11 - DE AGOSTO
– DOMINGO –
19ª – SEMANA DEL T.O. – B
Lectura del
primer libro de los Reyes (19,4-8):
En aquellos días, Elías continuó por el desierto una jornada de camino, y,
al final, se sentó bajo una retama y se deseó la muerte:
«¡Basta, Señor!
¡Quítame la vida, que yo no valgo más que mis padres!»
Se echó bajo la
retama y se durmió.
De pronto un
ángel lo tocó y le dijo:
«¡Levántate,
come!»
Miró Elías, y vio
a su cabecera un pan cocido sobre piedras y un jarro de agua. Comió, bebió y se
volvió a echar. Pero el ángel del Señor le volvió a tocar y le dijo:
«¡Levántate,
come!, que el camino es superior a tus fuerzas.»
Elías se levantó,
comió y bebió, y, con la fuerza de aquel alimento, caminó cuarenta días y
cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios.
Palabra de Dios
Salmo:
33,2-3.4-5.6-7.8-9
R/. Gustad y
ved qué bueno es el Señor
Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está
siempre en mi boca; mi alma se gloría en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren. R/.
Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos
su nombre.
Yo consulté al Señor, y me respondió, me libró de todas
mis ansias. R/.
Contempladlo, y quedaréis radiantes, vuestro rostro no
se avergonzará.
Si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha y
lo salva de sus angustias. R/.
El ángel del Señor acampa en torno a sus
fieles y los protege.
Gustad y ved qué bueno, es el Señor, dichoso el que se
acoge a él. R/.
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Efesios (4,30–5,2):
No pongáis triste al Espíritu Santo de Dios con que él os ha marcado para el
día de la liberación final. Desterrad de vosotros la amargura, la ira, los
enfados e insultos y toda la maldad. Sed buenos, comprensivos, perdonándoos
unos a otros como Dios os perdonó en Cristo. Sed imitadores de Dios, como hijos
queridos, y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros a
Dios como oblación y víctima de suave olor.
Palabra de Dios
Lectura del
santo evangelio según san Juan (6,41-51):
En aquel tiempo, los judíos criticaban a Jesús porque había dicho:
«Yo soy el pan
bajado del cielo»,
y decían:
«¿No es este
Jesús, el hijo de José?
¿No conocemos a
su padre y a su madre?
¿Cómo dice ahora
que ha bajado del cielo?»
Jesús tomó la
palabra y les dijo:
«No critiquéis.
Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me ha enviado. Y yo lo
resucitaré el último día.
Está escrito en
los profetas: "Serán todos discípulos de Dios."
Todo el que
escucha lo que dice el Padre y aprende viene a mí. No es que nadie haya visto
al Padre, a no ser el que procede de Dios: ése ha visto al Padre.
Os lo aseguro: el
que cree tiene vida eterna.
Yo soy el pan de
la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: éste es el
pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera.
Yo soy el pan
vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el
pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.»
Palabra del Señor
Tres
tipos de pan.
La primera
lectura y el evangelio nos hablan de tres clases de pan: el que alimenta por un
día (maná), el que da fuerzas para cuarenta días (Elías) y el que da la vida
eterna (Jesús). Pero comencemos recordando lo ocurrido en la sinagoga de
Cafarnaúm.
Desarrollo de
Juan 6,42-52
El pasaje es
complicado porque mezcla diversos temas.
1. Objeción de los judíos: ¿Cómo puede este haber bajado del
cielo?
2. Respuesta de Jesús: si creyerais en mí, lo entenderíais.
- Pero
solo cree en mí aquel a quien el Padre atrae.
- Mejor dicho: Dios enseña a todos, pero no todos quieren aprender.
- Atención:
El que Dios enseñe a todos no significa que lo veamos.
3. Jesús y el maná: el pan que da la vida y el pan que no la
garantiza.
4. Final sorprendente: el pan es mi carne.
Exposición
del contenido
El domingo
pasado, Jesús ofrecía un pan infinitamente superior al del milagro de la multiplicación.
Ese pan es él, que ha bajado del cielo. El evangelio de este domingo
comienza contando la reacción de los judíos ante esta
afirmación. - ¿Cómo puede haber bajado del cielo uno al que conocen desde niño,
que conocen a su padre y a su madre?
