5 - DE ABRIL – VIERNES DE LA OCTAVA DE PASCUA –
San Vicente Ferrer
Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles (4,1-12):
En aquellos días, mientras Pedro y Juan
hablaban al pueblo, después de que el paralítico fuese sanado, se les
presentaron los sacerdotes, el jefe de la guardia del templo y los saduceos,
indignados de que enseñaran al pueblo y anunciaran en Jesús la resurrección de
los muertos. Los apresaron y los metieron en la cárcel hasta el día siguiente,
pues ya era tarde. Muchos de los que habían oído el discurso creyeron; eran
unos cinco mil hombres.
Al día siguiente, se reunieron en Jerusalén
los jefes del pueblo, los ancianos y los escribas, junto con el sumo sacerdote
Más, y con Caifás y Alejandro, y los demás que eran familia de sumos
sacerdotes, Hicieron comparecer en medio de ellos a Pedro y a Juan y se
pusieron a interrogarlos:
«¿Con qué poder o en nombre de quién habéis
hecho eso vosotros?».
Entonces Pedro, lleno de Espíritu Santo, les
dijo:
«Jefes del pueblo y ancianos: Porque le
hemos hecho un favor a un enfermo, nos interrogáis hoy para averiguar qué poder
ha curado a ese hombre; quede bien claro a todos vosotros y a todo Israel que
ha sido el Nombre de Jesucristo el Nazareno, a quien vosotros crucificasteis y
a quien Dios resucitó de entre los muertos; por este Nombre, se presenta este
sano ante vosotros.
Él es “la piedra que desechasteis vosotros,
los arquitectos, y que se ha convertido en piedra angular”; no hay salvación en
ningún otro, pues bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre por el
que debamos salvarnos».
Palabra de Dios
Salmo:117,1-2.4.22-24.25-27a
R/. La piedra que desecharon los
arquitectos es ahora la piedra angular
Dad gracias al Señor porque es bueno,
porque
es eterna su misericordia.
Diga
la casa de Israel:
eterna
es su misericordia.
Digan
los fieles del Señor:
eterna
es su misericordia. R/.
La piedra que desecharon los arquitectos
es
ahora la piedra angular.
Es
el Señor quien lo ha hecho,
ha
sido un milagro patente.
Éste
es el día que hizo el Señor:
sea
nuestra alegría y nuestro gozo. R/.
Señor, danos la salvación;
Señor,
danos prosperidad.
Bendito
el que viene en nombre del Señor,
os
bendecimos desde la casa del Señor;
el
Señor es Dios, él nos ilumina. R/.
Secuencia (Opcional)
Ofrezcan los cristianos
ofrendas
de alabanza
a
gloria de la Víctima
propicia
de la Pascua.
Cordero sin pecado
que
a las ovejas salva,
a
Dios y a los culpables
unió
con nueva alianza.
Lucharon vida y muerte
en
singular batalla,
y,
muerto el que es la Vida,
triunfante
se levanta.
«¿Qué has visto de camino,
María,
en la mañana?»
«A
mi Señor glorioso,
la
tumba abandonada,
los
ángeles testigos,
sudarios
y mortaja.
¡Resucitó
de veras
mi
amor y mi esperanza!
Venid a Galilea,
allí
el Señor aguarda;
allí
veréis los suyos
la
gloria de la Pascua.»
Primicia de los muertos,
sabemos
por tu gracia
que
estás resucitado;
la
muerte en ti no manda.
Rey vencedor, apiádate
de
la miseria humana
y
da a tus fieles parte
en
tu victoria santa.
Lectura del santo evangelio según san
Juan (21,1-14):
En aquel tiempo, Jesús se apareció otra vez a
los discípulos junto al lago de Tiberíades. Y se apareció de esta manera:
Estaban juntos Simón Pedro, Tomás, apodado
el Mellizo; Natanael, el de Caná de Galilea; los Zebedeos y otros dos
discípulos suyos.
Simón Pedro les dice:
«Me voy a pescar».
Ellos contestan:
«Vamos también nosotros contigo».
Salieron y se embarcaron; y aquella noche no
cogieron nada. Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla;
pero los discípulos no sabían que era Jesús.
Jesús les dice:
«Muchachos, ¿tenéis pescado?».
