4 DE OCTUBRE – JUEVES –
26ª – SEMANA DEL T.O. –
B – 04
Lectura
del libro de Job (19,21-27):
Job dijo:
«¡Piedad, piedad de mí, amigos míos, que me ha
herido la mano de Dios! ¿Por qué me perseguís como Dios y no os hartáis de
escarnecerme?
¡Ojalá
se escribieran mis palabras, ojalá se grabaran en cobre; con cincel de hierro y
en plomo se escribieran para siempre en la roca!
Yo
sé que está vivo mi Vengador y que al final se alzará sobre el polvo: después
que me arranquen la piel, ya sin carne, veré a Dios; yo mismo lo veré y no
otro, mis propios ojos lo verán. ¡Desfallezco de ansias en mi pecho!»
Palabra
de Dios
Salmo:
27,7-9,13-14
R/.
Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida
Escúchame, Señor, que te
llamo,
ten piedad, respóndeme.
Oigo en mi corazón:
«Buscad mi rostro.» R/.
Tu rostro buscaré, Señor,
ne me escondas tu
rostro.
No rechaces con ira a tu
siervo,
que tú eres mi auxilio;
no me deseches. R/.
Espero gozar de la dicha
del Señor
en el país de la vida.
Espera en el Señor, sé
valiente,
ten ánimo, espera en el
Señor. R/.
Lectura
del santo evangelio según san Lucas (10, 1-12):
En aquel tiempo, designó
el Señor otros setenta y dos y los mandó por delante, de dos en dos, a todos
los pueblos y lugares adonde pensaba ir él.
Y
les decía:
«La
mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que
mande obreros a su mies. ¡Poneos en camino!
Mirad
que os mando como corderos en medio de lobos. No llevéis talega, ni alforja, ni
sandalias; y no os detengáis a saludar a nadie por el camino.
Cuando
entréis en una casa, decid primero: "Paz a esta casa." Y si allí hay
gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz; si no, volverá a vosotros.
Quedaos en la misma casa, comed y bebed de lo que tengan, porque el obrero
merece su salario.
No
andéis cambiando de casa. Si entráis en un pueblo y os reciben bien, comed lo
que os pongan, curad a los enfermos que haya, y decid: "Está cerca de
vosotros el reino de Dios."
Cuando
entréis en un pueblo y no os reciban, salid a la plaza y decid: "Hasta el
polvo de vuestro pueblo, que se nos ha pegado a los pies, nos lo sacudimos
sobre vosotros. De todos modos, sabed que está cerca el reino de Dios." Os
digo que aquel día será más llevadero para Sodoma que para ese pueblo.»
Palabra
del Señor
1. Jesús, estando en
Galilea, ya había elegido y enviado a los Doce en misión para anunciar el Reino
(Lc 9, 1-6). Ahora, una vez emprendido el camino a
Jerusalén, Lucas
menciona un segundo envío (esta vez más numeroso) de discípulos que han de ir
de pueblo en pueblo anunciando el mensaje del Reino.
El número de setenta y dos corresponde -ya fueran setenta o
setenta y dos- al número de las naciones fijado por el pensamiento judío (F.
Bovon). Pero lo
importante de
este relato está en que, de acuerdo con
lo que aquí se dice, es evidente que Jesús consideró que con los apóstoles nada más no había
bastante. Ni los Doce eran suficientes
para extender el mensaje del Reino a todas las naciones de la tierra. La visión
de Jesús era más amplia que la visión de la Iglesia, que, con el paso de los
siglos, ha ido concentrando más y más la autoridad y el poder misional, hasta
centrarlo en un solo hombre, el obispo de Roma, el Papa.
2. Por estos materiales,
que aparecen en los sinópticos, está claro que el cristianismo nació, sociológicamente,
como un movimiento de "carismáticos
itinerantes".
Lo que es tanto como decir que nació como
un movimiento de "automarginados" (G. Theissen).
De hecho, Jesús fue un carismático. Teniendo en cuenta que el
carisma se entiende como el don de ejercer autoridad, sin basarse en
instituciones y funciones previas.
Jesús, al igual que los discípulos que escogió, no tuvieron ni
estudios, ni títulos, ni formación previa, ni pertenecieron a ninguna
institución que les diera autoridad o credibilidad ante la sociedad en que
vivieron.
3. ¿Cómo se explica que aquel movimiento de personas incultas y
sin titulación alguna llegaran a ejercer una influencia tan fuerte?
Jesús y sus seguidores adoptaron conscientemente una forma de
"conducta desviada". Y lo hicieron dentro de la integridad y la
coherencia que exigía el mensaje que anunciaban.
Eso precisamente fue una fuerza de cambio de valores. La comunidad
de personas resultó ser el sustitutivo del templo. El templo (naos) de los
cristianos, en el N. T., es la comunidad de personas (1 Cor 3, 16. 17; 6, 19; 2
Cor 6, 16; Ef 2, 21).