Jesús no responde
directamente a esta pregunta. Ataca el problema de fondo. Si los judíos no
aceptan que ha bajado del cielo es porque no creen en él. Y si no creen en él,
es porque el Padre no los ha llevado hasta él. Esta afirmación tan radical
sugiere que todo depende de Dios: solo los que él acerca a Jesús creen en
Jesús. Por eso, inmediatamente después se añade: «Dios instruye a todos…
pero no todos quieren aprender». Solo el que acepta su enseñanza viene a Jesús,
lo acepta, y cree que ha bajado del cielo. Ningún judío puede echarle a Dios la
culpa de no creer en Jesús.
La idea de que Dios
instruye a todos cabe interpretarla como si fuese un profesor sentado delante
de sus alumnos, al que pueden ver. No. A Dios no lo ha visto nadie. Solo el que
procede de él: Jesús.
Tras este paréntesis
sobre la fe, la acción del Padre y la visión de Dios, Jesús vuelve al tema del
pan que baja del cielo, el que da la vida, a diferencia del maná, que no la da.
Pero termina añadiendo una afirmación más escandalosa aún: «el pan que yo
daré es mi carne por la vida del mundo». La reacción de los judíos no se hace
esperar: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?». La solución, el
próximo domingo.
Tres notas al
evangelio
1. El auditorio cambia. Ya no se
trata de los galileos que presenciaron el milagro, sino
de los judíos. En el cuarto evangelio, los judíos representan
generalmente a las autoridades que se oponen a Jesús. Sin embargo, lo que dicen
(«conocemos a su padre y a su madre») no encaja en boca de un judío, sino de un
nazareno. Esto demuestra que no estamos ante un relato histórico, que recoge
los hechos con absoluta fidelidad, sino de una elaboración polémica.
2. El tema de la fe interrumpe lo
relativo a Jesús como pan bajado del cielo, pero es fundamental. Solo quien
cree en Jesús puede aceptar eso. Lo curioso, en este caso, es cómo se llega a
la fe: por acción del Padre, que nos lleva a Jesús. Normalmente pensamos lo
contrario: es Jesús quien nos lleva al Padre. «Yo soy el camino… nadie
puede ir al Padre sino por mí». Aquí se advierte, como en todo el evangelio de
Juan, la acción recíproca del Padre y de Jesús.
3. Tras este inciso, Jesús vuelve a contraponer el maná
y su pan. En la primera
parte (domingo 18), adoptó una actitud muy crítica ante el maná. Cuando los
galileos, citando el Salmo 78,24, dicen que Dios «les dio a comer pan del
cielo», Jesús responde que el maná no era «pan del cielo»; el verdadero pan del
cielo es él. Ahora añade otro dato más polémico: los que comían el maná morían;
su pan da la vida eterna.
El pan de
Elías (1ª lectura: 1 Reyes 19,4-8).
El siglo IX
a.C. fue de profunda crisis religiosa. El rey de Israel, Ajab, se casó con una
princesa fenicia, Jezabel, muy devota del dios cananeo Baal. La gente ya era
bastante devota de este dios, al que atribuían la lluvia y las buenas cosechas.
Pero el influjo de Jezabel y la permisividad de Ajab provocaron que Yahvé
dejase de tener valor para el pueblo. A esto se opuso el profeta Elías,
denunciando a los reyes y matando a los profetas de Baal, lo que le habría
costado la vida si no llega a huir hacia el sur, al monte Horeb (el Sinaí). El
viaje es largo, demasiado largo, y Elías se desea la muerte. Un ángel le ofrece
una torta cocida sobre piedras; la come dos veces, y con la fuerza de aquel
manjar camina cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte en el que tuvo
lugar la gran revelación de Dios a Moisés. Este relato se ha usado a menudo en
relación con la eucaristía, y por eso se ha elegido para este domingo.
Tres clases
de panes
Las
lecturas de hoy sugieren una reflexión.
Antes
de la reforma de Pío X, la comunión no era frecuente. Los cristianos más
piadosos comulgaban una vez a la semana; normalmente, una vez al mes. La
comunión era para ellos como el pan de Elías, que da fuerzas para vivir
cristianamente durante un período más o menos largo de tiempo.
Con la
reforma de Pío X, a comienzos del siglo XX, se difunde la comunión diaria,
aunque no se oiga misa. Es como el maná, que da fuerzas para ese día, pero
conviene repetirlo al siguiente.
