OCTAVA DE NAVIDAD – B
Lectura de la primera carta del
apóstol san Juan (2,3-11):
En esto sabemos que conocemos a Jesús: en
que guardamos sus mandamientos.
Quien dice: «Yo le conozco», y no guarda
sus mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no está en él. Pero quien guarda
su palabra, ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud. En esto
conocemos que estamos en él. Quien dice que permanece en él debe vivir como
vivió él.
Queridos, no os escribo un mandamiento
nuevo, sino el mandamiento antiguo que tenéis desde el principio. Este
mandamiento antiguo es la palabra que habéis escuchado. Y, sin embargo, os
escribo un mandamiento nuevo –lo cual es verdadero en él y en vosotros–, pues
las tinieblas pasan, y la luz verdadera brilla ya.
Quien dice que está en la luz y aborrece
a su hermano está aún en las tinieblas. Quien ama a su hermano permanece en la
luz y no tropieza. Pero quien aborrece a su hermano está en las tinieblas,
camina en las tinieblas, no sabe a dónde va, porque las tinieblas han cegado
sus ojos.
Palabra de Dios
Salmo: 95,1-2a.2b-3.5b-6
R/. Alégrese el cielo, goce la tierra
Cantad al Señor un cántico nuevo,
cantad al Señor, toda la tierra;
cantad al Señor, bendecid su nombre. R/.
Proclamad día tras día su victoria.
Contad a los pueblos su gloria,
sus maravillas a todas las naciones. R/.
El Señor ha hecho el cielo;
honor y majestad lo preceden,
fuerza y esplendor están en su templo. R/.
Lectura del santo evangelio según san
Lucas (2,22-35):
Cuando llegó el tiempo de la purificación,
según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para
presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor:
«Todo primogénito varón será
consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor:
«un par de tórtolas o dos pichones.»
Vivía entonces en Jerusalén un hombre
llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y
el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo:
que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el
Espíritu, fue al templo.
Cuando entraban con el niño Jesús sus
padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y
bendijo a Dios diciendo:
«Ahora, Señor, según tu promesa, puedes
dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien
has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y
gloria de tu pueblo Israel.»
Su padre y su madre estaban admirados por
lo que se decía del niño.
Simeón los bendijo, diciendo a María su madre:
«Mira, éste está puesto para que
muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así
quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará
el alma.»
Palabra del Señor
1. El redactor de este
episodio destaca que Jesús nació en una familia y fue
Hasta cinco veces se insiste en el
cumplimiento de la ley, en Jerusalén, en el Templo, en el culto religioso (Lc
2, 22. 23. 24. 27. 39). Por eso es más llamativa la libertad que, en su edad
adulta, mostró Jesús respecto al hecho religioso y lo sagrado. Una libertad
que, cuando Jesús se dedicó a predicar y atender a los que sufren en la vida,
fue motivo de escándalo y, al final, le costó la vida.
El dictamen de los dirigentes religiosos
fue tajante: Nosotros tenemos una ley, y según esa ley, tiene que morir Jn 19,
7).
Comparando la infancia de Jesús con
su ministerio y su muerte, queda patente que la religión no soportó —ni
soporta— el Evangelio.
2. Entonces, ¿por qué Jesús fue un
hombre profundamente religioso? Porque fue un ser humano. Con todas sus
consecuencias. Y lo humano entraña debilidad. Y necesidad de tantas cosas.
Por eso Jesús fue un hombre de oración. Necesitaba pedir al Padre la fuerza que
necesitaba. Como se puso de manifiesto en la pasión. Y, antes que eso, en las
largas noches que pasaba orando en la soledad del campo y de los montes.
3. Jesús demostró que tenemos que
entender y vivir la religiosidad de otra manera.
No la "religión de la
sumisión" a lo sagrado, sino la "religión de la libertad"
Es un hecho que la sumisión impide o
recorta con frecuencia la misericordia. Esta libertad es el eje del Evangelio.
Y de la nueva religiosidad que Jesús nos enseñó. Con sus palabras y,
sobre todo, con el ejemplo de su propia vida.
Santo Tomas Becket
Vida de Santo Tomas
Becket
Este mártir que entregó su vida por
defender los derechos de la religión católica nació en Londres en 1118.
Era hijo de un empleado oficial, y en sus
primeros años fue educado por los monjes del convento de Merton. Después tuvo
que trabajar como empleado de un comerciante, al cual acompañaba los días de
descanso a hacer largas correrías dedicados a la cacería. Desde entonces
adquirió su gran afición por los viajes, aunque fueran por caminos muy
difíciles.
