28 - DE
AGOSTO – MIERCOLES –
21ª – SEMANA DEL T.O. – B
SAN AGUSTÍN
Lectura de la segunda carta del apóstol
san Pablo a los Tesalonicenses 3, 6-10. 16-18
En nombre del Señor Jesucristo, os mandamos, hermanos, que os apartéis de
todo hermano que lleve una vida desordenada y no conforme con la tradición que
recibió de nosotros.
Ya sabéis vosotros cómo tenéis que imitar nuestro ejemplo:
No vivimos entre vosotros sin trabajar, no comimos de balde el pan de nadie,
sino que, con cansancio y fatiga, día y noche, trabajamos a fin de no ser una
carga para ninguno de vosotros. No porque no tuviéramos derecho, sino para
daros en nosotros un modelo que imitar.
Además, cuando estábamos entre
vosotros, os mandábamos que, si alguno no quiere trabajar, que no coma.
Que el mismo Señor de la paz os dé
la paz siempre y en todo lugar. El Señor esté con todos vosotros.
El saludo va de mi mano, Pablo;
esta es la contraseña en toda carta; esta es mi letra.
La gracia de nuestro Señor
Jesucristo esté con todos vosotros.
Palabra de Dios
Salmo 127, 1bc-2. 4-5:
Dichosos los que temen al Señor.
Dichoso el que teme al Señor
y sigue sus caminos.
Comerás del fruto de tu trabajo, serás
dichoso, te irá bien. R/.
Ésta es la bendición del hombre que teme al Señor.
Que el Señor te bendiga desde
Sión, que veas la prosperidad de Jerusalén todos los días de tu vida. R/.
Lectura del santo evangelio según san Mateo (23,27-32):
En aquel
tiempo, habló Jesús diciendo:
«¡Ay de vosotros, escribas y fariseos
hipócritas, que os parecéis a los sepulcros encalados!
Por fuera tienen buena apariencia, pero por
dentro están llenos de huesos y podredumbre; lo mismo vosotros: por fuera
parecéis justos, pero por dentro estáis repletos de hipocresía y crímenes.
¡Ay de vosotros, escribas y fariseos
hipócritas, que edificáis sepulcros a los profetas y ornamentáis los mausoleos
de los justos, diciendo:
"Si hubiéramos vivido en tiempo de
nuestros padres, no habríamos sido cómplices suyos en el asesinato de los
profetas"!
Con esto atestiguáis en contra vuestra, que
sois hijos de los que asesinaron a los profetas. ¡Colmad también vosotros la
medida de vuestros padres!»
Palabra del Señor
1. Es importante tener presente
que, en estas acusaciones de Jesús, lo que importa es
conocer el alcance de tales acusaciones o denuncias. No olvidemos que lo que
importa es lo que Jesús quiso decir, no las expresiones que utilizó. Por
ejemplo, en la cultura judía no se blanqueaba jamás un
sepulcro. Para los judíos, blanquear una losa era una impureza
ritual (J. Abrahams).
Lo que Jesús quiso decir, sin duda alguna,
es que los escribas y fariseos eran hombres con buena apariencia externa, pero
en su interior eran en realidad malas personas.
El sistema eclesiástico fomenta que, a veces,
incluso individuos de una gran bondad se
vean obligados a tener que llevar una especie de doble vida. Lo cual es
comprensible. Incluso admisible. A no ser en asuntos que entrañan auténticos
delitos, como es el caso de abusos de menores, por desgracia tan frecuente y
tan dañino, como el papa Francisco no se cansa de repetir, con toda razón.
2. El hecho de recurrir a la
imagen de los sepulcros da a entender que Jesús asocia estos comportamientos religiosos con la muerte, con la
descomposición de la muerte y la podredumbre repugnante de la muerte.
Es posible
que el redactor definitivo del texto evangélico llegara a cargar las tintas de
lo negativo. Pero eso mismo está indicando el rechazo tan fuerte que
el recuerdo de Jesús provocaba hacia este tipo de conductas, que, con
apariencia de religiosidad, en realidad entrañaban una
profunda descomposición humana.
3. Esta descomposición supera todo
límite cuando el hombre religioso, con mentalidad
farisaica, está tan ciego, que ni se conoce a sí mismo.
Hasta el extremo de pensar que él no hace mal
a nadie, cuando en realidad es herencia de los asesinos que mataron a los
profetas de Dios. El que vive ocultando su realidad a los demás, termina
ocultándosela a sí mismo.
