28 DE
AGOSTO – MARTES –
21a SEMANA DEL T. O. – B
Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a los
Tesalonicenses (2,1-3a.14-17):
Os
rogamos, hermanos, a propósito de la venida de nuestro Señor Jesucristo y de
nuestra reunión con él, que no perdáis fácilmente la cabeza ni os alarméis por
supuestas revelaciones, dichos o cartas nuestras, como si afirmásemos que el
día del Señor está encima. Que nadie en modo alguno os desoriente. Dios os
llamó por medio del Evangelio que predicamos, para que sea vuestra la gloria de
nuestro Señor Jesucristo. Así, pues, hermanos, manteneos firmes y conservad las
tradiciones que habéis aprendido de nosotros, de viva voz o por carta. Que
Jesucristo, nuestro Señor, y Dios, nuestro Padre que nos ha amado tanto y nos
ha regalado un consuelo permanente y una gran esperanza, os consuele
internamente y os dé fuerzas para toda clase de palabras y de obras buenas.
Palabra de Dios
Salmo: 95,10.11-12a.12b-13
R/. Llega el Señor a regir la tierra
Decid a
los pueblos: «El Señor es rey,
él
afianzó el orbe, y no se moverá;
él
gobierna a los pueblos rectamente.» R/.
Alégrese
el cielo, goce la tierra,
retumbe
el mar y cuanto lo llena;
vitoreen
los campos y cuanto hay en ellos. R/.
Aclamen
los árboles del bosque,
delante
del Señor, que ya llega,
ya llega
a regir la tierra:
regirá el
orbe con justicia y los pueblos con fidelidad. R/.
Lectura del santo evangelio según san Mateo (23,23-26):
En aquel
tiempo, habló Jesús diciendo:
«¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que pagáis el
décimo de la menta, del anís y del comino, y descuidáis lo más grave de la ley:
el derecho, la compasión y la sinceridad! Esto es lo que habría que practicar,
aunque sin descuidar aquello.
¡Guías ciegos, que filtráis el mosquito y os tragáis el camello!
¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que limpiáis por fuera la copa
y el plato, mientras por dentro estáis rebosando de robo y desenfreno! ¡Fariseo
ciego!, limpia primero la copa por dentro, y así quedará limpia también por
fuera.»
Palabra del Señor
1. El
evangelista pone en boca de Jesús un tercer "Ay" de denuncia y
amenaza, que se refiere al problema del diezmo, la décima parte de los
ingresos, que los israelitas debían pagar al Templo. Se trataba, por tanto, de un impuesto
religioso. En la Biblia, se prescribía un impuesto por los frutos del campo
(Lev 27, 30) y de algunos productos de la siembra (Dt 14,22 s). El dinero que
se recolectaba con estos diezmos iba destinado al Templo, concretamente a los
sacerdotes y empleados. Pero, además de
esto, la Misná había establecido otro segundo diezmo por toda clase de frutos
secos y legumbres. El hecho es que con estos
impuestos se oprimía a la pobre gente trabajadora, en provecho del clero judío.
2. Así
las cosas, lo que Jesús denuncia es la exigencia escrupulosa que ponían los
letrados y fariseos a la hora de exigir el pago de estos impuestos, mientras
que las exigencias éticas básicas, el derecho, la misericordia y la fidelidad, se descuidaban y hasta se
atropellaban de forma escandalosa.
Es impresionante la actualidad que tienen estas
denuncias del evangelio de Mateo. En los
tiempos
actuales,
cuando tantos millones de criaturas humanas
se mueren de hambre por la explotación que sufren de los países ricos y
de las grandes empresas multinacionales, los obispos y el clero ayudan a los
pobres con la caridad, pero se callan cuando la defensa de la justicia y de los
derechos humanos ponen el
peligro
la seguridad y los privilegios que suele tener la Iglesia.
3. El
cuarto ¡Ay! habla directamente de la hipocresía que cuida con esmero la imagen
externa, la apariencia pública, al tiempo que "por dentro" las cosa
están
impresentables. La distinción entre el
interior y el exterior de los vasos era cosa frecuente en tiempos de Jesús. Los
rabinos distinguían incluso entre la cara interna y la cara externa de los
vasos. Lo que les importaba es que por fuera estuvieran limpios. Son conocidas
las controversias que había entre los seguidores de Hillel y los de Schammai
sobre este asunto (J. Neusner), tan ridículo y de tan mala educación. En las
religiones que conocemos es algo que por desgracia, se vive a diario, a veces hasta extremos
difíciles de explicar.
