17 DE ENERO – DOMINGO
–
2ª – SEMANA DEL T.O. –
B –
SAN
ANTONIO ABAD
Lectura del primer libro de Samuel (3,3b-10. 19):
En aquellos días, Samuel estaba acostado en el templo del Señor, donde
estaba el arca de Dios. El Señor llamó a Samuel, y él respondió:
«Aquí estoy.»
Fue corriendo a donde estaba Elí y le dijo:
«Aquí estoy; vengo porque me has llamado.»
Respondió Elí:
«No te he llamado; vuelve a acostarte.»
Samuel volvió a acostarse.
Volvió a llamar el Señor a Samuel. Él se levantó y fue a donde estaba Elí y
le dijo:
«Aquí estoy; vengo porque me has llamado.»
Respondió Elí:
«No te he llamado, hijo mío; vuelve a acostarte.»
Aún no conocía Samuel al Señor, pues no le había sido revelada la palabra
del Señor.
Por tercera vez llamó el Señor a Samuel, y él se fue a donde estaba Elí y
le dijo:
«Aquí estoy; vengo porque me has llamado.»
Elí comprendió que era el Señor quien llamaba al muchacho, y dijo a Samuel:
«Anda, acuéstate; y si te llama
alguien, responde: "Habla, Señor, que tu siervo te escucha."»
Samuel fue y se acostó en su
sitio.
El Señor se presentó y le llamó
como antes: «¡Samuel, Samuel!»
Él respondió:
«Habla, que tu siervo te escucha.»
Samuel crecía, y el Señor estaba con él; ninguna de sus palabras dejó de
cumplirse.
Palabra de Dios
Salmo:39,2.4ab.7.8-9.10
R/. Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad
Yo esperaba con ansia al Señor;
él se inclinó y escuchó mi grito;
me puso en la boca un cántico
nuevo,
un himno a nuestro Dios. R/.
Tú no quieres sacrificios ni ofrendas,
y, en cambio, me abriste el oído;
no pides sacrificio
expiatorio. R/.
Entonces yo digo: «Aquí estoy
–cómo está escrito en mi libro–
para hacer tu voluntad.»
Dios mío, lo quiero, y llevo tu
ley en las entrañas. R/.
He proclamado tu salvación
ante la gran asamblea;
no he cerrado los labios;
Señor, tú lo sabes. R/.
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios
(6,13c-15a.17-20):
El cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor; y el Señor, para el
cuerpo. Dios, con su poder, resucitó al Señor y nos resucitará también a
nosotros. ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? El que se une
al Señor es un espíritu con él. Huid de la fornicación. Cualquier pecado que
cometa el hombre queda fuera de su cuerpo. Pero el que fornica peca en su
propio cuerpo. ¿O es que no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu
Santo? Él habita en vosotros porque lo habéis recibido de Dios. No os poseéis
en propiedad, porque os han comprado pagando un precio por vosotros. Por tanto,
¡glorificad a Dios con vuestro cuerpo!
Palabra de Dios
Lectura del santo evangelio según san Juan (1,35-42):
En aquel tiempo, estaba Juan con dos de sus discípulos y, fijándose en Jesús
que pasaba, dice:
«Éste es el Cordero de Dios.»
Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús.
Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les pregunta:
«¿Qué buscáis?»
Ellos le contestaron:
«Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?»
Él les dijo:
«Venid y lo veréis.»
Entonces fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día; serían
las cuatro de la tarde.
Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron a Juan y
siguieron a Jesús; encuentra primero a su hermano Simón y le dice:
«Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo).»
Y lo llevó a Jesús. Jesús se le quedó mirando y le dijo:
«Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que se traduce
Pedro).»
Palabra del Señor
Primer profeta y
primeros discípulos.
El domingo pasado,
después de Epifanía, leímos el relato del bautismo. Si hubiéramos seguido con
el evangelio de Marcos, lo siguiente serían las tentaciones de Jesús. Pero, en
un prodigio de zapeo litúrgico, cambiamos de evangelio y leemos el próximo
domingo un texto de Juan. El cuarto evangelio no cuenta el bautismo de Jesús ni
su estancia de cuarenta días en el desierto. Pero sí dice que fue a donde
estaba Juan bautizando, y allí entró en contacto con quienes serían sus
primeros discípulos. Para ambientar este episodio, y con fuerte contraste, la
primera lectura cuenta la vocación de Samuel.
