23 de Octubre – Martes –
29ª – Semana del T.O. –
B –
Lectura
de la carta del apóstol san Pablo a los Efesios (2,12-22):
Antes no teníais un
Mesías, erais extranjeros a la ciudadanía de Israel y ajenos a las
instituciones portadoras de la promesa. En el mundo no teníais ni esperanza ni
Dios. Ahora, en cambio, estáis en Cristo Jesús. Ahora, por la sangre de Cristo,
estáis cerca los que antes estabais lejos.
Él
es nuestra paz. Él ha hecho de los dos pueblos una sola cosa, derribando con su
carne el muro que los separaba: el odio. Él ha abolido la Ley con sus
mandamientos y reglas, haciendo las paces, para crear con los dos, en él, un
solo hombre nuevo. Reconcilió con Dios a los dos pueblos, uniéndolos en un solo
cuerpo mediante la cruz, dando muerte, en él, al odio. Vino y trajo la noticia
de la paz: paz a vosotros, los de lejos; paz también a los de cerca.
Así,
unos y otros, podemos acercarnos al Padre con un mismo Espíritu. Por lo tanto,
ya no sois extranjeros ni forasteros, sino que sois ciudadanos de los santos y
miembros de la familia de Dios. Estáis edificados sobre el cimiento de los
apóstoles y profetas, y el mismo Cristo. Jesús es la piedra angular. Por él
todo el edificio queda ensamblado, y se va levantando hasta formar un templo
consagrado al Señor. Por él también vosotros os vais integrando en la
construcción, para ser morada de Dios, por el Espíritu.
Palabra
de Dios
Salmo:
84,9ab-10.11-12.13-14
R/.
Dios anuncia la paz a su pueblo
Voy a escuchar lo que
dice el Señor:
«Dios anuncia la paz a
su pueblo y a sus amigos.»
La salvación está ya
cerca de sus fieles,
y la gloria habitará en
nuestra tierra. R/.
La misericordia y la
fidelidad se encuentran,
la justicia y la paz se
besan;
la fidelidad brota de la
tierra,
y la justicia mira desde
el cielo. R/.
El Señor nos dará la
lluvia,
y nuestra tierra dará su
fruto.
La justicia marchará
ante él,
la salvación seguirá sus
pasos. R/.
Lectura
del santo evangelio según san Lucas (12,35-38):
En aquel tiempo, dijo
Jesús a sus discípulos:
«Tened
ceñida la cintura y encendidas las lámparas. Vosotros estad como los que
aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame.
Dichosos los criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela; os
aseguro que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y los irá sirviendo. Y, si
llega entrada la noche o de madrugada y los encuentra así, dichosos ellos.»
Palabra
del Señor
1. Esta llamada a la
vigilancia quizá tenga su explicación en el hecho de que, como es sabido (1 Tes
4, 13-18 - 5, 1-11), en la Iglesia naciente se tuvo la convicción de que el fin
del mundo y la venida del Señor eran
inminentes.
Seguramente, las palabras originales de Jesús, referidas a la
fidelidad al Evangelio, se transformaron, al redactarlas, en esta recomendación
apremiante en vista de la próxima venida del Señor.
2. Es buena y recomendable,
por supuesto, la vigilancia, ya que, cuando menos lo pensemos se nos puede
venir encima el final de nuestros días. Pero
también es cierto
que ni es bueno vivir en esa constante tensión, ni sobre todo es recomendable
organizar la propia vida en función del premio que nos
pueden dar
después de la muerte. Semejante conducta
es mezquina.
Si somos buenas personas y queremos a los demás, eso nos debe
nacer del respeto y del cariño que merecen los otros, no de los premios que yo
pueda conseguir.
3. Conviene caer en la
cuenta de la insistencia del Evangelio, una vez más, en el tema del banquete de
boda, el "simposio" o la mesa compartida, que es el gozo y la alegría
de verse sentado en una mesa bien preparada y servida nada menos que por el
"señor".
Jesús insiste en lo que más felices nos hace a los humanos. Si esa fuera también nuestra insistencia...
San Juan de Capistrano
Año 1456
Gran apóstol: alcánzanos de
Dios entusiasmo y valor para defender siempre nuestra amada religión católica.
Orad y trabajad por la nación donde estáis viviendo, porque su bien
será vuestro bien (S. Biblia. Jeremías 29).
Misiones de California Es este uno de los predicadores más famosos que ha tenido la Iglesia
Católica.
Nació en un pueblecito
llamado Capistrano, en la región montañosa de Italia, en 1386. Fue un estudiante
sumamente consagrado a sus deberes y llegó a ser abogado y juez, y gobernador
de Perugia. Pero en una guerra contra otra ciudad cayó prisionero, y en la
cárcel se puso a meditar y se dio cuenta de que, en vez de dedicarse a
conseguir dinero, honores y dignidades en el mundo, era mejor dedicarse a
conseguir la santidad y la salvación en una comunidad de religiosos, y entró de
franciscano.
