30 DE JUNIO
– VIERNES –
12 –
SEMANA DE T.O. – A
PROTOMARTIRES DE
ROMA
Lectura del libro del Génesis (17,1.9-10.15-22):
Cuando Abrán tenía noventa y nueve años, se le apareció el Señor y le dijo:
«Yo soy el Dios
Saday. Camina en mi presencia con lealtad.»
Dios añadió a
Abrahán:
«Tú guarda mi
pacto, que hago contigo y tus descendientes por generaciones.
Éste es el pacto
que hago con vosotros y con tus descendientes y que habéis de guardar:
circuncidad a todos vuestros varones.»
Dios dijo a
Abrahán:
«Saray, tu
mujer, ya no se llamará Saray, sino Sara. La bendeciré, y te dará un hijo, y lo
bendeciré; de ella nacerán pueblos y reyes de naciones.»
Abrahán cayó
rostro en tierra y se dijo sonriendo:
«¿Un centenario
va a tener un hijo, y Sara va a dar a luz a los noventa?»
Y Abrahán dijo a
Dios:
«Me contento con
que te guardes vivo a Ismael.»
Dios replicó:
«No; es Sara
quien te va a dar un hijo, a quien llamarás Isaac; con él estableceré mi pacto
y con sus descendientes, un pacto perpetuo.
En cuanto a
Ismael, escucho tu petición: lo bendeciré, lo haré fecundo, lo haré
multiplicarse sin medida, engendrará doce príncipes y haré de él un pueblo
numeroso. Pero mi pacto lo establezco con Isaac, el hijo que te dará Sara el
año que viene por estas fechas.»
Cuando Dios
terminó de hablar con Abrahán, se retiró.
Palabra de Dios
Salmo: 127,1-2.3.4-5
R/. Ésta es la
bendición del hombre que teme al Señor
Dichoso el que teme al Señor
y sigue sus caminos.
Comerás del fruto de tu trabajo,
serás dichoso, te irá bien. R/.
Tu mujer, como parra fecunda,
en medio de tu casa;
tus hijos, como renuevos de olivo,
alrededor de tu mesa. R/.
Ésta es la bendición del hombre que teme al Señor.
Que el Señor te bendiga desde Sión,
que veas la prosperidad de Jerusalén
todos los días de tu vida. R/.
Lectura del santo
evangelio según san Mateo (8,1-4):
En aquel tiempo, al bajar Jesús del monte, lo siguió mucha gente.
En esto, se le acercó un leproso, se
arrodilló y le dijo:
«Señor, si
quieres, puedes limpiarme.»
Extendió la mano
y lo tocó, diciendo:
«Quiero, queda
limpio.»
Y en seguida
quedó limpio de la lepra.
Jesús le dijo:
«No se lo digas
a nadie, pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y entrega la
ofrenda que mandó Moisés.»
Palabra del Señor
1.
Jesús baja del monte de las bienaventuranzas, ya que el relato sigue
inmediatamente al final del sermón del monte. El descenso del monte evoca
el descenso también de Moisés cuando baja del Sinaí (Ex 34, 29).
Pero Moisés
bajó para castigar al pueblo idólatra. Jesús baja para sanar el dolor humano
del enfermo despreciado.
Se trataba,
en efecto, de un "leproso".
Por lepra se
entendía toda enfermedad de la piel que fuera contagiosa (Lev 13-14). Todo
leproso era un peligro de epidemia. Por eso era despreciado, excluido,
marginado. Hasta el extremo de que la religión le obligaba a ir por la vida
gritando:
"¡Impuro,
impuro!" y se veía excluido de la ciudad o la aldea (Lev 13, 44-46; Nnn 5,
2).
La religión
no curaba, sino que humillaba y despreciaba al que ya se veía despreciado y
humillado.
2. La
reacción de Jesús fue inmediata: tocó al leproso y quedó limpio.
Jesús no
remueve más la humillación de aquel hombre. Lo sana por completo y
enseguida.
