30 - DE ABRIL – MARTES –
5ª SEMANA DE PASCUA – B
San José Benito Cottolengo
Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles (14,19-28):
EN aquellos días, llegaron unos judíos de Antioquía y de Iconio y se ganaron
a la gente; apedrearon a Pablo y lo arrastraron fuera de la ciudad, dejándolo
ya por muerto. Entonces lo rodearon los discípulos; él se levantó y volvió a la
ciudad.
Al día
siguiente, salió con Bernabé para Derbe. Después de predicar el Evangelio en
aquella ciudad y de ganar bastantes discípulos, volvieron a Listra, a Iconio y
a Antioquia, animando a los discípulos y exhortándolos a perseverar en la fe,
diciéndoles que hay que pasar muchas tribulaciones para entrar en el reino de
Dios.
En cada
Iglesia designaban presbíteros, oraban, ayunaban y los encomendaban al Señor,
en quien habían creído. Atravesaron Pisidia y llegaron a Panfilia. Y después de
predicar la Palabra en Perge, bajaron a Atalía y allí se embarcaron para
Antioquia, de donde los habían encomendado a la gracia de Dios para la misión
que acababan de cumplir. Al llegar, reunieron a la Iglesia, les contaron lo que
Dios había hecho por medio de ellos y cómo había abierto a los gentiles la
puerta de la fe. Se quedaron allí bastante tiempo con los discípulos.
Palabra de Dios
Salmo:
144,10-11.12-13ab.21
R/. Que tus fieles, Señor, proclamen la gloria de tu reinado
Que todas tus criaturas te den gracias, Señor, que te bendigan tus fieles.
Que proclamen la gloria de tu reinado, que hablen de
tus hazañas. R/.
Explicando tus hazañas a los hombres, la gloria y
majestad de tu reinado.
Tu reinado es un reinado perpetuo, tu gobierno
va de edad en edad. R/.
Pronuncie mi boca la alabanza del Señor, todo viviente
bendiga su santo nombre por siempre jamás. R/.
Lectura del santo evangelio según san Juan
(14,27-31a):
EN aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«La paz os
dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no turbe vuestro
corazón ni se acobarde.
Me habéis
oído decir:
“Me voy y
vuelvo a vuestro lado”.
Si me
amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os
lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis.
Ya no hablaré
mucho con vosotros, pues se acerca el príncipe del mundo; no es que él tenga
poder sobre mí, pero es necesario que el mundo comprenda que yo amo al Padre, y
que, como el Padre me ha ordenado, así actúo yo».
Palabra del Señor
1. El miedo es quizá la peor de
las amenazas que tenemos que soportar los cristianos.
Por eso, Jesús les pide a sus discípulos que no se dejen dominar por el miedo, que no tiemblen ni se acobarden.
- ¿Por qué esta petición?
Porque Jesús
les estaba pidiendo algo que le produce miedo a una persona religiosa.
Se trataba de
desmontar la idea de Dios y la experiencia de Dios, que habían heredado de sus mayores y que habían vivido en su cultura. Y, en lugar del "Dios de siempre", tenían que acostumbrarse a ver a Dios, no en
lo divino "sino en lo humano"; no en "lo sagrado", sino
"en lo profano"; no en "lo religioso", sino "en lo
laico".
- ¿No es esto como para suscitar verdadero
miedo?
2. Por
más que Jesús sea "imagen" de Dios, el mismo Jesús dice que él
no es igual a Dios: "El Padre es más
que yo". Jesús sabe y afirma su condición de creatura (protótocos), el "primogénito" de la creación (Col 1,
15). Lo cual pone al descubierto la gravedad de lo que
Jesús les está pidiendo a los discípulos y a todos sus seguidores: tienen que
ver a Dios en un ser humano. Esto, para aquellos hombres y para
nosotros, es fuerte, demasiado fuerte.
3. Por
más que lo pensemos y lo digamos, el hecho es que a Dios no lo vemos en lo
humano, en un ser humano. Por la sencilla razón de que lo humano nos
resulta insignificante, rutinario, feo, incluso despreciable o
repugnante.
- ¿Ver en eso a Dios?
Esta es la
cuestión, la gran cuestión, para nuestra fe en Dios.
En Chieri, cerca de Turín, en el Piamonte, san José Benito Cottolengo
(Giusseppe Benedetto Cottolengo), presbítero, que, confiando solamente en el
auxilio de la Divina Providencia, abrió una casa para acoger a toda clase de
pobres, enfermos y abandonados.
Vida de San José Benito Cottolengo
Pío IX la llamaba “la Casa del Milagro”. El canónico Cottolengo, cuando las
autoridades le ordenaron cerrar la primera fase, ya repleta de enfermos, como
medida de precaución al estallar la epidemia de cólera en 1831, cargó sus pocas
cosas en un burro, y en compañía de dos Hermanas salió de la ciudad de Turín,
hacia un lugar llamado Valdocco. En la puerta de una vieja casona leyó:
“Taberna del Brentatore”. La volteó y escribió: “Pequeña Casa de la Divina
Providencia”. Pocos días antes le había dicho al canónigo Valletti con
sencillez campesina: “Señor Rector, siempre he oído decir que para que los
repollos produzcan más y mejor tienen que ser trasplantados.
La “Divine Providencia” será, pues, trasplantada y se convertirá en un gran
repollo...”.
José Cottolengo nació en Bra, un pueblo al norte de Italia. Fue el mayor de
doce hermanos, y estudió con mucho provecho hasta conseguir el diploma de
teología en Turín.
Después fue coadjutor en Corneliano de Alba, en donde celebraba la Misa de
las tres de la mañana para que los campesinos pudieran asistir antes de ir a
trabajar. Les decía: “La cosecha será mejor con la bendición de Dios”. Luego
fue nombrado canónigo en Turín. Aquí tuvo que asistir, impotente, a la muerte
de una mujer, rodeada de sus hijos que lloraban, y a la que se le habían negado
los auxilios más urgentes, porque era sumamente pobre. Entonces José Cottolengo
vendió todo lo que tenía, hasta su manto, alquiló un par de piezas y comenzó
así su obra bienhechora, ofreciendo albergue gratuito a una anciana paralítica.
A la mujer que le confesaba que no tenía ni un centavo para pagar el
mercado, le dijo: “No importa, todo lo pagará la Divina Providencia”. Después
del traslado a Valdoceo, la Pequeña Casa se amplió enormemente y tomó forma ese
prodigio diario de la ciudad del amor y de la caridad que hoy el mundo conoce y
admire con el nombre de “Cottolengo”. Dentro de esos muros, construidos por la
fe, está la serene laboriosidad de una república modelo, que le habría gustado
al mismo Platón.
La palabra “minusválido” aquí no tiene sentido. Todos son “buenos hijos” y
para todos hay un trabajo adecuado que ocupa la jornada y hace más sabroso el
pan cotidiano.
Les decía a las Hermanas: “Su caridad debe expresarse con tanta gracia que
conquiste los corazones. Sean como un buen plato que se sirve a la mesa, ante
el cual uno se alegra”. Pero su buena salud no resistió por mucho tiempo al
duro trabajo. “El asno no quiere caminar” comentaba bonachonamente. En el lecho
de muerte invitó por última vez a sus hijos a dar gracias con él a la
Providencia. Sus últimas palabras fueron: “In domum Domini íbimus” (Vamos a la
casa del Señor). Era el 30 de abril de 1842.
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