14 DE ENERO
– DOMINGO –
2 – SEMANA T O - B –
San Félix de Nola
Lectura del
primer libro de Samuel (3,3b-10. 19):
En aquellos días, Samuel estaba acostado en el templo del Señor, donde
estaba el arca de Dios. El Señor llamó a Samuel, y él respondió:
«Aquí estoy.»
Fue corriendo
a donde estaba Elí y le dijo:
«Aquí estoy;
vengo porque me has llamado.»
Respondió
Elí:
«No te he
llamado; vuelve a acostarte.»
Samuel volvió
a acostarse.
Volvió a
llamar el Señor a Samuel. Él se levantó y fue a donde estaba Elí y le dijo:
«Aquí estoy;
vengo porque me has llamado.»
Respondió
Elí:
«No te he
llamado, hijo mío; vuelve a acostarte.»
Aún no
conocía Samuel al Señor, pues no le había sido revelada la palabra del Señor.
Por tercera
vez llamó el Señor a Samuel, y él se fue a donde estaba Elí y le dijo:
«Aquí estoy;
vengo porque me has llamado.»
Elí
comprendió que era el Señor quien llamaba al muchacho, y dijo a Samuel:
«Anda, acuéstate; y si te llama alguien, responde: "Habla, Señor,
que tu siervo te escucha."»
Samuel fue y se acostó en su sitio.
El Señor se presentó y le llamó como antes: «¡Samuel, Samuel!»
Él respondió:
«Habla, que
tu siervo te escucha.»
Samuel
crecía, y el Señor estaba con él; ninguna de sus palabras dejó de cumplirse.
Palabra de Dios
Salmo:39,2.4ab.7.8-9.10
R/. Aquí estoy,
Señor, para hacer tu voluntad
Yo esperaba con ansia al Señor;
él se inclinó y escuchó mi grito;
me puso en la boca un cántico nuevo,
un himno a nuestro Dios. R/.
Tú no quieres sacrificios ni ofrendas,
y, en cambio, me abriste el oído;
no pides sacrificio expiatorio. R/.
Entonces yo digo: «Aquí estoy
–cómo está escrito en mi libro–
para hacer tu voluntad.»
Dios mío, lo quiero, y llevo tu ley en
las entrañas. R/.
He proclamado tu salvación
ante la gran asamblea;
no he cerrado los labios;
Señor, tú lo sabes. R/.
Lectura de la
primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios (6,13c-15a.17-20):
El cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor; y el Señor, para el
cuerpo. Dios, con su poder, resucitó al Señor y nos resucitará también a
nosotros. ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? El que se une
al Señor es un espíritu con él. Huid de la fornicación. Cualquier pecado que
cometa el hombre queda fuera de su cuerpo. Pero el que fornica peca en su
propio cuerpo. ¿O es que no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu
Santo? Él habita en vosotros porque lo habéis recibido de Dios. No os poseéis
en propiedad, porque os han comprado pagando un precio por vosotros. Por tanto,
¡glorificad a Dios con vuestro cuerpo!
Palabra de Dios
Lectura del santo
evangelio según san Juan (1,35-42):
En aquel tiempo, estaba Juan con dos de sus discípulos y, fijándose en Jesús
que pasaba, dice:
«Éste es el
Cordero de Dios.»
Los dos
discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús.
Jesús se
volvió y, al ver que lo seguían, les pregunta:
«¿Qué
buscáis?»
Ellos le
contestaron:
«Rabí (que significa
Maestro), ¿dónde vives?»
Él les dijo:
«Venid y lo
veréis.»
Entonces
fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día; serían las cuatro de
la tarde.
Andrés,
hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron a Juan y siguieron a
Jesús; encuentra primero a su hermano Simón y le dice:
«Hemos
encontrado al Mesías (que significa Cristo).»
Y lo llevó a
Jesús. Jesús se le quedó mirando y le dijo:
«Tú eres
Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que se traduce Pedro).»
