miércoles, 28 de diciembre de 2016

Párate un momento: El Evangelio del dia 29 DE DICIEMBRE JUEVES OCTAVA DE NAVIDAD Santo Tomas Becket




       29 DE DICIEMBRE JUEVES 
  OCTAVA DE NAVIDAD
Santo Tomas Becket

Evangelio según san Lucas 2, 22-35
       Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarlo al Señor (de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: "todo primogénito varón será consagrado al Señor) y para entregar la oblación (como dice la ley del Señor: "un par de tórtolas o dos pichones).
       Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre honrado y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él.
Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu Santo fue al templo.
    Cuando entraba con el Niño Jesús, sus padres (para cumplir con él lo previsto por la ley), Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:
"Ahora, Señor, según tu promesa,  puedes dejar a tu siervo irse en paz; porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones, y gloria de tu pueblo, Israel'.
Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño.
Simeón lo bendijo diciendo a María, su madre:
"Mira: Este está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma".  

1.  Como queda patente en este evangelio, Jesús nació y fue educado en la religión de sus padres, en la cultura y en las tradiciones de Israel.
Así quedó integrado en las costumbres religiosas del judaísmo. Y en tales costumbres,
con sus seculares tradiciones, fue educado.
Es lo que nos ocurre a todos los mortales.  Pero, como es lógico, en las culturas antiguas —en las que no existía la movilidad y los múltiples medios de comunicación que hoy tenemos—,  la cultura local y las costumbres y tradiciones de un pueblo marcaban a la gente de forma seguramente definitiva. Esto es lo que, sin duda, tuvo que ocurrir con Jesús niño y joven.

2. Por lo dicho, se comprende mejor el cambio asombroso, que tuvo que vivir Jesús, cuando se replanteó y repensó muchas de estas tradiciones religiosas de su pueblo. Porque bien sabemos que Jesús, en su ministerio público,
orientó su vida y sus enseñanzas según criterios muy distintos a los que aquí se dan a entender:
1)           La consagración en el templo de los hombres.
2)           ) La necesaria purificación de las mujeres que tenían hijos.
3)           Las ofrendas a los sacerdotes.
4)           La gloria de Israel sobre las demás naciones.
5)           Y en general, la concepción de la vida santificada desde el templo y el culto religioso, cosas que Jesús nunca enseñó.

Es evidente que, en tiempo de Jesús, la sociedad y la vida de las personas estaban condicionadas y dominadas por los rituales religiosos. Pero los rituales entrañan un peligro, en el que mucha gente no piensa.
Se trata del peligro que consiste en reducir nuestra relación con Dios a sola observancia de los rituales. Cuando ocurre eso, podemos ser personas muy religiosas, pero también personas que se desentienden del sufrimiento de los seres humanos.

3. Jesús tuvo una experiencia religiosa tan profunda y tan determinante, que le hizo cambiar sus criterios, su forma de entender la religión y la vida.
Para Jesús, lo que santifica a los seres humanos es su forma de vivir, su bondad, su coherencia, su honestidad, y sobre todo su fidelidad a lo que Dios quiere: que seamos profundamente humanos, humildes y cercanos a todos nuestros semejantes, sobre todo a quienes más sufren en la vida.
Todo lo demás es importante en la medida en que nos ayuda a lo central de la vida: el respeto,
la tolerancia, la estima y el amor.
Del niño, educado en la santidad del Templo
  de la Ley, al hombre adulto que entró en conflicto mortal con los Sacerdotes, porque les dijo que habían convertido el Templo en "una cueva de bandidos", hay un abismo tan profundo, que solo la fuerza del Espíritu de Dios pudo hacerlo.