La comunidad es la casa de Dios (1 Tim 3, 15).
Con ello la religión cambió radicalmente: las relaciones humanas,
en las que el centro era el amor mutuo, sustituyeron a los rituales sagrados,
en los que el centro era la observancia.
El centro del cristianismo no es la religión, es la Bondad.
San Francisco de Asís
1182 – 1226
Memoria de san Francisco, el cual,
después de una juventud des preocupada, se convirtió a la vida evangélica en
Asís, localidad de la Umbría, encontrando a Cristo sobre todo en los pobres y
necesitados, haciéndose pobre él mismo e instituyendo a los Hermanos Menores.
Viajando predicó el amor de Dios a todos y llegó incluso a Tierra Santa,
mostrando con sus palabras y actitudes su deseo de seguir a Cristo, escogiendo
morir recostado sobre la nuda tierra.
Vida de San Francisco de Asís
Francisco nació en Asís,
ciudad de Umbría, en el año 1182. Su padre, Pedro
Bernardone, era comerciante. El nombre de su madre era Pica y algunos autores
afirman que pertenecía a una noble familia de la Provenza. Tanto el padre como
la madre de Francisco eran personas acomodadas. Pedro Bernardone comerciaba
especialmente en Francia. Como se hallase en dicho país cuando nació su hijo,
las gentes le apodaron "Francesco" (el francés), por más que en el
bautismo recibió el nombre de Juan. En su juventud, Francisco era muy dado a
las románticas tradiciones caballerescas que propagaban los trovadores.
Disponía de dinero en abundancia y lo gastaba pródigamente, con ostentación. Ni
los negocios de su padre, ni los estudios le interesaban mucho, sino el
divertirse en cosas vanas que comúnmente se les llama "gozar de la
vida". Sin embargo, no era de costumbres licenciosas y acostumbraba a ser
muy generoso con los pobres que le pedían por amor de Dios.
Hallazgo de un tesoro
Cuando Francisco tenía unos
veinte años, estalló la discordia entre las ciudades de Perugia y Asís y en la
guerra, el joven cayó prisionero de los peruginos. La prisión duró un año, y
Francisco la soportó alegremente. Sin embargo, cuando recobró la libertad, cayó
gravemente enfermo. La enfermedad, en la que el joven probó una vez más su
paciencia, fortaleció y maduró su espíritu. Cuando se sintió con fuerzas
suficientes, determinó ir a combatir en el ejército de Galterío y Briena en el
sur de Italia. Con ese fin, se compró una costosa armadura y un hermoso manto.
Pero un día en que paseaba ataviado con su nuevo atuendo, se topó con un
caballero mal vestido que había caído en la pobreza; movido a compasión ante
aquel infortunio, Francisco cambió sus ricos vestidos por los del caballero
pobre. Esa noche vio en sueños un espléndido palacio con salas colmadas de
armas, sobre las cuales se hallaba grabado el signo de la cruz y le pareció oír
una voz que le decía que esas armas le pertenecían a él y a sus soldados.
Francisco partió a Apulia con
el alma ligera y la seguridad de triunfar, pero nunca llegó al frente de
batalla. En Espoleto, ciudad del camino de Asís a Roma, cayó nuevamente enfermo
y, durante la enfermedad, oyó una voz celestial que le exhortaba a "servir
al amo y no al siervo". El joven obedeció. Al principio volvió a su
antigua vida, aunque tomándola menos a la ligera. Las gentes, al verle
ensimismado, le decían que estaba enamorado. "Sí", replicaba
Francisco, "voy a casarme con una joven más bella y más noble que todas
las que conocéis". Poco a poco, con la mucha oración, fue concibiendo el
deseo de vender todos sus bienes y comprar la perla preciosa de la que habla el
Evangelio.
