5
DE JUNIO – MARTES –
9ª
– SEMANA DEL T.O. – B –
Beato Fernando de Portugal
Lectura
de la segunda carta del apóstol san Pedro (3,12-15a.17-18):
Esperad y apresurad la
venida del Señor, cuando desaparecerán los cielos, consumidos por el fuego, y
se derretirán los elementos. Pero nosotros, confiados en la promesa del Señor,
esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva en que habite la justicia. Por tanto,
queridos hermanos, mientras esperáis estos acontecimientos, procurad que Dios
os encuentre en paz con él, inmaculados e irreprochables. Considerad que la
paciencia de Dios es nuestra salvación. Así, pues, queridos hermanos, vosotros
estáis prevenidos; estad en guardia para que no os arrastre el error de esos
hombres sin principios, y perdáis pie. Creced en la gracia y el conocimiento de
nuestro Señor y Salvador Jesucristo, a quien sea la gloria ahora y hasta el día
eterno. Amén.
Palabra
de Dios
Salmo 89
R/.
Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación
Antes que naciesen los
montes
o fuera engendrado el
orbe de la tierra,
desde siempre y por
siempre tú eres Dios. R/.
Tú reduces el hombre a
polvo,
diciendo: «Retornad,
hijos de Adán.»
Mil años en tu presencia
son un ayer, que pasó;
una vela nocturna. R/.
Aunque uno viva setenta
años,
y el más robusto hasta
ochenta,
la mayor parte son
fatiga inútil,
porque pasan aprisa y
vuelan. R/.
Por la mañana sácianos de
tu misericordia,
y toda nuestra vida será
alegría y júbilo.
Que tus siervos vean tu
acción,
y sus hijos tu gloria. R/.
Lectura
del santo evangelio según san Marcos (12,13-17):
En aquel tiempo, enviaron
a Jesús unos fariseos y partidarios de Herodes, para cazarlo con una pregunta.
Se acercaron y le dijeron:
«Maestro,
sabemos que eres sincero y que no te importa de nadie; porque no te fijas en lo
que la gente sea, sino que enseñas el camino de Dios sinceramente.
- ¿Es
lícito pagar impuesto al César o no?
- ¿Pagamos
o no pagamos?»
Jesús,
viendo su hipocresía, les replicó:
«¿Por
qué intentáis cogerme? Traedme un denario, que lo vea.»
Se
lo trajeron. Y él les preguntó:
«¿De quién es esta cara y esta inscripción?»
Le contestaron: «Del
César.»
Les
replicó:
«Lo
que es del César pagádselo al César, y lo que es de Dios, a Dios.»
Se
quedaron admirados.
Palabra
de Dios
1. Este relato tiene una
actualidad muy importante, porque toca directamente el tema de la
"corrupción", que es causa de tanto escándalo y de tanto sufrimiento.
La Iglesia primitiva le dio importancia a este episodio, ya que lo
repiten los tres sinópticos (Mc 12, 17; Mt 22, 21; Lc 20, 25). Se sabe que, en
tiempos de Jesús, Palestina estaba ocupada y dominada por Roma. Y el Imperio sacaba todo el dinero, que
podía, mediante los impuestos, que
oprimían a la gente, sobre todo a los pobres. De ahí, la importancia del
impuesto que había que pagar a los romanos. - ¿Debían los cristianos pagarlo, sí o no?
2. Todo esto es lo que se
suele decir sobre este pasaje de los evangelios. Sin embargo, la explicación
que hoy más se va imponiendo, entre los entendidos
en estos temas,
es que la instrucción de Jesús no tiene nada que ver con el dinero o la moneda
como tal. Lo que aquí se expresa es un
mandamiento global, que abarca la vida entera: sed honrados en vuestros deberes
fiscales con el poder civil. Pero sed igualmente honrados y ejemplares cuando
se trata de "devolver" a Dios todo lo que le debemos.
3. Tengamos presente que el
verbo apodidomi, que el evangelio pone aquí en imperativo, significa devolver.
Dios se ha "humanizado" en cada ser humano. Lo que Dios nos manda es
que le devolvamos lo que le debemos,
dándole a cada ser humano lo que le debemos a Dios: respeto, bondad, sinceridad...
Hay que dar a la autoridad civil lo que se nos exige para ser
buenos ciudadanos. Pero igualmente le tenemos
que devolver a Dios lo mucho (todo), que le debemos. En el trato y convivencia con los otros.
Beato Fernando de Portugal
Santarém, 29 de septiembre de 1402 - Fez, Marruecos, 5 de junio de
1443).
