4 DE JULIO - MIÉRCOLES –
13ª - SEMANA DEL T.O. – B –
Lectura de la profecía de Amós (5,14-15.21-24):
Buscad el
bien y no el mal, y viviréis, y así estará con vosotros el Señor Dios de los
ejércitos, como deseáis. Odiad el mal, amad el bien, defended la justicia en el
tribunal. Quizá se apiade el Señor, Dios de los ejércitos, del resto de José.
«Detesto y rehúso vuestras fiestas –oráculo del Señor–, no
quiero oler vuestras ofrendas. Aunque me ofrezcáis holocaustos y dones, no me
agradarán; no aceptaré los terneros cebados que sacrificáis en acción de
gracias. Retirad de mi presencia el estruendo del canto, no quiero escuchar el
son de la cítara; fluya como el agua el juicio, la justicia como arroyo
perenne.»
Palabra de Dios
Salmo: 49
R/. Al que sigue buen camino le haré ver la salvación de Dios
«Escucha,
pueblo mío, que voy a hablarte;
Israel,
voy a dar testimonio contra ti;
"yo,
Dios, tu Dios".» R/.
«No te
reprocho tus sacrificios,
pues
siempre están tus holocaustos ante mí.
Pero no
aceptaré un becerro de tu casa,
ni un
cabrito de tus rebaños.» R/.
«Pues las
fieras de la selva son mías,
y hay
miles de bestias en mis montes;
conozco
todos los pájaros del cielo,
tengo a
mano cuanto se agita en los campos.» R/.
«Si tuviera
hambre, no te lo diría:
pues el
orbe y cuanto lo llena es mío.
¿Comeré
yo carne de toros,
beberé
sangre de cabritos?» R/.
«¿Por qué recitas mis preceptos
y tienes
siempre en la boca mi alianza,
tú que
detestas mi enseñanza
y te
echas a la espalda mis mandatos?» R/.
Lectura del santo evangelio según san Mateo (8,28-34):
En aquel
tiempo, llegó Jesús a la otra orilla, a la región de los gerasenos. Desde el
cementerio, dos endemoniados salieron a su encuentro; eran tan furiosos que
nadie se atrevía a transitar por aquel camino.
Y le dijeron a gritos:
«¿Qué quieres de
nosotros, Hijo de Dios?
¿Has venido a atormentarnos antes de tiempo?»
Una gran piara de cerdos a distancia estaba hozando. Los
demonios le rogaron:
«Si nos echas, mándanos a la piara.»
Jesús les dijo:
«Id.»
Salieron y se metieron en los cerdos. Y la piara entera se
abalanzó acantilado abajo y se ahogó en el agua. Los porquerizos huyeron al
pueblo y lo contaron todo, incluyendo lo de los endemoniados. Entonces el
pueblo entero salió a donde estaba Jesús y, al verlo, le rogaron que se
marchara de su país.
Palabra de Señor
1. Se discute
el lugar o ciudad en el que ocurrió este episodio. Pudo ser Gerasa, Gadara o
Gergesa (Warren Carter). En cualquier caso, fue en un país
que
tenía otras costumbres y otras creencias religiosas, distintas de las que se tenían
en Israel.
Jesús no teme, ni duda, ir también a visitar y
convivir con otros pueblos, otras culturas y otras religiones. Para Jesús, las
fronteras nacionales, culturales y religiosas, que nos dividen, han de ser superadas.
Son frecuentes los enfrentamientos de violencia
y muerte que se producen cuando se
traspasan las fronteras. Lo estamos viendo en los conflictos con
los
inmigrantes que intentan pasar de África a Europa. O los "espaldas mojadas" que, desde
México, quieren entrar en Estados Unidos.
Estas dificultades se plantean con los pobres. Los ricos no tienen problemas
para circular por todo el mundo.
2.
Según este relato, los demonios son fuerzas de muerte (salen del cementerio)
y de violencia (eran furiosos y nadie se atrevía a acercarse a ellos).
Al expulsar a los demonios, Jesús muestra con vigor
que su proyecto es acabar con la muerte y la violencia que son origen de tanto sufrimiento.