La vocación de un
profeta (1 Samuel 3,3b-10.19)
Samuel
no es el primer profeta. Antes de él se atribuye el título a Abrahán, y a dos
mujeres: María, la hermana de Moisés, y Débora. Pero el primer gran profeta,
con fuerte influjo en la vida religiosa y política del pueblo, es Samuel. Por
eso, se ha concedido especial interés a contar su vocación, para darnos a
conocer qué es un profeta y cómo se comporta Dios con él.
Literariamente, el
pasaje utiliza el frecuente recurso de plantear un problema (el Señor llama a
Samuel sin que este sepa quién lo llama), con dos intentos fallidos por parte
del niño (dos veces acude a Elí) y la solución en un tercer momento («Habla,
Señor, que tu siervo escucha»).
Quien solo lea
este episodio conocerá muy poco de Samuel: que es un niño, está al servicio del
sumo sacerdote Elí, duerme en la habitación de al lado, y todavía no se le
había revelado la palabra del Señor. No sabe que su madre lo consagró al templo
de Siló desde pequeño, y que, más tarde, en virtud de su vocación profética,
jugará un papel capital en la introducción de la monarquía en Israel y en la
elección de los dos primeros reyes: Saúl y David.
De los datos que
ofrece el texto, el más interesante es la explicación de por qué Samuel
confunde a Yahvé con Elí. «Samuel no conocía todavía al Señor». ¿Cómo es esto posible?
Su madre lo dejó en el templo cuando era todavía un niño, vive con la familia
del sumo sacerdote, ha debido de oír hablar de Yahvé infinidad de veces,
escuchar su nombre en cantos y salmos. Samuel debía de tener una buena
formación catequética. A pesar de todo, «no conocía todavía al Señor, no se le
había revelado la palabra del Señor». Una cosa es conocer a Dios de oídas, por
oraciones y lecciones mejor aprendidas, y otra muy distinta ese contacto
profundo con él a través de su palabra.
[Este episodio es
fundamental para comprender el de Jesús en el templo con doce años. Esa edad
tenía Samuel, según Flavio Josefo, cuando «todavía no conocía al Señor». Jesús,
en cambio, sabe perfectamente que Dios es su Padre y que él debe entregarse por
completo a cumplir sus planes.]
Cabe el peligro de
centrarse en la figura de Samuel y pasar por alto lo mucho que dice el texto a
propósito de Dios. Ante todo, no comunica su voluntad al pueblo directamente,
se sirve de una persona concreta. Al mismo tiempo, se revela como un ser
extraño, desconcertante, que elige para esta misión a un niño de pocos años y
parece jugar con él al ratón y al gato, haciendo que se levante tres veces de
la cama antes de hablarle con claridad.
Además, ese Dios
que más tarde se revelará como un ser cercano al profeta, acompañándolo de por
vida, se revela también como un ser exigente, casi cruel, que le encarga al
niño una misión durísima para su edad: condenar al sacerdote con el que ha
vivido desde pequeño y que ha sido para él como un padre. Esto no se advierte
en la lectura de hoy porque la liturgia ha omitido esa sección para dejarnos
con buen sabor de boca.
En resumen, la
vocación de un profeta no sólo le cambia la vida, también nos ayuda a conocer a
Dios.
Contacto de Jesús
con los primeros discípulos (Juan 1,35-51)
En el cuarto
evangelio, Juan no bautiza a Jesús, pero dirige unas palabras a sus discípulos
cuando lo ve venir. Lo que les dice se resume en tres puntos:
1) Es el Cordero
de Dios que quita el pecado del mundo.
2) Bautiza con
Espíritu Santo.
3) Es el Hijo de
Dios.
El autor no
explica ninguna de estas afirmaciones ni cuenta la reacción del auditorio.
