traducir y solo se puede vivir de verdad en la incesante
preocupación por los pobres y los que sufren.
De ahí, el interés de Jesús por las
curaciones de enfermos y por las comidas con toda clase de personas.
Añadiendo a eso, su insistencia machacona en mejorar nuestras relaciones con
los demás.
3.
Por último, es capital destacar —una vez más— que esta religiosidad no
es
mero humanismo. No lo es. Ni puede serlo.
Porque vivir así y hacer esto, siempre
y con todo el mundo, es algo que no es posible si no es a partir de la base de una
espiritualidad muy profunda, una mística muy seria y una religiosidad muy
intensa.
Solo una persona así está capacitada
para aproximarse a este ideal que siempre será un horizonte último nunca
plenamente alcanzable.
San Procopio
En Cesarea de Palestina, san
Procopio, mártir, que en tiempo del emperador Diocleciano fue conducido desde
la ciudad de Scytópolis a Cesarea, donde, por manifestar audazmente su fe, fue
inmediatamente decapitado por el juez Fabiano (c. 303).
Vida de San Procopio
El primero de los mártires en Palestina fue Procopio. Era un
varón lleno de la gracia divina, que desde niño se había mantenido en castidad
y había practicado todas las virtudes. Había domado su cuerpo hasta
convertirlo, por decirlo así, en un cadáver; pero la fuerza que su alma
encontraba en la palabra de Dios daba vigor a su cuerpo. Vivía a pan y agua; y
sólo comía cada dos o tres días; en ciertas ocasiones, prolongaba su ayuno
durante una semana entera. La meditación de la palabra divina absorbía su
atención día y noche, sin la menor fatiga. Era bondadoso y amable, se
consideraba como el último de los hombres y edificaba a todos con sus palabras.
Sólo estudiaba la palabra de Dios y apenas tenía algún conocimiento de las
ciencias profanas. Había nacido en Aelia (Jerusalén), pero residía en
Escitópolis (Betsán), donde desempeñaba tres cargos eclesiásticos. Leía y podía
traducir el sirio, y arrojaba los malos espíritus mediante la imposición de las
manos. Enviado con sus compañeros de Escitópolis a Cesárea, fue arrestado en
cuanto cruzó las puertas de la ciudad. Aun antes de haber conocido las cadenas
y la prisión, se encontró ante el juez Flaviano, quien le exhortó a sacrificar
a los dioses. Pero él proclamó en voz alta que sólo hay un Dios, creador y
autor de todas las cosas. Esta respuesta impresionó al juez. No encontrando qué
replicar, Flaviano trató de persuadir a Procopio de que por lo menos ofreciese
sacrificios a los emperadores. Pero el mártir de Dios despreció sus consejos.
"Recuerda —le dijo— el verso de Homero: No conviene que haya muchos amos;
tengamos un solo jefe y un solo rey." Como si estas palabras constituyesen
una injuria contra los emperadores, el juez mandó que Procopio fuese ejecutado
al punto. Los verdugos le cortaron la cabeza, y así pasó Procopio a la vida
eterna por el camino más corto, al séptimo día del mes de Desius, es decir, el
día que los latinos llaman las nonas de julio, el año primero de nuestra
persecución. Este fue el martirio que tuvo lugar en Cesárea.
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