27 DE DICIEMBRE – DOMINGO -La Sagrada Familia:
Jesús, María y José –
Ciclo B
SAN JUAN EVANGELISTA
Lectura del libro del Eclesiástico
(3,2-6.12-14):
Dios hace al padre
más respetable que a los hijos y afirma la autoridad de la madre sobre su
prole. El que honra a su padre expía sus pecados, el que respeta a su madre
acumula tesoros; el que honra a su padre se alegrará de sus hijos y, cuando
rece, será escuchado; el que respeta a su padre tendrá larga vida, al que honra
a su madre el Señor lo escucha.
Hijo mío, sé constante en honrar a tu padre,
no lo abandones mientras vivas; aunque chochee, ten indulgencia, no lo
abochornes mientras vivas. La limosna del padre no se olvidará, será tenida en
cuenta para pagar tus pecados.
Salmo 127
R/. Dichosos los que temen al Señor
y siguen sus caminos
Dichoso el que
teme al Señor,
y sigue sus caminos.
Comerás del fruto de tu trabajo,
serás dichoso, te irá bien. R/.
Tu mujer, como
parra fecunda,
en medio de tu casa; tus hijos,
como renuevos de olivo,
alrededor de tu mesa. R/.
Ésta es la bendición del hombre que teme al Señor.
Que el Señor te bendiga desde Sión,
que veas la prosperidad de Jerusalén
todos los días de tu vida. R/.
Lectura de la carta del apóstol san
Pablo a los Colosenses (3,12-21):
Como pueblo
elegido de Dios, pueblo sacro y amado, sea vuestro uniforme la misericordia
entrañable, la bondad, la humildad, la dulzura, la comprensión. Sobrellevaos
mutuamente y perdonaos, cuando alguno tenga quejas contra otro. El Señor os ha
perdonado: haced vosotros lo mismo. Y por encima de todo esto, el amor, que es
el ceñidor de la unidad consumada.
Que la paz de Cristo actúe de árbitro en vuestro
corazón; a ella habéis sido convocados, en un solo cuerpo. Y celebrad la Acción
de Gracias: la palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza;
enseñaos unos a otros con toda sabiduría; exhortaos mutuamente. Cantad a Dios,
dadle gracias de corazón, con salmos, himnos y cánticos inspirados. Y, todo lo
que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre del Señor Jesús, dando
gracias a Dios Padre por medio de él.
Mujeres, vivid bajo la autoridad de vuestros
maridos, como conviene en el Señor. Maridos, amad a vuestras mujeres, y no
seáis ásperos con ellas. Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que eso le
gusta al Señor. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que pierdan los
ánimos.
Lectura del santo evangelio según san
Lucas 2, 22-40
Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los
padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor.
(De acuerdo con lo escrito en la ley del
Señor: "Todo primogénito varón será consagrado al Señor"), y para
entregar la oblación, como dice la ley del Señor: "un par de tórtolas o
dos pichones".
Vivía entonces en Jerusalén un hombre
llamado Simeón, hombre honrado y piadoso, que aguardaba el Consuelo de Israel;
y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo:
que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor.
Impulsado por el Espíritu, fue al templo.
Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo
previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:
«Ahora, Señor, según tu promesa, puedes
dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien
has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y
gloria de tu pueblo Israel.»
Su padre y su madre estaban admirados por lo
que se decía del niño.
Simeón los bendijo, diciendo a María, su
madre:
«Mira, éste está puesto para que muchos en
Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara
la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma.»
Había también una profetisa, Ana, hija de
Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había
vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se
apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones.
Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos
los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y cuando cumplieron todo lo que
prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret.
El niño iba creciendo y robusteciéndose, y
se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.
Donde la
familia no es lo importante
Dos lecturas que encajan
En una fiesta de la Sagrada Familia,
esperamos que las lecturas nos animen a vivir nuestra vida familiar. Y así
ocurre con las dos primeras.
El libro del Eclesiástico insiste en el respeto que debe tener el hijo a su padre y a su madre;
en una época en la que no existía la Seguridad Social, “honrar padre y madre”
implicaba también la ayuda económica a los progenitores. Pero no se trata sólo
de eso; hay también que soportar sus fallos con cariño, “aunque chocheen”.
La carta a los Colosenses ha sido elegida por los consejos finales a las mujeres, los maridos, los hijos y los padres. En la cultura del siglo I debían resultar muy “progresistas”. Hoy día, el primero de ellos provoca la indignación de muchas personas: “Mujeres, vivid bajo la autoridad de vuestros maridos, como conviene en el Señor.” Cuando se conoce la historia de aquella época resulta más fácil comprender al autor.
Un evangelio atípico
Si san Lucas hubiera sabido que, siglos
más tarde, iban a inventar la Fiesta de la Sagrada Familia, probablemente
habría alargado la frase final de su evangelio de hoy: “El niño iba creciendo y
robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo
acompañaba.” Pero no habría escrito la típica escena en la que san José
trabaja con el serrucho y María cose sentada mientras el niño ayuda a su padre.
A Lucas no le gustan las escenas románticas que se limitan a dejar buen sabor
de boca.
