6 DE OCTUBRE -
SÁBADO
26ª – SEMANA DEL T.O. –
B –
Lectura
del libro de Job (42,1-3.5-6.12-16):
Job respondió al Señor:
«Reconozco
que lo puedes todo, y ningún plan es irrealizable para ti, yo, el que te empaño
tus designios con palabras sin sentido; hablé de grandezas que no entendía, de
maravillas que superan mi comprensión. Te conocía sólo de oídas, ahora te han
visto mis ojos; por eso, me retracto y me arrepiento, echándome polvo y
ceniza.»
El
Señor bendijo a Job al final de su vida más aún que al principio; sus
posesiones fueron catorce mil ovejas, seis mil camellos, mil yuntas de bueyes y
mil borricas. Tuvo siete hijos y tres hijas: la primera se llamaba Paloma, la
segunda Acacia, la tercera Azabache. No había en todo el país mujeres más
bellas que las hijas de Job. Su padre les repartió heredades como a sus
hermanos. Después Job vivió cuarenta años, y conoció a sus hijos y a sus nietos
y a sus biznietos. Y Job murió anciano y satisfecho.
Palabra
de Dios
Salmo:
118
R/. Haz
brillar, Señor, tu rostro sobre tu siervo
Enséñame a gustar y a
comprender,
porque me fío de tus
mandatos. R/.
Me estuvo bien el sufrir,
así aprendí tus
mandamientos. R/.
Reconozco, Señor, que tus
mandamientos son justos,
que con razón me hiciste
sufrir. R/.
Por tu mandamiento
subsisten hasta hoy,
porque todo está a tu
servicio. R/.
Yo soy tu siervo: dame
inteligencia,
y conoceré tus
preceptos. R/.
La explicación de tus
palabras ilumina,
da inteligencia a los
ignorantes. R/.
Lectura
del santo evangelio según san Lucas (10,17-24):
En aquel tiempo, los
setenta y dos volvieron muy contentos y dijeron a Jesús:
«Señor,
hasta los demonios se nos someten en tu nombre.»
Él
les contestó:
«Veía a Satanás caer del cielo como un rayo.
Mirad:
os he dado potestad para pisotear serpientes y escorpiones y todo el ejército
del enemigo. Y no os hará daño alguno. Sin embargo, no estéis alegres porque se
os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos
en el cielo.»
En
aquel momento, lleno de la alegría del Espíritu Santo, exclamó:
«Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de
la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y
las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, porque así te ha parecido
bien. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo, sino
el Padre; ni quién es el Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo
quiere revelar.»
Y
volviéndose a sus discípulos, les dijo aparte:
«¡Dichosos
los ojos que ven lo que vosotros veis! Porque os digo que muchos profetas y
reyes desearon ver lo que veis vosotros, y no lo vieron; y oír lo que oís, y no
lo oyeron.»
Palabra
del Señor
1. En
este evangelio se unen, uno tras otro, dos textos que, al menos a primera
vista, no parecen estar directamente relacionados entre sí.
El primero de esos textos, recoge la respuesta
que, según Lucas, Jesús dio a los setenta y dos al regresar de su misión.
El segundo (paralelo de Mt 11, 25-27), es la
expresión de la experiencia más profunda de Jesús en su relación con el Padre.
Pero, si todo esto se piensa más a fondo, se advierte que, precisamente porque
Jesús
tenía
tal y tanta intimidad con el Dios Padre, por eso les dio a los discípulos la
respuesta que necesitaban escuchar después de su éxito misional.
2. Los
discípulos regresan exultantes de la misión, por el éxito que han tenido y por
la constatación de que los demonios se les sometían. La respuesta de Jesús
no
es congratularse con ellos. Por lo visto, Jesús no se congratulaba con nadie
por el hecho de conseguir sometimientos, ni siquiera de demonios. Lo que a
Jesús le interesaba no eran los éxitos de sus discípulos, sino la liberación de
los que sufrían las enfermedades que entonces se atribuían al demonio. Eso es
lo que nos tiene que alegrar. Y eso es ver a Satanás caer como un relámpago.