Pero, en los días siguientes, Jesús entra en contacto con Andrés y un discípulo
anónimo (generalmente se piensa en Juan); Andrés le llevará a su hermano Simón
Pedro; Jesús encuentra a Felipe y le ordena: «Sígueme»; y este anima a Natanael
a unirse al grupo (Jn 1,35-51). Es una pena que el evangelio de este domingo se
limite al encuentro con los tres primeros discípulos, porque el conjunto ofrece
un mensaje muy interesante sobre la vocación.
Andrés y el
discípulo anónimo (1,35-39)
En el primer
encuentro, la iniciativa parte del Bautista que, al ver pasar a Jesús, dice de
él lo mismo que había dicho en su discurso anterior: «Ese es el cordero de
Dios». Entonces fue más concreto: «Ese es el cordero de Dios que quita el
pecado del mundo». La referencia parece clara al personaje del que habla Isaías
53: uno que salva a su pueblo cargando con sus pecados, y que, cuando lo
condenan a muerte, «como cordero llevado al matadero, como oveja muda ante el
esquilador, no abría la boca» (vv.6-7). Así lo entendió también Lucas en los
Hechos de los Apóstoles. Cuando el eunuco etíope va leyendo este texto de
Isaías y le pregunta al diácono Felipe de quién habla el profeta, este
aprovecha la ocasión para hablarle de Jesús. Y la primera carta de Pedro
recuerda que nos han redimido «con la preciosa sangre de Cristo, Cordero sin
mancha ni tacha» (1 Pe 1,19).
Las palabras de
Juan, más que simple información parecen contener una invitación a sus
discípulos a entrar en contacto con ese personaje misterioso. Juan, con esta
actitud de desprendimiento y generosidad, está anticipando lo que dirá más
tarde: «Yo no soy el Mesías, sino que me han enviado por delante de él. (…) Él
debe crecer y yo disminuir» (Jn 3,28.30).
Y los dos
discípulos, aunque quizá no entendieron claramente lo que significaba «Ese es
el Cordero de Dios», sintieron gran curiosidad, lo siguen, y escuchan las
primeras palabras que pronuncia Jesús en el evangelio: «¿Qué buscáis?» No es
una pregunta trivial, suena a desafío. Es la pregunta que Jesús dirige a
cualquier lector del evangelio: «¿Qué buscas?». Y el lector se siente obligado
a pensar si ha buscado o busca algo en su vida, o si ha dejado de buscar. Los
dos muchachos podrían decir, con el salmista: «Tu rostro buscaré, Señor. No me
escondas tu rostro». Pero su respuesta es más tímida. Se dirigen a él con
profundo respeto, llamándolo «rabí», y se limitan a preguntarle dónde vive. Por
desgracia, no sabemos de qué hablaron desde las cuatro de la tarde en adelante.
Andrés
y Simón Pedro (1,40-42)
De esa larga
conversación cuyo contenido ignoramos, Andrés sacó la conclusión de que aquella
persona era alguien más que el Cordero de Dios, o un rabí cualquiera. Así lo
comunica entusiasmado a su hermano: «Hemos encontrado al Mesías». ¿Qué quería
decir con esto? Ateniéndonos al cuarto evangelio, la mentalidad popular
esperaba del Mesías que realizará numerosos milagros, como sugiere la gente de
Jerusalén: «¿Cuándo venga el Cristo, hará más signos de los que este ha hecho?»
(Jn 7,31). En esta línea prodigiosa, otros piensan que «el Mesías permanecerá
para siempre» (Jn 12,34). Sin embargo, el título de Mesías tenía por entonces
una fuerte carga política, como se advierte en los Salmos de Salomón 17
y 18, de origen fariseo, procedentes del siglo I a.C. Es posible que esto fuera
lo que más entusiasmara a Andrés e intentara transmitir a su hermano Simón
Pedro.
La pretensión de
haber encontrado al Mesías la considerarían absurda muchos judíos. Los fariseos
llevaban más de un siglo pidiendo a Dios que enviara a su Rey Mesías. ¿Iba a
encontrarlo precisamente este pobre muchacho galileo? Sin embargo, su hermano
le hace caso y marcha al encuentro de Jesús.