Ellos contestaron:
«No».
Él les dice:
«Echad la red a la derecha de la barca y
encontraréis».
La echaron, y no podían sacarla, por la
multitud de peces. Y aquel discípulo a quien Jesús amaba le dice a Pedro:
«Es el Señor».
Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba
desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron
en la barca, porque rio distaban de tierra más que unos doscientos codos,
remolcando la red con los peces. Al saltar a tierra, ven unas brasas con un
pescado puesto encima y pan.
Jesús les dice:
«Traed de los peces que acabáis de coger».
Simón Pedro subió a la barca y arrastró
hasta la orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y
aunque eran tantos, no se rompió la red.
Jesús les dice:
«Vamos, almorzad».
Ninguno de los discípulos se atrevía a
preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor.
Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y
lo mismo el pescado.
Esta fue la tercera vez que Jesús se
apareció a los discípulos después de resucitar de entre los muertos.
Palabra del Señor
1. Jesús murió y fracasó a la
vista de todos. Pero Jesús no resucitó a la vista de todos. Ni se apareció a
todos los que lo habían visto fracasar y morir.
A veces, pensamos que hubiera sido de una
eficacia contundente si se hubiera producido una aparición solemne y
gloriosa de Jesús en la explanada del Templo, ante el pueblo y, sobre todo, ante
los sumos sacerdotes y autoridades en general. Así habría quedado patente que
Jesús había resucitado y los había derrotado a quienes lo habían asesinado.
Es decir, que Dios estaba de parte de Jesús y en contra de los que lo
persiguieron, lo rechazaron y lo asesinaron.
2. Pero los caminos de
Dios no son los caminos de los hombres. No hay más posibilidad de
encuentro con Dios que la fe. Y solo por la fe es posible el acceso al
Resucitado. De hecho, Jesús no se apareció nada más que a sus discípulos, es
decir, a quienes creían en él.
Lo cual no quiere decir que aquellos
primeros discípulos lo tuvieran claro. Nada de eso. A ellos les pasaba lo que
nos pasa a nosotros. No se lo creían. Y cuando se les aparecía les costaba
trabajo reconocerlo.
La resurrección es siempre, para nosotros,
un problema cargado de preguntas, de oscuridades y de inseguridad.
3. El encuentro con el
Resucitado se produce, como en este relato, en una situación humana, un
desayuno, una comida, una cena. Cuando en Jesús se hizo más patente la
divinidad, entonces fue cuando se le vio más humano, más entrañable, más
cerca de nosotros.
San Vicente Ferrer, presbítero de la Orden de Predicadores, que, de origen
español, recorrió incansablemente ciudades y caminos de Occidente, solícito por
la paz y la unidad de la Iglesia, predicando a pueblos innumerables el
Evangelio de la penitencia y la venida del Señor, hasta que en Vannes, de la
Bretaña Menor, en Francia, entregó su espíritu a Dios.
Vida de San
Vicente Ferrer
Nació en 1350 en Valencia, España. Sus padres le inculcaron desde muy
pequeñito una fervorosa devoción hacia Jesucristo y a la Virgen María y un gran
amor por los pobres. Le encargaron repartir las cuantiosas limosnas que la
familia acostumbraba a dar. Así lo fueron haciendo amar el dar ayudas a los
necesitados. Lo enseñaron a hacer una mortificación cada viernes en recuerdo de
la Pasión de Cristo, y cada sábado en honor de la Virgen Santísima. Estas
costumbres las ejercitó durante toda su vida.
Se hizo religioso en la Comunidad de los Padres Dominicos y, por su gran
inteligencia, a los 21 años ya era profesor de filosofía en la universidad.
Durante su juventud el demonio lo asaltó con violentas tentaciones y,
además, como era extraordinariamente bien parecido, varias mujeres de dudosa
conducta se enamoraron de él y como no les hizo caso a sus zalamerías, le
inventaron terribles calumnias contra su buena fama. Todo esto lo fue haciendo
fuerte para soportar las pruebas que le iban a llegar después.