Seguramente
esto explica el hecho de que haya tanta gente de Iglesia, que está incapacitada
para darse cuenta del mal que hace. Incluso cuando se trata de personas que
llegan a ocupar cargos importantes.
Memoria de san Agustín, obispo y doctor eximio de la
Iglesia, el cual, después de una adolescencia inquieta por cuestiones
doctrinales y libres costumbres, se convirtió a la fe católica y fue bautizado
por [san Ambrosio de Milán]. Vuelto a su patria, llevó con algunos amigos una
vida ascética y entregada al estudio de las Sagradas Escrituras. Elegido
después obispo de Hipona, en África, siendo modelo de su grey, la instruyó con
abundantes sermones y escritos, con los que también combatió valientemente contra
los errores de su tiempo e iluminó con sabiduría la recta fe.
(Aurelius
Augustinus o Aurelio Agustín de Hipona; Tagaste, hoy Suq Ahras, actual Argelia,
354 - Hipona, id., 430) Teólogo latino, una de las máximas figuras de la
historia del pensamiento cristiano. Excelentes pintores han ilustrado la vida
de San Agustín recurriendo a una escena apócrifa que no por serlo resume y
simboliza con menos acierto la insaciable curiosidad y la constante búsqueda de
la verdad que caracterizaron al santo africano. En lienzos, tablas y frescos,
estos artistas le presentan acompañado por un niño que, valiéndose de una
concha, intenta llenar de agua marina un agujero hecho en la arena de la playa.
Dicen que San Agustín encontró al chico mientras paseaba junto al mar
intentando comprender el misterio de la Trinidad y que, cuando trató sonriente
de hacerle ver la inutilidad de sus afanes, el niño repuso: "No ha de ser
más difícil llenar de agua este agujero que desentrañar el misterio que bulle
en tu cabeza."
San Agustín de Hipona
San Agustín se esforzó en acceder a la
salvación por los caminos de la más absoluta racionalidad. Sufrió y se extravió
numerosas veces, porque es tarea de titanes acomodar las verdades reveladas a
las certezas científicas y matemáticas y alcanzar la divinidad mediante los
saberes enciclopédicos. Y aún es más difícil si se posee un espíritu ardoroso
que no ignora los deleites del cuerpo. La personalidad de San Agustín de Hipona
era de hierro e hicieron falta durísimos yunques para forjarla.
Biografía
Aurelio Agustín nació en Tagaste, en el
África romana, el 13 de noviembre de 354. Su padre, llamado Patricio, era un
funcionario pagano al servicio del Imperio. Su madre, la dulce y abnegada
cristiana Mónica, luego santa, poseía un genio intuitivo y educó a su hijo en
su religión, aunque, ciertamente, no llegó a bautizarlo. El niño, según él
mismo cuenta en sus Confesiones, era irascible, soberbio y díscolo, aunque
excepcionalmente dotado. Romaniano, mecenas y notable de la ciudad, se hizo
cargo de sus estudios, pero Agustín, a quien repugnaba el griego, prefería
pasar su tiempo jugando con otros mozalbetes. Tardó en aplicarse a los
estudios, pero lo hizo al fin porque su deseo de saber era aún más fuerte que
su amor por las distracciones; terminadas las clases de gramática en su
municipio, estudió las artes liberales en Metauro y después retórica en
Cartago.
A los dieciocho años, Agustín tuvo su
primera concubina, que le dio un hijo al que pusieron por nombre Adeodato. Los
excesos de ese "piélago de maldades" continuaron y se incrementaron
con una afición desmesurada por el teatro y otros espectáculos públicos y la
comisión de algunos robos; esta vida le hizo renegar de la religión de su
madre. Su primera lectura de las Escrituras le decepcionó y acentuó su
desconfianza hacia una fe impuesta y no fundada en la razón. Sus intereses le
inclinaban hacia la filosofía, y en este territorio encontró acomodo durante
algún tiempo en el escepticismo moderado, doctrina que obviamente no podía
satisfacer sus exigencias de verdad.
Sin embargo, el hecho fundamental en la vida
de San Agustín de Hipona en estos años es su adhesión al dogma maniqueo; su
preocupación por el problema del mal, que lo acompañaría toda su vida, fue
determinante en su adhesión al maniqueísmo, la religión de moda en aquella
época. Los maniqueos presentaban dos sustancias opuestas, una buena (la luz) y
otra mala (las tinieblas), eternas e irreductibles. Era preciso conocer el
aspecto bueno y luminoso que cada hombre posee y vivir de acuerdo con él para
alcanzar la salvación.
