13 DE SEPTIEMBRE – DOMINGO –
24ª – SEMANA DEL T. O. – A –
San Juan Crisóstomo
Lectura del libro del Eclesiástico
(27,33–28,9):
Furor
y cólera son odiosos; el pecador los posee. Del vengativo se vengará el Señor y
llevará estrecha cuenta de sus culpas. Perdona la ofensa a tu prójimo, y se te
perdonarán los pecados cuando lo pidas.
¿Cómo puede un hombre guardar rencor a
otro y pedir la salud al Señor? No tiene compasión de su semejante, ¿y pide
perdón de sus pecados? Si él, que es carne, conserva la ira, ¿quién expiará por
sus pecados?
Piensa en tu fin, y cesa en tu enojo; en
la muerte y corrupción, y guarda los mandamientos. Recuerda los mandamientos, y
no te enojes con tu prójimo; la alianza del Señor, y perdona el error.
Salmo: 102,1-2.3-4.9-10.11-12
R/. El Señor es compasivo y misericordioso,
lento a la ira y rico en clemencia
Bendice,
alma mía, al Señor,
y todo mi ser a su santo nombre.
Bendice, alma mía, al Señor,
y no olvides sus beneficios. R/.
Él
perdona todas tus culpas
y cura todas tus enfermedades;
él rescata tu vida de la fosa
y te colma de gracia y de ternura. R/.
No
está siempre acusando
ni guarda rencor perpetuo;
no nos trata como merecen nuestros pecados
ni nos paga según nuestras culpas. R/.
Como
se levanta el cielo sobre la tierra,
se levanta su bondad sobre sus fieles;
como dista el oriente del ocaso,
así aleja de nosotros nuestros delitos. R/.
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a
los Romanos (14,7-9):
Ninguno
de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos,
vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; en la vida y en la
muerte somos del Señor. Para esto murió y resucitó Cristo: para ser Señor de
vivos y muertos.
Lectura del santo evangelio según san Mateo
(18,21-35):
En
aquel tiempo, se adelantó Pedro y preguntó a Jesús:
«Señor, si mi hermano me ofende,
¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?»
Jesús le contesta:
«No te digo hasta siete veces, sino
hasta setenta veces siete.
Y a propósito de esto, el reino de los
cielos se parece a un rey que quiso ajustar las cuentas con sus empleados. Al
empezar a ajustarlas, le presentaron uno que debía diez mil talentos. Como no
tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él con su mujer y sus
hijos y todas sus posesiones, y que pagara así. El empleado, arrojándose a sus
pies, le suplicaba diciendo:
"Ten paciencia conmigo, y te lo
pagaré todo."
El señor tuvo lástima de aquel empleado
y lo dejó marchar, perdonándole la deuda. Pero, al salir, el empleado aquel
encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, agarrándolo, lo
estrangulaba, diciendo:
"Págame lo que me debes.
" El compañero, arrojándose a sus
pies, le rogaba, diciendo:
"Ten paciencia conmigo, y te lo
pagaré."
Pero él se negó y fue y lo metió en la
cárcel hasta que pagara lo que debía. Sus compañeros, al ver lo ocurrido,
quedaron consternados y fueron a contarle a su señor todo lo sucedido. Entonces
el señor lo llamó y le dijo:
"¡Siervo malvado! Toda aquella
deuda te la perdoné porque me lo pediste. ¿No debías tú también tener compasión
de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?"
Y el señor, indignado, lo entregó a los
verdugos hasta que pagara toda la deuda. Lo mismo hará con vosotros mi Padre
del cielo, si cada cual no perdona de corazón a su hermano.»
Perdonar de
corazón.
El domingo
pasado, Jesús hablaba a sus discípulos de la forma de corregirse
fraternalmente. Las lecturas de este domingo hablan del perdón. No a grandes
niveles, sino a nivel individual y personal, que es el que afecta a la inmensa
mayoría de las personas.
Argumentos para perdonar (1ª lectura)
La primera
lectura está tomada del libro del Eclesiástico, que es el único de todo el
Antiguo Testamento cuyo autor conocemos: Jesús ben Sira (siglo II a.C.). Un
hombre culto y estudioso, que dedicó gran parte de su vida a reflexionar sobre
la recta relación con Dios y con el prójimo. En su obra trata infinidad de
temas, generalmente de forma concisa y proverbial, que no se presta a una
lectura precipitada. Eso ocurre con la de hoy a propósito del rencor y el
perdón.