El evangelio
de Juan nos hace caer en la cuenta de que la eucaristía no solo da fuerzas para
un día o un mes. Garantiza la vida eterna. Se comprende que Jesús interrumpa su
discurso para hablar de la fe y de la acción del Padre.
Una anécdota
Cuenta san
Ignacio de Loyola en su Autobiografía (§ 96) que «estando un día,
algunas millas antes de llegar a Roma, en una iglesia, y haciendo oración,
sintió tal mutación en su alma y vio tan claramente que Dios Padre le ponía con
Cristo, su Hijo, que no tendría ánimo para dudar de esto, sino que Dios Padre
le ponía con su Hijo». Una experiencia que encaja perfectamente con el
evangelio de hoy y nos invita a pedir lo mismo.
La vida
eterna en la vida diaria (2ª lectura: Efesios 4,30-5,2)
Se cuenta en
el libro del Éxodo que, en la noche de Pascua, los israelitas mojaron con la
sangre del cordero el dintel y las dos jambas de la puerta de la casa para que
el ángel del Señor, al castigar a los egipcios, pasase de largo ante las casas
de los israelitas. Esta costumbre se remonta a los pastores, que al comienzo de
la primavera sacrificaban un cordero y untaban con su sangre los palos de la
tienda para preservar al ganado de los malos espíritus y garantizar una feliz
trashumancia.
El autor de
la carta a los Efesios recoge la imagen y la aplica al Espíritu Santo, que nos
ha marcado con su sello para distinguirnos el día final de la liberación. Y
añade una serie de consejos para vivir esa unidad en la que ha insistido en las
lecturas de los domingos anteriores. Sirven para un buen examen de conciencia y
para ver cómo podemos vivir, ya aquí en la tierra, la vida eterna del cielo.
Santa Clara de Asís
Nació en Asís en el año
1193; imitó a su conciudadano Francisco, siguiéndolo por el camino de la
pobreza, y fundó la Orden de las monjas llamadas Clarisas. Su vida fue de gran
austeridad, pero rica en obras de caridad y de piedad. Murió en el año 1253
Clara significa: "vida transparente"
"El
amor que no puede sufrir no es digno de ese nombre" -Santa Clara.
De
sus cartas: Atiende a la pobreza, la humildad y la caridad de Cristo
Clara
nació en Asís, Italia, en 1193. Su padre, Favarone Offeduccio, era un caballero
rico y poderoso. Su madre, Ortolana, descendiente de familia noble y feudal,
era una mujer muy cristiana, de ardiente piedad y de gran celo por el Señor.
Desde
sus primeros años Clara se vio dotada de innumerables virtudes y aunque su
ambiente familiar pedía otra cosa de ella, siempre desde pequeña fue asidua a
la oración y mortificación. Siempre mostró gran desagrado por las cosas del
mundo y gran amor y deseo por crecer cada día en su vida espiritual.
Ya
en ese entonces se oía de los Hermanos Menores, como se les llamaba a los
seguidores de San Francisco. Clara sentía gran compasión y gran amor por ellos,
aunque tenía prohibido verlos y hablarles. Ella cuidaba de ellos y les proveía
enviando a una de las criadas. Le llamaba mucho la atención como los frailes
gastaban su tiempo y sus energías cuidando a los leprosos. Todo lo que ellos
eran y hacían le llamaba mucho la atención y se sentía unida de corazón a ellos
y a su visión.
Su llamada y su encuentro con San Francisco. Cofundadora de la orden
La
conversión de Clara hacia la vida de plena santidad se efectuó al oír un sermón
de San Francisco de Asís. En 1210, cuando ella tenía 18 años, San Francisco
predicó en la catedral de Asís los sermones de cuaresma e insistió en que para
tener plena libertad para seguir a Jesucristo hay que librarse de las riquezas
y bienes materiales. Al oír las palabras: "este es el tiempo favorable...
es el momento... ha llegado el tiempo de dirigirme hacia El que me habla al
corazón desde hace tiempo... es el tiempo de optar, de escoger..", sintió
una gran confirmación de todo lo que venía experimentando en su interior.
Durante
todo el día y la noche, meditó en aquellas palabras que habían calado lo más
profundo de su corazón. Tomó esa misma noche la decisión de comunicárselo a
Francisco y de no dejar que ningún obstáculo la detuviera en responder al
llamado del Señor, depositando en El toda su fuerza y entereza.