A San Agustín le seducía este dualismo y
la fácil explicación del mal y de las pasiones que comportaba, pues ya por
aquel entonces eran estos los temas centrales de su pensamiento. La doctrina de
Mani o Manes, fundador del maniqueísmo, se asentaba en un pesimismo radical aún
más que el escepticismo, pero denunciaba inequívocamente al monstruo de la
materia tenebrosa enemiga del espíritu, justamente aquella materia,
"piélago de maldades", que Agustín quería conjurar en sí mismo.
Dedicado a la difusión de esa doctrina,
profesó la elocuencia en Cartago (374-383), Roma (383) y Milán (384). Durante
diez años, a partir del 374, vivió Agustín esta amarga y loca religión. Fue
colmado de atenciones por los altos cargos de la jerarquía maniquea y no dudó
en hacer proselitismo entre sus amigos. Se entregó a los himnos ardientes, los
ayunos y las variadas abstinencias y complementó todas estas prácticas con
estudios de astrología que le mantuvieron en la ilusión de haber encontrado la
buena senda. A partir del año 379, sin embargo, su inteligencia empezó a ser
más fuerte que el hechizo maniqueo. Se apartó de sus correligionarios
lentamente, primero en secreto y después denunciando sus errores en público. La
llama de amor al conocimiento que ardía en su interior le alejó de las
simplificaciones maniqueas como le había apartado del escepticismo estéril.
En 384 encontramos a San
Agustín de Hipona en Milán ejerciendo de profesor de oratoria. Allí lee sin
descanso a los clásicos, profundiza en los antiguos pensadores y devora algunos
textos de filosofía neoplatónica. La lectura de los neoplatónicos, probablemente
de Plotino, debilitó las convicciones maniqueístas de San Agustín y modificó su
concepción de la esencia divina y de la naturaleza del mal; igualmente decisivo
en la nueva orientación de su pensamiento serían los sermones de San Ambrosio,
arzobispo de Milán, que partía de Plotino para demostrar los dogmas y a quien
San Agustín escuchaba con delectación, quedando "maravillado, sin aliento,
con el corazón ardiendo". A partir de la idea de que «Dios es luz,
sustancia espiritual de la que todo depende y que no depende de nada», San
Agustín comprendió que las cosas, estando necesariamente subordinadas a Dios,
derivan todo su ser de Él, de manera que el mal sólo puede ser entendido como
pérdida de un bien, como ausencia o no-ser, en ningún caso como sustancia.
Dos años después, la
convicción de haber recibido una señal divina (relatada en el libro octavo de
las Confesiones) lo decidió a retirarse con su madre, su hijo y sus discípulos
a la casa de su amigo Verecundo, en Lombardía, donde San Agustín escribió sus
primeras obras. En 387 se hizo bautizar por San Ambrosio y se consagró
definitivamente al servicio de Dios. En Roma vivió un éxtasis compartido con su
madre, Mónica, que murió poco después.
En 388 regresó
definitivamente a África. En el 391 fue ordenado sacerdote en Hipona por el
anciano obispo Valerio, quien le encomendó la misión de predicar entre los
fieles la palabra de Dios, tarea que San Agustín cumplió con fervor y le valió
gran renombre; al propio tiempo, sostenía enconado combate contra las herejías
y los cismas que amenazaban a la ortodoxia católica, reflejado en las
controversias que mantuvo con maniqueos, pelagianos, donatistas y paganos.
Tras la muerte de Valerio,
hacia finales del 395, San Agustín fue nombrado obispo de Hipona; desde este
pequeño pueblo pescadores proyectaría su pensamiento a todo el mundo
occidental. Sus antiguos correligionarios maniqueos, y también los donatistas,
los arrianos, los priscilianistas y otros muchos sectarios vieron combatidos
sus errores por el nuevo campeón de la Cristiandad. Dedicó numerosos sermones a
la instrucción de su pueblo, escribió sus célebres Cartas a amigos,
adversarios, extranjeros, fieles y paganos, y ejerció a la vez de pastor,
administrador, orador y juez. Al mismo tiempo elaboraba una ingente obra
filosófica, moral y dogmática; entre sus libros destacan los Soliloquios, las
Confesiones y La ciudad de Dios, extraordinarios testimonios de su fe y de su
sabiduría teológica.
Al caer Roma en manos de
los godos de Alarico (410), se acusó al cristianismo de ser responsable de las
desgracias del imperio, lo que suscitó una encendida respuesta de San Agustín,
recogida en La ciudad de Dios, que contiene una verdadera filosofía de la
historia cristiana. Durante los últimos años de su vida asistió a las
invasiones bárbaras del norte de África (iniciadas en el 429), a las que no
escapó su ciudad episcopal. Al tercer mes del asedio de Hipona, cayó enfermo y
murió.