Un día persiguiendo una presa de cacería,
corrió con tan gran imprudencia que cayó a un canal que llevaba el agua para
mover un molino. La corriente lo arrastró y ya iba a morir triturado por las
ruedas, cuando, sin saber cómo ni por qué, el molino se detuvo
instantáneamente. El joven consideró aquello como un aviso para tomar la vida
más en serio.
A los 24 años consiguió un puesto
como ayudante del Arzobispo de Inglaterra (el de Canterbury) el cual se dio
cuenta de que este joven tenía cualidades excepcionales para el trabajo, y le
fue confiando poco a poco oficios más difíciles e importantes. Lo ordenó de
diácono y lo encargó de la administración de los bienes del arzobispado. Lo
envió varias veces a Roma a tratar asuntos de mucha importancia, y así Tomás
llegó a ser el personaje más importante, después del arzobispo, en aquella
iglesia de Londres. Monseñor afirmaba que no se arrepentía de haber depositado
en él toda su confianza, porque en todas las responsabilidades que se le
encomendaban se esmeraba por desempeñarlas lo mejor posible.
Dicen los que lo conocieron que Santo
Tomás Becket era delgado de cuerpo, semblante pálido, cabello oscuro, nariz
larga y facciones muy varoniles. Su carácter alegre lo hacía atractivo y
agradable en su conversación. Sumamente franco, trataba de decir siempre la
verdad y de no andar fingiendo lo que no sentía, pero siempre con el mayor
respeto. Sabía expresar sus ideas de manera tan clara, que a la gente le
gustaba oírle explicar los asuntos de religión porque se le entendía todo
fácilmente y bien.
Tomás como buen diplomático había obtenido
que el Papa Eugenio Tercero se hiciera muy amigo del rey de Inglaterra, Enrique
II, y este en acción de gracias por tan gran favor, nombró a nuestro santo
(cuando sólo tenía 36 años) como Canciller o Ministro de Relaciones Exteriores.
Tomás puso todas sus cualidades al servicio de tan alto cargo, y llegó a ser el
hombre de confianza del rey. Este no hacía nada importante sin consultarle. Su
presencia en el gobierno contribuyó a que dictaran leyes muy favorables para el
pueblo. Acompañaba a Enrique II en todas sus correrías por el país y por el
exterior (pues Inglaterra tenía amplias posesiones en Francia) y procuraba que
en todas partes quedara muy en alto el nombre de su gobierno. Y no tenía miedo
en corregir también al monarca cuando veía que se estaba extralimitando en sus
funciones. Pero siempre de la manera más amigable posible.
En el 1161 murió el Arzobispo Teobaldo, y
entonces al rey le pareció que el mejor candidato para ser arzobispo de
Inglaterra era Tomás Becket. Este le advirtió que no era digno de tan sublime
cargo. Que su genio era violento y fuerte, y que tomaba demasiado en serio sus
responsabilidades y que por eso podía tener muchos problemas con el gobierno
civil si lo nombraban jefe del gobierno eclesiástico. Pero su confesor decía:
"En su vida privada es intachable, y sabe mantener una gran dignidad aún
en ocasiones peligrosas y en tentaciones de toda especie". Y un Cardenal
de mucha confianza del Sumo Pontífice lo convenció de que debía aceptar, y al
fin aceptó.
Cuando el rey empezó a insistirle en que
aceptara el oficio de Arzobispo, Santo Tomás le hizo una profecía o un anuncio
que se cumplió a la letra. Le dijo así: "Si acepto ser Arzobispo me
sucederá que el rey que hasta ahora es mi gran amigo, se convertirá en mi gran
enemigo". Enrique no creyó que fuera a suceder así, pero sí sucedió.
Ordenado de sacerdote y luego consagrado como
Arzobispo, pidió a sus ayudantes que en adelante le corrigieran con toda
valentía cualquier falta que notaran en él. Les decía: "Muchos ojos ven
mejor que dos. Si ven en mi comportamiento algo que no está de acuerdo con mi
dignidad de arzobispo, les agradeceré de todo corazón si me lo advierten".
Desde que fue nombrado arzobispo (por el
Papa Alejandro III) la vida de Tomás cambió por completo. Se levantaba muy al
amanecer. Luego dedicaba una hora a la oración y a la lectura de la S. Biblia.
Después del desayuno estudiaba otra hora con un doctor en teología, para estar
al día en conocimientos religiosos. Cada día repartía el personalmente las
limosnas a muchísimos pobres que llegaban al Palacio Arzobispal. Muy pronto y
los pobres que allí recibían ayuda eran el doble de los que antes iban a pedir
limosna.
Cada día tenía algunos invitados a su
mesa, pero durante las comidas, en vez de música escuchaba la lectura de algún
libro religioso. Casi todos los días visitaba algunos enfermos del hospital.