No terminamos de aceptar que lo que importa en
la vida es la sinceridad, la claridad y la autenticidad de nuestras vidas.
SAN AGUSTÍN
(Aurelius Augustinus o Aurelio Agustín de Hipona; Tagaste, hoy Suq
Ahras, actual Argelia, 354 - Hipona, id., 430) Teólogo latino, una de las
máximas figuras de la historia del pensamiento cristiano. Excelentes pintores
han ilustrado la vida de San Agustín recurriendo a una escena apócrifa que no
por serlo resume y simboliza con menos acierto la insaciable curiosidad y la
constante búsqueda de la verdad que caracterizaron al santo africano. En
lienzos, tablas y frescos, estos artistas le presentan acompañado por un niño
que, valiéndose de una concha, intenta llenar de agua marina un agujero hecho
en la arena de la playa. Dicen que San Agustín encontró al chico mientras
paseaba junto al mar intentando comprender el misterio de la Trinidad y que,
cuando trató sonriente de hacerle ver la inutilidad de sus afanes, el niño
repuso: "No ha de ser más difícil llenar de agua este agujero que
desentrañar el misterio que bulle en tu cabeza."
San Agustín de Hipona
San Agustín se esforzó en acceder a la salvación por los caminos de
la más absoluta racionalidad. Sufrió y se extravió numerosas veces, porque es
tarea de titanes acomodar las verdades reveladas a las certezas científicas y
matemáticas y alcanzar la divinidad mediante los saberes enciclopédicos. Y aún
es más difícil si se posee un espíritu ardoroso que no ignora los deleites del
cuerpo. La personalidad de San Agustín de Hipona era de hierro e hicieron falta
durísimos yunques para forjarla.
Biografía
Aurelio Agustín nació en Tagaste, en el África romana, el 13 de
noviembre de 354. Su padre, llamado Patricio, era un funcionario pagano al
servicio del Imperio. Su madre, la dulce y abnegada cristiana Mónica, luego
santa, poseía un genio intuitivo y educó a su hijo en su religión, aunque,
ciertamente, no llegó a bautizarlo. El niño, según él mismo cuenta en sus
Confesiones, era irascible, soberbio y díscolo, aunque excepcionalmente dotado.
Romaniano, mecenas y notable de la ciudad, se hizo cargo de sus estudios, pero
Agustín, a quien repugnaba el griego, prefería pasar su tiempo jugando con
otros mozalbetes. Tardó en aplicarse a los estudios, pero lo hizo al fin porque
su deseo de saber era aún más fuerte que su amor por las distracciones;
terminadas las clases de gramática en su municipio, estudió las artes liberales
en Metauro y después retórica en Cartago.
A los dieciocho años, Agustín tuvo su primera concubina, que le dio
un hijo al que pusieron por nombre Adeodato. Los excesos de ese "piélago
de maldades" continuaron y se incrementaron con una afición desmesurada
por el teatro y otros espectáculos públicos y la comisión de algunos robos;
esta vida le hizo renegar de la religión de su madre. Su primera lectura de las
Escrituras le decepcionó y acentuó su desconfianza hacia una fe impuesta y no
fundada en la razón. Sus intereses le inclinaban hacia la filosofía, y en este
territorio encontró acomodo durante algún tiempo en el escepticismo moderado,
doctrina que obviamente no podía satisfacer sus exigencias de verdad.
Sin embargo, el hecho fundamental en la vida de San Agustín de Hipona
en estos años es su adhesión al dogma maniqueo; su preocupación por el problema
del mal, que lo acompañaría toda su vida, fue determinante en su adhesión al
maniqueísmo, la religión de moda en aquella época. Los maniqueos presentaban
dos sustancias opuestas, una buena (la luz) y otra mala (las tinieblas),
eternas e irreductibles. Era preciso conocer el aspecto bueno y luminoso que
cada hombre posee y vivir de acuerdo con él para alcanzar la salvación.
A San Agustín le seducía este dualismo y la fácil explicación del mal
y de las pasiones que comportaba, pues ya por aquel entonces eran estos los
temas centrales de su pensamiento. La doctrina de Mani o Manes, fundador del
maniqueísmo, se asentaba en un pesimismo radical aún más que el escepticismo,
pero denunciaba inequívocamente al monstruo de la materia tenebrosa enemiga del
espíritu, justamente aquella materia, "piélago de maldades", que
Agustín quería conjurar en sí mismo.
