21 DE JUNIO
– MIERCOLES –
11 –
SEMANA DE T.O. – A
San Luis Gonzaga
Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Corintios (9,6-11):
El que siembra tacañamente, tacañamente
cosechará; el que siembra generosamente, generosamente cosechará. Cada uno dé
como haya decidido su conciencia: no a disgusto ni por compromiso; porque al
que da de buena gana lo ama Dios.
Tiene
Dios poder para colmaros de toda clase de favores, de modo que, teniendo
siempre lo suficiente, os sobre para obras buenas. Como dice la Escritura:
«Reparte limosna a los pobres, su justicia es constante, sin falta.»
El
que proporciona semilla para sembrar y pan para comer os proporcionará y
aumentará la semilla, y multiplicará la cosecha de vuestra justicia. Siempre
seréis ricos para ser generosos, y así, por medio nuestro, se dará gracias a
Dios.
Palabra de Dios
Salmo:
111,1-2.3-4.9
R/. Dichoso
quien teme al Señor
Dichoso quien teme al Señor
y ama de corazón sus mandatos.
Su linaje será poderoso en la tierra,
la descendencia del justo será bendita. R/.
En su casa
habrá riquezas y abundancia,
su caridad es constante, sin falta.
En las tinieblas brilla como una luz
el que es justo, clemente y compasivo. R/.
Reparte limosna a los pobres;
su caridad es constante, sin falta,
y alzará la frente con dignidad. R/.
Lectura
del santo evangelio según san Mateo (6,1-6.16-18):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Cuidad
de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por
ellos; de lo contrario, no tendréis recompensa de vuestro Padre celestial. Por
tanto, cuando hagas limosna, no vayas tocando la trompeta por delante, como
hacen los hipócritas en las sinagogas y por las calles, con el fin de ser
honrados por los hombres; os aseguro que ya han recibido su paga.
Tú,
en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu
derecha; así tu limosna quedará en secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto,
te lo pagará.
Cuando
recéis, no seáis como los hipócritas, a quienes les gusta rezar de pie en las
sinagogas y en las esquinas de las plazas, para que los vea la gente. Os
aseguro que ya han recibido su paga.
Tú,
cuando vayas a rezar, entra en tu aposento, cierra la puerta y reza a tu Padre,
que está en lo escondido, y tu Padre, que ve en lo escondido, te lo pagará.
Cuando ayunéis, no andéis cabizbajos, como los hipócritas que desfiguran su
cara para hacer ver a la gente que ayunan. Os aseguro que ya han recibido su
paga.
Tú,
en cambio, cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, para que tu
ayuno lo note, no la gente, sino tu Padre, que está en lo escondido; y tu
Padre, que ve en lo escondido, te recompensará.»
Palabra del Señor
1. Jesús plantea aquí cómo se ha de poner en práctica la
religiosidad. Jesús se refiere a eso, de entrada, hablando de la
"justicia" (dikaiosyne), que traduce el hebreo sedeq, un término
central en el judaísmo, que expresa "la recta conducta".
Para explicar
cómo ha de ser tal religiosidad, Jesús se refiere a tres prácticas frecuentes
en la piedad judía de aquel tiempo: la limosna, la oración y el ayuno. Aquí ya
hay algo que llama poderosamente la atención: Jesús no toca el tema del culto
religioso en el templo o en la sinagoga, ni de la asistencia a la comunidad
judía. Jesús aquí no tiene en cuenta nada más que la religiosidad del
individuo.
2. Pero
lo más sorprendente es que, a juicio de Jesús, la religiosidad se ha de
practicar de forma que nadie se entere. Todo ha de hacerse "en
secreto", sin llamar la
atención para nada, "en lo escondido". Porque, según dice Jesús,
lo secreto y lo escondido, lo que nadie nota, es lo único que ve el Padre del
Cielo.
3. Al
decir estas cosas, Jesús no se limita a recomendar la humildad. El asunto es
mucho más serio. Jesús quiere que la religiosidad se practique "totalmente al margen del control social" (G.
Theissen).
Jesús es
consecuente: al ser "la Palabra encarnada" (Jn 1, 14), se despojó de
todo poder y gloria y "se hizo como uno de tantos" (Fil 2, 7). Si esto se toma en serio, ¿no apunta a
un cristianismo laico en una sociedad laica?
San Luis Gonzaga
Memoria de san Luis Gonzaga, religioso, quien, nacido de nobilísima estirpe
y admirable por su inocencia, renunció a favor de su hermano el principado que
le correspondía e ingresó en la Compañía de Jesús, sucumbiendo, apenas
adolescente, por haber asistido durante una grave epidemia a enfermos
contagiados.