Aunque ignoraba lo que tenía
que hacer para ello, una serie de claras inspiraciones sobrenaturales le hizo
comprender que la batalla espiritual empieza por la mortificación y la victoria
sobre los instintos. Paseándose en cierta ocasión a caballo por la llanura de
Asís, encontró a un leproso. Las llagas del mendigo aterrorizaron a Francisco;
pero, en vez de huir, se acercó al leproso, que le tendía la mano para recibir
una limosna. Francisco comprendió que había llegado el momento de dar el paso
al amor radical de Dios. A pesar de su repulsa natural a los leprosos, venció
su voluntad, se le acercó y le dio un beso. Aquello cambió su vida. Fue un
gesto movido por el Espíritu Santo, pidiéndole a Francisco una calidad de
entrega, un "sí" que distingue a los santos de los mediocres. A
partir de entonces, comenzó a visitar y servir a los enfermos en los
hospitales. Algunas veces regalaba a los pobres sus vestidos, otras, el dinero
que llevaba. En cierta ocasión, mientras oraba en la iglesia de San Damián en
las afueras de Asís, el crucifijo, (hoy llamado Crucifijo de San Damián) le repitió
tres veces: "Francisco, repara mi casa, pues ya ves que está en
ruinas". El santo, viendo que la iglesia se hallaba en muy mal estado,
creyó que el Señor quería que la reparase; así pues, partió inmediatamente,
tomó una buena cantidad de vestidos de la tienda de su padre y los vendió junto
con su caballo. En seguida llevó el dinero al pobre sacerdote que se encargaba
de la iglesia de San Damián, y le pidió permiso de quedarse a vivir con él. El
buen sacerdote consintió en que Francisco se quedase con él, pero se negó a
aceptar el dinero. El joven lo depositó en el alféizar de la ventana. Pedro
Bernardone, al enterarse de lo que había hecho su hijo, se dirigió indignado a
San Damián. Pero Francisco había tenido buen cuidado de ocultarse. Al cabo de
algunos días pasados en oración y ayuno, Francisco volvió a entrar en la
población, pero estaba tan desfigurado y mal vestido, que las gentes se
burlaban de él, tomándolo por loco. Pedro Bernardone, muy desconcertado por la
conducta de su hijo, le condujo a su casa, le golpeó furiosamente (Francisco
tenía entonces veinticinco años), le puso grillos en los pies y le encerró en
una habitación. La madre de Francisco se encargó de ponerle en libertad cuando
su marido se hallaba ausente y el joven retornó a San Damián. Su padre fue de
nuevo a buscarle ahí, le golpeó en la cabeza y le conminó a volver
inmediatamente a su casa o a renunciar a su herencia y pagarle el precio de los
vestidos que le había tomado.
Su padre le obligó a
comparecer ante el obispo Guido de Asís, quien exhortó al joven a devolver el
dinero y a tener confianza en Dios: "Dios no desea que su Iglesia goce de
bienes injustamente adquiridos." Francisco obedeció a la letra la orden
del obispo y añadió: "Los vestidos que llevo puestos pertenecen también a
mi padre, de suerte que tengo que devolvérselos." Acto seguido se desnudó
y entregó sus vestidos a su padre, diciéndole alegremente: "Hasta ahora tú
has sido mi padre en la tierra. Pero en adelante podré decir: Padre nuestro,
que estás en los cielos."' Pedro Bernardone abandonó el palacio episcopal
"temblando de indignación y profundamente lastimado." El obispo
regaló a Francisco un viejo vestido de labrador, que pertenecía a uno de sus
siervos. Francisco recibió la primera limosna de su vida con gran agradecimiento,
trazó la señal de la cruz sobre el vestido con un trozo de tiza y se lo puso.
En seguida, partió en busca de un sitio conveniente para establecerse. Iba
cantando alegremente las alabanzas divinas por el camino real, cuando se topó
con unos bandoleros que le preguntaron quién era. El respondió: "Soy el
heraldo del Gran Rey." Los bandoleros le golpearon y le arrojaron en un
foso cubierto de nieve. Francisco prosiguió su camino cantando las divinas
alabanzas. En un monasterio obtuvo limosna y trabajo como si fuese un mendigo.
Cuando llegó a Gubbio, una persona que le conocía, le llevó a su casa y le
regaló una túnica, un cinturón y unas sandalias de peregrino. El atuendo era
muy pobre pero decente. Francisco lo usó dos años, al cabo de los cuales volvió
a San Damián.
Para reparar la iglesia, fue
a pedir limosna en Asís, donde todos le habían conocido rico y, naturalmente,
hubo de soportar las burlas y el desprecio de más de un mal intencionado. El
mismo se encargó de transportar las piedras que hacían falta para reparar la
iglesia y ayudó en el trabajo a los albañiles. Una vez terminadas las
reparaciones en la iglesia de San Damián, Francisco emprendió un trabajo
semejante en la antigua iglesia de San Pedro. Después, se trasladó a una
capillita llamada Porciúncula, que pertenecía a la abadía benedictina de Monte
Subasio. Probablemente el nombre de la capillita aludía al hecho de que estaba
construida en una reducida parcela de tierra.
La Porciúncula se hallaba en
una llanura, a unos cuatro kilómetros de Asís y, en aquella época, estaba
abandonada y casi en ruinas. La tranquilidad del sitio agradó a Francisco tanto
como el título de Nuestra Señora de los Ángeles, en cuyo honor había sido
erigida la capilla. Francisco la reparó y fijó en ella su residencia. Ahí le
mostró finalmente el cielo lo que esperaba de él, el día de la fiesta de San
Matías del año 1209.
En aquella época, el
evangelio de la misa de la fiesta decía: "Id a predicar, diciendo: El
Reino de Dios ha llegado.. . Dad gratuitamente lo que habéis recibido gratuitamente
. . . No poseáis oro ... ni dos túnicas, ni sandalias, ni báculo ... He aquí
que os envío como corderos en medio de los lobos. . ." (Mat.10 , 7-19).