Es el Príncipe constante, inmortalizado por el sacerdote don Pedro
Calderón de la Barca; emocionante en la poesía, grande en la vida, magnífico en
la Historia. No fue el heroísmo en el drama de su existencia el fruto de un
momento fugaz o de un arrebato patriótico, como pudiera creerse al leer las
estrofas del dramaturgo; fue el aliento constante de un corazón a quien el
dolor va preparando y madurando lentamente para la hora del sacrificio supremo.
De niño, vive en la corte de su padre, Juan I de Portugal, como si
estuviese en un convento. Reza diariamente las Horas canónicas, lee la Sagrada
Escritura, medita, vela y ayuna. Cuando a los veinte años le nombran maestre de
Avis, forma en torno suyo una pequeña corte de clérigos, pajes y donceles, a
quienes dirige en las vías de la perfección cristiana. Todo en su casa debe ser
orden, pulcritud y sencillez: vestidos modestos, exacto cumplimiento de los
deberes cristianos, amor a los pobres, respeto a las mujeres, fidelidad al rey
y temor a Dios. En la capilla, esplendor de damascos y de piedras preciosas,
esplendidez y belleza de las ceremonias, cantos de maestros excelentes, fervor,
reverencia y gravedad. Altos y humildes, todos estaban sujetos a una regla
austera, y el que la quebrantaba recibía el castigo correspondiente: para los
niños, azotes; para las personas de baja condición, la cárcel o la privación
del vino; para los más ilustres, suspensión de pagos o relegación a su familia;
para los eclesiásticos, sustracción de la comida o de las distribuciones que se
solían hacer en la capilla.
Sin embargo, había tal amor en las reprensiones y en los castigos,
que todos consideraban como la mayor desgracia salir de la casa del infante.
Nunca oyeron de su boca una palabra violenta, nunca le vieron iracundo, nunca
advirtieron en su rostro el menor gesto de desdén. «En su lenguaje,
modesto-dice Juan Álvarez, secretario suyo y compañero de cautiverio-; en sus
respuestas, dulce; en su conversación, amable; oía con mansedumbre a los demás,
y no disputaba nunca, ni se le oyó criticar a los otros, ni jurar por el
diablo, ni tomar en vano el nombre de Dios. Fue virgen, no sólo en el cuerpo,
sino también en el alma. Ni profirió una palabra que fuese menos honesta, ni la
consentía en la boca de los que le rodeaban.» Sabía, sin embargo, honrar a las
mujeres. En sus audiencias, eran ellas las que debían pasar delante: las
recibía en cuanto se anunciaban, las oía pacientemente y despachaba sus asuntos
con rapidez, diciendo que una mujer tiene derecho a todas las atenciones que el
hombre exige por la fuerza. No era ajeno al espíritu caballeresco de su época,
ni renunciaba a lucir sus galas más brillantes en las fiestas cortesanas, ni
rehuía los juegos de los magnates, los torneos, las partidas de caza, la
esgrima y el lanzamiento de la jabalina y la lanza.
Valiente en la guerra, apoyó en los consejos de la corte la idea de
un desembarco en las costas africanas. Portugal empezaba a armar naves en sus
puertos y a soñar con empresas guerreras. Terminada la conquista del suelo
patrio, había muchos brazos ociosos, muchos caballeros sedientos de victorias.
Un ejército portugués acababa de conquistar a Ceuta; ahora se pensaba en llevar
la lucha al corazón de Marruecos y en derrocar el imperio de los beenimerines;
que un siglo antes habían sembrado el terror en las costas andaluzas. El 9 de
septiembre de 1437, los bajeles de Juan I entraban en el puerto de Tánger, y
pocos días después quince mil cruzados sitiaban la ciudad moruna. AI frente de
ellos estaban los dos hijos del rey, Enrique y Fernando; Enrique mandaba la
escuadra, Fernando dirigía el asedio por tierra. Había entusiasmo, pericia,
valor guerrero; los lusitanos derrochaban cada día sus ademanes heroicos; pero
sus asaltos eran siempre inútiles. Y una mañana se vieron rodeados de un ejército
innumerable. Cientos de miles de hombres venían en socorro de la ciudad,
cientos de miles de alfanjes, de arcos, de turbantes blancos, verdes y azules.
La comunicación con el mar quedaba cortada; el ejército cristiano, perdido.
Defendióse, sin embargo, durante una semana en su campamento; pero las
provisiones empezaban a faltar, los heridos aumentaban y los moros se hacían
más numerosos cada día. Fue preciso pactar; los moros recuperarían a Ceuta, los
cristianos volverían tranquilos a sus naves, y el infante don Fernando quedaría
en poder de los marroquíes.