Como era muy vanidoso y le
gustaba mucho aparecer, dispuso vencer su orgullo recorriendo la ciudad
cabalgando en un pobre burro, pero montado al revés, mirando hacia atrás, y con
un sombrero de papel en el cual había escrito en grandes letras: "Soy un
miserable pecador". La gente le silbó y le lanzaron piedras y basura. Así
llegó hasta el convento de los franciscanos a pedir que lo recibieran de
religioso.
El Padre maestro de novicios
dispuso ponerle pruebas muy duras para ver si en verdad este hombre de 30 años
era capaz de ser religioso humilde y sacrificado. Lo humillaba sin compasión y
lo dedicaba a los oficios más cansones y humildes, pero Juan en vez de
disgustarse le conservó una profunda gratitud por toda su vida, pues le supo
formar un verdadero carácter, y lo preparó para enfrentarse valientemente a las
dificultades de la vida. Él recordaba muy bien aquellas palabras de Jesús:
"Si el grano de trigo no cae en tierra y no muere, se queda sin producir
fruto, pero si muere producirá mucho fruto"(Jn. 12,24).
A los 33 años fue ordenado de
sacerdote y luego, durante 40 años recorrió toda Europa predicando con enormes
éxitos espirituales. Tuvo por maestro de predicación y por guía espiritual al
gran San Bernardino de Siena, y formando grupos de seis y ocho religiosos se
distribuyeron primero por toda Italia, y después por los demás países de Europa
predicando la conversión y la penitencia.
Juan tenía que predicar en
los campos y en las plazas porque el gentío tan enorme no cabía en las
iglesias.
Su presencia de predicador
era impresionante. Flaco, pálido, penitente, con voz sonora y penetrante; un
semblante luminoso, y unos ojos brillantes que parecían traspasar el alma,
conmovía hasta a los más indiferentes. La gente lo llamaba "El padre
piadoso", "el santo predicador". Vibraba en la predicación de
las verdades eternas. La gente al verlo y oírlo recordaba la figura austera de
San Juan Bautista predicando conversión en las orillas del río Jordán. Y les
repetía las palabras del Bautista: "Raza de víboras: tienen que producir
frutos de conversión. Porque ya está el hacha de la justicia divina junto a la
vida de cada uno, y árbol que no produce frutos de obras buenas será cortado y
echado al fuego" (Lc. 3,7).
Muchos pedían a gritos la
confesión, prometiendo cambiar de vida y estallaban en llanto de
arrepentimiento. Las gentes traían sus objetos de superstición y los libros de
brujería y otros juegos y los quemaban en públicas hogueras en la mitad de las
plazas.
Muchos jóvenes al oírlo
predicar se proponían irse de religiosos. En Alemania consiguió 120 jóvenes
para las comunidades religiosas y en Polonia 130.
Sus sermones eran de dos y
tres horas, pero a los oyentes se les pasaba el tiempo sin darse cuenta. Atacaba
sin miedo a los vicios y malas costumbres, y muchísimos, después de escucharle,
dejaban sus malas amistades y las borracheras.
Después de predicar se iba a
visitar enfermos, y con sus oraciones y su bendición sacerdotal obtenía
innumerables curaciones.
Juan convertía pecadores no
sólo por su predicación tan elocuente y fuerte, sino por su gran espíritu de
penitencia. Dormía pocas horas cada noche. Vestía siempre trajes sumamente
pobres. Comía muy poco, y siempre alimentos burdos y nunca comidas finas ni especiales.
Una artritis muy dolorosa lo hacía cojear y dolores muy fuertes de estómago lo
hacían retorcerse, pero su rostro era siempre alegre y jovial. En su cuerpo era
débil, pero en su espíritu era un gigante.
Después de muerto reunieron
los apuntes de los estudios que hizo para preparar sus sermones y suman 17
gruesos volúmenes.
La Comunidad Franciscana lo
eligió por dos veces como Vicario Genera, y aprovechó este altísimo cargo para
tratar de reformar la vida religiosa de los franciscanos, llegando a conseguir
que en toda Europa esta Orden religiosa llegara a un gran fervor.
Muchos se le oponían a sus
ideas de reformar y de volver más fervorosos a los religiosos. Y lo que más lo
hacía sufrir era que la oposición venía de sus mismos colegas en el apostolado.
Se cumplía en él lo que dice el Salmo: "Aquél que comía conmigo el pan en
la misma mesa se ha declarado en contra de mí". Pero esas incomprensiones
le sirvieron para no dedicarse a buscar las alabanzas de las gentes, sino las
felicitaciones de Dios. Él repetía la frase de San Pablo: "Si lo que busco
es agradar a la gente, ya no seré siervo de Cristo".
