19 DE ENERO – DOMINGO –
2ª – SEMANA DEL T.O. - A
Lectura
del libro de Isaías (49,3.5-6):
ME dijo el Señor:
«Tu
eres mi siervo, Israel,
por medio de ti me
glorificaré».
Y ahora dice el Señor,
el que me formó desde el
vientre como siervo suyo,
para que le devolviese a
Jacob,
para que le reuniera a
Israel;
he sido glorificado a los
ojos de Dios.
Y mi
Dios era mi fuerza:
«Es
poco que seas mi siervo
para restablecer las tribus
de Jacob
y traer de vuelta a los
supervivientes de Israel.
Te hago
luz de las naciones,
para que mi salvación
alcance hasta el confín de la tierra».
Palabra
de Dios
Salmo:
39,2.4ab.7-8a.8b-9.10
R/.
Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad
V/. Yo esperaba con ansia al
Señor;
él se inclinó y escuchó mi
grito.
Me puso en la boca un
cántico nuevo,
un himno a nuestro Dios. R/.
V/. Tú no quieres sacrificios ni
ofrendas,
y, en cambio, me abriste el
oído;
no pides holocaustos ni
sacrificios expiatorios,
entonces yo digo: «Aquí
estoy». R/.
V/. «-Como está escrito en mi libro-
para hacer tu voluntad.
Dios mío, lo quiero, y llevo
tu ley en las entrañas». R/.
V/. He proclamado tu justicia
ante la gran asamblea;
no he cerrado los labios,
Señor, tú lo sabes. R/.
Comienzo
de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios (1,1-3):
PABLO, llamado a ser apóstol de Jesucristo por voluntad de Dios, y
Sóstenes, nuestro hermano, a la Iglesia de Dios que está en Corinto, a los
santificados por Jesucristo, llamados santos con todos los que en cualquier
lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y nuestro:
a vosotros, gracia y paz de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo.
Palabra
de Dios
Lectura
del santo evangelio según san Juan (1,29-34):
EN aquel tiempo, al ver Juan a Jesús que venía hacia él, exclamó:
«Este
es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.
Este es
aquel de quien yo dije:
“Tras
de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo”.
Yo no
lo conocía, pero he salido a bautizar con agua, para que sea manifestado a
Israel».
Y Juan
dio testimonio diciendo:
«He
contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma, y se posó sobre
él.
Yo no
lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo:
“Aquel
sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ese es el que bautiza
con Espíritu Santo”.
Y yo lo
he visto y he dado testimonio de que este es el Hijo de Dios».
Palabra
del Señor
El testimonio de Juan Bautista
El domingo pasado
recordamos el Bautismo de Jesús. En la versión de Marcos y de Lucas, Juan
Bautista no dice nada. En la de Mateo, entabla un breve diálogo con Jesús,
porque no comprende que venga a bautizarse. El cuarto evangelio sigue un camino
muy distinto: Jesús va al Jordán, pero no cuenta el bautismo; en cambio,
introduce un breve discurso de Juan Bautista. Es el texto que se lee este
domingo (Jn 1,29-34).
Imaginando la escena
La mejor forma de entender este texto es imaginar la escena, convertirse en uno
o una más de los discípulos del Bautista. Personas que han hecho a veces un
largo y molesto viaje para escucharlo y hacerse bautizar por él, que han
renunciado a todo para convertirse en discípulos suyos. Para ellos, Juan es lo
más grande. De repente, aparece Jesús, un desconocido, y lo que Juan dice los
desconcierta por completo.
Al desconocido lo presenta, en primer lugar, como el cordero de Dios que quita el pecado
del mundo. Una
fórmula
extraña, que ninguno de los presentes entiende muy bien, pero que sugiere una
estrecha relación con Dios y con el perdón de los pecados. Ellos han ido
buscando un bautismo para el perdón de los pecados, y ahora encuentran a un
personaje que los quita. Y no solo los pecados de Israel, como cabría esperar,
sino los de todo el mundo.
Sigue Juan diciendo que ese desconocido está por delante de mí, porque existía
antes que yo. Y los presentes mirarían
extrañados, intentando convencerse de que Jesús era más viejo, aunque Juan lo
parecía mucho más, quizá por culpa de tantas penitencias y por alimentarse sólo
de saltamontes y miel silvestre. Pero los presentes tienen la sensación de que
Juan no se refiere sólo a la edad: está sugiriendo que ese desconocido es mucho
más importante que él.
Y esto queda claro cuando añade: He contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma,
y se posó sobre él. Si entre los presentes hay algún
conocedor de la teología judía, su asombro llegaría al máximo, porque muchos
rabinos afirman que el Espíritu de Dios lleva siglos sin manifestarse. Muy
grande tiene que ser ese desconocido, sobre todo teniendo en cuenta que no sólo
recibe el Espíritu, sino que también lo transmite en un nuevo bautismo,
distinto del de Juan.