Vida de San Luis Gonzaga
San Luis Gonzaga, nació el 9 de marzo, de 1568, en el castillo de
Castiglione delle Stivieri, en la Lombardia. Hijo mayor de Ferrante, marqués de
Chatillon de Stiviéres en Lombardia y príncipe del Imperio y Marta Tana Santena
(Doña Norta), dama de honor de la reina de la corte de Felipe II de España,
donde también el marqués ocupaba un alto cargo. La madre, habiendo llegado a
las puertas de la muerte antes del nacimiento de Luis, lo había consagrado a la
Santísima Virgen y llevado a bautizar al nacer. Por el contrario, a don
Ferrante solo le interesaba su futuro mundano, que fuese soldado como él.
Desde que el niño tenía cuatro años, jugaba con cañones y arcabuces en
miniatura y, a los cinco, su padre lo llevó a Casalmaggiore, donde unos tres
mil soldados se ejercitaban en preparación para la campaña de la expedición
española contra Túnez. Durante su permanencia en aquellos cuarteles, que se
prolongó durante varios meses, el pequeño Luis se divertía en grande al
encabezar los desfiles y en marchar al frente del pelotón con una pica al
hombro.
En cierta ocasión, mientras las tropas descansaban, se las arregló para
cargar una pieza de la artillería, sin que nadie lo advirtiera, y dispararla,
con la consiguiente alarma en el campamento. Rodeado por los soldados, aprendió
la importancia de ser valiente y del sacrificio por grandes ideales, pero
también adquirió el rudo vocabulario de las tropas. Al regresar al castillo,
las repetía cándidamente.
Su tutor lo reprendió, haciéndole ver que aquel lenguaje no sólo era grosero
y vulgar, sino blasfemo. Luis se mostró sinceramente avergonzado y arrepentido
de modo que, comprendiendo que aquello ofendía a Dios, jamás volvió a
repetirlo.
Despierta su
vida espiritual
Apenas contaba siete años cuando experimentó lo que podría describirse mejor
como un despertar espiritual. Siempre había dicho sus oraciones matinales y
vespertinas, pero desde entonces y por iniciativa propia, recitó a diario el
oficio de Nuestra Señora, los siete salmos penitenciales y otras devociones,
siempre de rodillas y sin cojincillo. Su propia entrega a Dios en su infancia
fue tan completa que, según su director espiritual, San Roberto Belarmino, y
tres de sus confesores, nunca, en toda su vida, cometió un pecado mortal.
En 1577 su padre lo llevó con su hermano Rodolfo a Florencia, Italia,
dejándolos al cargo de varios tutores, para que aprendiesen el latín y el
idioma italiano puro de la Toscana. Cualesquiera que hayan sido sus progresos
en estas ciencias seculares, no impidieron que Luis avanzara a grandes pasos
por el camino de la santidad y, desde entonces, solía llamar a Florencia,
"la escuela de la piedad".
Un día que la marquesa contemplaba a sus hijos en oración, exclamó: «Si Dios
se dignase escoger a uno de vosotros para su servicio, "¡qué dichosa sería
yo!". Luis le dijo al oído: «Yo seré el que Dios escogerá.». Desde su
primera infancia se había entregado a la Santísima Virgen. A los nueve años, en
Florencia, se unió a Ella haciendo el voto de virginidad. Después resolvió
hacer una confesión general, de la que data lo que él llama «su conversión».
A los doce años había llegado al más alto grado de contemplación. A los
trece, el obispo San Carlos Borromeo, al visitar su diócesis, se encontró con
Luis, maravillándose de que en medio de la corte en que vivía, mostrase tanta
sabiduría e inocencia, y le dio él mismo la primera comunión.
Fue muy puro
y exigente consigo mismo
Obligado por su rango a presentarse con frecuencia en la corte del gran
ducado, se encontró mezclado con aquellos que, según la descripción de un
historiador, "formaban una sociedad para el fraude, el vicio, el crimen,
el veneno y la lujuria en su peor especie". Pero para un alma tan piadosa
como la de Luis, el único resultado de aquellos ejemplos funestos fue el de
acrecentar su celo por la virtud y la castidad.