Dedicado a la difusión de esa doctrina, profesó la elocuencia en
Cartago (374-383), Roma (383) y Milán (384). Durante diez años, a partir del
374, vivió Agustín esta amarga y loca religión. Fue colmado de atenciones por
los altos cargos de la jerarquía maniquea y no dudó en hacer proselitismo entre
sus amigos. Se entregó a los himnos ardientes, los ayunos y las variadas
abstinencias y complementó todas estas prácticas con estudios de astrología que
le mantuvieron en la ilusión de haber encontrado la buena senda. A partir del
año 379, sin embargo, su inteligencia empezó a ser más fuerte que el hechizo
maniqueo. Se apartó de sus correligionarios lentamente, primero en secreto y
después denunciando sus errores en público. La llama de amor al conocimiento
que ardía en su interior le alejó de las simplificaciones maniqueas como le
había apartado del escepticismo estéril.
En 384 encontramos a San Agustín de Hipona en Milán ejerciendo de
profesor de oratoria. Allí lee sin descanso a los clásicos, profundiza en los
antiguos pensadores y devora algunos textos de filosofía neoplatónica. La
lectura de los neoplatónicos, probablemente de Plotino, debilitó las
convicciones maniqueístas de San Agustín y modificó su concepción de la esencia
divina y de la naturaleza del mal; igualmente decisivo en la nueva orientación
de su pensamiento serían los sermones de San Ambrosio, arzobispo de Milán, que
partía de Plotino para demostrar los dogmas y a quien San Agustín escuchaba con
delectación, quedando "maravillado, sin aliento, con el corazón
ardiendo". A partir de la idea de que «Dios es luz, sustancia espiritual
de la que todo depende y que no depende de nada», San Agustín comprendió que
las cosas, estando necesariamente subordinadas a Dios, derivan todo su ser de
Él, de manera que el mal sólo puede ser entendido como pérdida de un bien, como
ausencia o no-ser, en ningún caso como sustancia.
Dos años después, la convicción de haber recibido una señal divina
(relatada en el libro octavo de las Confesiones) lo decidió a retirarse con su madre,
su hijo y sus discípulos a la casa de su amigo Verecundo, en Lombardía, donde
San Agustín escribió sus primeras obras. En 387 se hizo bautizar por San
Ambrosio y se consagró definitivamente al servicio de Dios. En Roma vivió un
éxtasis compartido con su madre, Mónica, que murió poco después.
En 388 regresó definitivamente a África. En el 391 fue ordenado
sacerdote en Hipona por el anciano obispo Valerio, quien le encomendó la misión
de predicar entre los fieles la palabra de Dios, tarea que San Agustín cumplió
con fervor y le valió gran renombre; al propio tiempo, sostenía enconado
combate contra las herejías y los cismas que amenazaban a la ortodoxia
católica, reflejado en las controversias que mantuvo con maniqueos, pelagianos,
donatistas y paganos.
Tras la muerte de Valerio, hacia finales del 395, San Agustín fue
nombrado obispo de Hipona; desde este pequeño pueblo pescadores proyectaría su
pensamiento a todo el mundo occidental. Sus antiguos correligionarios
maniqueos, y también los donatistas, los arrianos, los priscilianistas y otros
muchos sectarios vieron combatidos sus errores por el nuevo campeón de la
Cristiandad. Dedicó numerosos sermones a la instrucción de su pueblo, escribió
sus célebres Cartas a amigos, adversarios, extranjeros, fieles y paganos, y
ejerció a la vez de pastor, administrador, orador y juez. Al mismo tiempo
elaboraba una ingente obra filosófica, moral y dogmática; entre sus libros
destacan los Soliloquios, las Confesiones y La ciudad de Dios, extraordinarios
testimonios de su fe y de su sabiduría teológica.
Al caer Roma en manos de los godos de Alarico (410), se acusó al
cristianismo de ser responsable de las desgracias del imperio, lo que suscitó
una encendida respuesta de San Agustín, recogida en La ciudad de Dios, que contiene
una verdadera filosofía de la historia cristiana. Durante los últimos años de
su vida asistió a las invasiones bárbaras del norte de África (iniciadas en el
429), a las que no escapó su ciudad episcopal. Al tercer mes del asedio de
Hipona, cayó enfermo y murió.