Con el infante se entregaron a los moros su secretario, su confesor y
varios de sus pajes. Todos ellos fueron llevados a Arcila, donde les hicieron
un recibimiento que fue la primera estación de un largo calvario. Una hora
antes de llegar empezaron a ver grupos de muchachos que les sacaban la lengua,
les cantaban himnos de burla y decían contra ellos toda suerte de insultos. Los
grupos aumentaban sin cesar: niños medio desnudos, hombres envueltos en sus
mugrientas chilabas, mujeres que agitaban sus velos y lanzaban chillidos
frenéticos. Al llegar a la ciudad, les colocaron a la puerta para que sirviesen
de espectáculo a la multitud; «y delante de nosotros-dice Juan Álvarez-pasaron
miles y miles de personas injuriándonos, tirando piedras e inmundicias,
danzando, tocando sus guzlas y armando una algarabía infernal. Era como si
viniesen a ganar las indulgencias».
Y empezó el terrible cautiverio, primero en Arcila; siete meses bajo
la custodia de su gobernador Zala-ben-Zala; siete meses de negociaciones con
Lisboa, de esperanzas y de desengaños. Pero Aben-Zala no era cruel; aunque
fanático, tenía un ánimo bastante generoso para comprender la desgracia de los
cautivos. «Yo nunca he faltado a mi palabra -decía, hablando con el infante-, y
espero que vosotros cumpliréis la vuestra. Entregadme la ciudad de Ceuta y os
enviaré honrosamente a vuestro país.» «Prefiero morir-decía el infante-antes
que entregar un pueblo en poder del Islam.» «¿Y el contrato?-replicaba el
moro-; aquí le tengo firmado con tu nombre, con el nombre del arzobispo de
Evora y con el de los principales capitanes de tu ejército.» «Es un contrato
que no obliga, porque fue arrancado por la violencia y porque vosotros habéis
sido los primeros en quebrantarlo.» Pronto se supo que en Portugal se pensaba
de esta manera. Se pagaría un fuerte rescate, se mandaría un ejército para
libertar a los presos; pero no era posible entregar la plaza de Ceuta. Fue el
infante el que pagó las consecuencias de esta resolución. Colocados en sendos
asnos matalones, fueron llevados a Fez, bajo la vigilancia de una escolta de
veinte moros. En cada poblado se les hacía un recibimiento semejante al que les
habían tributado los habitantes de Arcila. En las posadas no tenían ni siquiera
un pobre lecho; los musulmanes se hubieran creído deshonrados si un perro
cristiano, aunque fuese hijo del rey de Portugal, tocara una estera de su casa.
Quemaban los lienzos que ellos habían tocado, rompían los cántaros y las tazas
en que habían bebido y les echaban la comida a distancia como a los animales.
En Fez les aguardaba una muchedumbre tan numerosa, que tardaron tres horas en
atravesar la ciudad. «Era de ver-dice el secretario del infante-aquella
multitud ululante, a través de la cual iban abriendo paso unos hombres armados
de látigos y espadas.»
Llegaron por fin al Mexoar, a la curia, donde aguardaban los miembros
del Consejo imperial, presididos por el gran visir, un hombre de aspecto de
chacal y torva mirada. Como le faltaba un ojo, la gente le llamaba Alzaraquí,
que significa el Tuerto. Era el amo del palacio y del Imperio; audaz, astuto,
valiente; de salteador de caminos, había subido a la más alta dignidad. Sabía
rodear de placeres al emir, y le engañaba con la ilusión del mando, creando en
torno suyo una atmósfera de adulación y de intriga. Ahora ni siquiera miró a
sus cautivos; hizo apuntar sus nombres de una manera distraída, y luego los
puso en manos de uno de sus capitanes, que estaba al frente de la alcazaba.
Algún tiempo después entraban en una habitación estrecha, infecta y tan oscura,
que aun en pleno día tenían necesidad de una candela para verse unos a otros.
Se les dijo que estaban terminando de construir una cárcel para ellos, que no
tardarían en traerles las cadenas y que probablemente se les amputaría un pie.
Nadie durmió aquella primera noche. Si el cansancio doblegaba los cuerpos, la
incertidumbre acongojaba los espíritus. El infante consolaba y alentaba a sus
compañeros con palabras como éstas: «Preparémonos, amigos míos, a sufrir
valientemente. No desmayemos, pues si es verdad que estamos entre enemigos y en
una tierra extraña, Dios permanece entre nosotros. Acatemos su santa voluntad,
y si Él quiere que muramos lejos de nuestra patria, aprovechemos nuestra
desgracia para ganar el Cielo.»