A fin de librarse de las tentaciones, se sometió a una disciplina
rigurosísima. En su celo por la santidad y la pureza, se dice que llegó a
hacerse grandes exigencias como, por ejemplo, mantener baja la vista siempre
que estaba en presencia de una mujer. Sea cierto o no, hay que cuidarse de no
abusar de estos relatos para crear una falsa imagen de Luis o de lo que es la
santidad. No es extraño que, en los primeros años, después de una seria
decisión por Cristo, se cometan errores al quererse encaminar por la entrega
total en una vida diferente a la que lleva el mundo. El mismo fundador de los
Jesuitas explica que en sus primeros años cometió algunos excesos que después
supo equilibrar y encausar mejor. Lo admirable es la disponibilidad de su
corazón, dispuesto a todo para librarse del pecado y ser plenamente para Dios.
Además, hay que saber que algunos vicios e impurezas requieren grandes
penitencias. San Luis quiso, al principio, imitar los remedios que leía de los
padres del desierto.
Algunos hagiógrafos nos pintan una vida del santo algo delicada que no
corresponde a la realidad. Quizás, ante un mundo que tiene una falsa imagen de
ser hombre, algunos no comprenden como un joven varonil pueda ser santo. La
realidad es que se es verdaderamente hombre a la medida que se es santo. Sin
duda a Luis le atraían las aventuras militares de las tropas entre las que
vivió sus primeros años y la gloria que se le ofrecía en su familia, pero de
muy joven comprendió que había un ideal más grande y que requería más valor y
virtud.
Fue en
Montserrat donde se decidió la vocación de Luis.
Hacía poco más de dos años que los jóvenes Gonzaga vivían en Florencia,
cuando su padre los trasladó con su madre a la corte del duque de Mántua, quien
acababa de nombrar a Ferrante gobernador de Montserrat. Esto ocurría en el mes
de noviembre de 1579, cuando Luis tenía once años y ocho meses. En el viaje
Luis estuvo a punto de morir ahogado al pasar el río Tessin, crecido por las
lluvias. La carroza se hizo pedazos y fue a la deriva. Providencialmente, un
tronco detuvo a los náufragos. Un campesino que pasaba vio el peligro en que se
hallaban y les salvó.
Una dolorosa enfermedad renal que le atacó por aquel entonces le sirvió de
pretexto para suspender sus apariciones en público y dedicar todo su tiempo a
la plegaria y la lectura de la colección de "Vidas de los Santos" por
Surius. Pasó la enfermedad, pero su salud quedó quebrantada por trastornos
digestivos tan frecuentes, que durante el resto de su vida tuvo dificultades en
asimilar los diarios alimentos.
Otros libros que leyó en aquel período de reclusión son, Las cartas de
Indias, sobre las experiencias de los misioneros jesuitas en aquel país, le
suscitó la idea de ingresar en la Compañía de Jesús a fin de trabajar por la
conversión de los herejes y Compendio de la doctrina espiritual de fray Luis de
Granada. Como primer paso en su futuro camino de misionero, aprovechó las
vacaciones veraniegas que pasaba en su casa de Castiglione para enseñar el
catecismo a los niños pobres del lugar.
En Casale-Monferrato, donde pasaba el invierno, se refugiaba durante horas
enteras en las iglesias de los capuchinos y los barnabitas; en privado comenzó
a practicar las mortificaciones de un monje: ayunaba tres días a la semana a
pan y agua, se azotaba con el látigo de su perro, se levantaba a mitad de la
noche para rezar de rodillas sobre las losas desnudas de una habitación en la
que no permitía que se encendiese fuego, por riguroso que fuera el tiempo.
Fue inútil que su padre le combatiese en estos deseos. En la misma corte,
Luis vivía como un religioso, sometiéndose a grandes penitencias. A pesar de
que ya había recibido sus investiduras de manos del emperador, mantenía la
firme intención de renunciar a sus derechos de sucesión sobre el marquesado de
Castiglione en favor de su hermano.
Madrid
En 1581, se dio a Ferrante la comisión de escoltar a la emperatriz María de
Austria en su viaje de Bohemia a España. La familia acompañó a Ferrante y, al
llegar a España, Luis y su hermano Rodolfo fueron designados pajes de Don
Diego, príncipe de Asturias. A pesar de que Luis, obligado por sus deberes,
atendía al joven infante y participaba en sus estudios, nunca omitió o
disminuyó sus devociones.
Cumplía estrictamente con la hora diaria de meditación que se había
prescrito, no obstante que para llegar a concentrarse, necesitaba a veces
varias horas de preparación. Su seriedad, espiritualidad y circunspección,
extrañas en un adolescente de su edad, fueron motivo para que algunos de los
cortesanos comentaran que el joven marqués de Castiglione no parecía estar
hecho de carne y hueso como los demás.