La filosofía de San
Agustín
El tema central del pensamiento de San
Agustín de Hipona es la relación del alma, perdida por el pecado y salvada por
la gracia divina, con Dios, relación en la que el mundo exterior no cumple otra
función que la de mediador entre ambas partes. De ahí su carácter esencialmente
espiritualista, frente a la tendencia cosmológica de la filosofía griega. La
obra del santo se plantea como un largo y ardiente diálogo entre la criatura y
su Creador, esquema que desarrollan explícitamente sus Confesiones (400).
Si bien el encuentro del
hombre con Dios se produce en la charitas (amor), Dios es concebido como bien y
verdad, en la línea del idealismo platónico. Sólo situándose en el seno de esa
verdad, es decir, al realizar el movimiento de lo finito hacia lo infinito,
puede el hombre acercarse a su propia esencia. Pero su visión pesimista del
hombre contribuyó a reforzar el papel que, a sus ojos, desempeña la gracia
divina, por encima del que tiene la libertad humana, en la salvación del alma.
Este problema es el que más controversias ha suscitado, pues entronca con la
cuestión de la predestinación, y la postura de San Agustín contiene en este
punto algunos equívocos.
Mundo, alma y Dios
En sus concepciones sobre
la naturaleza y el mundo físico, Agustín de Hipona parte del hilemorfismo de
Aristóteles: los seres se componen de materia y forma. Pero conforme al ideario
cristiano, Agustín introduce el concepto de creación (Dios creó libremente el
mundo de la nada), extraño a la tradición griega, y enriquece la teoría
aristotélica con las llamadas razones seminales: al crear el mundo, Dios lo
dejó en un estado inicial de indeterminación, pero depositó en la materia una
serie de potencialidades latentes comparables a semillas, que en las
circunstancias adecuadas y conforme a un plan divino originaron los sucesivos
seres y fenómenos. De este modo, el mundo evoluciona con el tiempo,
actualizando constantemente sus potencialidades y configurándose como cosmos.
El ser humano se compone de cuerpo (materia)
y alma (forma). Pero siguiendo ahora a Platón, para Agustín de Hipona cuerpo y
alma son sustancias completas y separadas, y su unión es accidental: el hombre
es un alma racional inmortal que se sirve, como instrumento, de un cuerpo
material y mortal; el santo llegó incluso a usar algunas veces el símil
platónico del jinete y el caballo. Dotada de voluntad, memoria e inteligencia,
el alma es una sustancia espiritual simple e indivisible, cualidades de las que
se desprende su inmortalidad, ya que la muerte es descomposición de las partes.
San Agustín de Hipona
(c. 1637), de Rubens
Tal concepto crearía
dificultades y dudas en San Agustín a la hora de establecer el origen del alma
(siempre rechazó la noción platónica de la preexistencia) y conciliarlo con el
dogma del pecado original. Si el alma era generada por los padres al igual que
el cuerpo (generacionismo), se entendía que el pecado original se transmitiese
a los descendientes, pero, siendo simple e indivisible, ¿cómo podía el alma
pasar a los hijos? Y si el alma era creada por Dios en el instante del
nacimiento (creacionismo), ¿cómo podía Dios crear un alma imperfecta, manchada
por el pecado original?
Para San Agustín, fe y razón se hallan
profundamente vinculadas: sus célebres aforismos "cree para entender"
y "entiende para creer" (Crede ut intelligas, Intellige ut credas)
significan que la fe y la razón, pese a la primacía de la primera, se iluminan
mutuamente. Mediante la sensación y la razón podemos llegar a percibir cosas
concretas y a conocer algunas verdades necesarias y universales, pero referidas
a fenómenos concretos, temporales. Sólo gracias a una iluminación o poder suplementario
que Dios concede al alma, a la razón, podemos llegar al conocimiento racional
superior, a la sabiduría. Por otra parte, un discurso racional correcto
necesariamente ha de conducir a las verdades reveladas.