Nuestros éxitos personales no deben ser el
motor de lo que hacemos o dejamos de hacer.
3. La
intimidad, y hasta la fusión, de Jesús con el Padre es lo que capacita a Jesús
para hablar del Padre como nadie más puede darlo a conocer. Hablar de Dios es
siempre problemático. Dar a conocer a
Dios lo es mucho más. Pero lo es, sobre todo, porque de Dios hablamos por lo
que de Él sabemos, no por lo que de Él
experimentamos.
Seguramente hablamos de Dios sin saber lo que
decimos. O presentamos a un Dios que poco a nada tiene
que ver con el Padre.
Porque nuestra experiencia del Padre poco o nada
tiene que ver con la experiencia de Jesús: experiencia de intimidad y
experiencia de bondad con todos.
San Bruno de Colonia
San Bruno, presbítero, que, oriundo de Colonia, en Lotaringia, enseñó
ciencias eclesiásticas en la Galia, pero deseando llevar vida solitaria, con
algunos discípulos se instaló en el apartado valle de Cartuja, en los Alpes,
dando origen a una Orden que conjuga la soledad de los eremitas con la vida
común de los cenobitas. Llamado por el papa Urbano II a Roma, para que le ayudase
en las necesidades de la Iglesia, pasó los últimos años de su vida como eremita
en el cenobio de La Torre, en Calabria.
Vida de San Bruno de Colonia
Confesor, autor eclesiástico y fundador de la Orden de la Cartuja.
Nació en Colonia hacia el año 1030; murió el 6 de octubre de 1101. Se le
representa habitualmente con una calavera en las manos, un libro y una cruz, o
coronado con siete estrellas; o con un pergamino que porta la divisa O Bonitas.
Su fiesta se celebra el 6 de Octubre. Según la tradición, San Bruno pertenecía
a la familia de Hartenfaust, o Hardebüst, una de las principales familias de la
ciudad, y en recuerdo de este origen diferentes miembros de la familia de
Hartenfaust han recibido de los Cartujos o bien oraciones especiales por los muertos,
como en el caso de Peter Bruno Hartenfaust en 1714, y Louis Alexander
Hartenfaust, barón de Laach, en 1740; o una relación personal con la orden,
como con Louis Bruno de Hardevüst, barón de Laach y burgomaestre de la ciudad
de Bergues-S. Winnoc, en la diócesis de Cambrai, con el que se extinguió la
línea masculina de la familia Hardevüst el 22 de Marzo de 1784.
Tenemos poca información sobre la infancia y juventud de San Bruno.
Nacido en Colonia, habría estudiado en el colegio de la ciudad, o colegiata de
San Cuniberto. Mientras era aún bastante joven (a pueris) fue a completar su
educación a Reims, atraído por la reputación de la escuela episcopal y de su
director, Heriman. Allí acabó sus estudios clásicos y se perfeccionó en las
ciencias sagradas que en esa época consistían principalmente en el estudio de
las Sagradas Escrituras y de los Padres. Allí se hizo, según el testimonio de
sus contemporáneos, instruido tanto en la ciencia humana como divina.
Completada su educación, San Bruno volvió a Colonia, donde fue provisto de una
canonjía en San Cuniberto, y según la opinión más probable, elevado a la
dignidad sacerdotal. Esto fue hacia el año 1055. En 1056, el obispo Gervais le
llamó a Reims, para ayudar a su antiguo maestro Heriman en la dirección de la
escuela. Este último estaba ya dirigiendo su atención hacia una forma de vida
más perfecta, y cuando al final dejó el mundo para ingresar en la vida
religiosa, en 1057, San Bruno se encontró como director de la escuela
episcopal, o ecólatra, un puesto tan difícil como elevado, pues entonces
incluía la dirección de las escuelas públicas y la supervisión de todos los
establecimientos educativos de la diócesis. Durante casi veinte años, de 1057 a
1075, mantuvo el prestigio que la escuela de Reims había alcanzado bajo sus
antiguos directores, Remi de Auxerre, Hucbald de St. Amand, Gerberto y
últimamente Heriman. De la excelencia de su enseñanza tenemos una prueba en los
títulos funerarios compuestos en su honor, que celebran su elocuencia, sus
talentos poético, filosófico y por encima de todos exegético y teológico; y
también en los méritos de sus discípulos, entre los cuales estaban Eudes de
Châtillon, después Urbano II, Rangier, cardenal y obispo de Reggio, Robert,
obispo de Langres y un gran número de prelados y abades.