Resuelto a
unirse a la Compañía de Jesús
El día de la Asunción del año 1583, en el momento de recibir la sagrada
comunión en la iglesia de los padres jesuitas, de Madrid, oyó claramente una
voz que le decía: «Luis, ingresa en la Compañía de Jesús.»
Primero, comunicó sus proyectos a su madre, quien los aprobó en seguida,
pero en cuanto ésta los participó a su esposo, este montó en cólera a tal
extremo, que amenazó con ordenar que azotaran a su hijo hasta que recuperase el
sentido común. A la desilusión de ver frustrados sus sueños sobre la carrera
militar de Luis, se agregaba en la mente de Ferrante la sospecha de que la
decisión de su hijo era parte de un plan urdido por los cortesanos para
obligarle a retirarse del juego en el que había perdido grandes cantidades de
dinero.
De todas maneras, Ferrante persistía en su negativa hasta que, por mediación
de algunos de sus amigos, accedió de mala gana a dar consentimiento
provisional. La temprana muerte del infante Don Diego vino entonces a librar a
los hermanos Gonzaga de sus obligaciones cortesanas y, luego de una estancia de
dos años en España, regresaron a Italia en julio de 1584.
Al llegar a Castiglione se reanudaron las discusiones sobre el futuro de
Luis y éste encontró obstáculos a su vocación, no sólo en la tenaz negativa de
su padre, sino en la oposición de la mayoría de sus parientes, incluso el duque
de Mántua. Acudieron a parlamentar eminentes personajes eclesiásticos y laicos
que recurrieron a las promesas y las amenazas a fin de disuadir al muchacho,
pero no lo consiguieron.
Ferrante hizo los preparativos para enviarle a visitar todas las cortes del
norte de Italia y, terminada esta gira, encomendó a Luis una serie de tareas
importantes, con la esperanza de despertar en él nuevas ambiciones que le
hicieran olvidar sus propósitos. Pero no hubo nada que pudiese doblegar la
voluntad de Luis. Luego de haber dado y retirado su consentimiento muchas
veces, Ferrante capituló por fin, al recibir el consentimiento imperial para la
transferencia de los derechos de sucesión a Rodolfo y escribió al padre Claudio
Aquaviva, general de los jesuitas, diciéndole: «Os envío lo que más amo en el
mundo, un hijo en el cual toda la familia tenía puestas sus esperanzas.»
El Noviciado
Inmediatamente después, Luis partió hacia Roma y, el 25 de noviembre de
1585, ingresó al noviciado en la casa de la Compañía de Jesús, en Sant'Andrea.
Acababa, de cumplir los dieciocho años. Al tomar posesión de su pequeña celda,
exclamó espontáneamente: "Este es mi descanso para siempre; aquí habitaré,
pues así lo he deseado" (Salmo cxxxi-14). Sus austeridades, sus ayunos,
sus vigilias habían arruinado ya su salud hasta el extremo de que había estado
a punto de perder la vida.
Sus maestros habían de vigilarlo estrechamente para impedir que se excediera
en las mortificaciones. Al principio, el joven tuvo que sufrir otra prueba
cruel: las alegrías espirituales que el amor de Dios y las bellezas de la
religión le habían proporcionado desde su más tierna infancia, desaparecieron.
Seis semanas después murió Don Fernante. Desde el momento en que su hijo
Luis abandonó el hogar para ingresar en la Compañía de Jesús, había
transformado completamente su manera de vivir. El sacrificio de Luis había sido
un rayo de luz para el anciano
No hay mucho más que decir sobre San Luis durante los dos años siguientes,
fuera de que, en todo momento, dio pruebas de ser un novicio modelo. Al quedar
bajo las reglas de la disciplina, estaba obligado a participar en los recreos,
a comer más y a distraer su mente. Además, por motivo de su salud delicada, se
le prohibió orar o meditar fuera de las horas fijadas para ello: Luis obedeció,
pero tuvo que librar una recia lucha consigo mismo para resistir el impulso a
fijar su mente en las cosas celestiales.
Por consideración a su precaria salud, fue trasladado de Milán para que
completase en Roma sus estudios teológicos. Sólo Dios sabe de qué artificios se
valió para que le permitieran ocupar un cubículo estrecho y oscuro, debajo de
la escalera y con una claraboya en el techo, sin otros muebles que un camastro,
una silla y un estante para los libros.
Luis suplicaba que se le permitiera trabajar en la cocina, lavar los platos
y ocuparse en las tareas más serviles. Cierto día, hallándose en Milán, en el
curso de sus plegarias matutinas, le fue revelado que no le quedaba mucho
tiempo por vivir. Aquel anuncio le llenó de júbilo y apartó aún más su corazón
de las cosas de este mundo.