El punto de
partida es desconcertante. La persona rencorosa y vengativa está generalmente
convencida de llevar razón, de que su rencor y su odio están justificados. Ben
Sira le obliga a olvidarse del enemigo y pensar en sí mismo: “Tú también eres
pecador, te sientes pecador en muchos casos, y deseas que Dios te perdone”.
Pero este perdón será imposible mientras no perdones la ofensa de tu prójimo,
le guardes rencor, no tengas compasión de él. Porque «del vengativo se
vengará el Señor».
Del vengativo se vengará el Señor y
llevará estrecha cuenta de sus culpas. Perdona la ofensa a tu prójimo, y
se te perdonarán los pecados cuando lo pidas. ¿Cómo puede un hombre
guardar rencor a otro y pedir la salud al Señor? No tiene compasión de su
semejante, ¿y pide perdón de sus pecados? Si él, que es carne, conserva la
ira, ¿quién expiará por sus pecados?
Si lo anterior no
basta para superar el odio y el deseo de venganza, Ben Sira añade dos sugerencias:
1) piensa en el
momento de la muerte; ¿te gustaría llegar a él lleno de rencor o con la alegría
de haber perdonado?
2) recuerda los
mandamientos y la alianza con el Señor, que animan a no enojarse con el prójimo
y a perdonarle.
[En lenguaje cristiano:
piensa en la enseñanza y el ejemplo de Jesús, que mandó amar a los enemigos y
murió perdonando a los que lo mataban.]
Piensa en tu fin, y cesa en tu enojo; en
la muerte y corrupción, y guarda los mandamientos.
Recuerda los mandamientos, y no te enojes
con tu prójimo; la alianza del Señor, y perdona el error.
Pedro y Lamec
Lo que dice Ben
Sira de forma densa se puede enseñar de forma amena, a través de una
historieta. Es lo que hace el evangelio de Mateo en una parábola exclusiva suya
(no se encuentra en Marcos ni Lucas).
El relato empieza
con una pregunta de Pedro. Jesús ha dicho a los discípulos lo que deben
hacer «cuando un hermano peca» (domingo pasado). Pedro plantea la
cuestión de forma más personal: «Si mi hermano peca contra mí», «si
mi hermano me ofende».
-¿Qué se hace en
este caso?
Un patriarca
anterior al diluvio, Lamec, tenía muy clara la respuesta:
«Por un cardenal mataré a un hombre,
a un joven por una cicatriz.
Si la venganza de Caín valía por siete,
la de Lamec valdrá por setenta y
siete» (Génesis 4,23-24).
Pedro sabe que
Jesús no es como Lamec. Pero imagina que el perdón tiene un límite, no se puede
exagerar. Por eso, dándoselas de generoso, pregunta: «¿Cuántas veces le
tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?» Toma como modelo contrario a Caín: si
él se vengó siete veces, yo perdono siete veces.
Jesús le indica
que debe tomar como modelo contrario a Lamec: si él se vengó setenta y siete
veces, perdona tú setenta y siete veces. (La traducción litúrgica, que es la
más habitual, dice «setenta veces siete»; pero el texto griego se puede
traducir también por setenta y siete, como referencia a Lamec). En cualquier
hipótesis, el sentido es claro: no existe límite para el perdón,
siempre hay que perdonar.
La parábola
Para justificarlo
propone la parábola de los dos deudores. La historia está muy bien construida,
con tres escenas: la primera y tercera se desarrollan en la corte, en presencia
del rey; la segunda, en la calle.
1ª escena (en la corte): el rey y un
deudor.
Y a propósito de esto, el reino de los
cielos se parece a un rey que quiso ajustar las cuentas con sus empleados. Al
empezar a ajustarlas, le presentaron uno que debía diez mil talentos. Como no
tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él con su mujer y sus
hijos y todas sus posesiones, y que pagara así.
El empleado, arrojándose a sus pies, le
suplicaba diciendo:
"Ten paciencia conmigo, y te lo
pagaré todo."
El señor tuvo lástima de aquel empleado
y lo dejó marchar, perdonándole la deuda.
Se subraya:
1) La enormidad
de la deuda; diez mil talentos equivaldrían a 60 millones de denarios,
equivalente a 60 millones de jornales.
2) Las duras
consecuencias para el deudor, al que venden con toda su familia y posesiones.
3) Su
angustia y búsqueda de solución: ten paciencia.
4) La bondad del
monarca, que, en vez de esperar con paciencia, le perdona toda la deuda.
2ª escena (en la calle): el deudor
perdonado se convierte en acreedor
Pero, al salir, el empleado aquel
encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, agarrándolo, lo
estrangulaba, diciendo:
"Págame lo que me debes."
