12 – DE
JUNIO – LUNES –
10 –
SEMANA DE T.O. – A
San Juan de Sahagún, el
predicador
Comienzo de la segunda carta del apóstol san
Pablo a los Corintios (1,1-7):
Pablo, apóstol de Cristo Jesús por designio de Dios, y el hermano Timoteo, a
la Iglesia de Dios que está en Corinto y a todos los santos que residen en toda
Acaya: os deseamos la gracia y la paz de Dios, nuestro Padre, y del Señor
Jesucristo. ¡Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de
misericordia y Dios del consuelo!
Él nos alienta
en nuestras luchas hasta el punto de poder nosotros alentar a los demás en
cualquier lucha, repartiendo con ellos el ánimo que nosotros recibimos de Dios.
Si los sufrimientos de Cristo rebosan sobre nosotros, gracias a Cristo rebosa
en proporción nuestro ánimo. Si nos toca luchar, es para vuestro aliento y
salvación; si recibimos aliento, es para comunicaros un aliento con el que
podáis aguantar los mismos sufrimientos que padecemos nosotros.
Nos dais firmes
motivos de esperanza, pues sabemos que si sois compañeros en el sufrir, también
lo sois en el buen ánimo.
Palabra de Dios
Salmo:
33,2-3.4-5.6-7.8-9
R/. Gustad y ved qué
bueno es el Señor
Bendigo al Señor en todo momento,
su alabanza está siempre en mi boca;
mi alma se gloria en el Señor:
que los humildes lo escuchen y se
alegren. R/.
Proclamad conmigo la grandeza del Señor,
ensalcemos juntos su nombre.
Yo consulté al Señor, y me respondió,
me libró de todas mis ansias. R/.
Contempladlo, y quedaréis radiantes,
vuestro rostro no se avergonzará.
Si el afligido invoca al Señor,
él lo escucha y lo salva de sus
angustias. R/.
El ángel del Señor acampa
en torno a sus fieles y los protege.
Gustad y ved qué bueno es el Señor,
dichoso el que se acoge a él. R/.
Lectura del santo
evangelio según san Mateo (5,1-12):
Viendo la muchedumbre, subió al monte, se
sentó, y sus discípulos se le acercaron.
Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo:
«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de
los Cielos.
Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra.
Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
Bienaventurados
los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados
los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de
ellos es el Reino de los Cielos.
Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con
mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa.
Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los
cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a
vosotros.»
Palabra del Señor
1. Si
algo hay claro en este texto, que siempre se ha considerado central el
Evangelio, es que lo primero que le preocupa a Jesús, lo primero que es para
los seres humanos, es la felicidad. Jesús insiste en eso machaconamente.
Jesús habla
de los que son dichosos. No habla de los "ricos", ni de los
"poderosos", ni de los "notables". Ni siquiera se refiere a
los que son "religiosos". Jesús se centra en lo que es central para
todos los seres humanos. Está clara la mentalidad de Jesús.
2. Jesús
piensa y quiere la felicidad de todos. Pero, ¿desde dónde ve él esa felicidad?
No la ve, ni
la piensa, desde lo que tienen, ni de los mejor situados en vida. La ve desde
los que no tienen los que están más abajo en este mundo.
Ahora bien,
el desde dónde se ve la vida determina cómo se ve la vida. Jesús ve este mundo
y esta vida desde las carencias de los pobres, desde el dolor de los que sufren
y lloran, desde el trabajo de los que se afanan porque en el mundo haya paz,
desde el corazón limpio de las buenas personas, desde la
humillación de los que se ven perseguidos, insultados,
calumniados.
Cuando la
vida se ve desde tales situaciones, lógicamente se moviliza lo mejor que cada
cual lleva en sus entrañas: la sensibilidad ante el sufrimiento y la protesta
ante los causantes de tanta injusticia.
3. El
peligro que tienen las "Bienaventuranzas* es que las promesas del cielo
que Jesús hace en ellas sean utilizadas por gente inmoral para desplazar su
contenido a la "otra vida". Es la inmoralidad de los "espirituales*,
que se sirven del Cielo para vivir ellos mejor en la Tierra.