En 1075 San Bruno fue nombrado canciller de la iglesia de Reims, y
tuvo entonces que dedicarse especialmente a la administración de la diócesis.
Mientras tanto, el piadoso obispo Gervais, amigo de San Bruno, había sido
sucedido por Manasés de Gournai, que rápidamente se hizo odioso por su impiedad
y violencia. El canciller y otros dos canónigos fueron encargados de llevar al
legado papal, Hugo de Die, las quejas del indignado clero, y en el concilio de
Autun, 1077, obtuvieron la suspensión del indigno prelado. La respuesta de este
último fue arrasar las casas de sus acusadores, confiscar sus bienes, vender
sus beneficios y apelar al Papa. Entonces Bruno se ausentó por un tiempo de
Reims, y fue probablemente a Roma a defender la justicia de su causa. Sólo en
1080 una sentencia clara, confirmada por un alzamiento del pueblo, obligó a
Manasés a retirarse y refugiarse con el emperador Enrique IV. Libre entonces de
elegir otro obispo, el clero estaba a punto de unir sus votos en el canciller.
Él, sin embargo, tenía designios muy diferentes en perspectiva. Según una
tradición conservada en la Orden de la Cartuja, Bruno se persuadió de abandonar
el mundo por la contemplación de un célebre prodigio, popularizado por el
pincel de Lesueur – la triple resurrección del médico parisino, Raymond
Diocres. A esta tradición se opone el silencio de los contemporáneos y de los
primeros biógrafos del santo; el silencio del propio San Bruno en su carta a
Raoul le Vert, preboste de Reims; y la imposibilidad de probar que estuviera
nunca en París. No había necesidad de argumento tan extraordinario para hacerle
dejar el mundo. Algún tiempo antes, cuando estaba en conversación con dos de
sus amigos, Raúl y Fulco, canónigos como él de Reims, se habían inflamado tanto
en el amor de Dios y el deseo de los bienes eternos que habían hecho voto de
abandonar el mundo y abrazar la vida religiosa. Este voto, pronunciado en 1077,
no pudo ponerse en obra hasta 1080, debido a diversas circunstancias.