Cuando
su corazón comprendió la amargura, el odio, la enemistad y la codicia que movía
a los hombres a la guerra comprendió que esta forma de vida era como la espada
afilada que un día traspasó el corazón de Jesús. No quiso tener nada que ver
con eso, no quiso otro señor más que el que dio la vida por todos, aquel que se
entrega pobremente en la Eucaristía para alimentarnos diariamente. El que en la
oscuridad es la Luz y que todo lo cambia y todo lo puede, aquel que es puro
Amor. Renace en ella un ardiente amor y un deseo de entregarse a Dios de una
manera total y radical.
Clara
sabía que el hecho de tomar esta determinación de seguir a Cristo y sobre todo
de entregar su vida a la visión revelada a Francisco, iba a ser causa de gran
oposición familiar, pues el solo hecho de la presencia de los Hermanos Menores
en Asís estaba ya cuestionando la tradicional forma de vida y las costumbres
que mantenían intocables los estratos sociales y sus privilegios. A los pobres
les daba una esperanza de encontrar su dignidad, mientras que los ricos
comprendían que el Evangelio bien vivido exponía por contraste sus egoísmos a
la luz del día. Para Clara el reto era muy grande. Siendo la primera mujer en
seguirle, su vinculación con Francisco podía ser mal entendida.
Santa
Clara se fuga de su casa el 18 de Marzo de 1212, un Domingo de Ramos, empezando
así la gran aventura de su vocación. Se sobrepuso a los obstáculos y al miedo
para darle una respuesta concreta al llamado que el Señor había puesto en su
corazón. Llega a la humilde Capilla de la Porciúncula donde la esperaban
Francisco y los demás Hermanos Menores y se consagra al Señor por manos de
Francisco.
Empiezan las renuncias
De
rodillas ante San Francisco, hizo Clara la promesa de renunciar a las riquezas
y comodidades del mundo y de dedicarse a una vida de oración, pobreza y
penitencia. El santo, como primer paso, tomó unas tijeras y le cortó su larga y
hermosa cabellera, y le colocó en la cabeza un sencillo manto, y la envió a
donde unas religiosas que vivían por allí cerca, a que se fuera preparando para
ser una santa religiosa.
Para
Santa Clara la humildad es pobreza de espíritu y esta pobreza se convierte en obediencia,
en servicio y en deseos de darse sin límites a los demás.
Días
más tardes fue trasladada temporalmente, por seguridad, a las monjas
Benedictinas, ya que su padre, al darse cuenta de su fuga, sale furioso en su
búsqueda con la determinación de llevársela de vuelta al palacio. Pero la firme
convicción de Clara, a pesar de sus cortos años, obligan finalmente al
Caballero Offeduccio a dejarla. Días más tardes, San Francisco, preocupado por
su seguridad dispone trasladarla a otro monasterio de Benedictinas situado en
San Angelo. Allí la sigue su hermana Inés, quien fue una de las mayores
colaboradoras en la expansión de la Orden y la hija (si se puede decir así)
predilecta de Santa Clara. Le sigue también su prima Pacífica.
San
Francisco les reconstruye la capilla de San Damián, lugar donde el Señor había
hablado a su corazón diciéndole, "Reconstruye mi Iglesia". Esas
palabras del Señor habían llegado a lo más profundo de su ser y lo llevó al más
grande anonadamiento y abandono en el Señor. Gracias a esa respuesta de amor,
de su gran "Si" al Señor, había dado vida a una gran obra, que hoy
vemos y conocemos como la Comunidad Franciscana, de la cual Santa Clara se
inspiraría y formaría parte crucial, siendo cofundadora con San Francisco en la
Orden de las Clarisas.
Cuando
se trasladan las primeras Clarisas a San Damián, San Francisco pone al frente
de la comunidad, como guía de Las Damas Pobres a Santa Clara. Al principio le
costó aceptarlo pues por su gran humildad deseaba ser la última y ser la
servidora, esclava de las esclavas del Señor. Pero acepta y con verdadero temor
asume la carga que se le impone, entiende que es el medio de renunciar a su
libertad y ser verdaderamente esclava. Así se convierte en la madre amorosa de
sus hijas espirituales, siendo fiel custodia y prodigiosa sanadora de las
enfermas.