Estas palabras penetraron hasta lo más profundo en el corazón de Francisco y
éste, aplicándolas literalmente, regaló sus sandalias, su báculo y su cinturón
y se quedó solamente con la pobre túnica ceñida con un cordón. Tal fue el
hábito que dio a sus hermanos un año más tarde: la túnica de lana burda de los
pastores y campesinos de la región. Vestido en esa forma, empezó a exhortar a
la penitencia con tal energía, que sus palabras hendían los corazones de sus
oyentes. Cuando se topaba con alguien en el camino, le saludaba con estas
palabras: "La paz del Señor sea contigo." Francisco tuvo pronto
numerosos seguidores y algunos querían hacerse discípulos suyos. El primer
discípulo fue Bernardo de Quintavalle, un rico comerciante de Asís. Al
principio Bernardo veía con curiosidad la evolución de Francisco y con
frecuencia le invitaba a su casa, donde le tenía siempre preparado un lecho
próximo al suyo. Bernardo se fingía dormido para observar cómo el siervo de
Dios se levantaba calladamente y pasaba largo tiempo en oración, repitiendo
estas palabras: "Deus meus et omnia" (Mi Dios y mi todo). Al fin,
comprendió que Francisco era "verdaderamente un hombre de Dios" y en
seguida le suplicó que le admitiese corno discípulo. Desde entonces, juntos
asistían a misa y estudiaban la Sagrada Escritura para conocer la voluntad de
Dios. Como las indicaciones de la Biblia concordaban con sus propósitos,
Bernardo vendió cuanto tenía y repartió el producto entre los pobres.
Pedro de Cattaneo, canónigo
de la catedral de Asís, pidió también a Francisco que le admitiese como
discípulo y el santo les "concedió el hábito" a los dos juntos, el 16
de abril de 1209. El tercer compañero de San Francisco fue el hermano Gil,
famoso por su gran sencillez y sabiduría espiritual.
En 1210, cuando el grupo
contaba ya con doce miembros, Francisco redactó una regla breve e informal que
consistía principalmente en los consejos evangélicos para alcanzar la
perfección. Con ella se fueron a Roma a presentarla para aprobación del Sumo
Pontífice. Viajaron a pie, cantando y rezando, llenos de felicidad, y viviendo
de las limosnas que la gente les daba.
En Roma no querían aprobar
esta comunidad porque les parecía demasiado rígida en cuanto a pobreza, pero al
fin un cardenal dijo: "No les podemos prohibir que vivan como lo mandó
Cristo en el evangelio". Recibieron la aprobación, y se volvieron a Asís a
vivir en pobreza, en oración, en santa alegría y gran fraternidad, junto a la
iglesia de la Porciúncula.
Inocencio III se mostró
adverso al principio. Por otra parte, muchos cardenales opinaban que las
órdenes religiosas ya existentes necesitaban de reforma, no de multiplicación y
que la nueva manera de concebir la pobreza era impracticable.
El cardenal Juan Colonna
alegó en favor de Francisco que su regla expresaba los mismos consejos con que
el Evangelio exhortaba a la perfección. Más tarde, el Papa relató a su sobrino,
quien a su vez lo comunicó a San Buenaventura, que había visto en sueños una
palmera que crecía rápidamente y después, había visto a Francisco sosteniendo
con su cuerpo la basílica de Letrán que estaba a punto de derrumbarse. Cinco
años después, el mismo Pontífice tendría un sueño semejante a propósito de
Santo Domingo. Inocencio III mandó, pues, llamar a Francisco y aprobó
verbalmente su regla; en seguida le impuso la tonsura, así corno a sus
compañeros y les dio por misión predicar la penitencia. San Francisco y sus
compañeros se trasladaron provisionalmente a una cabaña de Rivo Torto, en las
afueras de Asís, de donde salían a predicar por toda la región. Poco después,
tuvieron dificultades con un campesino que reclamaba la cabaña para emplearla
como establo de su asno. Francisco respondió: "Dios no nos ha llamado a
preparar establos para los asnos", y acto seguido abandonó el lugar y
partió a ver al abad de Monte Subasio. En 1212, el abad regaló a Francisco la
capilla de la Porciúncula, a condición de que la conservase siempre como la
iglesia principal de la nueva orden. El santo se negó a aceptar la propiedad de
la capillita y sólo la admitió prestada. En prueba de que la Porciúncula
continuaba como propiedad de los benedictinos, Francisco les enviaba cada año,
a manera de recompensa por el préstamo, una cesta de pescados cogidos en el
riachuelo vecino. Por su parte, los benedictinos correspondían enviándole un
tonel de aceite. Tal costumbre existe todavía entre los franciscanos de Santa
María de los Ángeles y los benedictinos de San Pedro de Asís.