Examinaba rigurosamente la conducta y la preparación de los que deseaban ser
sacerdotes, y a los que no estaban bien preparados o no habían hecho los
estudios correspondientes no los dejaba ordenarse de sacerdotes, aunque
llegaran con recomendaciones del mismo rey.
Tomás había dicho al rey cuando este le
propuso el arzobispado: "Ya verá que los envidiosos tratarán de poner
enemistades entre nosotros dos. Además, el poder civil tratará de imponer leyes
que vayan contra la Iglesia Católica y no podré aceptar eso. Y hasta el mismo
rey me pedirá que yo le apruebe ciertos comportamientos suyos, y me será
imposible hacerlo". Esto se fue cumpliendo todo exactamente.
El rey se propuso ponerles enormes
impuestos a los bienes de la Iglesia Católica. El arzobispo se opuso totalmente
a ello, y desde entonces el cariño de Enrique hacía su antiguo canciller Tomás,
se apagó casi por completo. Luego pretendió el rey imponer un fuerte castigo a
un sacerdote. El arzobispo se opuso, diciendo que al sacerdote lo juzga su
superior eclesiástico y no el poder civil. La rabia del mandatario se encendió
furiosamente. Enrique redactó una ley en la cual la Iglesia quedaba casi
totalmente sujeta al gobierno civil. El arzobispo exclamó: "No permita
Dios que yo vaya jamás a aprobar o a firmar semejante ley". Y no la
aceptó. ¡Nueva rabia del rey! Enseguida este se propuso que en adelante sería
el gobierno civil quien nombrara para ciertos cargos eclesiásticos. Tomás se le
opuso terminantemente. Resultado: tuvo que salir del país.
Tomás se fue a Francia a entrevistarse con
el Papa Alejandro III y pedirle que lo reemplazara por otro en este cargo tan
difícil. "Santo Padre le digo yo soy un pobre hombre orgulloso. Yo no fui
nunca digno de este oficio. Por favor: nombre a otro, y yo terminaré mis días
dedicado a la oración en un convento". Y se fue a estarse 40 días rezando
y meditando en una casa de religiosos.
Pero el Pontífice intervino y obtuvo que
entre Enrique y Tomás hicieran las paces. Y así volvió a Inglaterra. Sin
embargo, el problema peor estaba por llegar.
Después de seis años de destierro y cuando
ya le habían sido confiscados por el rey todos sus bienes y los de sus
familiares, el arzobispo Tomás regresó a Inglaterra el 1º de diciembre con el
título de "Delegado del Sumo Pontífice". El trayecto desde que
desembarcó hasta que llegó a su catedral de Canterbury fue una marcha triunfal.
Las gentes aglomeradas a lo lago de la vía lo aclamaban. Las campanas de todas
las iglesias repicaban alegremente y parecía que la hora de su triunfo ya había
llegado. Pero era otra clase de triunfo distinta la que le esperaba en ese mes
de diciembre. La del martirio.
Como él mismo lo había anunciado, los
envidiosos empezaron a llevar cuentos y cuentos al rey contra el arzobispo. Y
dicen que un día en uno de sus terribles estallidos de cólera, Enrique II
exclamó: "No podrá haber más paz en mi reino mientras viva Becket. ¿Será
que no hay nadie que sea capaz de suprimir a este clérigo que me quiere hacer
la vida imposible?".
Al oír semejante exclamación de labios del
mandatario, cuatro sicarios se fueron donde el santo arzobispo resueltos a
darle muerte. Estaba él orando junto al altar cuando llegaron los asesinos. Era
el 29 de diciembre de 1170. Lo atacaron a cuchilladas. No opuso resistencia.
Murió diciendo: "Muero gustoso por el nombre de Jesús y en defensa de la Iglesia
Católica". Tenía apenas 52 años.
Se llama apoteosis la glorificación y gran
cantidad de honores que se rinden a una persona. La noticia del asesinato de un
arzobispo recorrió velozmente Europa causando horror y espanto en todas partes.
El Papa Alejandro III lanzó excomunión contar el rey Enrique, el cual
profundamente arrepentido duró dos años haciendo penitencia y en el año 1172
fue reconciliado otra vez con su religión y desde entonces se entendió muy bien
con las autoridades eclesiásticas. El mártir Tomás consiguió después de su
muerte, esto que no había logrado obtener durante su vida.
Tres años después el Sumo Pontífice lo
declaró santo, a causa de su martirio y por los muchos milagros que se obraban
en su sepulcro.
Dos personajes con nombres de Tomás,
ocuparon el cargo de Canciller en Inglaterra, junto con dos reyes de nombre
Enrique. Y ambos fueron martirizados por defender a la santa Iglesia Católica.
Santo Tomás Becket, martirizado por deseos de Enrique II y Santo Tomás Moro,
martirizado por orden del impío rey Enrique VIII.
Fuente: Spider
Martirologio + Churchforum
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