Palabra del Señor
Primer profeta y primeros discípulos.
El domingo pasado, leímos el relato del bautismo. Si hubiéramos seguido con
el evangelio de Marcos, lo siguiente serían las tentaciones de Jesús. Pero, en
un prodigio de zapeo litúrgico, cambiamos de evangelio y leemos este domingo un
texto de Juan. El cuarto evangelio no cuenta el bautismo de Jesús ni su
estancia de cuarenta días en el desierto. Pero sí dice que fue a donde estaba
Juan bautizando, y allí entró en contacto con quienes serían sus primeros
discípulos. Para ambientar este episodio, y con fuerte contraste, la primera
lectura cuenta la vocación de Samuel.
La vocación de un profeta (1 Samuel 3,3b-10.19)
Samuel
no es el primer profeta. Antes de él se atribuye el título a Abrahán, y a dos
mujeres: María, la hermana de Moisés, y Débora. Pero el primer gran profeta,
con fuerte influjo en la vida religiosa y política del pueblo, es Samuel. Por
eso, se ha concedido especial interés a contar su vocación, para darnos a
conocer qué es un profeta y cómo se comporta Dios con él.
Literariamente, el pasaje utiliza el frecuente recurso de plantear un
problema (el Señor llama a Samuel sin que este sepa quién lo llama), con dos
intentos fallidos por parte del niño (dos veces acude a Elí) y la solución en
un tercer momento («Habla, Señor, que tu siervo escucha»).
Quien solo lea este episodio conocerá muy poco de Samuel: que es un niño,
está al servicio del sumo sacerdote Elí, duerme en la habitación de al lado, y
todavía no se le había revelado la palabra del Señor. No sabe que su madre lo
consagró al templo de Siló desde pequeño, y que, más tarde, en virtud de su
vocación profética, jugará un papel capital en la introducción de la monarquía
en Israel y en la elección de los dos primeros reyes: Saúl y David.
De los datos que ofrece el texto, el más interesante es la explicación de
por qué Samuel confunde a Yahvé con Elí. «Samuel no conocía todavía al Señor».
¿Cómo es esto posible? Su madre lo dejó en el templo cuando era todavía un
niño, vive con la familia del sumo sacerdote, ha debido de oír hablar de Yahvé
infinidad de veces, escuchar su nombre en cantos y salmos. Samuel debía de
tener una buena formación catequética. A pesar de todo, «no conocía todavía al
Señor, no se le había revelado la palabra del Señor». Una cosa es conocer a
Dios de oídas, por oraciones y lecciones mejor aprendidas, y otra muy distinta
ese contacto profundo con él a través de su palabra.
[Este episodio es fundamental para comprender el de Jesús en el templo con
doce años. Esa edad tenía Samuel, según Flavio Josefo, cuando «todavía no
conocía al Señor». Jesús, en cambio, sabe perfectamente que Dios es su Padre y
que él debe entregarse por completo a cumplir sus planes.]
Cabe el peligro de centrarse en la figura de Samuel y pasar por alto lo
mucho que dice el texto a propósito de Dios. Ante todo, no comunica su voluntad
al pueblo directamente, se sirve de una persona concreta. Al mismo tiempo, se
revela como un ser extraño, desconcertante, que elige para esta misión a un
niño de pocos años y parece jugar con él al ratón y al gato, haciendo que se
levante tres veces de la cama antes de hablarle con claridad.
Además, ese Dios que más tarde se revelará como un ser cercano al profeta,
acompañándolo de por vida, se revela también como un ser exigente, casi cruel,
que le encarga al niño una misión durísima para su edad: condenar al sacerdote
con el que ha vivido desde pequeño y que ha sido para él como un padre. Esto no
se advierte en la lectura de hoy porque la liturgia ha omitido esa sección para
dejarnos con buen sabor de boca.