La postura, tan frecuente, de quienes asumen una posición de pasividad o de imposible
neutralidad ante los poderes de muerte y violencia, que actúan a sus anchas en nuestra
sociedad, es una forma de comportamiento más cercano a lo demoníaco que a Jesús.
3. El
episodio de los cerdos no se limita al obvio significado económico que tiene,
ya que una piara de miles de cerdos era una inmensa fortuna. Pero, además del
interés de las gentes de aquella región por sus cerdos, al interpretar este
extraño relato, hay que recordar también que los cerdos eran utilizados en ritos
religiosos con los que se buscaba la protección divina para la producción
agraria (E. Firmage, F. J. Stendebach).
Al permitir que los demonios se metiesen en los
cerdos, Jesús expresaba su oposición a los extraños rituales que tenían un
carácter mágico. Y así tranquilizaban las conciencias de gentes que, como suele
ocurrir, querían llevarse bien con la religión y con el dinero.
Una conducta así es indigna del Evangelio de
Jesús.
Santa Isabel de Portugal
(Santa Isabel de Portugal
o de Aragón; Zaragoza, hacia 1274 - Estremoz, Portugal, 1336)
Reina de Portugal. Merced a su matrimonio con el monarca luso Dionís,
fue reina de Portugal entre 1288 y su fallecimiento, período durante el cual
contribuyó de forma decisiva a la consolidación de la monarquía en el país
ibérico.
Hija de Pedro III de Aragón y de Constanza de Nápoles, y por lo tanto
nieta de Jaime I el Conquistador y del emperador Federico de Suabia, recibió
una esmerada educación palaciega, conforme a los postulados de su época, aunque
parece que desde muy joven la princesa Isabel ya destacó por tener una
personalidad piadosa y caritativa.
Antes de cumplir los diez años, sin embargo, su padre había entablado
negociaciones con el monarca portugués, mediante los embajadores Conrado de
Lanza y Beltrán de Vilafranca, para el matrimonio entre su hija y el rey luso.
Éste aceptó gustoso, y donó a la princesa, en calidad de arras, los señoríos de
Obidos, Abrantes y Porto de Mos, donación verificada en abril de 1281.
Con las negociaciones ya avanzadas, en febrero de 1288 una embajada
de Dionís con sus más importantes consejeros, João Velho, João Martins y Vasco
Pires, llegaba a Barcelona para celebrar el matrimonio por poder y, a
continuación, escoltar a la princesa hasta la villa portuguesa de Trancoso,
donde se iba a celebrar la ceremonia religiosa. Finalmente, el 24 de junio tuvo
lugar el enlace, seguido de la celebración de unas fiestas ensalzadas por la
historiografía como las más importantes de la Plena Edad Media lusa.
Después del matrimonio, la vida de la reina Isabel comenzó a mostrar
la dualidad de caracteres que marcarían su devenir biográfico: por una parte,
su carácter caritativo y piadoso; por otro, la fortaleza política de una mujer
que, enfrentada a grandes vaivenes gubernativos, hizo lo posible por
sobreponerse a los acontecimientos. En principio, la vida en la corte
portuguesa no era, ni por asomo, parecida a la exquisitez de la aragonesa. La
ambición del estamento nobiliario portugués, copado en gran medida por los
propios miembros de la familia real, era cada vez mayor, personificado
especialmente por Alfonso, hermano del rey, y también su principal enemigo para
mantener la paz del reino, pues no dejaba de conspirar para derribar a Dionís
del trono. Muy pronto se le uniría la rebeldía del hijo primogénito.
En los primeros tiempos de su estancia en Portugal, la reina Isabel
comenzó a ganarse las simpatías del pueblo luso por su carácter piadoso y
devoto, pues el pueblo siempre ha admirado en especial esta veta altruista de
sus gobernantes, sobre todo en un universo religioso como era el mundo
medieval. De esta manera, las continuas fundaciones religiosas de la reina
Isabel (como el de San Bernardo de Almoster), la contribución al sostenimiento
de otras (principalmente, el lisboeta monasterio de la Trinidad), así como los
hospitales de asistencia fundados por ella (en Coimbra, Leiría y Santarém),
ayudaron a que su popularidad entre el pueblo fuese una de las de mayor nivel
entre los gobernantes medievales.