Desde
que fue nombrada Madre de la Orden, ella quiso ser ejemplo vivo de la visión
que trasmitía, pidiendo siempre a sus hijas que todo lo que el Señor había
revelado para la Orden se viviera en plenitud.
Siempre
atenta a las necesidades de cada una de sus hijas y revelando su ternura y su
atención de Madre, son recuerdos que aún después de tanto tiempo prevalecen y
son el tesoro más rico de las que hoy son sus hijas, Las Clarisas Pobres.
Sta. Clara acostumbraba a
tomar los trabajos más difíciles, y servir hasta en lo mínimo a cada una.
Pendiente de los detalles más pequeños y siendo testimonio de ese corazón de
madre y de esa verdadera respuesta al llamado y responsabilidad que el Señor
había puesto en sus manos.
Por
el testimonio de las mismas hermanas que convivieron con ella se sabe que
muchas veces, cuando hacía mucho frío, se levantaba a abrigar a sus hijas y a
las que eran más delicadas les cedía su manta. A pesar de ello, Clara lloraba
por sentir que no mortificaba suficiente su cuerpo.
Cuando
hacía falta pan para sus hijas, ayunaba sonriente y si el sayal de alguna de
las hermanas lucía más viejo ella lo cambiaba dándole el de ella. Su vida
entera fue una completa dádiva de amor al servicio y a la mortificación. Su
gran amor al Señor es un ejemplo que debe calar nuestros corazones, su gran
firmeza y decisión por cumplir verdaderamente la voluntad de Dios para ella.
Tenía
gran entusiasmo al ejercer toda clase de sacrificios y penitencias. Su gozo al
sufrir por Cristo era algo muy evidente y es, precisamente esto, lo que la
llevó a ser Santa Clara. Este fue el mayor ejemplo que dio a sus hijas.
La
humildad brilló grandemente en Santa Clara y una de las mas grandes pruebas de
su humildad fue su forma de vida en el convento, siempre sirviendo con sus
enseñanzas, sus cuidados, su protección y su corrección. La responsabilidad que
el Señor había puesto en sus manos no la utilizó para imponer o para
simplemente mandar en el nombre del Señor. Lo que ella mandaba a sus hijas lo
cumplía primero ella misma con toda perfección. Se exigía mas de lo que pedía a
sus hermanas.
Hacía
los trabajos mas costosos y daba amor y protección a cada una de sus hijas.
Buscaba como lavarle los pies a las que llegaban cansadas de mendigar el
sustento diario. Lavaba a las enfermas y no había trabajo que ella despreciara
pues todo lo hacía con sumo amor y con suprema humildad.
"En
una ocasión, después de haberle lavado los pies a una de las hermanas, quiso
besarlos. La hermana, resistiendo aquel acto de su fundadora, retiró el pie y
accidentalmente golpeó el rostro a Clara. Pese al moretón y la sangre que había
salido de su nariz, volvió a tomar con ternura el pie de la hermana y lo
besó."
Con
su gran pobreza manifestaba su anhelo de no poseer nada mas que al Señor. Y
esto lo exigía a todas sus hijas. Para ella la Santa Pobreza era la reina de la
casa. Rechazó toda posesión y renta, y su mayor anhelo era alcanzar de los
Papas el privilegio de la pobreza, que por fin fue otorgado por el Papa
Inocencio III.
Para
Santa Clara la pobreza era el camino en donde uno podía alcanzar mas
perfectamente esa unión con Cristo. Este amor por la pobreza nacía de la visión
de Cristo pobre, de Cristo Redentor y Rey del mundo, nacido en el pesebre.
Aquel que es el Rey y, sin embargo, no tuvo nada ni exigió nada terrenal para
si y cuya única posesión era vivir la voluntad del Padre. La pobreza alcanzada
en el pesebre y llevada a su cúlmen en la Cruz. Cristo pobre cuyo único deseo
fue obedecer y amar.
La
vida de Sta. Clara fue una constante lucha por despegarse de todo aquello que
la apartaba del Amor y todo lo que le limitara su corazón de tener como único y
gran amor al Señor y el deseo por la salvación de las almas.