Siendo un simple diácono lo enviaron a predicar a Barcelona. La ciudad
estaba pasando por un período de hambre y los barcos portadores de alimentos no
llegaban. Entonces Vicente en un sermón anunció una tarde que esa misma noche
llegarían los barcos con los alimentos tan deseados. Al volver a su convento,
el superior lo regañó por dedicarse a hacer profecías de cosas que él no podía
estar seguro de que iban a suceder. Pero esa noche llegaron los barcos, y al
día siguiente el pueblo se dirigió hacia el convento a aclamar a Vicente, el
predicador. Los superiores tuvieron que trasladarlo a otra ciudad para evitar
desórdenes.
Vicente estaba muy angustiado porque la Iglesia Católica estaba dividida
entre dos Papas y había muchísima desunión. De tanto afán se enfermó y estuvo a
punto de morir. Pero una noche se le apareció Nuestro Señor Jesucristo,
acompañado de San Francisco y Santo Domingo de Guzmán y le dio la orden de
dedicarse a predicar por ciudades, pueblos, campos y países. Y Vicente recuperó
inmediatamente su salud
En adelante por 30 años, Vicente recorre el norte de España, y el sur de
Francia, el norte de Italia, y el país de Suiza, predicando incansablemente,
con enormes frutos espirituales.
Los primeros convertidos fueron judíos y moros. Dicen que convirtió más de
10.000 judíos y otros tantos musulmanes o moros en España. Y esto es admirable
porque no hay gente más difícil de convertirse al catolicismo que un judío o un
musulmán.
Las multitudes se apiñaban para escucharle, donde quiera que él llegaba.
Tenía que predicar en campos abiertos porque las gentes no cabían en los
templos. Su voz sonora, poderosa y llena de agradables matices y modulaciones y
su pronunciación sumamente cuidadosa, permitían oírle y entenderle a más de una
cuadra de distancia.
Sus sermones duraban casi siempre más de dos horas (un sermón suyo de las
Siete Palabras en un Viernes Santo duró seis horas), pero los oyentes no se
cansaban ni se aburrían porque sabía hablar con tal emoción y de temas tan
propios para esas gentes, y con frases tan propias de la Sagrada Biblia, que a
cada uno le parecía que el sermón había sido compuesto para él mismo en
persona.
Antes de predicar rezaba por cinco o más horas para pedir a Dios la eficacia
de la palabra, y conseguir que sus oyentes se transformaran al oírle. Dormía en
el puro suelo, ayunaba frecuentemente y se trasladaba a pie de una ciudad a
otra (los últimos años se enfermó de una pierna y se trasladaba cabalgando en
un burrito).
En aquel tiempo había predicadores que lo que buscaban era agradar a los
oídos y componían sermones rimbombantes que no convertían a nadie. En cambio, a
San Vicente lo que le interesaba no era lucirse sino convertir a los pecadores.
Y su predicación conmovía hasta a los más fríos e indiferentes. Su poderosa voz
llegaba hasta lo más profundo del alma. En pleno sermón se oían gritos de
pecadores pidiendo perdón a Dios, y a cada rato caían personas desmayadas de
tanta emoción. gentes que siempre habían odiado, hacían las paces y se
abrazaban. Pecadores endurecidos en sus vicios pedían confesores. El santo
tenía que llevar consigo una gran cantidad de sacerdotes para que confesaran a
los penitentes arrepentidos. Hasta 15.000 personas se reunían en los campos abiertos,
para oírle.
Después de sus predicaciones lo seguían dos grandes procesiones: una de
hombres convertidos, rezando y llorando, alrededor de una imagen de Cristo
Crucificado; y otra de mujeres alabando a Dios, alrededor de una imagen de la
Santísima Virgen. Estos dos grupos lo acompañaban hasta el próximo pueblo a
donde el santo iba a predicar, y allí le ayudaban a organizar aquella misión y
con su buen ejemplo conmovían a los demás.
Como la gente se lanzaba hacia él para tocarlo y quitarle pedacitos de su
hábito para llevarlos como reliquias, tenía que pasar por entre las multitudes,
rodeado de un grupo de hombres encerrándolo y protegiéndolo entre maderos y
tablas. El santo pasaba saludando a todos con su sonrisa franca y su mirada
penetrante que llegaba hasta el alma.