Alrededor de la Porciúncula,
los frailes construyeron varias cabañas primitivas, porque San Francisco no
permitía que la orden en general y los conventos en particular, poseyesen
bienes temporales. Había hecho de la pobreza el fundamento de su orden y su
amor a la pobreza se manifestaba en su manera de vestirse, en los utensilios
que empleaba y en cada uno de sus actos. Acostumbraba llamar a su cuerpo
"el hermano asno", porque lo consideraba como hecho para transportar
carga, para recibir golpes y para comer poco y mal. Cuando veía ocioso a algún
fraile, le llamaba "hermano mosca" porque en vez de cooperar con los
demás echaba a perder el trabajo de los otros y les resultaba molesto. Poco antes
de morir, considerando que el hombre está obligado a tratar con caridad a su
cuerpo, Francisco pidió perdón al suyo por haberlo tratado tal vez con
demasiado rigor. El santo se había opuesto siempre a las austeridades
indiscretas y exageradas. En cierta ocasión, viendo que un fraile había perdido
el sueño a causa del excesivo ayuno, Francisco le llevó alimento y comió con él
para que se sintiese menos mortificado.
Santa Clara.
Clara había partido de Asís
para seguir a Francisco, en la primavera de 1212, después de oírle predicar. El
santo consiguió establecer a Clara y sus compañeras en San Damián, y la
comunidad de religiosas llegó pronto a ser, para los franciscanos, lo que las
monjas de Prouille habían de ser para los dominicos: una muralla de fuerza
femenina, un vergel escondido de oración que hacía fecundo el trabajo de los
frailes.
Se cuenta que en 1216,
Francisco solicitó del Papa Honorio III la indulgencia de la Porciúncula o
"perdón de Asís". El año siguiente, conoció en Roma a Santo Domingo,
quien había predicado la fe y la penitencia en el sur de Francia en la época en
que Francisco era "un gentilhombre de Asís". San Francisco tenía
también la intención de ir a predicar en Francia. Pero, como el cardenal
Ugolino (quien fue más tarde Papa con el nombre de Gregorio IX) le disuadiese
de ello, envió en su lugar a los hermanos Pacífico y Agnelo. Este último había
de introducir más tarde la orden de los frailes menores en Inglaterra. El sabio
y bondadoso cardenal Ugolino ejerció una gran influencia en el desarrollo de la
orden. Los compañeros de San Francisco eran ya tan numerosos, que se imponía
forzosamente cierta forma de organización sistemática y de disciplina común.
Así pues, se procedió a dividir a la orden en provincias, al frente de cada una
de las cuales se puso a un ministro, "encargado del bien espiritual de los
hermanos; si alguno de ellos llegaba a perderse por el mal ejemplo del
ministro, éste tendría que responder de él ante Jesucristo." Los frailes
habían cruzado ya los Alpes y tenían misiones en España, Alemania y Hungría.
El primer capítulo general se
reunió, en la Porciúncula, en Pentecostés del año de 1217. En 1219, tuvo lugar
el capítulo "de las esteras", así llamado por las cabañas que
debieron construirse precipitadamente con esteras para albergar a los delegados.
Se cuenta que se reunieron entonces cinco mil frailes. Nada tiene de extraño
que en una comunidad tan numerosa, el espíritu del fundador se hubiese diluido
un tanto. Los delegados encontraban que San Francisco se entregaba
excesivamente a la aventura y exigían un espíritu más práctico. Es que así les
parecía lo que en realidad era una gran confianza en Dios. El santo se indignó
profundamente y replicó: "Hermanos míos, el Señor me llamó por el camino
de la sencillez y la humildad y por ese camino persiste en conducirme, no sólo
a mí sino a todos los que estén dispuestos a seguirme ... El Señor me dijo que
deberíamos ser pobres y locos en este mundo y que ése y no otro sería el camino
por el que nos llevaría. Quiera Dios confundir vuestra sabiduría y vuestra ciencia
y haceros volver a vuestra primitiva vocación, aunque sea contra vuestra
voluntad y aunque la encontréis tan defectuosa."
Francisco les insistía en que
amaran muchísimo a Jesucristo y a la Santa Iglesia Católica, y que vivieran con
el mayor desprendimiento posible hacia los bienes materiales, y no se cansaba
de recomendarles que cumplieran lo mas exactamente posible todo lo que manda el
Santo Evangelio. Recorría campos y pueblos invitando a la gente a amar más a
Jesucristo, y repetía siempre: 'El Amor no es amado". Las gentes le
escuchaban con especial cariño y se admiraban de lo mucho que sus palabras
influían en los corazones para entusiasmarlos por Cristo y su Verdad.
