9
DE DICIEMBRE - VIERNES
2ª
- SEMANA DE ADVIENTO
San
Juan Diego
Evangelio según san Mateo 11, 16-19
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente:
“¿A quién se parece esta
generación?
Se parece a los niños
sentados en la plaza que gritan a otros: “Hemos tocado la flauta y no habéis
bailado, hemos cantado lamentaciones y no habéis llorado”.
Porque vino Juan, que ni
comía ni bebía, y dicen: 'Tiene un demonio. Vino el Hijo del Hombre, que come y
bebe, y dicen: 'Ahí tenéis a un comilón y borracho, amigo de publicanos y
pecadores'.
Pero los hechos dan la
razón a la Sabiduría de Dios".
1. Este texto completa el elogio que, según el
evangelio de Mateo, hizo Jesús de Juan: el más grande y lo mejor que puede dar
de sí la condición humana.
A
juicio de Jesús, Juan fue lo más perfecto que puede nacer de una madre. Con su
humanidad y su mezcla de inhumanidad, como nos ocurre a todos los
mortales. Por eso Juan fue un modelo heroico de ejemplaridad profética. Como
fue igualmente un hombre duro y severo, que fustigó y amenazó a pecadores con
el juicio inminente de Dios. De ahí que la vida de Juan estuviera marcada por
la austeridad, la renuncia y la mortificación, como quedó patente en su vida de
hombre del desierto, en su forma de vestir, en su alimentación (Mt 3, 1-4 par),
en las diatribas que lanzaba a sus oyentes con
amenazas, juicios y castigos de un Dios amenazante (Mt 3, 7-10 par).
2. Pero los evangelios testifican que la vida de
Jesús no fue como la de Juan. Jesús no se pasó la vida en el desierto, sino que
convivió con la gente, vive como todo el
mundo y de forma que su vestimenta se la rifaron los que lo mataron (Mc 15, 24;
Jn 19, 23-24), comía como los demás, asistía a bodas (Jn1-11), banquetes y
cenas en casa de pecadores como Zaqueo (Lc 19,5-10) o gentes de mala fama (Lc
15, 1-2; Mc 2, 15), lo mismo que con fariseos notables o en fiestas de personas
más distinguidas (Jn 12, 1-8), si bien lo más destacado es que comía como un
pobre y con los pobres (Mc 6, 35-44; Mt 14;
E-13: Lc 9, 14-17; Jn 6,
1-15; Mc 8, 1-8; Mt 15, 32-39). Y, por supuesto, si algo llamo a la atención,
en las enseñanzas de Jesús, es que, en lugar de amenazar a los pecadores, lo
que hizo fue acoger a todos los extraviados (Lc 15), poner como modelo de fe a personas paganas (Mt 8, 10), elogiar
la ejemplaridad buen samaritano en contraste con la insensibilidad del clero
(Lc 10, 25-37), acogía a las mujeres de mala fama (Lc 7, 37-50; Jn 8, 1-11)
hasta decir que los publicanos y las prostitutas entraban en el Reino de Dios
antes que los sumos sacerdotes (Mt 22, 31; cf. Mt 22, 23).
3.
Todo esto es lo que explica la pequeña historia de los dos grupos de niños que
jugaban en la plaza de un pueblo: unos jugando a boda (los que tocaban la
flauta) y otros jugando a entierro (los que cantaban lamentaciones).
Jesús
compara a Juan con un entierro, mientras que él se identifica con la alegría de
una boda.
La
clave aquí está en que la austeridad de la religión, con frecuencia, deshumaniza,
mientras que la alegría de la vida nos hace más humanos.
Así
fue Jesús: desconcertantemente humano. Solamente entiende y vive el Evangelio
quien lo integra en su vida de forma que así se hace más humano, más íntegro, más coherente, mejor
ciudadano, y sobre todo más sensible al sufrimiento y a la igualdad entre todos
los seres humanos por igual, sean cuales sean nuestras creencias o nuestra
religión.
San
Juan Diego
San Juan Diego Cuauhtlatoatzain, de la
estirpe indígena nativa, varón provisto de una fe purísima, de humildad y
fervor, que logró que se construyera un santuario en honor de la Bienaventurada
María Virgen de Guadalupe, en la colina de Tepeyac, en la ciudad de México, en
donde se le había aparecido la Madre de Dios.
Vida
de San Juan Diego
El Beato Juan Diego, que en 1990 Vuestra
Santidad llamó «el confidente de la dulce Señora del Tepeyac» (L'Osservatore
Romano, 7-8 maggio 1990, p. 5), según una tradición bien documentada nació en
1474 en Cuauhtitlán, entonces reino de Texcoco, perteneciente a la etnia de los
chichimecas. Se llamaba Cuauhtlatoatzin, que en su lengua materna significaba
«Águila que habla», o «El que habla con un águila».