Finalmente, termina dando testimonio de que éste es el Hijo de Dios. Los oyentes de
Juan no interpretarían la fórmula como nosotros. Para ellos, «el Hijo de Dios»
no equivale a «la segunda persona de la santísima Trinidad». Es una forma de
referirse al rey de Israel, al que Dios adopta como hijo. Lo dejan claro las
palabras que pronunciará poco más tarde Natanael, dirigiéndose a Jesús: «Tú
eres el hijo de Dios, tú eres el rey de Israel» (Jn 1,49).
Los oyentes de Juan se quedarían asombrados, y se preguntarían: ¿quién es este
que quita el pecado del mundo, que es más importante que Juan, sobre el que se
ha posado el espíritu, que da el espíritu en un nuevo bautismo, que es el rey
de Israel? Sin duda, debe tratarse del Mesías, aunque no lo parezca.
Leyendo el evangelio
Contemplar la
escena es un recurso magnífico para profundizar en el evangelio y entenderlo
(san Ignacio de Loyola utiliza el método en sus Ejercicios espirituales),
pero la lectura «científica» ayuda también a descubrir nuevos aspectos.
El más importante es que Juan Bautista no pronunció este discurso: sus palabras
son un recurso del evangelista para suscitar en nosotros, desde el primer
momento, la curiosidad y el interés por el protagonista de su historia. Y no
sólo esto, sino también una respuesta personal, idéntica a la que refleja el
episodio inmediatamente posterior (Jn 1,35-37, que no se lee este domingo).
Al día siguiente estaba Juan con dos de
sus discípulos. Viendo pasar a Jesús, dijo: Ahí está el Cordero de Dios. Los discípulos, al oírlo hablar
así siguieron
a Jesús.
Esta vez no
pronuncia Juan un largo y complicado discurso. Basta una simple referencia,
enigmática, al cordero de Dios. Lo importante es que la curiosidad y el interés
dan paso al seguimiento.
En otros aspectos, la lectura científica se estrella contra un cúmulo de
misterios:
‒ La imagen del «cordero de Dios», que no coincide exactamente ni con la del
cordero pascual, ni con la del chivo expiatorio del Yom Kippur, aunque recuerda
bastante al personaje misterioso de Isaías 53 que se ofrece a morir por el
pueblo y marcha a la muerte «como un cordero llevado al matadero», sin
protestar ni abrir la boca. Teniendo en cuenta que en ámbito cananeo el símbolo
de la divinidad era el toro, por su fuerza y bravura, elegir al cordero
significa un cambio radical, una opción por lo débil y suave.
‒ «El pecado del mundo». Ya que esta fórmula sólo se encuentra aquí, resulta
difícil saber en qué consiste el pecado del mundo. Una pista la ofrece la
primera carta de Juan: «Cuanto hay en el mundo, la codicia sensual, la codicia
de lo que se ve, el jactarse de la buena vida, no procede del Padre, sino del
mundo» (1 Jn 2,16). Todo eso sería lo que elimina Jesús. Pero la cuestión es discutida.
La doble misión del Siervo de Dios y de
Jesús (Is 49,3.5-6)
El Señor me dijo: «Tú eres mi siervo, de quien estoy orgulloso.»
Y ahora habla el Señor, que desde el
vientre me formó siervo suyo, para que le trajese a Jacob, para que le reuniese
a Israel -tanto me honró el Señor, y mi Dios fue mi fuerza-. «Es poco que seas mi siervo y restablezcas
las tribus de Jacob y conviertas a los supervivientes de Israel; te hago luz de
las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra.»
El protagonista
de esta lectura es un personaje misterioso que aparece al final del libro de
Isaías. Uniendo diversos poemas de los capítulos 42, 49, 50 y 53 se esboza la
figura de un “Siervo de Yahvé”, al que Dios encomienda la misión de convertir a
los judíos desterrados en Babilonia (de la salvación política se encargará el
rey persa Ciro). El Siervo, después de una etapa inicial de entusiasmo,
atraviesa una profunda crisis, pensando que todo su esfuerzo ha sido inútil.
Entonces, el Señor le renueva la misión con respecto a Israel e incluso se la
amplía, extendiéndola a todo el mundo.
Este poema de Isaías ayuda a entender la misión de Jesús de “quitar los pecados
del mundo”. Una misión que implica dos aspectos. El primero, relativo al pueblo
de Israel, consiste en convertirlo al Señor; de hecho, su mensaje inicial será
“convertíos y creed en la buena noticia”. El segundo se refiere al mundo
entero: iluminar a todas las naciones para que la salvación de Dios alcance
hasta el fin del mundo; sus rápidas visitas a Fenicia y la Decápolis, su buena
relación con los despreciados samaritanos, simbolizan y anticipan la misión
universal de la Iglesia, sin fronteras ni muros.
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