En resumen, la vocación de un profeta no sólo le cambia la vida, también
nos ayuda a conocer a Dios.
Contacto de Jesús con los primeros discípulos (Juan 1,35-51)
En el cuarto evangelio, Juan no bautiza a Jesús, pero dirige unas palabras
a sus discípulos cuando lo ve venir. Lo que les dice se resume en tres puntos:
1) Es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.
2) Bautiza con Espíritu Santo.
3) Es el Hijo de Dios.
El autor no explica ninguna de estas afirmaciones ni cuenta la reacción del
auditorio. Pero, en los días siguientes, Jesús entra en contacto con Andrés y
un discípulo anónimo (generalmente se piensa en Juan); Andrés le llevará a su
hermano Simón Pedro; Jesús encuentra a Felipe y le ordena: «Sígueme»; y este
anima a Natanael a unirse al grupo (Jn 1,35-51). Es una pena que el evangelio
de este domingo se limite al encuentro con los tres primeros discípulos, porque
el conjunto ofrece un mensaje muy interesante sobre la vocación.
Andrés y el discípulo anónimo (1,35-39)
En el primer encuentro, la iniciativa parte del Bautista que, al ver pasar
a Jesús, dice de él lo mismo que había dicho en su discurso anterior: «Ese es
el cordero de Dios». Entonces fue más concreto: «Ese es el cordero de Dios que
quita el pecado del mundo». La referencia parece clara al personaje del que
habla Isaías 53: uno que salva a su pueblo cargando con sus pecados, y que,
cuando lo condenan a muerte, «como cordero llevado al matadero, como oveja muda
ante el esquilador, no abría la boca» (vv.6-7). Así lo entendió también Lucas
en los Hechos de los Apóstoles. Cuando el eunuco etíope va leyendo este texto
de Isaías y le pregunta al diácono Felipe de quién habla el profeta, este
aprovecha la ocasión para hablarle de Jesús. Y la primera carta de Pedro
recuerda que nos han redimido «con la preciosa sangre de Cristo, Cordero sin
mancha ni tacha» (1 Pe 1,19).
Las palabras de Juan, más que simple información parecen contener una
invitación a sus discípulos a entrar en contacto con ese personaje misterioso.
Juan, con esta actitud de desprendimiento y generosidad, está anticipando lo
que dirá más tarde: «Yo no soy el Mesías, sino que me han enviado por delante
de él. (…) Él debe crecer y yo disminuir» (Jn 3,28.30).
Y los dos discípulos, aunque quizá no entendieron claramente lo que
significaba «Ese es el Cordero de Dios», sintieron gran curiosidad, lo siguen,
y escuchan las primeras palabras que pronuncia Jesús en el evangelio: «¿Qué
buscáis?» No es una pregunta trivial, suena a desafío. Es la pregunta que Jesús
dirige a cualquier lector del evangelio: «¿Qué buscas?». Y el lector se siente
obligado a pensar si ha buscado o busca algo en su vida, o si ha dejado de
buscar. Los dos muchachos podrían decir, con el salmista: «Tu rostro buscaré,
Señor. No me escondas tu rostro». Pero su respuesta es más tímida. Se dirigen a
él con profundo respeto, llamándolo «rabí», y se limitan a preguntarle dónde
vive. Por desgracia, no sabemos de qué hablaron desde las cuatro de la tarde en
adelante.
Andrés y Simón Pedro (1,40-42)
De esa larga conversación cuyo contenido ignoramos, Andrés sacó la
conclusión de que aquella persona era alguien más que el Cordero de Dios, o un
rabí cualquiera. Así lo comunica entusiasmado a su hermano: «Hemos encontrado
al Mesías». ¿Qué quería decir con esto? Ateniéndonos al cuarto evangelio, la
mentalidad popular esperaba del Mesías que realizará numerosos milagros, como
sugiere la gente de Jerusalén: «¿Cuándo venga el Cristo, hará más signos de los
que este ha hecho?» (Jn 7,31). En esta línea prodigiosa, otros piensan que «el
Mesías permanecerá para siempre» (Jn 12,34). Sin embargo, el título de Mesías
tenía por entonces una fuerte carga política, como se advierte en los Salmos
de Salomón 17 y 18, de origen fariseo, procedentes del siglo I a.C. Es
posible que esto fuera lo que más entusiasmara a Andrés e intentara transmitir
a su hermano Simón Pedro.