El compañero, arrojándose a sus pies, le
rogaba, diciendo:
"Ten paciencia conmigo, y te
lo pagaré."
Pero él se negó y fue y lo metió en la
cárcel hasta que pagara lo que debía.
Esta escena está
construida en fuerte contraste con la anterior.
1) Los
protagonistas son dos iguales, no un monarca y un súbdito.
2) La deuda, cien
denarios, es ridícula en comparación con los 60 millones.
3) Mientras el
rey se limita a exigir, el acreedor se comporta con extrema
dureza: «agarrándolo, lo estrangulaba».
4) Cuando escucha
la misma petición de paciencia que él ha hecho al rey, en vez de perdonar a su
compañero lo mete en la cárcel.
3ª escena (en la corte): los compañeros,
el rey y el primer deudor.
Sus compañeros, al ver lo ocurrido,
quedaron consternados y fueron a contarle a su señor todo lo sucedido. Entonces
el señor lo llamó y le dijo:
"¡Siervo malvado! Toda
aquella deuda te la perdoné porque me lo pediste. ¿No debías tú también tener
compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?"
Y el señor, indignado, lo entregó a los
verdugos hasta que pagara toda la deuda. Lo mismo hará con vosotros mi
Padre del cielo, si cada cual no perdona de corazón a su hermano.
Dos detalles:
1) La conducta
del deudor-acreedor escandaliza e indigna a sus compañeros, que lo denuncian al
rey. Este detalle, que puede pasar desapercibido, es muy importante: a veces,
cuando una persona se niega a perdonar, intentamos defenderla; sin embargo,
sabiendo lo mucho que a esa persona le ha perdonado Dios, no es tan fácil
justificar su postura.
2) La frase clave
es:
«¿No debías tú también tener compasión
de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?"
Con esto Jesús no sólo ofrece una justificación teológica del perdón, sino también el camino que lo facilita. Si consideramos la ofensa ajena como algo que se produce exclusivamente entre otro y yo, siempre encontraré motivos para no perdonar. Pero si inserto esa ofensa en el contexto más amplio de mis relaciones con Dios, de todo lo que le debemos y Él nos ha perdonado, el perdón del prójimo brota como algo natural y espontáneo. Si ni siquiera así se produce el perdón, habrá que recordar las severas palabras finales de la parábola, muy interesantes porque indican también en qué consiste perdonar setenta y siete veces: en perdonar de corazón.
La diferencia entre la 1ª lectura y el evangelio
Ben Sira enfoca el perdón como un requisito esencial para ser perdonados por
Dios. La parábola del evangelio nos recuerda lo mucho que Dios nos ha
perdonado, que debe ser el motivo para perdonar a los demás.
San Juan Crisóstomo
Patrono de los predicadores – Año 407
A este santo arzobispo
de Constantinopla, la gente le puso el apodo de "Crisóstomo" que
significa: "boca de oro", porque sus predicaciones eran enormemente
apreciadas por sus oyentes. Es el más famoso orador que ha tenido la Iglesia.
Su oratoria no ha sido superada después por ninguno de los demás predicadores.
Nació
en Antioquía (Siria) en el año 347. Era hijo único de un gran militar y de una
mujer virtuosísima, Antusa, que ha sido declarada santa también.
A los
20 años Antusa quedó viuda y aunque era hermosa renunció a un segundo
matrimonio para dedicarse por completo a la educación de su hijo Juan.
Desde
sus primeros años el jovencito demostró tener admirables cualidades de orador,
y en la escuela causaba admiración con sus declamaciones y con las
intervenciones en las academias literarias. La mamá lo puso a estudiar bajo la
dirección de Libanio, el mejor orador de Antioquía, y pronto hizo tales
progresos, que preguntado un día Libanio acerca de quién desearía que fuera su
sucesor en el arte de enseñar oratoria, respondió: "Me gustaría que fuera
Juan, pero veo que a él le llama más la atención la vida religiosa, que la
oratoria en las plazas".
Juan
deseaba mucho irse de monje al desierto, pero su madre le rogaba que no la
fuera a dejar sola. Entonces para complacerla se quedó en su hogar, pero
convirtiendo su casa en un monasterio, o sea viviendo allí como si fuera un
monje, dedicado al estudio y la oración y a hacer penitencia.
Cuando
su madre murió se fue de monje al desierto y allá estuvo seis años rezando,
haciendo penitencias y dedicándose a estudiar la S. Biblia. Pero los ayunos tan
prolongados, la falta total de toda comodidad, los mosquitos, y la
impresionante humedad de esos terrenos le dañaron la salud, y el superior de
los monjes le aconsejó que, si quería seguir viviendo y ser útil a la sociedad
tenía que volver a la ciudad, porque la vida de monje en el desierto no era
para una salud como la suya.