La primera idea de San Bruno al dejar Reims parece haber sido ponerse
él y sus compañeros bajo la dirección de un eminente solitario, San Roberto,
que recientemente (1075) se había establecido en Molesme, en la diócesis de
Langres, junto con un grupo de otros solitarios que iban más tarde (1098) a
constituir la Orden Cisterciense. Pero pronto vio que esta no era su vocación,
y después de una corta estancia en Sèche-Fontaine cerca de Molesme, dejó a dos
de sus compañeros, Pedro y Lamberto, y se dirigió con otros seis a Hugo de
Châteauneuf, obispo de Grenoble, y, según algunos autores, uno de sus
discípulos. El obispo, a quien Dios había mostrado a estos hombres en un sueño,
bajo la imagen de siete estrellas, les condujo e instaló él mismo (1084) en un
lugar agreste de los Alpes del Delfinado llamado Chartreuse, a unas cuatro
leguas de Grenoble, en medio de rocas escarpadas y montañas casi siempre
cubiertas de nieve. Con San Bruno estaban Landuino, los dos Esteban, de Bourg y
de Die, canónigos de San Rufo, y Hugo el Capellán, “todos ellos los hombres más
sabios de su tiempo”, y dos laicos, Andrés y Guerin, que después se
convirtieron en los primeros hermanos legos. Construyeron un pequeño monasterio
donde vivieron en profundo retiro y pobreza, completamente ocupados en la
oración y el estudio, y honrados frecuentemente con las visitas de San Hugo,
que se volvió como uno de ellos. Su modo de vida ha sido recogido por un
contemporáneo, Guibert de Nogent, que les visitó en su soledad. (De Vitâ suâ,
I, ii). Mientras tanto, otro discípulo de San Bruno, Eudes de Châtillon, se
había convertido en Papa con el nombre de Urbano II (1088). Resuelto a
continuar la obra de reforma comenzada por Gregorio VII, y estando obligado a
luchar contra el antipapa, Guiberto de Ravena, y el emperador Enrique IV, buscó
rodearse de aliados devotos y llamó a su antiguo maestro ad Sedis Apostolicae
servitium. Así el solitario se vio obligado a dejar el lugar donde había pasado
más de seis años de retiro, seguido por una parte de su comunidad que no podía
mentalizarse a vivir separada de él (1090). Es difícil indicar el lugar que
ocupó entonces en la corte pontificia, o su influencia en los acontecimientos
contemporáneos, que fue totalmente oculta y confidencial. Alojado en el palacio
del propio Papa y admitido a sus consejos, y encargado, además, con otros
colaboradores, de preparar asuntos para los numerosos concilios de este
periodo, debemos concederle algún crédito por sus resultados. Pero él tuvo
siempre cuidado de mantenerse en segundo plano, y aunque parece haber asistido al
Concilio de Benevento (Marzo de 1091), no encontramos evidencia de que hubiera
estado presente en los concilios de Troja (Marzo de 1093), de Piacenza (Marzo
de 1095) o de Clermont (Noviembre de 1095). Su papel en la historia está
borroso. Todo lo que podemos decir con seguridad es que apoyó con todas sus
fuerzas al Soberano Pontífice en sus esfuerzos para la reforma del clero,
esfuerzos inaugurados en el Concilio de Melfi (1089) y continuados en el de
Benevento.
Poco tiempo después de la llegada de San Bruno, el Papa se había
visto obligado a abandonar Roma ante las fuerzas victoriosas del emperador y el
antipapa. Se retiró con toda su corte al sur de Italia. Durante el viaje, el
antiguo profesor de Reims atrajo la atención del clero de Reggio en Calabria,
que acababa de perder a su arzobispo Arnulfo (1090), y le dieron sus votos. El
Papa y el príncipe normando Roger, Duque de Apulia, aprobaron firmemente la
elección y presionaron a San Bruno a aceptarla. En una coyuntura similar en
Reims había escapado huyendo; esta vez escapó haciendo que fuera elegido uno de
sus antiguos discípulos, Rangier, que afortunadamente estaba cerca en la abadía
benedictina de La Cava, cerca de Salerno. Pero temió que tales intentos se
repitieran; además estaba cansado de la agitada vida que le había sido
impuesta, y la soledad le invitaba siempre. Pidió, por tanto, y después de
mucha dificultad, consiguió el permiso del Papa para volver de nuevo a su vida
solitaria. Su intención era reunirse con sus hermanos en el Delfinado, como
deja claro una carta dirigida a ellos. Pero la voluntad de Urbano II le mantuvo
en Italia, cerca de la corte papal, a la que podía ser llamado en caso de
necesidad. El lugar elegido para su nuevo retiro por San Bruno y algunos
seguidores estaba en la diócesis de Squillace, en la vertiente oriental de la
gran cadena que cruza Calabria de norte a sur, y en un alto valle de tres
millas de largo y dos de ancho, cubierto de vegetación. Los nuevos solitarios
construyeron una pequeña capilla de tablones para sus reuniones piadosas y, en
las profundidades de los bosques, cabañas con techo de barro para sus moradas.