A quienes le propusieron que
pidiese al Papa permiso para que los frailes pudiesen predicar en todas partes
sin autorización del obispo, Francisco repuso: "Cuando los obispos vean
que vivís santamente y que no tenéis intenciones de atentar contra su
autoridad, serán los primeros en rogaros que trabajéis por el bien de las almas
que les han sido confiadas. Considerad como el mayor de los privilegios el no
gozar de privilegio alguno. . ." Al terminar el capítulo, San Francisco
envió a algunos frailes a la primera misión entre los infieles de Túnez y
Marruecos y se reservó para sí la misión entre los sarracenos de Egipto y
Siria. En 1215, durante el Concilio de Letrán, el Papa Inocencio III había
predicado una nueva cruzada, pero tal cruzada se había reducido simplemente a
reforzar el Reino Latino de oriente. Francisco quería blandir la espada de
Dios.
San Francisco, se fue a
Tierra Santa a visitar en devota peregrinación los Santos Lugares donde Jesús
nació, vivió y murió: Belén, Nazaret, Jerusalén, etc. En recuerdo de esta
piadosa visita suya, los franciscanos están encargados desde hace siglos de
custodiar los Santos Lugares de Tierra Santa. En junio de 1219, se embarcó en
Ancona con doce frailes. La nave los condujo a Damieta, en la desembocadura del
Nilo. Los cruzados habían puesto sitio a la ciudad, y Francisco sufrió mucho al
ver el egoísmo y las costumbres disolutas de los soldados de la cruz. Consumido
por el celo de la salvación de los sarracenos, decidió pasar al campo del
enemigo, por más que los cruzados le dijeron que la cabeza de los cristianos
estaba puesta a precio. Habiendo conseguido la autorización del legado
pontificio, Francisco y el hermano Iluminado se aproximaron al campo enemigo,
gritando: "¡Sultán, sultán!" Cuando los condujeron a la presencia de
Malek-al-Kamil, Francisco declaró osadamente: "No son los hombres quienes
me han enviado, sino Dios todopoderoso. Vengo a mostrarles, a ti y a tu pueblo,
el camino de la salvación; vengo a anunciarles las verdades del
Evangelio." El sultán quedó impresionado y rogó a Francisco que
permaneciese con él. El santo replicó: "Si tú y tu pueblo estáis
dispuestos a oír la palabra de Dios, con gusto me quedaré con vosotros. Y si
todavía vaciláis entre Cristo y Mahoma, manda encender una hoguera; yo entraré
en ella con vuestros sacerdotes y así veréis cuál es la verdadera fe." El
sultán contestó que probablemente ninguno de los sacerdotes querría meterse en
la hoguera y que no podía someterlos a esa prueba para no soliviantar al
pueblo.
Cuentan que el Sultan llegó a
decir: ¨si todos los cristianos fueran como él, entonces valdría la pena ser cristiano¨.
Pero el Sultán, Malek-al-Kamil, mandó a Francisco que volviese al campo de los
cristianos.
Desalentado al ver el
reducido éxito de su predicación entre los sarracenos y entre los cristianos,
el santo pasó a visitar los Santos Lugares. Ahí recibió una carta en la que sus
hermanos le pedían urgentemente que retornase a Italia. Durante la ausencia de
Francisco, sus dos vicarios, Mateo de Narni y Gregorio de Nápoles, habían
introducido ciertas innovaciones que tendían a uniformar a los frailes menores
con las otras órdenes religiosas y a encuadrar el espíritu franciscano en el
rígido esquema de la observancia monástica y de las reglas ascéticas. Las
religiosas de San Damián tenían ya una constitución propia, redactada por el
cardenal Ugolino sobre la base de la regla de San Benito. Al llegar a Bolonia,
Francisco tuvo la desagradable sorpresa de encontrar a sus hermanos hospedados
en un espléndido convento. El santo se negó a poner los pies en él y vivió con
los frailes predicadores. En seguida mandó llamar al guardián del convento
franciscano, le reprendió severamente y le ordenó que los frailes abandonasen
la casa. Tales acontecimientos tenían a los ojos del santo las proporciones de
una verdadera traición: se trataba de una crisis de la que tendría que salir la
orden sublimada o destruida.
San Francisco se trasladó a
Roma donde consiguió que Honorio III nombrase al cardenal Ugolino protector y
consejero de los franciscanos, ya que el purpurado había depositado una fe
ciega en el fundador y poseía una gran experiencia en los asuntos de la
Iglesia. Al mismo tiempo, Francisco se entregó ardientemente a la tarea de
revisar la regla, para lo que convocó a un nuevo capítulo general que se reunió
en la Porciúncula en 1221. El santo presentó a los delegados la regla revisada.
Lo que se refería a la pobreza, la humildad y la libertad evangélica,
características de la orden, quedaba intacto. Ello constituía una especie de
reto del fundador a los disidentes y legalistas que, por debajo del agua,
tramaban una verdadera revolución del espíritu franciscano. El jefe de la
oposición era el hermano Elías de Cortona. El fundador había renunciado a la
dirección de la orden, de suerte que su vicario, fray Elías, era prácticamente
el ministro general. Sin embargo, no se atrevió a oponerse al fundador, a quien
respetaba sinceramente. En realidad, la orden era ya demasiado grande, como lo
dijo el propio San Francisco: "Si hubiese menos frailes menores, el mundo
los vería menos y desearía que fuesen más."