Este mártir que entregó su vida por defender los derechos de la religión católica, nació en Londres en 1118.
Era hijo de un empleado oficial, y en sus primeros años fue educado por los monjes del convento de Merton. Después tuvo que trabajar como empleado de un comerciante, al cual acompañaba los días de descanso a hacer largas correrías dedicados a la cacería. Desde entonces adquirió su gran afición por los viajes, aunque fueran por caminos muy difíciles.
Un día persiguiendo una presa de cacería, corrió con tan gran imprudencia que cayó a un canal que llevaba el agua para mover un molino. La corriente lo arrastró y ya iba a morir triturado por las ruedas, cuando, sin saber cómo ni por qué, el molino se detuvo instantáneamente. El joven consideró aquello como un aviso para tomar la vida más en serio.
A los 24 años consiguió un puesto como ayudante del Arzobispo de Inglaterra (el de Canterbury) el cual se dio cuenta de que este joven tenía cualidades excepcionales para el trabajo, y le fue confiando poco a poco oficios más difíciles e importantes. Lo ordenó de diácono y lo encargó de la administración de los bienes del arzobispado. Lo envió varias veces a Roma a tratar asuntos de mucha importancia, y así Tomás llegó a ser el personaje más importante, después del arzobispo, en aquella iglesia de Londres. Monseñor afirmaba que no se arrepentía de haber depositado en él toda su confianza, porque en todas las responsabilidades que se le encomendaban se esmeraba por desempeñarlas lo mejor posible.
Dicen los que lo conocieron que Santo Tomás Becket era delgado de cuerpo, semblante pálido, cabello oscuro, nariz larga y facciones muy varoniles. Su carácter alegre lo hacía atractivo y agradable en su conversación. Sumamente franco, trataba de decir siempre la verdad y de no andar fingiendo lo que no sentía, pero siempre con el mayor respeto. Sabía expresar sus ideas de manera tan clara, que a la gente le gustaba oírle explicar los asuntos de religión porque se le entendía todo fácilmente y bien.
Tomás como buen diplomático había obtenido que el Papa Eugenio Tercero se hiciera muy amigo del rey de Inglaterra, Enrique II, y este en acción de gracias por tan gran favor, nombró a nuestro santo (cuando sólo tenía 36 años) como Canciller o Ministro de Relaciones Exteriores. Tomás puso todas sus cualidades al servicio de tan alto cargo, y llegó a ser el hombre de confianza del rey. Este no hacía nada importante sin consultarle. Su presencia en el gobierno contribuyó a que dictaran leyes muy favorables para el pueblo. Acompañaba a Enrique II en todas sus correrías por el país y por el exterior (pues Inglaterra tenía amplias posesiones en Francia) y procuraba que en todas partes quedara muy en alto el nombre de su gobierno. Y no tenía miedo en corregir también al monarca cuando veía que se estaba extralimitando en sus funciones. Pero siempre de la manera más amigable posible.
En el 1161 murió el Arzobispo Teobaldo, y entonces al rey le pareció que el mejor candidato para ser arzobispo de Inglaterra era Tomás Becket. Este le advirtió que no era digno de tan sublime cargo. Que su genio era violento y fuerte, y que tomaba demasiado en serio sus responsabilidades y que por eso podía tener muchos problemas con el gobierno civil si lo nombraban jefe del gobierno eclesiástico. Pero su confesor decía: "En su vida privada es intachable, y sabe mantener una gran dignidad aún en ocasiones peligrosas y en tentaciones de toda especie". Y un Cardenal de mucha confianza del Sumo Pontífice lo convenció de que debía aceptar, y al fin aceptó.
Cuando el rey empezó a insistirle en que aceptara el oficio de Arzobispo, Santo Tomás le hizo una profecía o un anuncio que se cumplió a la letra. Le dijo así: "Si acepto ser Arzobispo me sucederá que el rey que hasta ahora es mi gran amigo, se convertirá en mi gran enemigo". Enrique no creyó que fuera a suceder así, pero sí sucedió.
Ordenado de sacerdote y luego consagrado como Arzobispo, pidió a sus ayudantes que en adelante le corrigieran con toda valentía cualquier falta que notaran en él. Les decía: "Muchos ojos ven mejor que dos. Si ven en mi comportamiento algo que no está de acuerdo con mi dignidad de arzobispo, les agradeceré de todo corazón si me lo advierten".
Desde que fue nombrado arzobispo (por el Papa Alejandro III) la vida de Tomás cambió por completo. Se levantaba muy al amanecer. Luego dedicaba una hora a la oración y a la lectura de la S. Biblia. Después del desayuno estudiaba otra hora con un doctor en teología, para estar al día en conocimientos religiosos. Cada día repartía él personalmente las limosnas a muchísimos pobres que llegaban al Palacio Arzobispal. Muy pronto ya los pobres que allí recibían ayuda, eran el doble de los que antes iban a pedir limosna.