Una leyenda dice que San Bruno mientras estaba en oración fue descubierto por
los sabuesos de Roger, Gran Conde de Sicilia y Calabria y tío del Duque de
Apulia, que estaba cazando entonces en la vecindad, y que así aprendió a
conocerlo y venerarlo; pero el Conde no tenía necesidad de esperar esa ocasión
para conocerle, pues fue probablemente por invitación suya que los nuevos
solitarios se establecieron en sus dominios. Ese mismo año (1091) les visitó,
les hizo cesión de las tierras que ocupaban, y una estrecha amistad se creó
entre ellos. Más de una vez San Bruno fue a Mileto a tomar parte de las
alegrías y las penas de la noble familia, para visitar al Conde cuando enfermó
(1098 y 1101), y para bautizar a su hijo, Roger, el futuro Rey de Sicilia. Pero
más a menudo fue Roger quien fue al desierto a visitar a sus amigos, y cuando,
por su generosidad, se construyó el monasterio de San Esteban, en 1095, cerca
de la ermita de Santa María, se erigió anexa a él una pequeña casa de campo en
la que le gustaba pasar el tiempo que le dejaba libre el gobierno de su Estado.
Mientras tanto los amigos de San Bruno murieron uno tras otro: Urbano
II en 1099; Landuino, el prior de la Gran Cartuja, su primer compañero, en
1100; el Conde Roger en 1101. Su propio tiempo se acercaba. Antes de su muerte
reunió por última vez a sus hermanos a su alrededor e hizo en su presencia
profesión de la Fe Católica, cuyos términos se han conservado. Afirma con
especial énfasis su fe en el misterio de la Santísima Trinidad, y en la
presencia real de Nuestro Salvador en la Sagrada Eucaristía – una protesta
contra las dos herejías que habían perturbado ese siglo, el triteísmo de
Roscelin, y la empanación de Berengario. Tras su muerte, los Cartujos de
Calabria, siguiendo una costumbre frecuente de la Edad Media por medio de la
cual el mundo cristiano se asociaba a la muerte de sus santos, despacharon a un
“portador de rollo”, un criado del convento cargado con un largo rollo de
pergamino, colgado de su cuello, que viajó por Italia, Francia, Alemania e
Inglaterra. Se detuvo en las principales iglesias y comunidades para anunciar
la muerte, y a cambio, las iglesias, comunidades o capítulos inscribían en su
rollo, en prosa o verso, la expresión de sus sentimientos, con promesas de
oraciones. Muchos de estos rollos se han conservado, pero pocos son tan
extensos o tan llenos de alabanzas como el de San Bruno. Mil setenta y ocho
testigos, de los que la mayoría había conocido al fallecido, celebraban la
extensión de su conocimiento y lo fructífero de su instrucción. Los que le eran
extraños estaban sobre todo impresionados por su conocimiento y talentos. Pero
sus discípulos alababan sus tres principales virtudes – su gran espíritu de
oración, una extrema mortificación y una filial devoción a la Santísima Virgen.
Las dos iglesias construidas por él en el desierto estaban dedicadas a la
Santísima Virgen: Nuestra Señora de Casalibus en el Delfinado, Nuestra Señora
della Torre en Calabria, y, fieles a su inspiración, los Estatutos Cartujos
proclaman a la Madre de Dios como la primera y principal patrona de todas las
casas de la orden, cualquiera que sea su patrón particular.
San Bruno fue enterrado en el pequeño cementerio de la ermita de
Santa María, y muchos milagros se obraron en su tumba. Nunca ha sido canonizado
formalmente. Su culto, autorizado para la Orden Cartuja por León X en 1514, se
extendió a toda la Iglesia por Gregorio XV, el 17 de Febrero de 1623, como
fiesta semi-doble, y elevada a la clase de doble por Clemente X el 14 de Marzo
de 1674. San Bruno es el santo popular de Calabria; todos los años una gran
multitud acude a la Cartuja de San Esteban, el lunes y martes de Pentecostés,
en que sus reliquias son llevadas en procesión a la ermita de Santa María,
donde vivió, y la gente visita los lugares santificados por su presencia. Una
cantidad inmensa de medallas se acuña en su honor y se distribuye entre la
muchedumbre, y se bendicen los pequeños hábitos cartujos, que tantos niños de
la vecindad llevan. Se le invoca especialmente, y con éxito, para la liberación
de los posesos.