La filosofía de San Agustín
El tema central del pensamiento de San Agustín de Hipona es la
relación del alma, perdida por el pecado y salvada por la gracia divina, con
Dios, relación en la que el mundo exterior no cumple otra función que la de
mediador entre ambas partes. De ahí su carácter esencialmente espiritualista,
frente a la tendencia cosmológica de la filosofía griega. La obra del santo se
plantea como un largo y ardiente diálogo entre la criatura y su Creador,
esquema que desarrollan explícitamente sus Confesiones (400).
Si bien el encuentro del hombre con Dios se produce en la charitas
(amor), Dios es concebido como bien y verdad, en la línea del idealismo
platónico. Sólo situándose en el seno de esa verdad, es decir, al realizar el
movimiento de lo finito hacia lo infinito, puede el hombre acercarse a su
propia esencia. Pero su visión pesimista del hombre contribuyó a reforzar el
papel que, a sus ojos, desempeña la gracia divina, por encima del que tiene la
libertad humana, en la salvación del alma. Este problema es el que más
controversias ha suscitado, pues entronca con la cuestión de la predestinación,
y la postura de San Agustín contiene en este punto algunos equívocos.
Mundo, alma y Dios
En sus concepciones sobre la naturaleza y el mundo físico, Agustín de
Hipona parte del hilemorfismo de Aristóteles: los seres se componen de materia
y forma. Pero conforme al ideario cristiano, Agustín introduce el concepto de
creación (Dios creó libremente el mundo de la nada), extraño a la tradición
griega, y enriquece la teoría aristotélica con las llamadas razones seminales:
al crear el mundo, Dios lo dejó en un estado inicial de indeterminación, pero
depositó en la materia una serie de potencialidades latentes comparables a
semillas, que en las circunstancias adecuadas y conforme a un plan divino
originaron los sucesivos seres y fenómenos. De este modo, el mundo evoluciona
con el tiempo, actualizando constantemente sus potencialidades y configurándose
como cosmos.
El ser humano se compone de cuerpo (materia) y alma (forma). Pero
siguiendo ahora a Platón, para Agustín de Hipona cuerpo y alma son sustancias
completas y separadas, y su unión es accidental: el hombre es un alma racional
inmortal que se sirve, como instrumento, de un cuerpo material y mortal; el
santo llegó incluso a usar algunas veces el símil platónico del jinete y el
caballo. Dotada de voluntad, memoria e inteligencia, el alma es una sustancia
espiritual simple e indivisible, cualidades de las que se desprende su
inmortalidad, ya que la muerte es descomposición de las partes.
San Agustín de Hipona (c. 1637), de Rubens
Tal concepto crearía dificultades y dudas en San Agustín a la hora de
establecer el origen del alma (siempre rechazó la noción platónica de la
preexistencia) y conciliarlo con el dogma del pecado original. Si el alma era
generada por los padres al igual que el cuerpo (generacionismo), se entendía
que el pecado original se transmitiese a los descendientes, pero, siendo simple
e indivisible, ¿cómo podía el alma pasar a los hijos? Y si el alma era creada
por Dios en el instante del nacimiento (creacionismo), ¿cómo podía Dios crear
un alma imperfecta, manchada por el pecado original?
Para San Agustín, fe y razón se hallan profundamente vinculadas: sus
célebres aforismos "cree para entender" y "entiende para
creer" (Crede ut intelligas, Intellige ut credas) significan que la fe y
la razón, pese a la primacía de la primera, se iluminan mutuamente. Mediante la
sensación y la razón podemos llegar a percibir cosas concretas y a conocer
algunas verdades necesarias y universales, pero referidas a fenómenos
concretos, temporales. Sólo gracias a una iluminación o poder suplementario que
Dios concede al alma, a la razón, podemos llegar al conocimiento racional
superior, a la sabiduría. Por otra parte, un discurso racional correcto
necesariamente ha de conducir a las verdades reveladas.
De este modo, la razón nos ofrece algunas pruebas de la existencia de
Dios, de entre las que destaca en San Agustín el argumento de las verdades
eternas. Una proposición matemática como, por ejemplo, el teorema de Pitágoras
es necesariamente verdadera y siempre lo será; el fundamento de tal verdad no
puede hallarse en el devenir cambiante del mundo, sino en un ser también
inmutable y eterno: Dios. Dios posee todas las perfecciones en grado sumo; Agustín
destaca entre sus atributos la verdad y la bondad (por influjo de la idea
platónica del bien), aunque establece la inmutabilidad como el atributo del que
derivan lógicamente los demás. La influencia de Platón se hace de nuevo patente
en el llamado ejemplarísimo de San Agustín: Dios posee el conocimiento de la
esencia de todo lo creado; las ideas de cada ser en la mente divina son como
los modelos o ejemplos a partir de los cuales Dios creó a cada uno de los
seres.