Hay que tener
en cuenta que el Evangelio utiliza el verbo "kathariza", que, como es
sabido, significa no solo "limpiar", sino sobre todo
"purificar" de toda posible impureza del espíritu. De forma que así
devuelve la rehabilitación social, económica y religiosa (W. Carter). Por eso
Jesús, al final de este episodio, le dice al hombre (ya curado) que vaya a los
sacerdotes y cumpla el trámite legal (Lev 14, 4.10). Para que, cumpliendo ese
trámite, la reintegración social —en una sociedad tan religiosa— fuera total.
3. Al final,
Jesús le dice al hombre curado: "No lo digas a nadie". Algunos
discuten si estas palabras son expresión del llamado "secreto
mesiánico", que tanto destaca el evangelio de Marcos. Y aparece en relatos
de Mateo (9, 30; 12, 16; 16, 20; 17, 9). No debe darse a estos textos un
significado "moral" o "espiritual". Como si es que Jesús
pretendiera pasar inadvertido. No tiene sentido semejante explicación.
- ¿Cómo iba a
pasar inadvertido, en aquellas aldeas de Galilea, que un ciego, un leproso o un
enfermo incurable, de pronto se había curado?
Lo más seguro
es que Jesús quería que la gente mantuviera cierta reserva en cuanto al tema
del Mesías, ya que eso, tal como Jesús lo entendía, no se podía empezar a
comprender hasta el final, hasta la muerte en cruz (J. J. Pilch, C. M.
Tuckett).
Si se hubiera
difundido que el Mesías ya estaba en Galilea, tal cosa, ni se habría entendido,
ni habría aportado nada positivo, además de preocupar antes de tiempo a los
romanos. Jesús era el Hijo de Dios, pero con los pies en el suelo. Y sabía muy
bien lo que hacía. Y cómo lo tenía que hacer.
PROTOMARTIRES DE
ROMA
En la primera persecución contra la
Iglesia, desencadenada por el emperador Nerón, después del incendio de la
ciudad de Roma en el año 64, muchos cristianos sufrieron la muerte en medio de
atroces tormentos.
Este hecho está atestiguado por el escritor pagano Tácito (Annales, 15, 44)
y por Clemente, obispo de Roma, en su carta a los Corintios (caps. 5-6).
Elogio: Santos Protomártires de la santa Iglesia Romana, que, acusados de
haber incendiado la Urbe, por orden del emperador Nerón unos fueron asesinados
después de crueles tormentos, otros, cubiertos con pieles de fieras, entregados
a perros rabiosos, y los demás, tras clavarlos en cruces, quemados para que, al
caer el día, alumbrasen la oscuridad. Eran todos discípulos de los Apóstoles y
fueron las primicias del martirio que la iglesia de Roma presentó al Señor.
Aquellos confesores de los que sólo Dios sabe el número y los nombres se
mencionan en el Martirologio Romano como «primicias del martirio que la iglesia
de Roma presentó al Señor». Es interesante hacer notar que el primero de los
césares que persiguió a los cristianos fue Nerón, el más vil, despiadado y falto
de principios entre los emperadores romanos. En el mes de julio del 64, cuando
habían transcurrido diez años desde que ascendió al trono, un terrible incendio
destruyó a Roma. El fuego nació junto al Gran Circo, en un sector de cobertizos
y almacenes atestados de productos inflamables, y de ahí se propagó rápidamente
en todas direcciones. Las llamas lo devoraron todo durante seis días y siete
noches, cuando pareció que habían sido sofocadas por la demolición de numerosos
edificios; pero volvieron a surgir de entre los escombros y continuaron su obra
devastadora durante tres días más. Cuando por fin fueron ahogadas
definitivamente, las dos terceras partes de Roma eran una masa informe de
ruinas humeantes.