Las gentes se quedaban admiradas al ver que después de sus predicaciones se
disminuían enormemente las borracheras y la costumbre de hablar cosas malas, y
las mujeres dejaban ciertas modas escandalosas o adornos que demostraban
demasiada vanidad y gusto de aparecer. Y hay un dato curioso: siendo tan fuerte
su modo de predicar y atacando tan duramente al pecado y al vicio, sin embargo,
las muchedumbres le escuchaban con gusto porque notaban el gran provecho que
obtenían al oírle sus sermones.
Vicente fustigaba sin miedo las malas costumbres, que son la causa de tantos
males. Invitaba incesantemente a recibir los santos sacramentos de la confesión
y de la comunión. Hablaba de la sublimidad de la Santa Misa. Insistía en la
grave obligación de cumplir el mandamiento de Santificar las fiestas. Insistía
en la gravedad del pecado, en la proximidad de la muerte, en la severidad del
Juicio de Dios, y del cielo y del infierno que nos esperan. Y lo hacía con
tanta emoción que frecuentemente tenía que suspender por varios minutos su
sermón porque el griterío del pueblo pidiendo perdón a Dios, era inmenso.
Pero el tema en que más insistía este santo predicador era el Juicio de Dios
que espera a todo pecador. La gente lo llamaba "El ángel del
Apocalipsis", porque continuamente recordaba a las gentes lo que el libro
del Apocalipsis enseña acerca del Juicio Final que nos espera a todos. El
repetía sin cansarse aquel aviso de Jesús: "He aquí que vengo, y traigo
conmigo mi salario. Y le daré a cada uno según hayan sido sus obras"
(Apocalipsis 22,12). Hasta los más empecatados y alejados de la religión se
conmovían al oírle anunciar el Juicio Final, donde "Los que han hecho el
bien, irán a la gloria eterna y los que se decidieron a hacer el mal, irán a la
eterna condenación" (San Juan 5, 29).
Los milagros acompañaron a San Vicente en toda su predicación. Y uno de
ellos era el hacerse entender en otros idiomas, siendo que él solamente hablaba
su lengua materna y el latín. Y sucedía frecuentemente que las gentes de otros
países le entendían perfectamente como si les estuviera hablando en su propio
idioma. Era como la repetición del milagro que sucedió en Jerusalén el día de
Pentecostés, cuando al llegar el Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego,
las gentes de 18 países escuchaban a los apóstoles cada uno en su propio
idioma, siendo que ellos solamente les hablaban en el idioma de Israel.
San Vicente se mantuvo humilde a pesar de la enorme fama y de la gran
popularidad que le acompañaban, y de las muchas alabanzas que le daban en todas
partes. Decía que su vida no había sido sino una cadena interminable de
pecados. Repetía: "Mi cuerpo y mi alma no son sino una pura llaga de
pecados. Todo en mí tiene la fetidez de mis culpas". Así son los santos.
Grandes ante la gente de la tierra pero se sienten muy pequeñitos ante la
presencia de Dios que todo lo sabe.
Los últimos años, ya lleno de enfermedades, lo tenían que ayudar a subir al
sitio donde iba a predicar. Pero apenas empezaba la predicación se
transformaba, se le olvidaban sus enfermedades y predicaba con el fervor y la
emoción de sus primeros años. Era como un milagro. Durante el sermón no parecía
viejo ni enfermo sino lleno de juventud y de entusiasmo. Y su entusiasmo era
contagioso. Murió en plena actividad misionera, el Miércoles de Ceniza, 5 de
abril del año 1419. Fueron tantos sus milagros y tan grande su fama, que el
Papa lo declaró santo a los 36 años de haber muerto, en 1455.
El santo regalaba a las señoras que peleaban mucho con su marido, un
frasquito con agua bendita y les recomendaba: "Cuando su esposo empiece a
insultarle, échese un poco de esta agua a la boca y no se la pase mientras el
otro no deje de ofenderla". Y esta famosa "agua de Fray Vicente"
producía efectos maravillosos porque como la mujer no le podía contestar al
marido, no había peleas. Ojalá que en muchos de nuestros hogares se volviera a
esta bella costumbre de callar mientras el otro ofende. Porque lo que produce
la pelea no es la palabra ofensiva que se oye, si no la palabra ofensiva que se
responde.
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