Tiene lugar
entonces una de las escenas más misteriosas. Cuando Andrés y Simón Pedro llegan
ante Jesús, el evangelista introduce una pausa que crea fuerte tensión: «Jesús
se le quedó mirando». ¿Qué siente Jesús al ver a Simón Pedro? ¿Qué experimenta
este al verse examinado por Jesús? Una vez más, el evangelista omite cualquier
comentario.
Jesús no lo
saluda. No le pregunta qué busca. No necesita que Andrés se lo presente. Él
sabe quién es y quién es su padre. Inmediatamente, con una autoridad suprema,
le cambia el nombre por Cefas, sin explicarle por qué se lo cambia ni qué
significa ese nombre.
Simón Pedro, a
remolque de su hermano Andrés, acude a Jesús pensando encontrar en él al
Mesías. Y este, en vez de entusiasmarlo con un discurso o un milagro, lo mira
fijamente y le cambia el nombre, que es lo más personal que tenemos. Para un
judío, el nombre y la persona se identifican. Lo que advierte Simón es que ese
personaje está disponiendo de él sin consultarlo ni pedirle permiso. Sin
embargo, no reacciona, no pide una explicación ni se rebela. Quien no lo
conozca, imaginará a Simón como un muchacho tímido y callado. Veremos que no es
así.
La escena
simboliza el poder de Jesús sobre Simón y una cierta predilección por él, ya
que es el único al que le cambia el nombre. El lector del cuarto evangelio
sabe, desde este momento, que deberá conceder gran importancia a este
personaje.
Dos relatos
parecidos y diversos
El contraste entre
el evangelio y la vocación de Samuel es enorme. Esta ocurre en el santuario, de
noche, con una voz misteriosa que se repite y un mensaje que sobrecoge. En el
evangelio todo ocurre de forma muy humana, normal: un boca a boca que va
centrando la atención en Jesús, cuando no es él mismo quien llama, como en el
caso (que no se ha leído) de Felipe. Y las reacciones abarcan desde la simple
curiosidad de los dos primeros hasta el escepticismo irónico de Natanael,
pasando por el entusiasmo de Andrés y Felipe. Pero hay también elementos
parecidos.
1. En ambos
relatos, la vocación cambia la vida. En adelante, «el Señor estaba con Samuel»,
y los discípulos estarán con Jesús. Este cambio se subraya especialmente en el
caso de Pedro, al que Jesús cambia el nombre.
2. La vocación
revela a Dios en el caso de Samuel, y a Jesús en el caso de los discípulos.
Cada vocación aporta un dato nuevo sobre la persona de Jesús, como distintas
teselas que terminan formando un mosaico: Juan Bautista lo llama «Cordero de
Dios»; los dos primeros se dirigen a él como Rabí, «maestro»; Andrés le habla a
Pedro del Mesías; Felipe, a Natanael, de aquel al que describen Moisés y los
profetas, Jesús, hijo de José, natural de Nazaret; y el escéptico Natanael
terminará llamándolo «Hijo de Dios, rey de Israel». Es una pena que la
mutilación del texto impida captar este aspecto.
La liturgia nos
sitúa al comienzo de la actividad de Jesús. Lo iremos conociendo cada vez más a
través de las lecturas de cada domingo. Pero no podemos limitarnos a un puro
conocimiento intelectual. Como Samuel y los discípulos, debemos comprometernos
con Dios, con Jesús.
«Yo esperaba con
ansia al Señor» (Salmo 39)
El Salmo elegido
para el día de hoy comienza con las palabras: «Yo esperaba con ansia al Señor;
él se inclinó y escuchó mi grito. Me puso en la boca un cántico nuevo, un himno
a nuestro Dios» (Sal 39,2). Más que a Samuel, estas palabras se aplican a los
futuros apóstoles. Esperaban con ansia al Señor, y por eso han acudido a
escuchar a Juan Bautista. Pero el Señor no se ha limitado a poner en sus bocas
un canto nuevo. Los ha tomado completamente a su servicio.