Al día siguiente se les dijo que las cadenas estaban ya preparadas,
pero que no se las pondrían hasta que pasase la Pascua del carnero. Celebróse
la fiesta dos días más tarde, con más solemnidad que otras veces, a causa de la
victoria de Tánger, que Alzaraquí presentaba al pueblo como la ruina completa
del poderío cristiano. Quisieron que el infante presenciase los regocijos, y le
subieron a una torre desde la cual vio a la multitud que gritaba y danzaba y
aplaudía al emir, mientras degollaba el carnero, escoltado por un ejército
formidable de jinetes y peones. Unos días después llegaron los herreros a
quienes se había encargado la fabricación de las cadenas, y se las colocaron a
los cautivos en los pies y en la garganta. Desde entonces la vida empezó a ser
más dura para ellos. Su comida era un pan de cebada; su vestido, una túnica de
esparto y un manto de color oscuro; su lecho, dos pieles y un tapiz sucio y
destrozado. Y era preciso trabajar diariamente en los baños, en las canteras, en
las murallas o en los arriates del emir. El primer día, los compañeros del
infante trabajaron en los jardines reales, Al volver a la cárcel, después de
ponerse el sol, vieron a su amo entre una chusma de soldados, que le empujaban,
le herían con palos y le insultaban, diciéndole que acelerase el paso. Él hacía
cuanto podía, pero le era muy difícil andar a causa de las cadenas. «Al ver
esta escena-dice su secretario-, nos echamos a llorar; pero él, sonriendo
tristemente, nos dijo: «Ya veis cómo me llevan; rogad a Dios por mí.» Llegó por
fin a la casa del Alzaraquí. El visir, que estaba sentado a la puerta, en una
escalinata de mármol, le recibió con nuevos insultos. «Tú eres mi esclavo-le
dijo-, puedo hacer de ti lo que quiera, y ahora vas a limpiar mi caballeriza.»
Inmediatamente dos moros se apoderaron de él, le llevaron al establo y le
dieron una pala, una escoba y un caldero. Ya era noche cerrada cuando se juntó
con sus compañeros de prisión.
Al día siguiente vinieron a separarle otra vez de sus compañeros;
pero fue tal su pena al despedirse de los suyos, que cayó desmayado. En vista
de esto, mandó el visir que le llevasen al trabajo con los demás, y le dieron
una azada; pero apenas había empezado a cavar cuando Alzaraquí, viéndole muy
débil, ordenó que le arrebatasen la herramienta. Desde entonces salía con los
demás al campo, pero sólo se ocupaba de consolarlos, en traerles las
herramientas, en darles agua cuando tenían sed, en prestarles toda suerte de
obsequios, con tal mansedumbre, con tal serenidad de alma, con palabras tan
generosas, «que su presencia-dice uno de ellos-nos hacía agradable el trabajo.
Sufría de vernos fatigados, y cuando nos arrojaban de nuevo en el sótano,
lloraba de pesar, y decía: «Perdonadme, por amor de Dios; a causa de mí sufrís
tantos trabajos. Pero tened paciencia, que Dios no se olvida de nosotros; y si
es su voluntad que salgamos de aquí, vuestro pan será mi pan, vuestro vestido
mi vestido».
Sus compañeros saldrían, volverían a la patria para contar aquella
lamentable historia, pero él debía morir en las cadenas. Pasaban los días.
Lisboa no se olvidaba de su infante; pero toda la riqueza del reino no era
bastante a pagar el rescate exigido por los moros. Iban y venían los
comisarios, se discutía, se exigía con decisión inexorable. Doscientas mil
doblas llegaba ya a ofrecer el príncipe cautivo. «La ciudad de Ceuta», gritaba
el visir, irritado. Y el príncipe callaba; y los altos señores del Mexoar
dibujaban una sonrisa desdeñosa entre sus barbas de nieve, al verle delante de
ellos con la cabeza descubierta, el rostro cadavérico, las cadenas en los
tobillos, los pies desnudos y las sandalias en las manos. Callaba, pero aquel
tormento le parecía más tolerable que la vergüenza de aparecer en su tierra con
detrimento de la grandeza de la patria o el dolor de haber entregado un pie de
tierra cristiana por salvar su vida.
Y un día -seis años habían transcurrido desde que llegó a las costas
africanas- el pobre cautivo sintió que al fin se acercaba su liberación. Ahora
vivía solo en una mazmorra, más triste y húmeda que la primera. La fiebre le
consumía; su estómago no podía retener el menor alimento. Cuando los suyos lo
supieron, corrieron a él y le gritaron desde la puerta:
-Dios os guarde, señor; ¿cómo estáis?