Ética y política
El hombre aspira a la felicidad, pero, conforme a la doctrina
cristiana, no puede ser feliz en la tierra; durante su existencia terrenal debe
practicar la virtud para alcanzar la salvación, y gozar así en la otra vida de
la visión beatífica de Dios, única y verdadera felicidad. Aunque para la
salvación es necesario el concurso de la gracia divina, la práctica
perseverante de las virtudes cardinales y teologales es el camino que ha de
seguir el hombre para alejarse de aquella tendencia al mal que el pecado
original ha impreso en su alma.
Agustín de Hipona entiende el mal como no-ser, como carencia de ser.
Siguiendo la tesis ejemplariza, el mundo y los seres que lo forman son buenos
en cuanto que imitación o realización, aunque imperfecta, de las ideas divinas;
no podemos culpar a Dios de sus carencias, ya que Dios les dio el ser, no el
no-ser. Del mismo modo, las malas acciones son actos privados de moralidad;
Dios no puede sino permitir que se cometan, pues lo contrario implicaría
retirar al alma humana su libre albedrío.
Las ideas políticas de Agustín de Hipona deben situarse en el
contexto de la profunda crisis que atravesaba el Imperio romano y de la
acusación lanzada por los paganos de que el cristianismo era la causa de la
decadencia de Roma. San Agustín respondió trazando en La ciudad de Dios una
filosofía de la historia; la palabra "ciudad" ha de entenderse en
esta obra no como conjunto de calles y edificios, sino como el vocablo latino
civitas, es decir, la población o habitantes de una ciudad. Entendiendo el
término en tal sentido, para San Agustín la historia de la humanidad es la de
una lucha entre la ciudad de Dios y la ciudad terrena, la ciudad del bien y la
del mal. Entre los moradores de la ciudad terrenal impera "el amor a sí
mismo hasta el desprecio de Dios"; en la ciudad de Dios, "el amor a
Dios hasta el deprecio de sí mismo".
Remontándose a los ángeles y a Adán y Eva y descendiendo por la
Biblia hasta llegar a Jesucristo y a su propia época, Agustín de Hipona expone
el desarrollo de esta constante pugna. La ciudad de Dios se inició con los
ángeles, y la terrena, con Caín y el pecado original. La historia de la
humanidad se divide en dos grandes épocas: la primera, desde la caída del
hombre hasta Jesucristo, preparó la redención; la segunda, desde Jesucristo
hasta el fin del mundo, cumplirá y realizará la redención, pues el conflicto
entre ambas ciudades proseguirá hasta que, ya en el fin de los tiempos, triunfe
definitivamente la ciudad de Dios.
Desde tal amplia perspectiva, la situación crítica del Imperio romano
(en el que San Agustín ve un instrumento de Dios para facilitar la propagación
de la fe) es solamente otro momento de esa lucha, y más debe atribuirse su
crisis a la pervivencia del paganismo entre los ciudadanos que a la
cristianización; una Roma plenamente cristiana podría pasar a ser un imperio
espiritual y no meramente terrenal. Junto al núcleo que la motiva, se halla en
esta obra su concepto de la familia y la sociedad como positivas derivaciones
de la naturaleza humana (no como resultado de un pacto), así como la noción del
origen divino del poder del gobernante.
Por su vasta y perdurable irradiación, puede afirmarse que Agustín de
Hipona figura entre los pensadores más influyentes de la tradición occidental;
es preciso saltar hasta Santo Tomás de Aquino (siglo XIII) para encontrar un
filósofo de su misma talla. Toda la filosofía y la teología medieval, hasta el
siglo XII, fue básicamente agustiniana; los grandes temas de San Agustín
-conocimiento y amor, memoria y presencia, sabiduría- dominaron la teología
cristiana hasta la escolástica tomista. Lutero recuperó, transformándola, su
visión pesimista del hombre pecador, y los seguidores de Jansenio, por su
parte, se inspiraron muy a menudo en el Augustinus, libro en cuyas páginas se
resumían las principales tesis del filósofo de Hipona.
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