Ya adulto y padre de familia, atraído por
la doctrina de los PP. Franciscanos llegados a México en 1524, recibió el
bautismo junto con su esposa María Lucía. Celebrado el matrimonio cristiano,
vivió castamente hasta la muerte de su esposa, fallecida en 1529. Hombre de fe,
fue coherente con sus obligaciones bautismales, nutriendo regularmente su unión
con Dios mediante la eucaristía y el estudio del catecismo.
El 9 de diciembre de 1531, mientras se
dirigía a pie a Tlatelolco, en un lugar denominado Tepeyac, tuvo una aparición
de María Santísima, que se le presentó como «la perfecta siempre Virgen Santa
María, Madre del verdadero Dios». La Virgen le encargó que en su nombre pidiese
al Obispo capitalino el franciscano Juan de Zumárraga, la construcción de una
iglesia en el lugar de la aparición. Y como el Obispo no aceptase la idea, la
Virgen le pidió que insistiese. Al día siguiente, domingo, Juan Diego volvió a
encontrar al Prelado, quien lo examinó en la doctrina cristiana y le pidió
pruebas objetivas en confirmación del prodigio.
El 12 de diciembre, martes, mientras el
Beato se dirigía de nuevo a la Ciudad, la Virgen se le volvió a presentar y le
consoló, invitándole a subir hasta la cima de la colina de Tepeyac para recoger
flores y traérselas a ella. No obstante, la fría estación invernal y la aridez
del lugar, Juan Diego encontró unas flores muy hermosas. Una vez recogidas las
colocó en su «tilma» y se las llevó a la Virgen, que le mandó presentarlas al
Sr. Obispo como prueba de veracidad. Una vez ante el obispo el Beato abrió su
«tilma» y dejó caer las flores, mientras en el tejido apareció,
inexplicablemente impresa, la imagen de la Virgen de Guadalupe, que desde aquel
momento se convirtió en el corazón espiritual de la Iglesia en México.
El Beato, movido por una tierna y profunda
devoción a la Madre de Dios, dejó los suyos, la casa, los bienes y su tierra y,
con el permiso del Obispo, pasó a vivir en una pobre casa junto al templo de la
«Señora del Cielo». Su preocupación era la limpieza de la capilla y la acogida
de los peregrinos que visitaban el pequeño oratorio, hoy transformado en este
grandioso templo, símbolo elocuente de la devoción mariana de los mexicanos a
la Virgen de Guadalupe.
En espíritu de pobreza y de vida humilde
Juan Diego recorrió el camino de la santidad, dedicando mucho de su tiempo a la
oración, a la contemplación y a la penitencia. Dócil a la autoridad
eclesiástica, tres veces por semana recibía la Santísima Eucaristía.
En la homilía que Vuestra Santidad
pronunció el 6 de mayo de 1990 en este Santuario, indicó cómo «las noticias que
de él nos han llegado elogian sus virtudes cristianas: su fe simple [...], su
confianza en Dios y en la Virgen; su caridad, su coherencia moral, su
desprendimiento y su pobreza evangélica. Llevando una vida de eremita, aquí
cerca de Tepeyac, fue ejemplo de humildad» (Ibídem).
Juan Diego, laico fiel a la gracia divina,
gozó de tan alta estima entre sus contemporáneos que éstos acostumbraban decir
a sus hijos: «Que Dios os haga como Juan Diego».
Circundado de una sólida fama de santidad,
murió en 1548.
Su memoria, siempre unida al hecho de la
aparición de la Virgen de Guadalupe, ha atravesado los siglos, alcanzando la
entera América, Europa y Asia.
El 9 de abril de 1990, ante Vuestra
Santidad fue promulgado en Roma el decreto «de vitae sanctitate et de cultu ab
immemorabili tempore Servo Dei Ioanni Didaco praestito».
El 6 de mayo sucesivo, en esta Basílica,
Vuestra Santidad presidió la solemne celebración en honor de Juan Diego,
decorado con el título de Beato.
Precisamente en aquellos días, en esta
misma arquidiócesis de Ciudad de México, tuvo lugar un milagro por intercesión
de Juan Diego. Con él se abrió la puerta que ha conducido a la actual
celebración, que el pueblo mexicano y toda la Iglesia viven en la alegría y la
gratitud al Señor y a María por haber puesto en nuestro camino al Beato Juan
Diego, que, según las palabras de Vuestra Santidad, «representa todos los
indígenas que reconocieron el evangelio de Jesús» (Ibídem).
Beatísimo Padre, la canonización de Juan
Diego es un don extraordinario no sólo para la Iglesia en México, sino para
todo el Pueblo de Dios.
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