29
DE DICIEMBRE JUEVES
OCTAVA
DE NAVIDAD
Santo
Tomas Becket
Evangelio según san Lucas 2, 22-35
Cuando llegó el tiempo de
la purificación, según la ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para
presentarlo al Señor (de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: "todo
primogénito varón será consagrado al Señor) y para entregar la oblación (como
dice la ley del Señor: "un par de tórtolas o dos pichones).
Vivía entonces en Jerusalén un
hombre llamado Simeón, hombre honrado y piadoso, que aguardaba el consuelo de
Israel; y el Espíritu Santo moraba en él.
Había recibido un oráculo
del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor.
Impulsado por el Espíritu Santo fue al templo.
Cuando entraba con el Niño Jesús, sus padres (para cumplir con él lo
previsto por la ley), Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:
"Ahora, Señor, según
tu promesa, puedes dejar a tu siervo
irse en paz; porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado
ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones, y gloria de tu
pueblo, Israel'.
Su padre y su madre estaban
admirados por lo que se decía del niño.
Simeón lo bendijo diciendo
a María, su madre:
"Mira: Este está
puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera
discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada
te traspasará el alma".
1. Como queda patente en este evangelio, Jesús
nació y fue educado en la religión de sus padres, en la cultura y en las
tradiciones de Israel.
Así
quedó integrado en las costumbres religiosas del judaísmo. Y en tales
costumbres,
con sus seculares
tradiciones, fue educado.
Es
lo que nos ocurre a todos los mortales.
Pero, como es lógico, en las culturas antiguas —en las que no existía la
movilidad y los múltiples medios de comunicación que hoy tenemos—, la cultura local y las costumbres y
tradiciones de un pueblo marcaban a la gente de forma seguramente definitiva.
Esto es lo que, sin duda, tuvo que ocurrir con Jesús niño y joven.
2.
Por lo dicho, se comprende mejor el cambio asombroso, que tuvo que vivir Jesús,
cuando se replanteó y repensó muchas de estas tradiciones religiosas de su
pueblo. Porque bien sabemos que Jesús, en su ministerio público,
orientó su vida y sus
enseñanzas según criterios muy distintos a los que aquí se dan a entender:
1)
La consagración
en el templo de los hombres.
2)
) La necesaria
purificación de las mujeres que tenían hijos.
3)
Las ofrendas a
los sacerdotes.
4)
La gloria de
Israel sobre las demás naciones.
5)
Y en general, la concepción
de la vida santificada desde el templo y el culto religioso, cosas que Jesús
nunca enseñó.
Es
evidente que, en tiempo de Jesús, la sociedad y la vida de las personas estaban
condicionadas y dominadas por los rituales religiosos. Pero los rituales
entrañan un peligro, en el que mucha gente no piensa.
Se
trata del peligro que consiste en reducir nuestra relación con Dios a sola
observancia de los rituales. Cuando ocurre eso, podemos ser personas muy
religiosas, pero también personas que se desentienden del sufrimiento de los
seres humanos.
3.
Jesús tuvo una experiencia religiosa tan profunda y tan determinante, que le
hizo cambiar sus criterios, su forma de entender la religión y la vida.
Para
Jesús, lo que santifica a los seres humanos es su forma de vivir, su bondad, su
coherencia, su honestidad, y sobre todo su fidelidad a lo que Dios quiere: que
seamos profundamente humanos, humildes y cercanos a todos nuestros semejantes, sobre
todo a quienes más sufren en la vida.
Todo
lo demás es importante en la medida en que nos ayuda a lo central de la vida:
el respeto,
la tolerancia, la estima y
el amor.
Del
niño, educado en la santidad del Templo
de la Ley, al hombre adulto que entró en conflicto
mortal con los Sacerdotes, porque les dijo que habían convertido el Templo en
"una cueva de bandidos", hay un abismo tan profundo, que solo la
fuerza del Espíritu de Dios pudo hacerlo.
Este mártir que entregó su vida por
defender los derechos de la religión católica, nació en Londres en 1118.
Era hijo de un empleado oficial, y en sus
primeros años fue educado por los monjes del convento de Merton. Después tuvo
que trabajar como empleado de un comerciante, al cual acompañaba los días de
descanso a hacer largas correrías dedicados a la cacería. Desde entonces
adquirió su gran afición por los viajes, aunque fueran por caminos muy
difíciles.
Un día persiguiendo una presa de cacería,
corrió con tan gran imprudencia que cayó a un canal que llevaba el agua para
mover un molino. La corriente lo arrastró y ya iba a morir triturado por las
ruedas, cuando, sin saber cómo ni por qué, el molino se detuvo instantáneamente.
