13 de Octubre – Sábado –
27ª – Semana del T. O. –
B –
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Gálatas (3,22-29):
La
Escritura presenta al mundo entero prisionero del pecado, para que lo prometido
se dé por la fe en Jesucristo a todo el que cree. Antes de que llegara la fe
estábamos prisioneros, custodiados por la ley, esperando que la fe se revelase.
Así, la ley fue nuestro pedagogo hasta que llegara Cristo y Dios nos
justificara por la fe. Una vez que la fe ha llegado, ya no estarnos sometidos al
pedagogo, porque todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. Los que os
habéis incorporado a Cristo por el bautismo os habéis vestido de Cristo. Ya no
hay distinción entre judíos y gentiles, esclavos y libres, hombres y mujeres,
porque todos sois uno en Cristo Jesús. Y, si sois de Cristo, sois descendencia
de Abrahán y herederos de la promesa.
Palabra de Dios
Salmo: 104,2-3.4-5.6-7
R/. El Señor se acuerda de su alianza eternamente
Cantadle
al son de instrumentos,
hablad de
sus maravillas;
gloriaos
de su nombre santo,
que se
alegren los que buscan al Señor. R/.
Recurrid
al Señor y a su poder,
buscad
continuamente su rostro.
Recordad
las maravillas que hizo,
sus
prodigios, las sentencias de su boca. R/.
¡Estirpe de
Abrahán, su siervo;
hijos de
Jacob, su elegido!
El Señor
es nuestro Dios,
él
gobierna toda la tierra. R/.
Lectura del santo evangelio según san Lucas (11,27-28):
En aquel
tiempo, mientras Jesús hablaba a las gentes, una mujer de entre el gentío
levantó la voz, diciendo:
«Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron.»
Pero él repuso:
«Mejor, dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la
cumplen.»
Palabra del Señor
1.- Algunos
exegetas se preguntan si este breve relato no será una variante del otro en que
la madre y los hermanos de Jesus fueron a buscarlo a él (Lc. 8, 19-21) (E.
Klostermann). Hay quienes descartan esa hipótesis (J. A. Fitzmyer).
Sea lo que sea de esta cuestión, el hecho es
que la respuesta de Jesús en ambos casos es la misma: la mayor grandeza y la
mayor dicha es escuchar la palabra de Dios y cumplirla.
Eso es más importante en la vida que incluso
tener la relación de parentesco más íntima que se puede tener con Jesús, la
relación "madre - hijo".
2. Pero
¡atención!: lo decisivo no es "oír" la palabra de Dios, sino
"cumplirla". O sea, lo decisivo es que la Palabra de Dios se
constituya en el principio
determinante
y organizativo de nuestra vida. Hay que recordar aquí que, en las culturas del
antiguo oriente, la palabra no tenía principalmente la función de signo que
transmite un conocimiento, sino que era considerada como una fuerza que
transformaba el ámbito en que
penetraba.
Toda la Biblia se ha de entender desde este
punto de vista. De ahí que integrar la Palabra de Dios en
la
propia vida es más determinante que ser de la misma familia de Jesús.
3. Pero
hay algo más fuerte aún. Según el N. T., la Palabra de Dios es Jesús.
Esto ya se dice en los sinópticos (Mc 4, 14 ss;
Lc 5, 1...). Pero, sobre todo, es en el evangelio de Juan en el que se afirma
que la Palabra se ha hecho carne (Jn 1,
14),
es decir, la Palabra de Dios se ha hecho humanidad. Lo cual es como decir
debilidad, bondad, cercanía humana, amor. Por eso, lo que en definitiva afirma
Jesús -y en lo que insiste- es que lo más importante en la vida es ser
profundamente humano. Esto es lo que importa de verdad. Porque es mediante
nuestra humanización como encontramos a Dios. De la misma manera que haciéndose
humano es como Dios nos encontró a nosotros.
San Eduardo III el confesor
Presentar como excusa para nuestra vida mediocre aquello de que los
tiempos no son buenos o que las circunstancias presentan su cara adversa y así
no es posible buscar y conseguir la santidad hoy y ahora, no deja de ser un
recurso vulgar tras el cual se esconde la pereza para vivir las virtudes
cristianas o la falta de confianza en Dios que lleva al desaliento.
De hecho, ni los tiempos en sus usos y costumbres, ni las circunstancias
personales facilitaban lo más mínimo la fidelidad cristiana de Eduardo. Nace en
Inglaterra en el año 1004, casi con el siglo XI, cuando las incursiones navales
de los piratas daneses o escandinavos son causa de numerosos atropellos
sangrientos y de represalias aún más crueles. El pueblo sufre desde hace tiempo
violencia; está en vilo soportando la ignorancia y pobreza. Los palacios de los
nobles están preñados de envidia, ambición y deseos de poder; en el lujo de sus
banquetes se sirve la traición.
El mismo Papado en lo externo es en este tiempo más un signo de
miseria que un motivo de emulación. Con las basílicas en ruinas, en la elección
del Pontífice intervienen los intereses políticos y militares a los que se paga
a su tiempo la cuota de dependencia. Hace falta una reforma que por más
evidente no llega. Incluso el cisma de Oriente está a punto de producirse y
lastimosamente se consuma. Nunca faltó la ayuda del Espíritu Santo a su Iglesia
indefectible, pero hacía falta fe teologal para aceptar el Primado, sí, una fe
a prueba de cismas y antipapas.
Con diez años tiene que huir Eduardo de Inglaterra, pasando el Canal,
a la Bretaña o Normandía donde vivirá con sus tíos —hermanos de su madre— los
Duques de Bretaña, en la región por aquel entonces más civilizada de Europa.
Allí, al tiempo que crece en su destierro, va recibiendo noticias de la
ocupación, saqueo y tiranía del rey Swein de Dinamarca. También de la muerte de
su padre, el rey Etelberto, y de su hermano Edmundo que era el príncipe heredero.
¡Claro que su madre Emma llora estos sucesos! Pero un buen día lo abandona,
partiendo misteriosamente; se ha marchado para hacerse la esposa de Knut, el
nuevo usurpador danés. Tiene Eduardo 15 años y sigue escuchando los consejos de
los monjes en Normandía; ya es un regio doncel exilado que se inclina en la
oración al buen Dios. A la muerte de Knut, los ingleses le proponen la corona
de Inglaterra, pero cuando está a punto de disfrutar del cariño de sus
súbditos, le traiciona su madre que quiere el trono para el hijo nacido de
Knut; él no quiere un reino ganado con sangre y regresa a Normandía. Los leales
súbditos piden una vez más su vuelta y la de su hermano Alfredo; pero es una
trampa, Alfredo es asesinado.
Llega a ser rey a los cuarenta años, después de una larga, fecunda y
sufrida existencia. Es la hora del heroísmo. No alimenta odio. Está lleno de
nobleza y generosidad. Contrae matrimonio con Edith, hija del pernicioso,
intrigante y hábil duque de Kent. Relega al olvido el pasado, perdona y no castiga.
Se dedica a gobernar. A su madre la recluye en un monasterio. Se entrega a
buscar el bien de sus súbditos. De Normandía importa arte y cultura. Como su
vida es austera, la Corona se enriquece y pueden limitarse los impuestos. Su
dinero es el erario de los pobres. Dotó a iglesias y monasterios de los que
Westminster es emblema.
Hoy, a la distancia de casi diez siglos, aún Inglaterra llama a su
Corona "de San Eduardo". Fue patrón de Inglaterra hasta ser sustituido
por San Jorge.
(Fuente: archimadrid.es)
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