Los problemas, sin embargo, comenzaron a llegar por los continuos
enfrentamientos, primero verbales, más tarde conspiradores, de su cuñado
Alfonso, deseoso de hacerse con el trono portugués en detrimento de su hermano,
el rey Dionís; por otra parte, las continuas infidelidades de éste,
evidentemente, no hacían presagiar un matrimonio demasiado bien avenido, pues,
a pesar de que la bastardía regia era un fenómeno relativamente tolerado en el
medievo, las acusadas convicciones éticas de la reina Isabel lo desaprobaban
por completo.
A pesar de ello, la reina acogió a los hijos bastardos de Dionís en
la corte, y si no los trató como a su propia descendencia, al menos les mostró
el respeto que debía como reina y cristiana. Esta acción piadosa, sin embargo,
comenzó a ser una fuente de problemas tras el nacimiento de los dos primeros
hijos de Dionís e Isabel: la infanta Constanza (1290-1313), que se casó con el
rey de Castilla, Fernando IV, y el príncipe Alfonso (1291-1357), que sería
posteriormente rey como Alfonso IV. Los problemas se agravaron en la segunda
década del siglo XIV, pues Alfonso (cuyo apodo era el Bravo, por motivos
obvios) comenzó a alarmarse por el incomparable ascendente que, en la corte de
Dionís, en su consejo y en la toma de decisiones políticas, había comenzado a
contraer uno de los hijos ilegítimos del rey, el infante Alfonso Sánchez.
Ante la sospecha de que Dionís había solicitado a la Santa Sede la
concesión de legitimidad para su hermano, en detrimento de su propio acceso al
trono, Alfonso el Bravo decidió rebelarse, contado con cierta ayuda diplomática
de la regente de Castilla, la reina María de Molina. Dionís, enfurecido,
arremetió contra su hijo de manera violenta, lo que significó el inicio de las
hostilidades paterno-filiales, apoyados ambos en parte de la aristocracia lusa
afín a sus causas.
Por lo que respecta a la reina Isabel, además del profundo dolor que
una madre podía sentir al ver peleando a padre e hijo, la cuestión fue un poco
más complicada. Desde 1318, las tropas de Alfonso instalaron su base de
operaciones en el norte del país, en Coimbra y Leiría. Casualmente, el señorío
de esta última villa había sido concedido por Dionís a su esposa, con lo que el
rey debió entrever en su toma por Alfonso una cierta participación de Isabel en
la conspiración de su hijo.
El resultado fue que la reina fue privada del señorío, la
jurisdicción y las rentas de Leiría, además de pasar a residir, bajo fuerte
vigilancia militar, en el castillo de Alemquer. A la desesperación de Isabel se
unió el temor de que, en la primavera de 1319, ambos ejércitos parecían
enfrentarse en Leiría, aunque finalmente Alfonso huyó hacia Santarém.
Durante dos largos años, 1319-1321, los partidarios de Alfonso
sostuvieron una especie de guerra de guerrillas contra el ejército real en la
zona norte del país, rehusando siempre el enfrentamiento directo al ser el
enemigo superior en número. Durante 1321, Alfonso de apoderó de Coimbra,
Montemor o Velho, Feira y Oporto, y llegó a sitiar Guimarães, uno de los
principales bastiones de su padre. Al saber las noticias del frente, la reina
Isabel logró escapar de su vigilancia en Alemquer para dirigirse hacia esta
última ciudad, con el objeto de hacer a su hijo desistir de su vano intento,
asegurándole que no había ninguna intención, por parte de Dionís, de subrogarle
su legitimidad al trono.
A pesar de esta intervención, y de contar con la ayuda de otro de los
bastardos de Dionís, Pedro, conde de Barcelos, Alfonso no desistió de su
intento, y mucho más al saber que las tropas reales, con su padre al frente,
sitiaban la guarnición alfonsina de Coimbra. Hacia allí se dirigió con su
ejército, comitiva seguida muy cerca por la reina Isabel quien, momentos antes
de la inminente batalla, logró lo imposible: forzar a padre e hijo a la
concordia, aunque no pudo evitar una escaramuza antes de su llegada.