Cada día tenía algunos invitados a su mesa, pero durante las comidas, en vez de música escuchaba la lectura de algún libro religioso. Casi todos los días visitaba algunos enfermos del hospital. Examinaba rigurosamente la conducta y la preparación de los que deseaban ser sacerdotes, y a los que no estaban bien preparados o no habían hecho los estudios correspondientes no los dejaba ordenarse de sacerdotes, aunque llegaran con recomendaciones del mismo rey.
Tomás había dicho al rey cuando este le propuso el arzobispado: "Ya verá que los envidiosos tratarán de poner enemistades entre nosotros dos. Además, el poder civil tratará de imponer leyes que vayan contra la Iglesia Católica y no podré aceptar eso. Y hasta el mismo rey me pedirá que yo le apruebe ciertos comportamientos suyos, y me será imposible hacerlo". Esto se fue cumpliendo todo exactamente.
El rey se propuso ponerles enormes impuestos a los bienes de la Iglesia Católica. El arzobispo se opuso totalmente a ello, y desde entonces el cariño de Enrique hacía su antiguo canciller Tomás, se apagó casi por completo. Luego pretendió el rey imponer un fuerte castigo a un sacerdote. El arzobispo se opuso, diciendo que al sacerdote lo juzga su superior eclesiástico y no el poder civil. La rabia del mandatario se encendió furiosamente. Enrique redactó una ley en la cual la Iglesia quedaba casi totalmente sujeta al gobierno civil. El arzobispo exclamó: "No permita Dios que yo vaya jamás a aprobar o a firmar semejante ley". Y no la aceptó. ¡Nueva rabia del rey! Enseguida este se propuso que en adelante sería el gobierno civil quien nombrara para ciertos cargos eclesiásticos. Tomás se le opuso terminantemente. Resultado: tuvo que salir del país.
Tomás se fue a Francia a entrevistarse con el Papa Alejandro III y pedirle que lo reemplazara por otro en este cargo tan difícil. "Santo Padre le digo yo soy un pobre hombre orgulloso. Yo no fui nunca digno de este oficio. Por favor: nombre a otro, y yo terminaré mis días dedicado a la oración en un convento". Y se fue a estarse 40 días rezando y meditando en una casa de religiosos.
Pero el Pontífice intervino y obtuvo que entre Enrique y Tomás hicieran las paces. Y así volvió a Inglaterra. Sin embargo, el problema peor estaba por llegar.
Después de seis años de destierro y cuando ya le habían sido confiscados por el rey todos sus bienes y los de sus familiares, el arzobispo Tomás regresó a Inglaterra el 1º de diciembre con el título de "Delegado del Sumo Pontífice". El trayecto desde que desembarcó hasta que llegó a su catedral de Canterbury fue una marcha triunfal. Las gentes aglomeradas a lo lago de la vía lo aclamaban. Las campanas de todas las iglesias repicaban alegremente y parecía que la hora de su triunfo ya había llegado. Pero era otra clase de triunfo distinta la que le esperaba en ese mes de diciembre. La del martirio.
Como él mismo lo había anunciado, los envidiosos empezaron a llevar cuentos y cuentos al rey contra el arzobispo. Y dicen que un día en uno de sus terribles estallidos de cólera, Enrique II exclamó: "No podrá haber más paz en mi reino mientras viva Becket. ¿Será que no hay nadie que sea capaz de suprimir a este clérigo que me quiere hacer la vida imposible?".
Al oír semejante exclamación de labios del mandatario, cuatro sicarios se fueron donde el santo arzobispo resueltos a darle muerte. Estaba él orando junto al altar cuando llegaron los asesinos. Era el 29 de diciembre de 1170. Lo atacaron a cuchilladas. No opuso resistencia. Murió diciendo: "Muero gustoso por el nombre de Jesús y en defensa de la Iglesia Católica". Tenía apenas 52 años.
Se llama apoteosis la glorificación y gran cantidad de honores que se rinden a una persona. La noticia del asesinato de un arzobispo recorrió velozmente Europa causando horror y espanto en todas partes. El Papa Alejandro III lanzó excomunión contar el rey Enrique, el cual profundamente arrepentido duró dos años haciendo penitencia y en el año 1172 fue reconciliado otra vez con su religión y desde entonces se entendió muy bien con las autoridades eclesiásticas. El mártir Tomás consiguió después de su muerte, esto que no había logrado obtener durante su vida.
Tres años después el Sumo Pontífice lo declaró santo, a causa de su martirio y por los muchos milagros que se obraban en su sepulcro.
Dos personajes con nombres de Tomás, ocuparon el cargo de Canciller en Inglaterra, junto con dos reyes de nombre Enrique. Y ambos fueron martirizados por defender a la santa Iglesia Católica. Santo Tomás Becket, martirizado por deseos de Enrique II y Santo Tomás Moro, martirizado por orden del impío rey Enrique VIII.




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