San Juan de Sahagún, el
predicador
Cada 11 de junio se celebra la memoria de San Juan de Sahagún,
eremita y predicador español de la Orden de Ermitaños de San Agustín, quien
vivió en el siglo XV.
Fue declarado, en 1688, Patrón único de Salamanca (España) por
el Papa Pío IX. La hermosa ciudad, de acuerdo a la tradición, fue librada de la
peste del tifus negro gracias a la intercesión del religioso.
Primero sacerdote
Juan González
Martinez -nombre secular del santo- nació en el municipio de Sahagún (España),
en 1430. Fue hijo de Juan González del Castrillo y Sancha Martínez, pareja
poseedora de una gran fortuna. Su educación estuvo a cargo de los monjes del
monasterio de San Benito de Sahagún y como demostró inclinación hacia el
sacerdocio, recibiría del obispo de Burgos la autorización para estudiar
teología.
Juan fue ordenado
presbítero en 1454, a los 23 años, tras lo cual fue nombrado secretario y
canónigo de la catedral de Burgos. Cuatro años más tarde, concluiría sus
estudios en la Universidad de Salamanca.
La gran promesa
A fines del 1462
o principios del 1463, cayó enfermo, probablemente a consecuencia de su modo de
vida. Los médicos le recomendaron que se sometiera a una cirugía -en aquellos
tiempos, un procedimiento de ese tipo implicaba un riesgo incalculable,
considerando, para empezar, que ni siquiera los diagnósticos eran confiables.
Juan, con temor, se encomendó al Señor y le prometió que, si lograba
sobrevivir, buscaría con ganas renovadas cumplir su voluntad. La cirugía acabó
bien y el P. Juan se recuperó.
Una de las cosas
que el sacerdote había estado considerando mientras estaba enfermo era
convertirse en religioso. Ahora, sano y con fuerza nuevamente, no tardaría en
enrumbarse por el camino del discernimiento. Así, el 28 de junio de 1463, le
fue concedido el hábito agustino en el célebre convento de San Agustín de
Salamanca. Un año después se incorporaba a la Orden mediante profesión solemne.
Juan se convirtió
en un predicador elocuente y con sus sermones ayudó a muchas personas. El valor
que mostraba en el púlpito tocó el corazón de muchos: pobres y ricos se reconocían
pecadores, todos interpelados en aquello que los separaba de Dios. Por otro
lado, ahí donde Juan se enteraba de alguna injusticia, la denunciaba sin rubor
-como cuando tuvo noticia del maltrato de algunas familias pudientes a sus
sirvientes y trabajadores- ganándose el respeto de propios y extraños.
Sus preferidos
fueron los huérfanos, enfermos, necesitados y ancianos, para quienes recogía
limosnas y buscaba refugio. A las mujeres que sufrían algún tipo de abuso, como
aquellas atrapadas en la prostitución, les conseguía familias dignas que les
dieran sanas ocupaciones y las protegieran.
Los milagros
De San Juan de
Sahagún se recuerdan en Salamanca dos milagros.
El primero
ocurrió cuando un niño cayó a un pozo profundo y el santo echó su cíngulo para
salvarlo. El cíngulo llegó hasta donde estaba el niño, pero el pequeño ya no
tenía fuerzas para asirse a este. Entonces, el santo rogó a Dios para que
subiera el nivel del agua y así sucedió, de manera que el niño alcanzó la
superficie. La gente empezó a gritar "¡Milagro! ¡Milagro!", pero él
se escondió para no causar mayor alboroto.
El segundo
milagro sucedió cuando un toro bravísimo se escapó y empezó a correr por las
calles de Salamanca aterrorizando a la gente. El P. Juan lo detuvo y lo amansó
diciéndole: "Tente, necio".
Víctima inocente
Nuestro santo murió envenenado a los 49
años de edad, en 1479. Se dice que fue víctima de una conspiración arreglada
por una mujer adúltera, llena de odio contra él porque su amante la dejó
después de escuchar uno de sus sermones.
San Juan de
Sahagún fue beatificado por el Papa Clemente VIII en 1601 y luego canonizado
por el Papa Alejandro VIII en 1691. La iconografía suele representarlo con la
Eucaristía en la mano, contemplando a Jesús Sacramentado.
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