La pretensión de haber encontrado al Mesías la considerarían absurda muchos
judíos. Los fariseos llevaban más de un siglo pidiendo a Dios que enviara a su
Rey Mesías. ¿Iba a encontrarlo precisamente este pobre muchacho galileo? Sin
embargo, su hermano le hace caso y marcha al encuentro de Jesús.
Tiene lugar entonces una de las escenas más misteriosas. Cuando Andrés y
Simón Pedro llegan ante Jesús, el evangelista introduce una pausa que crea
fuerte tensión: «Jesús se le quedó mirando». ¿Qué siente Jesús al ver a Simón
Pedro? ¿Qué experimenta este al verse examinado por Jesús? Una vez más, el
evangelista omite cualquier comentario.
Jesús no lo saluda. No le pregunta qué busca. No necesita que Andrés se lo
presente. Él sabe quién es y quién es su padre. Inmediatamente, con una
autoridad suprema, le cambia el nombre por Cefas, sin explicarle por qué se lo
cambia ni qué significa ese nombre.
Simón Pedro, a remolque de su hermano Andrés, acude a Jesús pensando
encontrar en él al Mesías. Y este, en vez de entusiasmarlo con un discurso o un
milagro, lo mira fijamente y le cambia el nombre, que es lo más personal que
tenemos. Para un judío, el nombre y la persona se identifican. Lo que advierte
Simón es que ese personaje está disponiendo de él sin consultarlo ni pedirle
permiso. Sin embargo, no reacciona, no pide una explicación ni se rebela. Quien
no lo conozca, imaginará a Simón como un muchacho tímido y callado. Veremos que
no es así.
La escena simboliza el poder de Jesús sobre Simón y una cierta predilección
por él, ya que es el único al que le cambia el nombre. El lector del cuarto
evangelio sabe, desde este momento, que deberá conceder gran importancia a este
personaje.
Dos relatos parecidos y diversos
El contraste entre el evangelio y la vocación de Samuel es enorme. Esta
ocurre en el santuario, de noche, con una voz misteriosa que se repite y un
mensaje que sobrecoge. En el evangelio todo ocurre de forma muy humana, normal:
un boca a boca que va centrando la atención en Jesús, cuando no es él mismo
quien llama, como en el caso (que no se ha leído) de Felipe. Y las reacciones
abarcan desde la simple curiosidad de los dos primeros hasta el escepticismo
irónico de Natanael, pasando por el entusiasmo de Andrés y Felipe. Pero hay
también elementos parecidos.
1. En ambos relatos, la vocación cambia la vida. En adelante, «el Señor
estaba con Samuel», y los discípulos estarán con Jesús. Este cambio se subraya
especialmente en el caso de Pedro, al que Jesús cambia el nombre.
2. La vocación revela a Dios en el caso de Samuel, y a Jesús en el caso de
los discípulos. Cada vocación aporta un dato nuevo sobre la persona de Jesús,
como distintas teselas que terminan formando un mosaico: Juan Bautista lo llama
«Cordero de Dios»; los dos primeros se dirigen a él como Rabí, «maestro»;
Andrés le habla a Pedro del Mesías; Felipe, a Natanael, de aquel al que
describen Moisés y los profetas, Jesús, hijo de José, natural de Nazaret; y el
escéptico Natanael terminará llamándolo «Hijo de Dios, rey de Israel». Es una
pena que la mutilación del texto impida captar este aspecto.