El joven consideró aquello como un aviso para tomar la vida más en serio.
A los 24 años consiguió un puesto como
ayudante del Arzobispo de Inglaterra (el de Canterbury) el cual se dio cuenta
de que este joven tenía cualidades excepcionales para el trabajo, y le fue
confiando poco a poco oficios más difíciles e importantes. Lo ordenó de diácono
y lo encargó de la administración de los bienes del arzobispado. Lo envió
varias veces a Roma a tratar asuntos de mucha importancia, y así Tomás llegó a
ser el personaje más importante, después del arzobispo, en aquella iglesia de
Londres. Monseñor afirmaba que no se arrepentía de haber depositado en él toda
su confianza, porque en todas las responsabilidades que se le encomendaban se
esmeraba por desempeñarlas lo mejor posible.
Dicen los que lo conocieron que Santo
Tomás Becket era delgado de cuerpo, semblante pálido, cabello oscuro, nariz
larga y facciones muy varoniles. Su carácter alegre lo hacía atractivo y
agradable en su conversación. Sumamente franco, trataba de decir siempre la
verdad y de no andar fingiendo lo que no sentía, pero siempre con el mayor
respeto. Sabía expresar sus ideas de manera tan clara, que a la gente le
gustaba oírle explicar los asuntos de religión porque se le entendía todo
fácilmente y bien.
Tomás como buen diplomático había
obtenido que el Papa Eugenio Tercero se hiciera muy amigo del rey de
Inglaterra, Enrique II, y este en acción de gracias por tan gran favor, nombró
a nuestro santo (cuando sólo tenía 36 años) como Canciller o Ministro de
Relaciones Exteriores. Tomás puso todas sus cualidades al servicio de tan alto
cargo, y llegó a ser el hombre de confianza del rey. Este no hacía nada
importante sin consultarle. Su presencia en el gobierno contribuyó a que
dictaran leyes muy favorables para el pueblo. Acompañaba a Enrique II en todas
sus correrías por el país y por el exterior (pues Inglaterra tenía amplias
posesiones en Francia) y procuraba que en todas partes quedara muy en alto el
nombre de su gobierno. Y no tenía miedo en corregir también al monarca cuando
veía que se estaba extralimitando en sus funciones. Pero siempre de la manera
más amigable posible.
En el 1161 murió el Arzobispo Teobaldo, y
entonces al rey le pareció que el mejor candidato para ser arzobispo de Inglaterra
era Tomás Becket. Este le advirtió que no era digno de tan sublime cargo. Que
su genio era violento y fuerte, y que tomaba demasiado en serio sus
responsabilidades y que por eso podía tener muchos problemas con el gobierno
civil si lo nombraban jefe del gobierno eclesiástico. Pero su confesor decía:
"En su vida privada es intachable, y sabe mantener una gran dignidad aún
en ocasiones peligrosas y en tentaciones de toda especie". Y un Cardenal
de mucha confianza del Sumo Pontífice lo convenció de que debía aceptar, y al
fin aceptó.
Cuando el rey empezó a insistirle en que
aceptara el oficio de Arzobispo, Santo Tomás le hizo una profecía o un anuncio
que se cumplió a la letra. Le dijo así: "Si acepto ser Arzobispo me
sucederá que el rey que hasta ahora es mi gran amigo, se convertirá en mi gran
enemigo". Enrique no creyó que fuera a suceder así, pero sí sucedió.
Ordenado de sacerdote y luego consagrado
como Arzobispo, pidió a sus ayudantes que en adelante le corrigieran con toda
valentía cualquier falta que notaran en él. Les decía: "Muchos ojos ven
mejor que dos. Si ven en mi comportamiento algo que no está de acuerdo con mi
dignidad de arzobispo, les agradeceré de todo corazón si me lo advierten".
Desde que fue nombrado arzobispo (por el
Papa Alejandro III) la vida de Tomás cambió por completo. Se levantaba muy al
amanecer. Luego dedicaba una hora a la oración y a la lectura de la S. Biblia.
Después del desayuno estudiaba otra hora con un doctor en teología, para estar
al día en conocimientos religiosos. Cada día repartía él personalmente las
limosnas a muchísimos pobres que llegaban al Palacio Arzobispal. Muy pronto ya
los pobres que allí recibían ayuda, eran el doble de los que antes iban a pedir
limosna.
Cada día tenía algunos invitados a su
mesa, pero durante las comidas, en vez de música escuchaba la lectura de algún
libro religioso. Casi todos los días visitaba algunos enfermos del hospital.
Examinaba rigurosamente la conducta y la preparación de los que deseaban ser
sacerdotes, y a los que no estaban bien preparados o no habían hecho los
estudios correspondientes no los dejaba ordenarse de sacerdotes, aunque
llegaran con recomendaciones del mismo rey.