La
pobreza la conducía a un verdadero abandono en la Providencia de Dios. Ella, al
igual que San Francisco, veía en la pobreza ese deseo de imitación total a
Jesucristo. No como una gran exigencia opresiva sino como la manera y forma de
vida que el Señor les pedía y la manera de mejor proyectar al mundo la
verdadera imagen de Cristo y Su Evangelio.
Siguiendo
las enseñanzas y ejemplos de su maestro San Francisco, quiso Santa Clara que
sus conventos no tuvieran riquezas ni rentas de ninguna clase. Y, aunque muchas
veces le ofrecieran regalos de bienes para asegurar el futuro de sus
religiosas, no los quiso aceptar. Al Sumo Pontífice que le ofrecía unas rentas
para su convento le escribió: "Santo padre: le suplico que me absuelva y
me libere de todos mis pecados, pero no me absuelva ni me libre de la
obligación que tengo de ser pobre como lo fue Jesucristo". A quienes le
decían que había que pensar en el futuro, les respondía con aquellas palabras
de Jesús: "Mi Padre celestial que alimenta a las avecillas del campo, nos
sabrá alimentar también a nosotros".
Mortificación de su cuerpo
Si
hay algo que sobresale en la vida de Santa Clara es su gran mortificación.
Utilizaba debajo de su túnica, como prenda íntima, un áspero trozo de cuero de
cerdo o de caballo. Su lecho era una cama compuesta de sarmientos cubiertos con
paja, la que se vio obligada a cambiar por obediencia a Francisco, debido a su
enfermedad.
Los ayunos.
Siempre
vivió una vida austera y comía tan poco que sorprendía hasta a sus propias
hermanas. No se explicaban como podía sostener su cuerpo. Durante el tiempo de
cuaresma, pasaba días sin probar bocado y los demás días los pasaba a pan y
agua. Era exigente con ella misma y todo lo hacía llena de amor, regocijo y de
una entrega total al amor que la consumía interiormente y su gran anhelo de
vivir, servir y desear solamente a su amado Jesús.
Por
su gran severidad en los ayunos, sus hermanas, preocupadas por su salud,
informaron a San Francisco quien intervino con el Obispo ordenándole a comer,
cuando menos diariamente, un pedazo de pan que no fuese menos de una onza y
media.
La vida de Oración
Para
Santa Clara la oración era la alegría, la vida; la fuente y manantial de todas
las gracias, tanto para ella como para el mundo entero. La oración es el fin en
la vida Religiosa y su profesión.
Ella
acostumbraba pasar varias horas de la noche en oración para abrir su corazón al
Señor y recoger en su silencio las palabras de amor del Señor. Muchas veces, en
su tiempo de oración, se le podía encontrar cubierta de lágrimas al sentir el
gran gozo de la adoración y de la presencia del Señor en la Eucaristía, o
quizás movida por un gran dolor por los pecados, olvidos y por las ingratitudes
propias y de los hombres.
Se
postraba rostro en tierra ante el Señor y, al meditar la pasión las lágrimas
brotaban de lo mas íntimo de su corazón. Muchas veces el silencio y soledad de
su oración se vieron invadidos de grandes perturbaciones del demonio. Pero sus
hermanas dan testimonio de que, cuando Clara salía del oratorio, su semblante
irradiaba felicidad y sus palabras eran tan ardientes que movían y despertaban
en ellas ese ardiente celo y encendido amor por el Señor.
Hizo
fuertes sacrificios los cuarenta y dos años de su vida consagrada. Cuando le
preguntaban si no se excedía, ella contestaba: Estos excesos son necesarios
para la redención, "Sin el derramamiento de la Sangre de Jesús en la Cruz
no habría Salvación". Ella añadía: "Hay unos que no rezan ni se
sacrifican; hay muchos que sólo viven para la idolatría de los sentidos. Ha de
haber compensación. Alguien debe rezar y sacrificarse por los que no lo hacen.
Si no se estableciera ese equilibrio espiritual la tierra sería destrozada por
el maligno". Santa Clara aportó de una manera generosa a este equilibrio.
Milagros de Santa Clara
La Eucaristía ante los sarracenos
En
1241 los sarracenos atacaron la ciudad de Asís. Cuando se acercaban a atacar el
convento que está en la falda de la loma, en el exterior de las murallas de
Asís, las monjas se fueron a rezar muy asustadas y Santa Clara que era
extraordinariamente devota al Santísimo Sacramento, tomó en sus manos la
custodia con la hostia consagrada y se les enfrentó a los atacantes. Ellos
experimentaron en ese momento tan terrible oleada de terror que huyeron
despavoridos.