La liturgia nos sitúa al comienzo de la actividad de Jesús. Lo iremos
conociendo cada vez más a través de las lecturas de cada domingo. Pero no
podemos limitarnos a un puro conocimiento intelectual. Como Samuel y los
discípulos, debemos comprometernos con Dios, con Jesús.
«Yo esperaba con ansia al Señor» (Salmo 39)
El Salmo elegido para el día de hoy comienza con las palabras: «Yo esperaba
con ansia al Señor; él se inclinó y escuchó mi grito. Me puso en la boca un
cántico nuevo, un himno a nuestro Dios» (Sal 39,2). Más que a Samuel, estas
palabras se aplican a los futuros apóstoles. Esperaban con ansia al Señor, y
por eso han acudido a escuchar a Juan Bautista. Pero el Señor no se ha limitado
a poner en sus bocas un canto nuevo. Los ha tomado completamente a su servicio.
En la ciudad de Nola, en la Campania (hoy Italia), san Félix, presbítero, el
cual, según cuenta san Paulino, mientras arreciaba la persecución fue
encarcelado y sometido a crueles sevicias. Restablecida la paz, pudo volver
entre los suyos y vivió en la pobreza hasta una venerable ancianidad, como
invicto confesor de la fe (s. III/IV).
Nola es una pequeña y antiquísima ciudad, situada a unos 20 kilómetros de
Nápoles. Allí vio la luz san Félix, cuyo nombre significa "feliz", en
el siglo III. Su padre Hermias era sirio, de profesión militar. Nuestro santo,
en cambio, prefirió ser soldado de Cristo.
Poco sabemos de su infancia y juventud. Padeció las terribles persecuciones
desatadas por Decio y por Valeriano. Por estas circunstancias carecemos de
actas que hubieran podido proporcionar noticias precisas. Los rasgos más
exactos que conocemos a través de san Paulino, poeta y obispo de Nola, quien
escribió su biografía a fines del siglo IV y lo tuvo como santo protector.
También escribieron sobre él Beda, san Agustín y Gregorio Turonense. El papa
san Dámaso le dedicó un poema.
Para destruir la Iglesia, el emperador Decio ordenó prender y procesar
principalmente a los obispos, presbíteros y diáconos. Gobernaba entonces la
grey de Nola el obispo Máximo, cargado de años, quien se refugió en las
montañas de los Apeninos. Félix, que era presbítero, se quedó en la ciudad para
vigilar y proteger a los fieles.
No duró mucho tiempo la seguridad de Félix, pues Nola era una pequeña ciudad
donde todos se conocían y él no disimuló su condición de cristiano. Arrestado y
conducido a la cárcel, lo ataron con cadenas, y así permaneció durante meses.
Por su parte, en las montañas, el obispo Máximo padecía hambre, frío, tristeza
y dolor.
Félix fue un ejemplo de devoción al obispo. Socorrió a Máximo corriendo
gravísimos riesgos y compartió con él la dura experiencia de la persecución.
Habiendo escapado de la furia desatada por Decio, Félix se vio nuevamente
amenazado, junto con toda su comunidad, por las disposiciones que contra los
cristianos dictó el emperador Valeriano, entre los años 256 y 257.
Al morir Máximo quisieron forzar a Félix a ocupar la silla episcopal, pero
él rehusó tal dignidad, prefiriendo continuar como presbítero su misión
evangelizadora. Murió el 14 de enero, se cree que del año 260. Fue enterrado en
Nola y su sepulcro se convirtió en lugar de peregrinación. En Roma le fue
consagrada una basílica.
Los campesinos de su tierra invocan a san Félix de Nola como protector de
los ganados. San Gregorio de Tours ha escrito sobre los numerosos milagros
operados junto a su tumba.
https://www.ewtn.com/spanish/Saints/Felix_de_Nola.htm
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