El
llegar otra vez a Antioquía fue ordenado de sacerdote y el anciano Obispo
Flaviano le pidió que lo reemplazara en la predicación. Y empezó pronto a
deslumbrar con sus maravillosos sermones. La ciudad de Antioquía tenía unos
cien mil cristianos, los cuales no eran demasiado fervorosos. Juan empezó a
predicar cada domingo. Después cada tres días. Más tarde cada día y luego
varias veces al día. Los templos donde predicaba se llenaban de bote en bote. Frecuentemente
sus sermones duraban dos horas, pero a los oyentes les parecían unos pocos
minutos, por la magia de su oratoria insuperable. La entonación de su voz era
impresionante. Sus temas, siempre tomados de la S. Biblia, el libro que él leía
día por día, y meditaba por muchas horas. Sus sermones están coleccionados en
13 volúmenes. Son impresionantemente bellos.
Era
un verdadero pescador de almas. Empezaba tratando temas elevados y de pronto
descendía rápidamente como un águila hacia las realidades de la vida diaria. Se
enfrentaba enardecido contra los vicios y los abusos. Fustigaba y atacaba
implacablemente al pecado. Tronaba terrible su fuerte voz contra los que
malgastaban su dinero en lujos e inutilidades, mientras los pobres tiritaban de
frío y agonizaban de hambre.
El
pueblo le escuchaba emocionado y de pronto estallaba en calurosos aplausos, o
en estrepitoso llanto el cual se volvía colectivo e incontenible. Los frutos de
conversión eran visibles.
El emperador Teodosio
decretó nuevos impuestos. El pueblo de Antioquía se disgustó y por ello armó
una revuelta y en el colmo de la trifulca derribaron las estatuas del emperador
y de su esposa y las arrastraron por las calles. La reacción del gobernante fue
terrible. Envió su ejército a dominar la ciudad y con la orden de tomar una
venganza espantosa. Entre la gente cundió la alarma y a todos los invadió el
terror. El Obispo se fue a Constantinopla, la capital, a implorar el perdón del
airado emperador y las multitudes llenaron los templos implorando la ayuda de
Dios.
Y fue
entonces cuando Juan Crisóstomo aprovechó la ocasión para pronunciar ante aquel
populacho sus famosísimos "Discursos de las estatuas" que conmovieron
enormemente a sus miles de oyentes logrando conversiones. Esos 21 discursos fueron
quizás los mejores de toda su vida y lo hicieron famoso en los países de los
alrededores. Su fama llegó hasta la capital del imperio. Y el fervor y la
conversión a que hizo llegar a sus fieles cristianos, obtuvieron que las
oraciones fueran escuchadas por Dios y que el emperador desistiera del castigo
a la ciudad.
En
el año 398, habiendo muerto el arzobispo de Constantinopla, le pareció al
emperador que el mejor candidato para ese puesto era Juan Crisóstomo, pero el
santo se sentía totalmente indigno y respondía que había muchos que eran más
dignos que él para tan alto cargo. Sin embargo, el emperador Arcadio envió a
uno de sus ministros con la orden terminante de llevar a Juan a Constantinopla
aunque fuera a la fuerza. Así que el enviado oficial invitó al santo a que lo
acompañara a las afueras de la ciudad de Antioquía a visitar las tumbas de los
mártires, y entonces dio la orden a los oficiales del ejército de que lo
llevaran a Constantinopla con la mayor rapidez posible, y en el mayor secreto
porque si en Antioquía sabían que les iban a quitar a su predicador se iba a
formar un tumulto inmenso. Y así fue como tuvo que aceptar ser arzobispo.
Apenas
posesionado de su altísimo cargo lo primero que hizo fue mandar quitar de su
palacio todos los lujos. Con las cortinas tan elegantes fabricaron vestidos
para cubrir a los pobres que se morían de frío. Cambió los muebles de lujo por
muebles ordinarios, y con la venta de los otros ayudó a muchos pobres que
pasaban terribles necesidades. El mismo vestía muy sencillamente y comía tan
pobremente como un monje del desierto. Y lo mismo fue exigiendo a sus
sacerdotes y monjes: ser pobres en el vestir, en el comer, y en el mobiliario,
y así dar buen ejemplo y con lo que se ahorraba en todo esto ayudar a los necesitados.