SAN
ANTONIO ABAD
251 - 356
San Antón o San Antonio Abad (Heracleópolis Magna, Egipto, 251; – †Monte
Colzim, Egipto, 17 de enero del año 356), fue un monje cristiano fundador del
movimiento eremítico. El relato de su vida, transmitido principalmente por la
obra de San Atanasio, presenta la figura de un hombre que crece en santidad y
lo convierte en modelo de cristianos. Tiene elementos históricos y otros de
carácter legendario; se sabe que abandonó sus bienes para llevar una existencia
de ermitaño y que atendía varias comunidades monacales en Egipto, permaneciendo
eremita. Se dice que alcanzó los 105 años.
El nombre de Antonio puede significar: "Fluoresciente" (de
"Antos", flor) o "Invencible" (de "Anteos", el
que se enfrenta victorioso a los enemigos). La vida de este santo la escribió
San Atanasio, su gran amigo. Se le llama "Abad" que significaba
"padre", porque él fue el padre o fundador de los monasterios de
monjes.
De pequeño no le enseñaron a leer ni escribir, pero sí lo supieron educar
cristianamente. A los veinte años quedó huérfano de padre y madre, y al entrar
a una iglesia oyó leer aquellas palabras de Jesús: "Si quieres ser
perfecto, vende lo que tienes, y dalo a los pobres". Se fue entonces y
vendió las 300 fanegas de buenas tierras que sus padres le habían dejado en
herencia, y repartió el dinero a los necesitados. Lo mismo hizo con sus casas y
mobiliario. Sólo dejó una pequeña cantidad para vivir él y su hermana.
Pero luego oyó leer en un templo aquella frase de Cristo: "No os
preocupéis por el día de mañana", y vendió el resto de los bienes que le
quedaban, y asegurando en un convento de monjas la educación y el futuro de su
hermana, repartió todo lo demás entre la gente más pobre, y él se quedó en
absoluta pobreza, confiado sólo en Dios. Se retiró a las afueras de la ciudad a
vivir en soledad y oración. Vivía cerca de algunos monjes que habitaban por
allí, y de ellos fue aprendiendo a orar y a meditar. Le enseñaron a leer y su
memoria era tal que lo que leía lo aprendía de memoria. Esto le va a servir
mucho para el futuro, cuando no tendrá libros para leer, pero sí recordará
maravillosamente lo leído anteriormente.
Recordando la frase de San Pablo: "El que no trabaja que no coma"
aprendió a tejer canastos, y con el trabajo de sus manos conseguía su sustento
y aún le quedaba para ayudar a los pobres.
Su fervor era tan grande que de pronto oía hablar de algún monje o ermitaño
muy santo, y se iba hacia donde él a escuchar sus consejos y tratar de aprender
cómo se llega a la santidad. Y así pronto fue también él un ermitaño
admirablemente santo. Pero el demonio empezó a traerle temibles tentaciones. Le
presentaba en la mente todo el gran bien que él podría haber hecho si en vez de
repartir sus riquezas a los pobres las hubiera conservado para extender la
religión. Y le mostraba lo antipática y fea que sería su futura vida de monje
ermitaño. Trataba de que se sintiera descontento de la vocación a la cual Dios
lo había llamado. Como no lograba desanimarlo, entonces el demonio le trajo las
más desesperantes tentaciones contra la pureza. Le presentaba en la imaginación
toda clase de imágenes impuras. Pero él recordando aquella frase de Jesús:
"Vigilad y orad para no caer en la tentación", "Ciertos malos
espíritus no se alejan sino con ayuno y oración", se puso a vigilar sus
sentidos: ojos, oídos, etc., para que ninguna mala imagen o atracción lo
sedujeran. Y luego empezó a orar mucho y a ayunar fuertemente.
Pasaba muchas horas del día y de la noche orando. No comía ni bebía nada
jamás antes de que se ocultara el sol. Y su alimento era un poco de pan o de
dátiles, un poco de sal, y agua de una cisterna.
Un día el demonio enfurecido porque no lograba vencerlo le dio un golpe tan
violento que el santo quedó como muerto. Vino un amigo y creyéndolo ya cadáver
se lo llevó a enterrar, pero cuando ya estaban disponiendo los funerales, él
recobró el sentido y se volvió a su choza a orar y meditar. Allí le dijo a
Nuestro Señor: ¿Adónde te habías ido mi buen Dios cuando el enemigo me atacaba
tan duramente? Y una voz del cielo le respondió: "Yo estaba presenciando
tus combates y concediéndote fuerzas para resistir. Yo te protegeré siempre y
en todas partes".