-¿Quién pregunta por mí? -interrogó dentro una voz desfalleciente.
Y ellos respondieron:
-¿Tan mal estáis, señor, que ya no sabéis quiénes somos? Antes nos
conocíais por sólo el estrépito de las cadenas, y ahora ni siquiera distinguís
nuestra voz.
-Perdonadme -respondió el enfermo-; pero ya apenas me doy cuenta del
lugar en que me encuentro.
Entonces aquellos buenos servidores echaron a correr en dirección al
palacio, hablaron al emir de lo que pasaba y le pidieron que intercediese con
su ministro en favor de su amo. «Lo siento mucho-respondió el soberano-; pero
ya veis, yo nada puedo hacer; decidle a vuestro amo que se cuide lo mejor que
pueda.» El visir, en cambio, al saber la noticia, prorrumpió en gritos que
sembraron el espanto entre los cortesanos: «Dejadme en paz, perros-clamaba
furioso-; ¿creéis que yo puedo dar la vida a vuestro rey? Dios le sanará o le
matará, según lo que convenga.» Algo, no obstante, pudieron conseguir, pues se
les dio permiso para asistir libremente al enfermo. Todos le rodearon, con
lágrimas en los ojos, esforzándose por cumplir hasta la última hora con los
deberes de la fidelidad. Una luz sobrenatural brillaba en el rostro del
príncipe; todo en su actitud revelaba resignación profunda, y oraciones
inflamadas se escapaban sin cesar de su boca:
¡Oh inmenso, oh dulce Señor,
qué de
gracias debo darte!
Cuando como
yo se veía
Job, el día
maldecía,
mas era por
el pecado
en que había
sido engendrado;
pero yo
bendigo el día,
por la gracia
que nos da
Dios en él;
pues claro está
que cada
hermoso arrebol
y cada rayo del
sol
lengua de
fuego será
con que le
alabo y bendigo.
Nunca de sus labios se había escapado la menor palabra de
impaciencia, nunca había fijado una mirada de odio sobre sus carceleros; pero
ahora todos los sufrimientos le parecían dulces regalos de la misericordia
divina. Levantaba la manos al Cielo, el alma se le asomaba a los ojos rebosando
gratitud, y no cesaba de decir: «¿Quién soy yo, Dios, para que te acuerdes de
mí? ¡Oh alma mía, bien puedes regocijarte en ese Dios que tanto te ama, y en
cambio de pasajeras molestias te ofrece un eterno descanso! Señor, si crees que
he llegado a merecer tan pronto la recompensa del trabajo, venga la muerte.
Hágase tu voluntad adorable.» Acércasele su capellán, preguntándole cómo se
encontraba, y él respondió: «Me voy, padre; me voy.» Hizo luego la confesión
general, se despidió de sus compañeros, y al fin les dijo: «Ahora dejadme
morir.» Y poco después se extinguió sin hacer el menor movimiento. Al día
siguiente, unos moros vinieron a quitarle las cadenas; otros le sacaron las
entrañas y le llenaron de musgo y hojas de laurel; otros le ataron a una tabla
y le suspendieron de los muros para que todo el pueblo le viese. Entre tanto,
sus servidores le lloraban inconsolables, ocultaban en la misma cárcel su
corazón, y al terminar sus faenas se postraban delante de él rezando el oficio
de difuntos. Y el mismo Tuerto decía: «Si entre esos perros cristianos pudiera
haber algo bueno, lo tenía ese príncipe que acaba de morir. Para ser un santo
sólo le faltaba pertenecer al Islam. Nunca le oí mentir, y mis guardias me han
dicho que se pasaba las noches rezando.»
Tal fue la historia admirable de este príncipe ibérico, colocado en
un siglo de violencias, de ambiciones, de defecciones y de cobardías, como
luminar de constancia y de grandeza de corazón. En el tormento de la
humillación, en la tiniebla de la adversidad, en la enfermedad, en el desprecio
y en la muerte, la fe le sostuvo y le hizo vencedor. El príncipe de nuestros
dramaturgos expresó el motivo de aquella resistencia en estos versos sublimes:
No te canses, porque yo
aunque más
tormentos sufra,
aunque más
rigores vea,
aunque llore
más angustias,
aunque más
miserias pase,
aunque halle
más desventuras,
aunque más
hambre padezca,
aunque mis
carnes no cubran
estas ropas,
y aunque sea
mi esfera
esta estancia sucia,
firme he de
estar en la fe,
porque es el
sol que me alumbra,
porque es la
luz que me guía,
es el laurel
que me ilustra.
Dios
defenderá mi causa,
pues yo
defiendo la suya.
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