9 - DE DICIEMBRE
– JUEVES –
2ª –
SEMANA DE ADVIENTO – C –
San Juan Diego
Lectura del libro de Isaías (41,13-20):
YO, el Señor,
tu Dios,
te tomo por la diestra y te digo:
«No temas, yo mismo te auxilio».
No temas, gusanillo de Jacob,
oruga de Israel,
yo mismo te auxilio
-oráculo del Señor-,
tu libertador es el Santo de Israel.
Mira, te convierto en trillo nuevo,
aguzado, de doble filo:
trillarás los montes hasta molerlos;
reducirás a paja las colinas;
los aventarás y el viento se los llevará,
el vendaval los dispersará.
Pero tú te alegrarás en el Señor,
te gloriarás en el Santo de Israel.
Los pobres y los indigentes
buscan agua, y no la encuentran;
su lengua está reseca por la sed.
Yo, el Señor, les responderé;
yo, el Dios de Israel, no los abandonaré.
Haré brotar ríos en cumbres desoladas,
en medio de los valles, manantiales;
transformaré el desierto en marisma
y el yermo en fuentes de agua.
Pondré en el desierto cedros,
acacias, mirtos, y olivares;
plantaré en la estepa cipreses,
junto con olmos y alerces,
para que vean y sepan,
reflexionen y aprendan de una vez,
que la mano del Señor lo ha hecho,
que el Santo de Israel lo ha creado.
Palabra de Dios
Salmo: 144,1.9.10-11.12-13ab
R/. El Señor es clemente y
misericordioso,
lento a la cólera y rico en piedad.
Te ensalzaré,
Dios mío, mi rey;
bendeciré tu nombre por siempre jamás.
El Señor es bueno con todos,
es cariñoso con todas sus criaturas. R/.
Que todas tus
criaturas te den gracias, Señor,
que te bendigan tus fieles.
Que proclamen la gloria de tu reinado,
que hablen de tus hazañas. R/.
Explicando tus
hazañas a los hombres,
la gloria y majestad de tu reinado.
Tu reinado es un reinado perpetuo,
tu gobierno va de edad en edad. R/.
Lectura del santo evangelio
según san Mateo (11,11-15):
EN aquel
tiempo, dijo Jesús al gentío:
«En verdad os digo que no ha nacido de
mujer uno más grande que Juan el Bautista; aunque el más pequeño en el reino de
los cielos es más grande que él.
Desde los días de Juan el Bautista hasta
ahora el reino de los cielos sufre violencia y los violentos lo arrebatan. Los
Profetas y la Ley han profetizado hasta que vino Juan; él es Elías, el que
tenía que venir, con tal que queráis admitirlo.
El que tenga oídos, que oiga».
Palabra del Señor
1. El contraste entre
"lo más grande" y "lo más pequeño" le sirve a Jesús para
explicar la diferencia y la distancia que separa la "religión" del
"Evangelio".
Juan Bautista fue el último
representante de la religión de Israel. El Reino de Dios representa el corazón
del Evangelio. Muchos cristianos no nos hemos dado cuenta de lo que esto
representa. Porque hemos interpretado el Evangelio como si
fuera "otra religión".
Si nos quedamos en esto, no nos
enteramos de lo que es el Evangelio. Ni podemos comprender lo que pretendió
Jesús.
2. Juan Bautista fue el más
grande de los profetas de la "religión". Pero no pasó de eso. Y por
eso, entendió y predicó con valentía lo que es central en la religión: la
lucha contra el pecado y la conversión de los pecadores.
Jesús entendió y vivió el Reino de Dios
como la lucha contra el sufrimiento y la curación de los que sufren (Mt 4,
23-24; 9, 35; 10, 7 y par).
3. Por eso, Juan Bautista se
quedó desconcertado cuando se enteró de lo que hacía Jesús: el centro de la
predicación del Bautista fue el "problema del
pecado". Mientras que el centro de la actividad de Jesús
fue el "problema del sufrimiento".
De ahí, la pregunta:
"¿Eres tú el que tenía que venir o
debemos esperar a otro?" (Mt 11, 3).
El Evangelio desconcierta a la religión.
Si seguimos pensando en que la Iglesia
tiene que seguir luchando contra el pecado, somos (a estas alturas) discípulos
del Bautista. Si pensamos que lo central en la vida es luchar contra el
sufrimiento, somos discípulos de Jesús.
San Juan Diego
San Juan Diego
Cuauhtlatoatzain, de la estirpe indígena nativa, varón provisto de una fe
purísima, de humildad y fervor, que logró que se construyera un santuario en
honor de la Bienaventurada María Virgen de Guadalupe, en la colina de Tepeyac,
en la ciudad de México, en donde se le había aparecido la Madre de Dios.