Se cuenta también que en una ocasión se le acercó una jabalina con sus
jabatos (que estaban ciegos), en actitud de súplica. Antonio curó la ceguera de
los animales y desde entonces la madre no se separó de él y le defendió de
cualquier alimaña que se acercara. Pero con el tiempo y por la idea de que el
cerdo era un animal impuro se hizo costumbre de representarlo dominando la
impureza y por esto le colocaban un cerdo domado a los pies, porque era
vencedor de la impureza. Además, en la Edad Media para mantener los hospitales
soltaban los animales y para que la gente no se los apropiara los pusieron bajo
el patrocinio del famoso San Antonio, por lo que corría su fama. En la teología
el colocar los animales junto a la figura de un cristiano era decir que esa
persona había entrado en la vida bienaventurada, esto es, en el cielo, puesto
que dominaba la creación.
A los 35 años siente una voz interior que lo invita a dedicarse a la
soledad absoluta. Hasta entonces había vivido en una celda, no muy lejos de la
ciudad y cerca de otros ascetas. La palabra "asceta" significa
"el que lucha por dominarse a sí mismo". La gente llamaba ascetas a
los cristianos fervorosos que se dedicaban con la oración, el sacrificio y la
meditación a conseguir la santidad. Cerca de un grupo de ellos había vivido ya
varios años Antonio y había aprendido cuanto ellos podían enseñarle para ser
santo. Ahora se sentía capaz de alejarse a tratar de entenderse a solas con
Dios.
Se fue lejos al otro lado del río Nilo. Encontró un cementerio abandonado y
allí se quedó a vivir. Las gentes antiguas creían que las almas en penas venían
a espantar en los cementerios. Para convencerse de que tal creencia era cuento
y mentiras, se quedó a vivir en aquel cementerio y ningún alma de difunto vino
a espantarlo. Aquel terreno estaba infectado de serpientes venenosas. Les dio
una bendición y ellas se alejaron. Solamente un amigo suyo venía muy de vez en
cuando a traerle un poco de pan. Levantó un muro para hacer el sacrificio de no
ver a nadie, y hasta el que le traía el pan tenía que lanzárselo por encima del
muro. Muchas gentes venían a consultarlo y les hablaba a través del muro.
Pero la fama de que sus consejos hacían mucho bien se extendió tanto que al
fin los peregrinos no pudieron contenerse y derribaron aquella pared. Allí
estaba Antonio que desde hacía 20 años no veía rostro humano alguno, y no comía
carne, y sólo se alimentaba de un poco de pan y un poco de agua cada día. Pero
en su rostro no se notaba ningún mal efecto de estos sacrificios, sino que
aparecía amable y lleno de alegría.
A los 55 años, para satisfacer la petición de muchos hombres que le
pedían les ayudara a vivir vida de ermitaños como él, organizó una serie de
chozas individuales, donde se practicaba una pobreza heroica. En cada una de
estas chozas vivía un ermitaño dedicado a orar, a trabajar y a hacer
sacrificios. Constantemente se oían cantar por allí las alabanzas de Dios.
Antonio los fue formando en la santidad con sus sabios consejos. San
Atanasio narra que les aconsejaba lo siguiente: "No vivir tan preocupados
por el cuerpo sino por la salvación del alma. Cada mañana pensad que éste puede
ser el último día de nuestra vida, y vivid tan santamente como si en verdad lo
fuera. Ejecutad cada acción como si fuera la última de la vida. Recordad que
los enemigos del alma son vencidos con la oración, la mortificación, la
humildad y las buenas obras y se alejan cuando hacemos bien la señal de la
cruz.” Les contaba que muchas veces había hecho salir huyendo al demonio con
sólo pronunciar con toda fe el santo nombre de Jesús. Les decía que para
combatir la impureza hay que pensar frecuentemente en lo que nos espera al
final de la vida: Muerte, Juicio, Infierno o Gloria. Les insistía que se
esforzaran por llegar a ser mansos y amables; que no buscaran ser alabados o
muy estimados; que lo que obtuvieran con el trabajo de sus manos (se dedicaban
a tejer esteras y canastos) lo dedicaran a los pobres y que su preocupación
fuera siempre ir apreciando y amando cada día más a Jesucristo. Así con San
Antonio nació en la Iglesia la primera comunidad de religiosos.