En
otra ocasión los enemigos atacaban a la ciudad de Asís y querían destruirla.
Santa Clara y sus monjas oraron con fe ante el Santísimo Sacramento y los
atacantes se retiraron sin saber por qué.
El milagro de la multiplicación de los panes
Cuando
solo tenían un pan para que comieran cincuenta hermanas, Santa Clara lo bendijo
y, rezando todas un Padre Nuestro, partió el pan y envió la mitad a los
hermanos menores y la otra mitad se la repartió a las hermanas. Aquel pan se
multiplicó, dando a basto para que todas comieran. Santa Clara dijo:
"Aquel que multiplica el pan en la Eucaristía, el gran misterio de fe,
¿acaso le faltará poder para abastecer de pan a sus esposas pobres?"
En
una de las visitas del Papa al Convento, dándose las doce del día, Santa Clara
invita a comer al Santo Padre pero el Papa no accedió. Entonces ella le pide
que por favor bendiga los panes para que queden de recuerdo, pero el Papa
respondió: "quiero que seas tu la que bendigas estos panes". Santa
Clara le dice que sería como un irespeto muy grande de su parte hacer eso
delante del Vicario de Cristo. El Papa, entonces, le ordena bajo el voto de
obediencia que haga la señal de la Cruz. Ella bendijo los panes haciéndole la
señal de la Cruz y al instante quedó la Cruz impresa sobre todos los panes.
Larga agonía
Santa
Clara estuvo enferma 27 años en el convento de San Damiano, soportando todos
los sufrimientos de su enfermedad con paciencia heroica. En su lecho bordaba,
hacía costuras y oraba sin cesar. El Sumo Pontífice la visitó dos veces y
exclamó "Ojalá yo tuviera tan poquita necesidad de ser perdonado como la
que tiene esta santa monjita".
Cardenales y obispos iban a visitarla y a pedirle sus consejos.
San
Francisco ya había muerto pero tres de los discípulos preferidos del santo,
Fray Junípero, Fray Angel y Fray León, le leyeron a Clara la Pasión de Jesús
mientras ella agonizaba. La santa repetía: "Desde que me dediqué a pensar
y meditar en la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo, ya los dolores y
sufrimientos no me desaniman, sino que me consuelan".
El
10 de agosto del año 1253 a los 60 años y 41 años de ser religiosa, y dos días
después de que su regla sea aprobada por el Papa, se fue al cielo a recibir su
premio. En sus manos, estaba la regla bendita, por la que ella dio su vida.
Cuando
el Señor ve que el mundo está tomando rumbos equivocados o completamente
opuestos al Evangelio, levanta mujeres y hombres para que contrarresten y
aplaquen los grandes males con grandes bienes.
Podemos
ver claramente en la Orden Franciscana, en su carisma, que cuando el mundo
estaba siendo arrastrado por la opulencia, por la riqueza, las injusticias
sociales etc., suscita en dos jóvenes de las mejores familias el amor valiente
para abrazar el espíritu de pobreza, como para demostrar de una manera radical
el verdadero camino a seguir que al mismo tiempo deja al descubierto la obra de
Satanás, aplastándole la cabeza. Ellos se convirtieron en signo de
contradicción para el mundo y a la vez, fuente donde el Señor derrama su gracia
para que otros reciban de ella.
El
Señor en su gran sabiduría y siendo el buen Pastor que siempre cuida de su
pueblo y de su salvación, nunca nos abandona y manda profetas que con sus
palabras y sus vidas nos recuerdan la verdad y nos muestran el camino de
regreso a El. Los santos nos revelan nuestros caminos torcidos y nos enseñan
como rectificarlos.
Tras los pasos de Santa Clara en Asís
En
la Basílica de Sta. Clara encontramos su cuerpo incorrupto y muchas de sus
reliquias.
En
el convento de San Damiano, se recorren los pasillos que ella recorrió. Se
entra al cuarto donde ella pasó muchos años de su vida acostada, se observa la
ventana por donde veía a sus hijas. También se conservan el oratorio, la
capilla, y la ventana por donde expulsó a los sarracenos con el poder de la
Eucaristía.
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