17 DE NOVIEMBRE
– VIERNES
– 32 – SEMANA DE T.O. – A –
SANTA ISABEL DE
HUNGRIA
Lectura del libro de la Sabiduría (13,1-9):
Eran naturalmente vanos todos los hombres que ignoraban a Dios y fueron
incapaces de conocer al que es, partiendo de las cosas buenas que están a la
vista, y no reconocieron al Artífice, fijándose en sus obras, sino que tuvieron
por dioses al fuego, al viento, al aire leve, a las órbitas astrales, al agua
impetuosa, a las lumbreras celestes, regidoras del mundo.
Si,
fascinados por su hermosura, los creyeron dioses, sepan cuánto los aventaja su
Dueño, pues los creó el autor de la belleza; y si los asombró su poder y
actividad, calculen cuánto más poderoso es quien los hizo; pues, por la
magnitud y belleza de las criaturas, se descubre por analogía el que les dio el
ser.
Con todo, a
éstos poco se les puede echar en cara, pues tal vez andan extraviados, buscando
a Dios y queriéndolo encontrar; en efecto, dan vueltas a sus obras, las
exploran, y su apariencia los subyuga, porque es bello lo que ven. Pero ni
siquiera éstos son perdonables, porque, si lograron saber tanto que fueron
capaces de averiguar el principio del cosmos, ¿cómo no encontraron antes a su
Dueño?
Palabra de Dios
Salmo: 18,2-3.4-5
R/. El cielo
proclama la gloria de Dios
El cielo proclama la gloria de Dios,
el firmamento pregona la obra de sus
manos
el día al día le pasa el mensaje,
la noche a la noche se lo susurra. R/.
Sin que hablen, sin que pronuncien,
sin que resuene su voz,
a toda la tierra alcanza su pregón
y hasta los límites del orbe su
lenguaje. R/.
Lectura del santo
evangelio según san Lucas (17,26-37):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Como sucedió
en los días de Noé, así será también en los días del Hijo del hombre: comían,
bebían y se casaban, hasta el día que Noé entró en el arca; entonces llegó el
diluvio y acabó con todos.
Lo mismo
sucedió en tiempos de Lot: comían, bebían, compraban, vendían, sembraban,
construían; pero el día que Lot salió de Sodoma, llovió fuego y azufre del
cielo y acabó con todos. Así sucederá el día que se manifieste el Hijo del
hombre.
Aquel día, si
uno está en la azotea y tiene sus cosas en casa, que no baje por ellas; si uno
está en el campo, que no vuelva. Acordaos de la mujer de Lot.
El que
pretenda guardarse su vida la perderá; y el que la pierda la recobrará. Os digo
esto: aquella noche estarán dos en una cama: a uno se lo llevarán y al otro lo
dejarán; estarán dos moliendo juntas: a una se la llevarán y a la otra la
dejarán.»
Ellos le
preguntaron:
«¿Dónde,
Señor?»
Él contestó:
«Donde se
reúnen los buitres, allí está el cuerpo.»
Palabra del Señor
1. Se
ha discutido ampliamente sobre el significado de este discurso de Jesús a sus
discípulos.
Se ha dicho
que no podemos estar seguros de que Jesús pronunció estas palabras, al menos
tal como han llegado hasta nosotros. Pero tampoco existe una razón decisiva
para asegurar que nunca Jesús dijo o pudo decir estas cosas, que, según parece,
proceden de la fuente Q (R. Schnackengurg).
Sea lo que
sea de esta discusión, el discurso sobre "los días del Hijo del
Hombre" probablemente son una añadidura de Lucas ante el retraso de la
"venida inminente", que nunca llegó, del Señor glorioso (J. A.
Fitzmyer).
2. Un
problema importante, que se le planteó a la Iglesia naciente, sobre todo en los
últimos años del s. I, fue la inminente expectativa del fin de los tiempos, la llamada "parusía" o venida definitiva de Cristo el
Señor. Lo que sería la realización de la salvación definitiva.
Esta
convicción estuvo muy presente en algunas comunidades de la tradición de Pablo
(Ef 4, 30; Col 3, 4) (J. Gnilka).