Cuando estalló la persecución contra los cristianos, el santo se fue con
algunos de sus monjes a la ciudad de Alejandría a animar a los cristianos para
que prefirieran perder todos sus bienes y hasta la misma vida con tal de no
renegar de Cristo y de su santa religión. Los paganos no se atrevieron a
hacerle daño porque la gente lo veneraba como un hombre de Dios. "Ahí va
el santo", exclamaban hasta los paganos al verlo pasar.
Luego se fue a vivir más lejos todavía y estuvo 18 años sin ver a nadie,
sólo meditando, haciendo penitencias y hablando con Dios. En los terribilísimos
calores del desierto (44 grados) hizo el sacrificio de no bañarse ni una vez,
ni cambiarse de ropa. Era un sacrificio tremendo para esos calores sofocantes.
No bebía ni una gota de agua antes de que se ocultara el sol.
Pero apareció luego una terrible herejía que decía que Cristo no era Dios.
La propagaba un tal Arrio. San Antonio contempló en una visión que el mundo se
llenaba de serpientes venenosas, y oyó una voz que decía: "Son los que
niegan que Jesucristo es Dios". Inmediatamente hizo expulsar de sus
monasterios a todos los arrianos que negaban la Divinidad de Jesucristo y se
fue otra vez a Alejandría a apoyar a San Atanasio que era el gran orador que
atacaba a los arrianos. Allá San Antonio hizo milagros portentosos para probar
que Cristo sí es Dios. Al famoso sabio Dídimo el ciego le dijo que no
entristeciera por ser ciego, sino que se alegrara porque con la fe podía ver a
Dios en su alma.
En los últimos años de su vida era muy visitado por peregrinos que iban a
pedirle consejos. El hacía que sus monjes más santos y más sabios los
aconsejaran y luego reuniendo al atardecer a todos los peregrinos les hacía
algún pequeño sermón. Murió con más de cien años, pero conservaba buena la
vista y el cerebro. Y aparecía siempre tan alegre y amable, que cuando llegaba
un peregrino y preguntaba por él, le decían: "Busque entre los monjes, y
el más alegre de todos, ese es Antonio". Y aunque el peregrino jamás lo
había visto antes en su vida, pasaba por entre los monjes y al ver a uno más
amable y risueño y alegre que los demás, preguntaba: ¿Es este Antonio? Y le
respondían que si era él.
Antes de morir hizo jurar a sus discípulos que no contarían dónde estaba
enterrado, para que las gentes no tuvieran el peligro de dedicarse a rendirle
cultos desproporcionados. Sin embargo, alrededor de 561 sus reliquias fueron
llevadas a Alejandría, donde fueron veneradas hasta alrededor del siglo XII,
cuando fueron trasladadas a Constantinopla. La Orden de los Caballeros del
Hospital de San Antonio, conocidos como Hospitalarios, fundada por esas fechas,
se puso bajo su advocación. La iconografía lo refleja, representando con
frecuencia a Antonio con el hábito negro de los Hospitalarios y la tau o la
cruz egipcia que vino a ser el emblema como era conocido.
Tras la caída de Constantinopla, las reliquias de Antonio fueron llevadas a
la provincia francesa del Delfinado, a una abadía que años después se hizo
célebre bajo el nombre de Saint Antoine en Viennois. La devoción por este santo
llegó también a tierras valencianas, difundida por el obispo de Tortosa a
principios del siglo XIV.
Los antiguos le tenían mucha fe para que alejara de sus campos las pestes
que atacan a los animales. Por ese lo pintan con un cerdo, un perro y un gallo.
Había también la costumbre de que varios campesinos engordaban entre todos cada
año un cerdo y el día de San Antonio, el 17 de enero, lo mataban y lo repartían
entre los pobres.
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