Al cabo de dos años, durante
los cuales hubo de luchar contra la corriente cada vez más fuerte que tendía a
desarrollar la orden en una dirección que él no había previsto y que le parecía
comprometer el espíritu franciscano, el santo emprendió una nueva revisión de
la regla. Después la comunicó al hermano Elías para que éste la pasase a los
ministros, pero el documento se extravió y el santo hubo de dictar nuevamente
la revisión al hermano León, en medio del clamor de los frailes que afirmaban
que la prohibición de poseer bienes en común era impracticable. La regla, tal
como fue aprobada por Honorio III en 1223, representaba sustancialmente el
espíritu y el modo de vida por el que había luchado San Francisco desde el
momento en que se despojó de sus ricos vestidos ante el obispo de Asís. Unos
dos años antes San Francisco y el cardenal Ugolino habían redactado una regla
para la cofradía de laicos que se habían asociado a los frailes menores y que
correspondía a lo que actualmente llamamos tercera orden, fincada en el
espíritu de la "Carta a todos los cristianos", que Francisco había
escrito en los primeros años de su conversión. La cofradía, formada por laicos
entregados a la penitencia, que llevaban una vida muy diferente de la que se
acostumbraba entonces, llegó a ser una gran fuerza religiosa en la Edad Media.
En el derecho canónico actual, los terciarios de las diversas órdenes gozan
todavía de un estatuto específicamente diferente del de los miembros de las
cofradías y congregaciones marianas. San Francisco pasó la Navidad de 1223 en
Grecehio, en el valle de Rieti. Con tal ocasión, había dicho a su amigo, Juan
da Vellita- "Quisiera hacer una especie de representación viviente del
nacimiento de Jesús en Belén, para presenciar, por decirlo así, con los ojos
del cuerpo la humildad de la Encarnación y verle recostado en el pesebre entre
el buey y el asno." En efecto, el santo construyó entonces en la ermita
una especie de cueva y los campesinos de los alrededores asistieron a la misa
de media noche, en la que Francisco actuó corno diácono y predicó sobre el
misterio de la Natividad.
Se le atribuye haber
comenzado en aquella ocasión la tradición del "belén" o
"nacimiento". Nos dice Tomas Celano en su biografía del santo:
"La Encarnación era un componente clave en la espiritualidad de Francisco.
Quería celebrar la Encarnación en forma especial. Quería hacer algo que ayudase
a la gente a recordar al Cristo Niño y como nació en Belén." Alrededor de
la fiesta de la Asunción de 1224, el santo se retiró a Monte Alvernia y se
construyó ahí una pequeña celda. Llevó consigo al hermano León, pero prohibió
que fuese alguien a visitarle hasta después de la fiesta de San Miguel. Ahí fue
donde tuvo lugar, alrededor del día de la Santa Cruz de 1224, el milagro de los
estigmas, del que hablamos el 17 de septiembre. Francisco trató de ocultar a
los ojos de los hombres las señales de la Pasión del Señor que tenía impresas
en el cuerpo; por ello, a partir de entonces llevaba siempre las manos dentro
de las mangas del hábito y usaba medias y zapatos. Sin embargo, deseando el
consejo de sus hermanos, comunicó lo sucedido al hermano Iluminado y algunos
otros, pero añadió que le habían sido reveladas ciertas cosas que jamás
descubriría a hombre alguno sobre la tierra.
En cierta ocasión en que se
hallaba enfermo, alguien propuso que se le leyese un libro para distraerle. El
santo respondió: "Nada me consuela tanto como la contemplación de la vida
y Pasión del Señor. Aunque hubiese de vivir hasta el fin del mundo, con ese
solo libro me bastaría." Francisco se había enamorado de la santa pobreza
mientras contemplaba a Cristo crucificado y meditaba en la nueva crucifixión
que sufría en la persona de los pobres.
El santo no despreciaba la
ciencia, pero no la deseaba para sus discípulos. Los estudios sólo tenían razón
de ser como medios para un fin y sólo podían aprovechar a los frailes menores,
si no les impedían consagrar a la oración un tiempo todavía más largo y si les
enseñaban más bien, a predicarse a sí mismos que a hablar a otros. Francisco
aborrecía los estudios que alimentaban más la vanidad que la piedad, porque
entibiaban la caridad y secaban el corazón. Sobre todo, temía que la señora
Ciencia se convirtiese en rival de la dama Pobreza. Viendo con cuánta ansiedad
acudían a las escuelas y buscaban los libros sus hermanos, Francisco exclamó en
cierta ocasión: "Impulsados por el mal espíritu, mis pobres hermanos
acabarán por abandonar el camino de la sencillez y de la pobreza."