Vida de San Juan Diego
El
Beato Juan Diego, que en 1990 Vuestra Santidad llamó «el confidente de la dulce
Señora del Tepeyac» (L'Osservatore Romano, 7-8 maggio 1990, p. 5), según una
tradición bien documentada nació en 1474 en Cuauhtitlán, entonces reino de
Texcoco, perteneciente a la etnia de los chichimecas. Se llamaba Cuauhtlatoatzin,
que en su lengua materna significaba «Águila que habla», o «El que habla con un
águila».
Ya
adulto y padre de familia, atraído por la doctrina de los PP. Franciscanos
llegados a México en 1524, recibió el bautismo junto con su esposa María Lucía.
Celebrado el matrimonio cristiano, vivió castamente hasta la muerte de su
esposa, fallecida en 1529. Hombre de fe, fue coherente con sus obligaciones
bautismales, nutriendo regularmente su unión con Dios mediante la eucaristía y
el estudio del catecismo.
El
9 de diciembre de 1531, mientras se dirigía a pie a Tlatelolco, en un lugar
denominado Tepeyac, tuvo una aparición de María Santísima, que se le presentó
como «la perfecta siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios». La
Virgen le encargó que en su nombre pidiese al Obispo capitalino el franciscano
Juan de Zumárraga, la construcción de una iglesia en el lugar de la aparición.
Y como el Obispo no aceptase la idea, la Virgen le pidió que insistiese. Al día
siguiente, domingo, Juan Diego volvió a encontrar al Prelado, quien lo examinó
en la doctrina cristiana y le pidió pruebas objetivas en confirmación del
prodigio.
El
12 de diciembre, martes, mientras el Beato se dirigía de nuevo a la Ciudad, la
Virgen se le volvió a presentar y le consoló, invitándole a subir hasta la cima
de la colina de Tepeyac para recoger flores y traérselas a ella. No obstante,
la fría estación invernal y la aridez del lugar, Juan Diego encontró unas
flores muy hermosas. Una vez recogidas las colocó en su «tilma» y se las llevó
a la Virgen, que le mandó presentarlas al Sr. Obispo como prueba de veracidad.
Una vez ante el obispo el Beato abrió su «tilma» y dejó caer las flores,
mientras en el tejido apareció, inexplicablemente impresa, la imagen de la
Virgen de Guadalupe, que desde aquel momento se convirtió en el corazón
espiritual de la Iglesia en México.
El
Beato, movido por una tierna y profunda devoción a la Madre de Dios, dejó los
suyos, la casa, los bienes y su tierra y, con el permiso del Obispo, pasó a
vivir en una pobre casa junto al templo de la «Señora del Cielo». Su
preocupación era la limpieza de la capilla y la acogida de los peregrinos que
visitaban el pequeño oratorio, hoy transformado en este grandioso templo,
símbolo elocuente de la devoción mariana de los mexicanos a la Virgen de
Guadalupe.
En
espíritu de pobreza y de vida humilde Juan Diego recorrió el camino de la
santidad, dedicando mucho de su tiempo a la oración, a la contemplación y a la
penitencia. Dócil a la autoridad eclesiástica, tres veces por semana recibía la
Santísima Eucaristía.
En
la homilía que Vuestra Santidad pronunció el 6 de mayo de 1990 en este
Santuario, indicó cómo «las noticias que de él nos han llegado elogian sus
virtudes cristianas: su fe simple [...], su confianza en Dios y en la Virgen;
su caridad, su coherencia moral, su desprendimiento y su pobreza evangélica.
Llevando una vida de eremita, aquí cerca de Tepeyac, fue ejemplo de humildad»
(Ibídem).
Juan
Diego, laico fiel a la gracia divina, gozó de tan alta estima entre sus
contemporáneos que éstos acostumbraban decir a sus hijos: «Que Dios os haga
como Juan Diego».
Circundado
de una sólida fama de santidad, murió en 1548.
Su
memoria, siempre unida al hecho de la aparición de la Virgen de Guadalupe, ha
atravesado los siglos, alcanzando la entera América, Europa y Asia.
El
9 de abril de 1990, ante Vuestra Santidad fue promulgado en Roma el decreto «de
vitae sanctitate et de cultu ab immemorabili tempore Servo Dei Ioanni Didaco
praestito».
El
6 de mayo sucesivo, en esta Basílica, Vuestra Santidad presidió la solemne
celebración en honor de Juan Diego, decorado con el título de Beato.
Precisamente
en aquellos días, en esta misma arquidiócesis de Ciudad de México, tuvo lugar
un milagro por intercesión de Juan Diego. Con él se abrió la puerta que ha
conducido a la actual celebración, que el pueblo mexicano y toda la Iglesia
viven en la alegría y la gratitud al Señor y a María por haber puesto en
nuestro camino al Beato Juan Diego, que, según las palabras de Vuestra
Santidad, «representa todos los indígenas que reconocieron el evangelio de
Jesús» (Ibídem).
Beatísimo
Padre, la canonización de Juan Diego es un don extraordinario no sólo para la
Iglesia en México, sino para todo el Pueblo de Dios.
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