Como escritor y fundador de una orden, San Bruno ocupa un puesto
importante en la historia del Siglo XI. Compuso comentarios sobre los Salmos y
las Epístolas de San Pablo, los primeros escritos probablemente durante su
época de profesor en Reims, los segundos durante su estancia en la Gran Cartuja
si podemos creer a un viejo manuscrito visto por Mabillon-- "Explicit
glosarius Brunonis heremitae super Epistolas B. Pauli".
Dos cartas suyas aún se conservan, también su profesión de fe, y una
corta elegía de desprecio del mundo que muestra que cultivó la poesía. Los
“Comentarios” nos descubren a un hombre ilustrado; sabe un poco de hebreo y
griego y lo usa para explicar, o si es necesario, para rectificar la Vulgata;
está familiarizado con los Padres, especialmente San Agustín y San Ambrosio,
sus favoritos. “Su estilo”, dice Dom Rivet, “es conciso, claro, nervioso y
simple, y su latín tan bueno como podría esperarse de ese siglo: sería difícil
encontrar una composición de esta clase más sólida y más luminosa, más concisa
y más clara”. Sus escritos se han publicado varias veces: en París, 1509-24;
Colonia, 1611-40; Migne, Patrología Latina, CLII, CLIII, Montreuil-sur-Mer,
1891. La edición de París de 1524 y las de Colonia incluyen también algunos
sermones y homilías que pueden ser más justamente atribuidos a San Bruno,
obispo de Segni. El Prefacio de la Santísima Virgen le ha sido también erróneamente
atribuido; es muy anterior, aunque puede haber contribuido a introducirlo en la
liturgia. Lo distintivo de San Bruno como fundador de una orden fue que
introdujo en la vida religiosa la forma mixta, o unión de los modos eremítico y
cenobita del monasticismo, un estado intermedio entre la regla de la Camáldula
y la de San Benito. No escribió regla, pero dejó tras sí dos instituciones que
tenían poca relación una con la otra – la del Delfinado y la de Calabria. La
fundación de Calabria, en cierto modo parecida a la de la Camáldula, comprendía
dos clases de religiosos: ermitaños, que tenían la dirección de la orden, y
cenobitas que no se sentían llamados a la vida solitaria; sólo duró un siglo,
no erigió más que cinco casas, y finalmente, en 1191, se unió con la Orden
Cisterciense. La fundación de Grenoble, más similar a la regla de San Benito,
comprendía sólo una clase de religiosos, sujetos a una disciplina uniforme, y
la mayor parte de cuya vida se pasaba en soledad, sin la completa exclusión, sin
embargo, de la vida conventual. Esta vida se extendió por toda Europa, contó
con 250 monasterios, y pese a muchas pruebas continua hasta ahora.
La gran figura de San Bruno ha sido representada a menudo por los
artistas y ha inspirado más de una obra maestra: en escultura, por ejemplo, la
gran estatua de Houdon, en Santa María de los Ángeles en Roma, “que hablaría si
su regla no le obligara al silencio”; en pintura, el bello retrato de Zurbarán,
en el Museo de Sevilla, que representa a Urbano II y San Bruno en conversación;
la Aparición de la Santísima Virgen a San Bruno, de Guercino, en Bolonia; y por
encima de todas las veintidós pinturas que forman la galería de San Bruno en el
Museo del Louvre, “una obra maestra de Le Sueur y de la escuela francesa”.
(Fuente: Enciclopedia Católica en aciprensa.com)
No hay comentarios:
Publicar un comentario