Tomás había dicho al rey cuando este le
propuso el arzobispado: "Ya verá que los envidiosos tratarán de poner
enemistades entre nosotros dos. Además, el poder civil tratará de imponer leyes
que vayan contra la Iglesia Católica y no podré aceptar eso. Y hasta el mismo
rey me pedirá que yo le apruebe ciertos comportamientos suyos, y me será
imposible hacerlo". Esto se fue cumpliendo todo exactamente.
El rey se propuso ponerles enormes
impuestos a los bienes de la Iglesia Católica. El arzobispo se opuso totalmente
a ello, y desde entonces el cariño de Enrique hacía su antiguo canciller Tomás,
se apagó casi por completo. Luego pretendió el rey imponer un fuerte castigo a
un sacerdote. El arzobispo se opuso, diciendo que al sacerdote lo juzga su
superior eclesiástico y no el poder civil. La rabia del mandatario se encendió
furiosamente. Enrique redactó una ley en la cual la Iglesia quedaba casi
totalmente sujeta al gobierno civil. El arzobispo exclamó: "No permita
Dios que yo vaya jamás a aprobar o a firmar semejante ley". Y no la
aceptó. ¡Nueva rabia del rey! Enseguida este se propuso que en adelante sería el
gobierno civil quien nombrara para ciertos cargos eclesiásticos. Tomás se le
opuso terminantemente. Resultado: tuvo que salir del país.
Tomás se fue a Francia a entrevistarse
con el Papa Alejandro III y pedirle que lo reemplazara por otro en este cargo tan
difícil. "Santo Padre le digo yo soy un pobre hombre orgulloso. Yo no fui
nunca digno de este oficio. Por favor: nombre a otro, y yo terminaré mis días
dedicado a la oración en un convento". Y se fue a estarse 40 días rezando
y meditando en una casa de religiosos.
Pero el Pontífice intervino y obtuvo que
entre Enrique y Tomás hicieran las paces. Y así volvió a Inglaterra. Sin
embargo, el problema peor estaba por llegar.
Después de seis años de destierro y
cuando ya le habían sido confiscados por el rey todos sus bienes y los de sus
familiares, el arzobispo Tomás regresó a Inglaterra el 1º de diciembre con el
título de "Delegado del Sumo Pontífice". El trayecto desde que
desembarcó hasta que llegó a su catedral de Canterbury fue una marcha triunfal.
Las gentes aglomeradas a lo lago de la vía lo aclamaban. Las campanas de todas
las iglesias repicaban alegremente y parecía que la hora de su triunfo ya había
llegado. Pero era otra clase de triunfo distinta la que le esperaba en ese mes
de diciembre. La del martirio.
Como él mismo lo había anunciado, los
envidiosos empezaron a llevar cuentos y cuentos al rey contra el arzobispo. Y
dicen que un día en uno de sus terribles estallidos de cólera, Enrique II
exclamó: "No podrá haber más paz en mi reino mientras viva Becket. ¿Será
que no hay nadie que sea capaz de suprimir a este clérigo que me quiere hacer
la vida imposible?".
Al oír semejante exclamación de labios
del mandatario, cuatro sicarios se fueron donde el santo arzobispo resueltos a
darle muerte. Estaba él orando junto al altar cuando llegaron los asesinos. Era
el 29 de diciembre de 1170. Lo atacaron a cuchilladas. No opuso resistencia.
Murió diciendo: "Muero gustoso por el nombre de Jesús y en defensa de la
Iglesia Católica". Tenía apenas 52 años.
Se llama apoteosis la glorificación y
gran cantidad de honores que se rinden a una persona. La noticia del asesinato
de un arzobispo recorrió velozmente Europa causando horror y espanto en todas
partes. El Papa Alejandro III lanzó excomunión contar el rey Enrique, el cual
profundamente arrepentido duró dos años haciendo penitencia y en el año 1172
fue reconciliado otra vez con su religión y desde entonces se entendió muy bien
con las autoridades eclesiásticas. El mártir Tomás consiguió después de su
muerte, esto que no había logrado obtener durante su vida.
Tres años después el Sumo Pontífice lo
declaró santo, a causa de su martirio y por los muchos milagros que se obraban
en su sepulcro.
Dos personajes con nombres de Tomás,
ocuparon el cargo de Canciller en Inglaterra, junto con dos reyes de nombre
Enrique. Y ambos fueron martirizados por defender a la santa Iglesia Católica.
Santo Tomás Becket, martirizado por deseos de Enrique II y Santo Tomás Moro,
martirizado por orden del impío rey Enrique VIII.
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