Antes de salir de Monte
Alvernia, el santo compuso el "Himno de alabanza al Altísimo". Poco
después de la fiesta de San Miguel bajó finalmente al valle, marcado por los
estigmas de la Pasión y curó a los enfermos que le salieron al paso. Las
calientísimas arenas del desierto de Egipto afectaron la vista de Francisco
hasta el punto de estar casi completamente ciego. Los dos últimos años de la
vida de Francisco fueron de grandes sufrimientos que parecía que la copa se
había llenado y rebalsado. Fuertes dolores debido al deterioro de muchos de sus
órganos (estómago, hígado y el bazo), consecuencias de la malaria contraida en
Egipto. En los más terribles dolores, Francisco ofrecía a Dios todo como
penitencia, pues se consideraba gran pecador y para la salvación de las almas.
Era durante su enfermedad y dolor donde sentía la mayor necesidad de cantar.
Su salud iba empeorando, los
estigmas le hacían sufrir y le debilitaban y casi había perdido la vista. En el
verano de 1225 estuvo tan enfermo, que el cardenal Ugolino y el hermano Elías
le obligaron a ponerse en manos del médico del Papa en Rieti. El santo obedeció
con sencillez. De camino a Rieti fue a visitar a Santa Clara en el convento de
San Damián. Ahí, en medio de los más agudos sufrimientos físicos, escribió el
"Cántico del hermano Sol" y lo adaptó a una tonada popular para que
sus hermanos pudiesen cantarlo.
Después se trasladó a Monte
Rainerio, donde se sometió al tratamiento brutal que el médico le había
prescrito, pero la mejoría que ello le produjo fue sólo momentánea. Sus
hermanos le llevaron entonces a Siena a consultar a otros médicos, pero para
entonces el santo estaba moribundo. En el testamento que dictó para sus
frailes, les recomendaba la caridad fraterna, los exhortaba a amar y observar
la santa pobreza y a amar y honrar a la Iglesia. Poco antes de su muerte, dictó
un nuevo testamento para recomendar a sus hermanos que observasen fielmente la
regla y trabajasen manualmente, no por el deseo de lucro, sino para evitar la
ociosidad y dar buen ejemplo. "Si no nos pagan nuestro trabajo, acudamos a
la mesa del Señor, pidiendo limosna de puerta en puerta". Cuando Francisco
volvió a Asís, el obispo le hospedó en su propia casa. Francisco rogó a los
médicos que le dijesen la verdad, y éstos confesaron que sólo le quedaban unas
cuantas semanas de vida. "¡Bienvenida, hermana Muerte!", exclamó el
santo y acto seguido, pidió que le trasportasen a la Porciúncula. Por el
camino, cuando la comitiva se hallaba en la cumbre de una colina, desde la que
se dominaba el panorama de Asís, pidió a los que portaban la camilla que se
detuviesen un momento y entonces volvió sus ojos ciegos en dirección a la
ciudad e imploró las bendiciones de Dios para ella y sus habitantes. Después
mandó a los camilleros que se apresurasen a llevarle a la Porciúncula. Cuando
sintió que la muerte se aproximaba, Francisco envió a un mensajero a Roma para
llamar a la noble dama Giacoma di Settesoli, que había sido su protectora, para
rogarle que trajese consigo algunos cirios y un sayal para amortajarle, así
como una porción de un pastel que le gustaba mucho. Felizmente, la dama llegó a
la Porciúncula antes de que el mensajero partiese. Francisco exclamó:
"¡Bendito sea Dios que nos ha enviado a nuestra hermana Giacoma! La regla que
prohibe la entrada a las mujeres no afecta a nuestra hermana Giacoma. Decidle
que entre".
El santo envió un último
mensaje a Santa Clara y a sus religiosas y pidió a sus hermanos que entonasen
los versos del "Cántico del Sol" en los que alaba a la muerte. En
seguida rogó que le trajesen un pan y lo repartió entre los presentes en señal
de paz y de amor fraternal diciendo: "Yo he hecho cuanto estaba de mi
parte, que Cristo os enseñe a hacer lo que está de la vuestra." Sus
hermanos le tendieron por tierra y le cubrieron con un viejo hábito. Francisco
exhortó a sus hermanos al amor de Dios, de la pobreza y del Evangelio,
"por encima de todas las reglas", y bendijo a todos sus discípulos,
tanto a los presentes como a los ausentes.
Murió el 3 de octubre de 1226, después de escuchar la lectura
de la Pasión del Señor según San Juan. Francisco había pedido que le sepultasen
en el cementerio de los criminales de Colle d'lnferno. En vez de hacerlo así,
sus hermanos llevaron al día siguiente el cadáver en solemne procesión a la
iglesia de San Jorge, en Asís. Ahí estuvo depositado hasta dos años después de
la canonización. En 1230, fue secretamente trasladado a la gran basílica
construida por el hermano Elías.
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