Durante esa época, con frecuencia en las aulas y en el claustro se le veía
arrobado en la contemplación; algunas veces, en el comedor y durante el recreo
caía en éxtasis. Los atributos de Dios eran los temas de meditación favoritos
del santo y, al considerarlos, parecía impotente para dominar la alegría
desbordante que le embargaba.
Una epidemia
En 1591, atacó con violencia a la población de Roma una epidemia de fiebre.
Los jesuitas, por su cuenta, abrieron un hospital en el que todos los miembros
de la orden, desde el padre general hasta los hermanos legos, prestaban servicios
personales.
Luis iba de puerta en puerta con un zurrón, mendigando víveres para los
enfermos. Muy pronto, después de implorar ante sus superiores, logró cuidar de
los moribundos. Luis se entregó de lleno, limpiando las llagas, haciendo las
camas, preparando a los enfermos para la confesión.
Luis contrajo la enfermedad. Había encontrado un enfermo en la calle y,
cargándolo sobre sus espaldas, lo llevó al hospital donde servía.
Pensó que iba a morir y, con grandes manifestaciones de gozo (que más tarde
lamentó por el escrúpulo de haber confundido la alegría con la impaciencia),
recibió el viático y la unción. Contrariamente a todas las predicciones, se
recuperó de aquella enfermedad, pero quedó afectado por una fiebre intermitente
que, en tres meses, le redujo a un estado de gran debilidad.
Luis vio que su fin se acercaba y escribió a su madre: «Alegraos, Dios me
llama después de tan breve lucha. No lloréis como muerto al que vivirá en la
vida del mismo Dios. Pronto nos reuniremos para cantar las eternas
misericordias.» En sus últimos momentos no pudo apartar su mirada de un pequeño
crucifijo colgado ante su cama.
En todas las ocasiones que le fue posible, se levantaba del lecho, por la
noche, para adorar al crucifijo, para besar una tras otra, las imágenes
sagradas que guardaba en su habitación y para orar, hincado en el estrecho
espacio entre la cama y la pared. Con mucha humildad pero con tono ansioso,
preguntaba a su confesor, San Roberto Belarmino, si creía que algún hombre
pudiese volar directamente, a la presencia de Dios, sin pasar por el purgatorio.
San Roberto le respondía afirmativamente y, como conocía bien el alma de Luis,
le alentaba a tener esperanzas de que se le concediera esa gracia.
En una de aquellas ocasiones, el joven cayó en un arrobamiento que se
prolongó durante toda la noche, y fue entonces cuando se le reveló que habría
de morir en la octava del Corpus Christi. Durante todos los días siguientes,
recitó el "Te Deum" como acción de gracias.
Algunas veces se le oía gritar las palabras del Salmo: "Me alegré
porque me dijeron: ¡Iremos a la casa del Señor!" (Salmo Cxxi - 1). En una
de esas ocasiones, agregó: "¡Ya vamos con gusto, Señor, con mucho
gusto!" Al octavo día parecía estar tan mejorado, que el padre rector
habló de enviarle a Frascati. Sin embargo, Luis afirmaba que iba a morir antes
de que despuntara el alba del día siguiente y recibió de nuevo el viático. Al
padre provincial, que llegó a visitarle, le dijo:
-¡Ya nos vamos, padre; ya nos vamos ...! -¿A dónde, Luis? -¡Al Cielo! -¡Oigan
a este joven! -exclamó el provincial- Habla de ir al cielo como nosotros
hablamos de ir a Frascati.
Al caer la tarde, se diagnosticó que el peligro de muerte no era inminente y
se mandó a descansar a todos los que le velaban, con excepción de dos. A
instancias de Luis, el padre Belarmino rezó las oraciones para la muerte, antes
de retirarse. El enfermo quedó inmóvil en su lecho y sólo en ocasiones
murmuraba: "En Tus manos, Señor. . ."
Entre las diez y las once de aquella noche se produjo un cambio en su estado
y fue evidente que el fin se acercaba. Con los ojos clavados en el crucifijo y
el nombre de Jesús en sus labios, expiró alrededor de la medianoche, entre el
20 y el 21 de junio de 1591, al llegar a la edad de veintitrés años y ocho
meses.
Los restos de San Luis Gonzaga se conservan actualmente bajo el altar de
Lancellotti en la Iglesia de San Ignacio, en Roma.
Fue
canonizado en 1726.
El Papa Benedicto XIII lo nombró protector de estudiantes jóvenes. El Papa
Pio XI lo proclamó patrón de la juventud cristiana.
(Fuente: corazones.org)
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