En el tercer día del incendio, Nerón llegó a Roma, procedente de Ancio, para
contemplar la escena. Se afirma que se recreó en aquella contemplación y que,
ataviado con la vestimenta que usaba para aparecer en los teatros, subió a lo
más alto de la torre de Mecenas y ahí, con el acompañamiento de la lira que él
mismo pulsaba, recitó el lamento de Príamo por el incendio de Troya. El bárbaro
deleite del emperador que cantaba al contemplar el fuego destructor, hizo nacer
la creencia de que él había sido el autor de la catástrofe y que, no sólo había
mandado quemar a Roma, sino que había dado órdenes para que no se combatiese el
fuego. El rumor corrió de boca en boca hasta convertirse en una abierta
acusación. Las gentes afirmaban haber visto a numerosos individuos misteriosos
arrojar antorchas encendidas dentro de las casas, por mandato expreso del
emperador. Hasta hoy se ignora si Nerón fue responsable o no de aquel incendio.
En vista de los numerosos incendios que se han declarado en Roma desde
entonces, puede decirse que también aquél, quizá el más devastador entre todos,
se debió a un simple accidente. Sin embargo, quedaba el hecho de la
complacencia de Nerón y, tanto se divulgaron las sospechas contra él, que se
alarmó y, para desviar las acusaciones que se hacían en su contra, señaló a los
cristianos como autores directos del incendio.
«Puesto que circulaban rumores de que el incendio de Roma había sido doloso,
Nerón presentó como culpables, castigándolos con penas gravísimas, a aquellos
que, odiados por sus abominaciones, el pueblo llamaba 'cristianos'» (Tácito,
Anales, XV). No obstante que nadie creyó que fuesen culpables del crimen, los
cristianos fueron perseguidos, detenidos, expuestos al escarnio y la cólera del
pueblo, encarcelados y entregados a las torturas y a la muerte con increíble
crueldad. Algunos fueron envueltos en pieles frescas de animales salvajes y
dejados a merced de los perros hambrientos para que los despedazaran; muchos
fueron crucificados; otros quedaron cubiertos de cera, aceite y pez, atados a
estacas y encendidos para que ardiesen como teas. Muchas de estas atrocidades
tuvieron lugar durante una fiesta nocturna que ofreció Nerón en los jardines de
su palacio. El martirio de los cristianos fue un espectáculo extra en las
carreras de carros, donde el propio Nerón, vestido con las plebeyas ropas de un
auriga, divertía a sus invitados al mezclarse con ellos y al manejar a los
caballos que tiraban de un carro. Entre muchos de los romanos que presenciaron
la salvaje crueldad de aquellas torturas, surgió el sentimiento de horror y el
de piedad por las víctimas, no obstante que la población entera tenía
encallecidos sus sentimientos, acostumbrada, como estaba, a los sangrientos
combates de los gladiadores.
Tácito, Suetonio, Dion Casio, Plinio el Viejo y el satírico Juvenal, hacen
mención del incendio; pero solamente Tácito se refiere al intento de Nerón para
que la culpa recayera sobre una secta determinada. Tácito específica a los
cristianos por su nombre, pero Gibbon y otros investigadores sostienen que el
historiador incluye a los judíos en la denominación, puesto que, por aquella
época, los que habían abrazado la religión de Cristo no eran tan numerosos como
para causar alarma entre las autoridades de Roma. Sin embargo, este punto de
vista, que parece destinado a disminuir la influencia del cristianismo, no
tiene muchos adeptos. Debe apuntarse que los cristianos, aunque eran una
minoría en Roma, no estaban bien distinguidos de los judíos en ese momento -es
conocida la frase que trae Suetonio: «en el barrio judío se pelean por un tal
Cresto»...-, y se les atribuían monstruosidades, como las de realizar
sacrificios humanos, comer carne de niños, etc, los cristianos, como decía
Tácito, eran «odiados por sus abominaciones», así que aunque no estuvieran
dispuestos a creer que habían provocado el incendio, seguramente era creencia
popular que el castigo era igualmente merecido.
Oración:
Señor, Dios nuestro, que santificaste los comienzos de la Iglesia romana
con la sangre abundante de los mártires, concédenos que su valentía en el
combate nos infunda el espíritu de fortaleza y la santa alegría de la victoria.
Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad
del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén (oración
litúrgica).
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