De este modo, la razón nos
ofrece algunas pruebas de la existencia de Dios, de entre las que destaca en
San Agustín el argumento de las verdades eternas. Una proposición matemática
como, por ejemplo, el teorema de Pitágoras es necesariamente verdadera y siempre
lo será; el fundamento de tal verdad no puede hallarse en el devenir cambiante
del mundo, sino en un ser también inmutable y eterno: Dios. Dios posee todas
las perfecciones en grado sumo; Agustín destaca entre sus atributos la verdad y
la bondad (por influjo de la idea platónica del bien), aunque establece la
inmutabilidad como el atributo del que derivan lógicamente los demás. La
influencia de Platón se hace de nuevo patente en el llamado ejemplarísimo de
San Agustín: Dios posee el conocimiento de la esencia de todo lo creado; las
ideas de cada ser en la mente divina son como los modelos o ejemplos a partir
de los cuales Dios creó a cada uno de los seres.
Ética y política
El hombre aspira a la
felicidad, pero, conforme a la doctrina cristiana, no puede ser feliz en la
tierra; durante su existencia terrenal debe practicar la virtud para alcanzar
la salvación, y gozar así en la otra vida de la visión beatífica de Dios, única
y verdadera felicidad. Aunque para la salvación es necesario el concurso de la
gracia divina, la práctica perseverante de las virtudes cardinales y teologales
es el camino que ha de seguir el hombre para alejarse de aquella tendencia al
mal que el pecado original ha impreso en su alma.
Agustín de Hipona entiende
el mal como no-ser, como carencia de ser. Siguiendo la tesis ejemplariza, el
mundo y los seres que lo forman son buenos en cuanto que imitación o
realización, aunque imperfecta, de las ideas divinas; no podemos culpar a Dios
de sus carencias, ya que Dios les dio el ser, no el no-ser. Del mismo modo, las
malas acciones son actos privados de moralidad; Dios no puede sino permitir que
se cometan, pues lo contrario implicaría retirar al alma humana su libre
albedrío.
Las ideas políticas de
Agustín de Hipona deben situarse en el contexto de la profunda crisis que
atravesaba el Imperio romano y de la acusación lanzada por los paganos de que
el cristianismo era la causa de la decadencia de Roma. San Agustín respondió
trazando en La ciudad de Dios una filosofía de la historia; la palabra
"ciudad" ha de entenderse en esta obra no como conjunto de calles y
edificios, sino como el vocablo latino civitas, es decir, la población o
habitantes de una ciudad. Entendiendo el término en tal sentido, para San
Agustín la historia de la humanidad es la de una lucha entre la ciudad de Dios
y la ciudad terrena, la ciudad del bien y la del mal. Entre los moradores de la
ciudad terrenal impera "el amor a sí mismo hasta el desprecio de Dios";
en la ciudad de Dios, "el amor a Dios hasta el deprecio de sí mismo".
Remontándose a los ángeles
y a Adán y Eva y descendiendo por la Biblia hasta llegar a Jesucristo y a su
propia época, Agustín de Hipona expone el desarrollo de esta constante pugna.
La ciudad de Dios se inició con los ángeles, y la terrena, con Caín y el pecado
original. La historia de la humanidad se divide en dos grandes épocas: la
primera, desde la caída del hombre hasta Jesucristo, preparó la redención; la
segunda, desde Jesucristo hasta el fin del mundo, cumplirá y realizará la
redención, pues el conflicto entre ambas ciudades proseguirá hasta que, ya en
el fin de los tiempos, triunfe definitivamente la ciudad de Dios.
Desde tal amplia
perspectiva, la situación crítica del Imperio romano (en el que San Agustín ve
un instrumento de Dios para facilitar la propagación de la fe) es solamente
otro momento de esa lucha, y más debe atribuirse su crisis a la pervivencia del
paganismo entre los ciudadanos que a la cristianización; una Roma plenamente
cristiana podría pasar a ser un imperio espiritual y no meramente terrenal.
Junto al núcleo que la motiva, se halla en esta obra su concepto de la familia
y la sociedad como positivas derivaciones de la naturaleza humana (no como
resultado de un pacto), así como la noción del origen divino del poder del
gobernante.
Por su vasta y perdurable
irradiación, puede afirmarse que Agustín de Hipona figura entre los pensadores
más influyentes de la tradición occidental; es preciso saltar hasta Santo Tomás
de Aquino (siglo XIII) para encontrar un filósofo de su misma talla. Toda la
filosofía y la teología medieval, hasta el siglo XII, fue básicamente
agustiniana; los grandes temas de San Agustín -conocimiento y amor, memoria y
presencia, sabiduría- dominaron la teología cristiana hasta la escolástica
tomista. Lutero recuperó, transformándola, su visión pesimista del hombre
pecador, y los seguidores de Jansenio, por su parte, se inspiraron muy a menudo
en el Augustinus, libro en cuyas páginas se resumían las principales tesis del
filósofo de Hipona.
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