El acuerdo consistía en que Alfonso se retiraría a Pombal y Dionís a
Leiría, para licenciar a sus respectivas tropas; posteriormente, el rey
prometería respetar el derecho de sucesión si su hijo le prestaba un homenaje
público de fidelidad. Aunque no se sabe con certeza si se produjo, lo cierto es
que la primera intervención de la reina Isabel se saldó con éxito, si bien
efímero, puesto que la chispa de la guerra civil no tardaría en extenderse
debido a los intereses particulares de la aristocracia que apoyaba al príncipe
rebelde. A los pocos meses, de nuevo Alfonso, encabezando un ejército
nobiliario, se dirigió desde Santarém hacia Lisboa, a pesar de que el rey le
había conminado, mediante varios mensajeros, a que se detuviese.
De nuevo fue necesario que la reina, montada a caballo, se
interpusiera entre ambos contendientes para detener el derramamiento de sangre.
Desde luego, el ejemplo de la reina Isabel, uno de los más insólitos en el
medievo, no fue suficiente para que se calmaran las ansias de su hijo, y mucho
menos para que la ambición aristocrática se frenase. En cualquier caso, y para
conmemorar la ocasión, la reina quiso engalanar el lugar con la edificación de
un monumento, situado en el actual Campo Grande (Lisboa), en recuerdo de la paz
conseguida allí para todo el reino.
Poco tiempo después, en 1325, falleció el rey Dionís y, a pesar de
ciertas dificultades por el recelo de la nobleza, la sucesión, en mano de
Alfonso IV, pareció realizarse sin necesidad de violencia por ninguna parte. La
desaparición de uno de los protagonistas del conflicto casi fue la razón de que
éste acabase; así debió entenderlo la reina Isabel, después de sus intentos de
mediación, ya que, tras el entierro del rey en el cenobio de Odivelas, residió
algún tiempo en ese lugar, donde, sin duda, recuperó sus verdaderas inquietudes
espirituales, apartadas durante los tiempos problemáticos.
Al año siguiente, 1286, la reina Isabel regresó a Coimbra, donde
fundó el monasterio de Santa Clara-a-Velha y un hospital para la asistencia a
los más desfavorecidos socialmente. No profesó la clausura clarisa, pero sí
vivió en el convento una vida de austeridad espiritual durante los años
siguientes; buena muestra de su cultivo de la espiritualidad son las dos
peregrinaciones a Santiago de Compostela llevadas a cabo en 1327 y en 1335,
como una peregrina más, sin otra compañía que algunas damas de su antigua corte
que, por motivos igualmente, piadosos, quisieron acompañarla.
Precisamente al regreso de la última peregrinación, en 1336, la reina
tuvo noticias de nuevos conflictos familiares, esta vez entre su hijo, Alfonso
IV, y el rey de Castilla, Alfonso XI, que era nieto de Isabel. Las tropas
portuguesas habían sido de nuevo armadas para intervenir en el país vecino, y
se hallaban concentradas en Estremoz, lugar al que se dirigió la reina para,
otra vez, intervenir en un conflicto familiar. Fue recibida por su hijo en el
castillo de la citada villa, pero, sintiéndose enferma, se retiró a descansar.
Unas pocas horas más tarde, el 4 de julio de 1336, fallecería, no sin antes
haber hecho prometer a su hijo que de ninguna manera se enfrentaría de manera
fratricida con su nieto, y sobrino del propio rey.
La intervención pacifista de Isabel la acompañó, como se puede
comprobar, hasta su propio lecho de muerte. Fue sepultada en el convento de
clarisas de Coimbra que ella misma había fundado, aunque fue transportado
posteriormente hacia Santa Clara-a-Nova, donde reposa en la actualidad. Su
actividad piadosa, así como el grato recuerdo que dejó tanto en Portugal como
España, fueron motivo para que su leyenda se engrandeciese notablemente. De
esta forma, en tiempos del monarca luso Manuel el Afortunado se iniciaron los
trámites para su canonización. Fue beatificada el 15 de abril de 1516, mediante
bula del papa León X, si bien únicamente para el obispado de Coimbra. Su
definitiva canonización tuvo lugar el 25 de mayo de 1625, a cargo del papa
Urbano VIII.
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