20 DE ENERO – MIERCOLES
–
2ª – SEMANA DEL T.O. –
B –
SAN SEBASTIAN
Lectura de la carta a los
Hebreos (7,1-3.15-17):
MELQUISEDEC, rey de
Salén, sacerdote del Dios altísimo, salió al encuentro de Abrahán cuando este
regresaba de derrotar a los reyes, lo bendijo y recibió de Abrahán el diezmo
del botín.
Su nombre significa,
en primer lugar, Rey de Justicia, y, después, Rey de Salén, es decir, Rey de
Paz.
Sin padre, sin madre,
sin genealogía; no se menciona el principio de sus días ni el fin de su vida.
En virtud de esta
semejanza con el Hijo de Dios, es sacerdote perpetuamente.
Y esto resulta mucho
más evidente si surge otro sacerdote a semejanza de Melquisedec, que no ha
llegado a serlo en virtud de una legislación carnal, sino en fuerza de una vida
imperecedera; pues está atestiguado:
«Tú eres sacerdote
para siempre
según el rito de Melquisedec».
Palabra de Dios
Salmo: 109,1.2.3.4
R/. Tú eres sacerdote
eterno, según el rito de Melquisedec
V/. Oráculo del Señor a mi Señor:
«Siéntate a mi derecha,
y haré de tus enemigos
estrado de tus pies». R/.
V/. Desde Sión extenderá el Señor
el poder de tu cetro:
somete en la batalla a tus enemigos. R/.
V/. «Eres príncipe desde el día de tu nacimiento,
entre esplendores sagrados;
yo mismo te engendré, desde el seno,
antes de la aurora». R/.
V/. El Señor lo ha jurado y no se arrepiente:
«Tú eres sacerdote eterno,
según el rito de Melquisedec». R/.
Lectura del santo
evangelio según san Marcos (3,1-6):
EN aquel tiempo, Jesús entró otra vez en la sinagoga y
había allí un hombre que tenía una mano paralizada. Lo estaban observando, para
ver si lo curaba en sábado y acusarlo.
Entonces le dice al
hombre que tenía la mano paralizada:
«Levántate y ponte ahí
en medio».
Y a ellos les
pregunta:
«¿Qué está permitido
en sábado?, ¿hacer lo bueno o lo malo?, ¿salvarle la vida a un hombre o dejarlo
morir?».
Ellos callaban.
Echando en torno una mirada de ira y dolido por la dureza de su corazón, dice
al hombre:
«Extiende la mano».
La extendió y su mano
quedó restablecida.
En cuanto salieron,
los fariseos se confabularon con los herodianos para acabar con él.
Palabra del Señor
1. En este
relato, y con motivo del episodio del manco en la sinagoga, estalla (y
comienza) el enfrentamiento mortal entre la religión oficial y Jesús. Los
hombres religiosos más observantes, los fariseos, estaban al acecho para ver si
curaba a algún enfermo precisamente
cuando la religión prohibía cualquier actividad incluso si tal actividad fuera
curar a un lisiado o a un enfermo. Y si curaba a alguien, denunciarlo.
Cuando la religión antepone sus normas a las personas,
inevitablemente endurece el corazón de los hombres religiosos, y los trastorna
hasta el extremo de que quienes se someten, sin crítica alguna, a los mandatos de
la religión, van por la vida acechando al que no hace lo que ellos quieren,
denunciando al que no se les somete, y hasta torturando y matando al que se
pone de parte de la vida, antes que de parte de la religión.
2. Jesús hace
una pregunta tan fuerte como provocativa: - ¿Qué quiere la religión? - ¿El bien
o el mal? - ¿Dar vida o matar? Una
pregunta que no tuvo respuesta.
Si la religión antepone las verdades y las normas
religiosas a la vida plena y a la felicidad de las personas, la religión (como
los fariseos aquellos) no tiene nada que decir en este mundo. La religión
intransigente y tajante en su ortodoxia se queda muda ante los grandes
problemas de la vida y de los seres humanos. Una religión así solo sirve para provocar la ira de Jesús.
3. Al hacer lo
que hizo y al decir lo que dijo, Jesús se jugó allí su propia vida.
Desobedeció en público a los dirigentes religiosos. Y
los hombres de la religión (los fariseos) se pusieron inmediatamente de acuerdo
con los hombres de la política (los del partido de Herodes) para matarlo. Ya
estaba condenado a muerte.
La profunda humanidad de Jesús da vida. La torcida
religiosidad de los fariseos da muerte.
La religión y la política se refuerzan mutuamente para imponerse a la
vida y hasta acabar con la vida, si eso es necesario para seguir ellos
mandando.
SAN SEBASTIAN
San Sebastián, mártir de la Iglesia, nació en Narbona en el año 256, si bien
su educación transcurrió en Milán. Se decantó por la carrera de las armas y
llegó a ser tribuno de la primera cohorte de la guardia pretoriana del
Emperador Maximiano, que le tenía aprecio. Soldado disciplinado, San Sebastián
cumplía las órdenes castrenses a rajatabla. Pero, cristiano convencido,
rehusaba participar en los sacrificios paganos, por considerarlos idolatría. Es
más: ejercitaba el apostolado entre sus compañeros y visitaba a los cristianos
encarcelados.
Ante este escenario, el choque entre su profesión y su conciencia, como
ocurre hoy muy a menudo, resultó inevitable. Cuando llegó el momento fatídico,
San Sebastián optó por su conciencia, es decir, por su fe. Y lo pagó con el
martirio: el principio del fin empezó con motivo del encarcelamiento de dos
cristianos, Marco y Marceliano. A partir del martirio de estos últimos, San
Sebastián empezó a ser reconocido como cristiano.
Cuando se enteró el Emperador, ordenó su detención y dispuso que muriera
atravesado por las saetas lanzadas por sus verdugos. El plan se empezó a
cumplir. Sin embargo, cuando fue dado por muerto, unos amigos descubrieron que
estaba vivo. Le llevaron a un lugar seguro y le aconsejaron huir de Roma. San
Sebastián se negó el redondo y, deseando correr la misma suerte que sus
correligionarios, acudió ante un desconcertado Emperador -ya era Diocleciano-
que está vez ordenó su muerte a azotes. Esta vez, los soldados no fallaron. Era
el año 288.
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