Juan tenía unas dotes nada
comunes para la diplomacia. Era sabio, era prudente, y medía muy bien sus
juicios y sus palabras. Había sido juez y gobernador y sabía tratar muy bien a
las personas. Por eso cuatro Pontífices (Martín V, Eugenio IV, Nicolás V y
Calixto III) lo emplearon como embajador en muchas y muy delicadas misiones
diplomáticas y con muy buenos resultados. Tres veces le ofrecieron los Sumos Pontífices
nombrarlo obispo de importantes ciudades, pero prefirió seguir siendo humilde
predicador, pobre y sin títulos honoríficos.
40 años llevaba Juan
predicando de ciudad en ciudad y de nación en nación, con enormes frutos
espirituales, cuando a la edad de 70 años lo llamó Dios a que le colaborara en
la liberación de sus católicos en Hungría. Y fue de la siguiente manera.
En 1453 los turcos musulmanes
se habían apoderado de Constantinopla, y se propusieron invadir a Europa para
acabar con el cristianismo. Y se dirigieron a Hungría.
Las noticias que llegaban de
Serbia, nación invadida por los turcos, eran impresionantes. Crueldades
salvajes contra los que no quisieran renegar de la fe en Cristo, y destrucción
de todo lo que fuera cristiano católico.
Entonces Juan se fue a
Hungría y recorrió toda la nación predicando al pueblo, incitándolo a salir
entusiasta en defensa de su santa religión. Las multitudes respondieron a su
llamado, y pronto se formó un buen ejército de creyentes.
Los musulmanes llegaron cerca
de Belgrado con 200 cañones, una gran flota de barcos de guerra por el río
Danubio, y 50,000 terribles jenízaros de a caballo, armados hasta los dientes.
Los jefes católicos pensaron en retirarse porque eran muy inferiores en número.
Pero fue aquí cuando intervino Juan de Capistrano.
El gran misionero salvó a la
ciudad de Bucarest de tres modos. El primero, convenciendo al jefe católico
Hunyades a que atacara la flota turca que era mucho más numerosa. Atacaron y
salieron vencedores los católicos. El segundo, fue cuando ya los católicos
estaban dispuestos a abandonar la fortaleza de la ciudad y salir huyendo.
Entonces Juan se dedicó a animarlos, llevando en sus manos una bandera con una
cruz y gritando sin cesar: Jesús, Jesús, Jesús. Los combatientes cristianos se
llenaron de valor y resistieron heroicamente. Y el tercer modo, fue cuando ya
Hunyades y sus generales estaban dispuestos a abandonar la ciudad, juzgando la
situación insostenible, ante la tremenda desproporción entre las fuerzas
católicas y las enemigas, Juan recorrió todos los batallones gritando
entusiasmado: "Creyentes valientes, todos a defender nuestra santa
religión". Entonces los católicos dieron el asalto final y derrotaron
totalmente a los enemigos que tuvieron que abandonar aquella región.
Jamás empleó armas
materiales. Sus armas eran la oración, la penitencia y la fuerza irresistible
de su predicación.
Las gentes decían que
aquellos cuarteles de guerreros más parecían casas de religiosos que
campamentos militares, porque allí se rezaba y se vivía una vida llena de
virtudes. Todos los capellanes celebraban cada día la santa misa y predicaban.
Muchísimos soldados se confesaban y comulgaban. Y los militares repetían en sus
batallones: "Tenemos un capellán santo. Hay que portarse de manera digna
de este gran sacerdote que nos dirige. Si nos portamos mal no vamos a conseguir
victorias sino derrotas". Y los oficiales afirmaban: "Este padrecito
tiene más autoridad sobre nuestros soldados, que el mismo jefe de la
nación".
Mientras los católicos
luchaban con las armas en Hungría, el Sumo Pontífice hacía rezar en todo el
mundo el Angelus (o tres Avemarías diarias) por los guerreros católicos y la Stma.
Virgen consiguió de su Hijo una gran victoria. Con razón en Budapest le
levantaron una gran estatua a San Juan de Capistrano, porque salvó la ciudad de
caer en manos de los más crueles enemigos de nuestra santa religión.
Y sucedió que la cantidad de
muertos en aquella descomunal batalla fue tan grande, que los cadáveres
dispersados por los campos llenaron el aire de putrefacción y se desató una
furiosa epidemia de tifo. San Juan de Capistrano había ofrecido a Dios su vida
con tal de conseguir la victoria contra los enemigos del catolicismo, y Dios le
aceptó su oferta. El santo se contagió de tifo, y como estaba tan débil a causa
de tantos trabajos y de tantas penitencias, murió el 23 de octubre de 1456.
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