Pronto,
en sus elocuentes sermones empezó a atacar fuertemente el lujo de las gentes en
el vestir y en sus mobiliarios y fue obteniendo que con lo que muchos gastaban
antes en vestidos costosísimos y en muebles ostentosos, lo empezaran a emplear
en ayudar a la gente pobre. El mismo daba ejemplo en esto, y la gente se
conmovía ante sus palabras y su modo tan pobre y mortificado de vivir.
En
aquellos tiempos había una ley de la Iglesia que ordenaba que cuando una
persona se sentía injustamente perseguida podía refugiarse en el templo
principal de la ciudad y que allí no podían ir las autoridades a apresarle. Y
sucedió que una pobre viuda se sintió injustamente perseguida por la emperatriz
Eudoxia y por su primer ministro y se refugió en el templo del Arzobispo. Las
autoridades quisieron ir allí a apresarla, pero San Juan Crisóstomo se opuso y
no lo permitió. Esto disgustó mucho a la emperatriz. Y unos meses más tarde
Eudoxia peleó con su primer ministro y se propuso echarlo a la cárcel. Él
corrió a refugiarse en el templo del arzobispo y aunque la policía de la
emperatriz quiso llevarlo preso, San Juan Crisóstomo no lo permitió. El
ministro que antes había querido llevarse prisionera a una pobre mujer y no
pudo, porque el arzobispo la defendía, ahora se vio él mismo defendido por el
propio santo. Eudoxia ardía de rabia por todo esto y juraba vengarse, pero el
gran predicador gritaba en sus sermones: "¿Cómo puede pretender una
persona que Dios le perdone sus maldades si ella no quiere perdonar a los que
le han ofendido?"
Eudoxia
se unió con un terrible enemigo que tenía Crisóstomo, y era Teófilo de
Alejandría. Este reunió un grupo de los que odiaban al santo y entre todos lo
acusaron de un montón de cosas. Por ej. Que había gastado los bienes de la Iglesia
en repartir ayudas a los pobres. Que prefería comer solo en vez de ir a los
banquetes. Que a los sacerdotes que no se portaban debidamente los amenazaba
con el grave peligro que tenían de condenarse, y que había dicho que la
emperatriz, por las maldades que cometía, se parecía a la pérfida reina
Jetzabel que quiso matar al profeta Elías, etc., etc.
Al
oír estas acusaciones, el emperador, atizado por su esposa Eudoxia, decretó que
Juan quedaba condenado al destierro. Al saber tal noticia, un inmenso gentío se
reunió en la catedral, y Juan Crisóstomo renunció uno de sus más hermosos
sermones. Decía: "¿Qué me destierran? ¿A qué sitio me podrán enviar que no
esté mi Dios allí cuidando de mí? ¿Qué me quitan mis bienes? ¿Qué me pueden
quitar si ya los he repartido todos? ¿Qué me matarán? Así me vuelvo más
semejante a mi Maestro Jesús, y como El, daré mi vida por mis ovejas..."
Ocultamente
fue enviado al destierro, pero sobrevino un terremoto en Constantinopla y
llenos de terror los gobernantes le rogaron que volviera otra vez a la ciudad,
y un inmenso gentío salió a recibirlo en medio de grandes aclamaciones.
Eudoxia,
Teófilo y los demás enemigos no se dieron por vencidos. Inventaron nuevas
acusaciones contra Juan, y aunque el Papa de Roma y muchos obispos más lo
defendían, le enviaron desterrado al Mar Negro. El anciano arzobispo fue
tratado brutalmente por algunos de los militares que lo llevaban prisionero,
los cuales le hacían caminar kilómetros y kilómetros cada día, con un sol
ardiente, lo cual lo debilitó muchísimo. El trece de septiembre, después de
caminar diez kilómetros bajo un sol abrasador, se sintió muy agotado. Se durmió
y vio en sueños que San Basilisco, un famoso obispo muerto hacía algunos años,
se le aparecía y le decía: "Animo, Juan, mañana estaremos juntos". Se
hizo aplicarlos últimos sacramentos; se revistió de los ornamentos de arzobispo
y al día siguiente diciendo estas palabras: "Sea dada gloria a Dios por
todo", quedó muerto. Era el 14 de septiembre del año 404.
Eudoxia
murió unos días antes que él, en medio de terribles dolores.
Al
año siguiente el cadáver del santo fue llevado solemnemente a Constantinopla y
todo el pueblo, precedido por las más altas autoridades, salió a recibirlo
cantando y rezando.
El
Papa San Pío X nombró a San Juan Crisóstomo como Patrono de todos los
predicadores católicos del mundo.
Que
Dios nos siga enviando muchos predicadores como él.
¿Si
Dios está con nosotros, quién podrá contra nosotros? (San Pablo Rom. 8).
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