Como no escribió esa hipotética escena,
la liturgia ha tenido que elegir un evangelio bastante extraño. Porque, en la
fiesta de la Sagrada Familia, los personajes principales son dos desconocidos:
Simeón y Ana. A José ni siquiera se lo menciona por su nombre (sólo se habla de
“los padres de Jesús” y, más tarde, de “su padre y su madre”). El niño, de sólo
cuarenta días, no dice ni hace nada, ni siquiera llora. Sólo María adquiere un
relieve especial en la bendición que le dirige Simeón, que más que bendición
parece una maldición gitana.
Sin embargo, en medio de la escasez de
datos sobre la familia, hay un detalle que Lucas subraya hasta la saciedad:
cuatro veces repite que es un matrimonio preocupado con cumplir lo prescrito en
la Ley del Señor. Este dato tiene enorme importancia. Jesús, al que muchos
acusarán de ser mal judío, enemigo de la Ley de Moisés, nació y creció en una
familia piadosa y ejemplar. El Antiguo y el Nuevo Testamento se funden en esa
casa en la que el niño crece y se robustece.
La misma función cumplen las figuras de
Simeón y Ana. Ambos son israelitas de pura cepa, modelos de la piedad más
tradicional y auténtica. Y ambos ven cumplidas en Jesús sus mayores esperanzas.
Sorpresa final
Las lecturas de hoy, que comenzaron tan
centradas en el tema familiar, terminan centrando la atención en Jesús. Con dos
detalles fundamentales:
1. Jesús es el importante.
La escena de Simeón lo presenta como el Mesías, el salvador, luz de las
naciones, gloria de Israel. Ana deposita en él la esperanza de que liberará a
Jerusalén. José y María son importantes, pero secundarios.
2. Jesús es motivo de
desconcierto y angustia. Lo que Simeón dice de él desconcierta y admira
a José y María. Pero a ésta se le anuncia lo más duro. Cualquier madre desea
que su hijo sea querido y respetado, motivo de alegría para ella. En cambio,
Jesús será un personaje discutido, aceptado por unos, rechazado por otros; y a
ella, una espada le atravesará el alma. Lucas está anticipando lo que será la
vida de María, no sólo en la cruz, sino a lo largo de toda su existencia.
SAN JUAN EVANGELISTA
SAN JUAN el Evangelista, a quien se distingue como "el discípulo amado
de Jesús" y a quien a menudo le llaman "el divino" (es decir, el
"Teólogo") sobre todo entre los griegos y en Inglaterra, era un judío
de Galilea, hijo de Zebedeo y hermano de Santiago el Mayor, con quien
desempeñaba el oficio de pescador.
Junto con su hermano Santiago, se hallaba Juan remendando las redes a la
orilla del lago de Galilea, cuando Jesús, que acababa de llamar a su servicio a
Pedro y a Andrés, los llamó también a ellos para que fuesen sus Apóstoles. El
propio Jesucristo les puso a Juan y a Santiago el sobrenombre de Boanerges, o
sea "hijos del trueno" (Lucas 9, 54), aunque no está aclarado si lo
hizo como una recomendación o bien a causa de la violencia de su temperamento.
Se dice que San Juan era el más joven de los doce Apóstoles y que sobrevivió
a todos los demás. Es el único de los Apóstoles que no murió martirizado.
En el Evangelio que escribió se refiere a sí mismo, como "el discípulo
a quien Jesús amaba", y es evidente que era de los más íntimos de Jesús.
El Señor quiso que estuviese, junto con Pedro y Santiago, en el momento de Su
transfiguración, así como durante su agonía en el Huerto de los Olivos. En
muchas otras ocasiones, Jesús demostró a Juan su predilección o su afecto
especial. Por consiguiente, nada tiene de extraño desde el punto de vista
humano, que la esposa de Zebedeo pidiese al Señor que sus dos hijos llegasen a
sentarse junto a Él, uno a la derecha y el otro a la izquierda, en Su Reino.
Juan fue el elegido para acompañar a Pedro a la ciudad a fin de preparar la
cena de la última Pascua y, en el curso de aquella última cena, Juan reclinó su
cabeza sobre el pecho de Jesús y fue a Juan a quien el Maestro indicó, no
obstante que Pedro formuló la pregunta, el nombre del discípulo que habría de
traicionarle. Es creencia general la de que era Juan aquel "otro
discípulo" que entró con Jesús ante el tribunal de Caifás, mientras Pedro
se quedaba afuera. Juan fue el único de los Apóstoles que estuvo al pie de la
cruz con la Virgen María y las otras piadosas mujeres y fue él quien recibió el
sublime encargo de tomar bajo su cuidado a la Madre del Redentor. "Mujer,
he ahí a tu hijo", murmuró Jesús a su Madre desde la cruz. "He ahí a
tu madre", le dijo a Juan. Y desde aquel momento, el discípulo la tomó
como suya. El Señor nos llamó a todos hermanos y nos encomendó el amoroso
cuidado de Su propia Madre, pero entre todos los hijos adoptivos de la Virgen
María, San Juan fue el primero. Tan sólo a él le fue dado el privilegio de
llevar físicamente a María a su propia casa como una verdadera madre y
honrarla, servirla y cuidarla en persona.
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