Lucas quiso
dar algún tipo de respuesta a los creyentes que vivían esta experiencia de espera, que apremiaba, pero que no llegaba.
3. Estas
situaciones de espera inminente del fin del mundo han sido relativamente
frecuentes en la historia de la Iglesia. Y es que la experiencia religiosa se
manifiesta, entre otras formas, en la ostentación de fenómenos prodigiosos, que
rompen la normalidad de lo cotidiano. Sin embargo, si algo queda en pie en este
texto del evangelio de hoy, es la insistencia de Jesús en que el Reino de Dios
se hace presente en lo diario, en lo cotidiano, en la normalidad de la vida en su conjunto: la convivencia, el trabajo, el descanso, el ejercicio de la
propia profesión.
Se trata,
sencillamente, de vivir de tal forma que la propia vida sea el reflejo y la
expresión de cómo fue la presencia de Jesús en su vida y entre las gentes de su
tiempo.
SANTA ISABEL DE HUNGRIA
santa Isabel de Hungría, que siendo casi
niña se casó con Luis, landgrave de Turingia, a quien dio tres hijos, y al
quedar viuda, después de sufrir muchas calamidades y siempre inclinada a la
meditación de las cosas celestiales, se retiró a Marburgo, en la actual
Alemania, en un hospital que ella misma había fundado, donde, abrazándose a la
pobreza, se dedicó al cuidado de los enfermos y de los pobres hasta el último
suspiro de su vida, que fue a los veinticinco años de edad († 1231).
Biografía
A los cuatro años había sido prometida en matrimonio, se casó a los
catorce, fue madre a los quince y enviudó a los veinte. Isabel, princesa de
Hungría y duquesa de Turingia, concluyó su vida terrena a los 24 años de edad,
el I de noviembre de 1231. Cuatro años después el Papa Gregorio IX la elevaba a
los altares. Vistas así, a vuelo de pájaro, las etapas de su vida parecen una
fábula, pero si miramos más allá, descubrimos en esta santa las auténticas
maravillas de la gracia y de las virtudes.
Su padre, el rey Andrés II de Hungría, primo del emperador de Alemania, la
había prometido por esposa a Luis, hijo de los duques de Turingia, cuando sólo
tenia 11 años. A pesar de que el matrimonio fue arreglado por los padres, fue
un matrimonio vivido en el amor y una feliz conjunción entre la ascética
cristiana y la felicidad humana, entre la diadema real y la aureola de
santidad. La joven duquesa, con su austeridad característica, despertando el
enojo de la suegra y de la cuñada al no querer acudir a la Iglesia adornada con
los preciosos collares de su rango: “¿Cómo podría—dijo cándidamente—llevar una
corona tan preciosa ante un Rey coronado de espinas?”. Sólo su esposo,
tiernamente enamorado de ella, quiso demostrarse digno de una criatura tan
bella en el rostro y en el alma y tomó por lema en su escudo, tres palabras que
expresaron de modo concreto el programa de su vida pública: “Piedad, Pureza,
Justicia”.
Juntos crecieron en la recíproca donación, animados y apoyados por la
convicción de que su amor y la felicidad que resultaba de él eran un don
sacramental: “Si yo amo tanto a una criatura mortal—le confiaba la joven
duquesa a una de sus sirvientes y amiga—, ¿cómo debería amar al Señor inmortal,
dueño de mi alma?”.
A los quince años Isabel tuvo a su primogénito, a los 17 una niña y a
los 20 otra niña, cuando apenas hacía tres semanas había perdido a su esposo,
muerto en una cruzada a la que se había unido con entusiasmo juvenil. Cuando
quedó viuda, estallaron las animosidades reprimidas de sus cuñados que no
soportaban su generosidad para con los pobres. Privada también de sus hijos,
fue expulsada del castillo de Wartemburg. A partir de entonces pudo vivir
totalmente el ideal franciscano de pobreza en la Tercera Orden, para dedicarse,
en total obediencia a las directrices de un rígido e intransigente confesor, a
las actividades asistenciales hasta su muerte, en 1231.
Fuente: Arquidiócesis de Madrid
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