21 de Junio – VIERNES –
11ª – SEMANA DEL T. O. – C –
Lectura
de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Corintios (11,18.21b-30):
Son tantos los que presumen de títulos humanos, que también yo
voy a presumir. Pues, si otros se dan importancia, hablo disparatando, voy a
dármela yo también.
- ¿Qué
son hebreos?, también yo;
- ¿qué
son linaje de Israel?, también yo;
- ¿qué
son descendientes de Abrahán?, también yo;
- ¿qué
si ven a Cristo?, voy a decir un disparate: mucho más yo.
Les
gano en fatigas, les gano en cárceles, no digamos en palizas y en peligros de
muerte, muchísimos; los judíos me han azotado cinco veces, con los cuarenta
golpes menos uno; tres veces he sido apaleado, una vez me han apedreado, he
tenido tres naufragios y pasé una noche y un día en el agua.
Cuántos
viajes a pie, con peligros de ríos, con peligros de bandoleros, peligros entre
mi gente, peligros entre gentiles, peligros en la ciudad, peligros en
despoblado, peligros en el mar, peligros con los falsos hermanos.
Muerto
de cansancio, sin dormir muchas noches, con hambre y sed, a menudo en ayunas,
con frío y sin ropa. Y, aparte todo lo demás, la carga de cada día, la
preocupación por todas las Iglesias.
- ¿Quién
enferma sin que yo enferme?; - ¿quién cae sin que a mí me dé fiebre?
Si
hay que presumir, presumiré de lo que muestra mi debilidad.
Palabra
de Dios
Salmo:
33,2-3.4-5.6-7
R/.
El Señor libra a los justos de sus angustias
Bendigo al Señor en todo momento,
su alabanza está siempre
en mi boca;
mi alma se gloría en el
Señor:
que los humildes lo
escuchen y se alegren. R/.
Proclamad conmigo la grandeza del Señor,
ensalcemos juntos su
nombre.
Yo consulté al Señor y
me respondió,
me libró de todas mis
ansias. R/.
Contempladlo y quedaréis radiantes,
vuestro rostro no se
avergonzará.
Si el afligido invoca al
Señor,
él lo escucha y lo salva
de sus angustias. R/.
Lectura
del santo evangelio según san Mateo (6,19-23):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«No
atesoréis tesoros en la tierra, donde la polilla y la carcoma los roen, donde
los ladrones abren boquetes y los roban. Atesorad, tesoros en el cielo, donde
no hay polilla ni carcoma que se los coman ni ladrones que abran boquetes y
roben. Porque donde está tu tesoro allí está tu corazón.
La
lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, tu cuerpo entero tendrá luz;
si tu ojo está enfermo, tu cuerpo entero estará a oscuras. Y si la única luz
que tienes está oscura, ¡cuánta será la oscuridad!»
Palabra
del Señor
1.
Es una cosa bien sabida que la estructura económica de las sociedades mediterráneas
del siglo primero era completamente distinta de la estructura económica que
tenemos en la actualidad. Pero Jesús no habla aquí de la organización económica
de las sociedades de su tiempo. Jesús
se refiere a la relación de cada ser humano con la posesión de bienes. Tal
relación está determinada por el "deseo", que, cuando es desmedido,
se traduce en "codicia".
El problema que hoy tenemos es que,
cuando la economía tiene un alcance y un
volumen global, vivimos sobre un volcán
espantoso. El volcán de la codicia
global. Y sabemos que la economía, la gestión del capital y las finanzas, todo
eso está pensado y es llevado de manera, que -en definitiva- lo que se hace es
fomentar la lava mortal del volcán. Por
eso, cada año hay más riqueza y, al
mismo tiempo, más y más sufrimiento.
2.
Hoy vivimos en tales condiciones económicas, que la economía no puede
funcionar si no es sobre la base de
fomentar y potenciar la codicia global.
Porque el capital determinante no es
el capital productivo, sino el capital financiero. El capital productivo es el
que se dedica a producir bienes de uso y
consumo. El capital financiero es el que se destina a acumular riqueza,
mediante operaciones en bolsa, en los
mercados financieros, a través de las inversiones que hacen los bancos, etc.
Aquí es donde se sitúan los mercados
de los
que tanto se habla en la actualidad. Y en los mercados estamos metidos de lleno todos los que depositamos nuestro dinero en los bancos o
cajas de ahorros.
3.
No está al alcance de los ciudadanos cambiar el sistema económico vigente. Lo que sí podemos (y tenemos que)
hacer es reeducar nuestra relación con el dinero.
La finalidad del dinero debe ser la
productividad, no la acumulación.
Es evidente que la crisis económica
actual es una desgracia criminal y canalla, que está causando sufrimientos indecibles.
Pero también tendríamos que pensar que
esta crisis es una ocasión privilegiada para modificar el sistema
económico vigente y dominante.
Es urgente que cada cual repiense cómo
se relaciona, no ya con el dinero, sino con la acumulación de dinero.
No se puede tolerar que, en este momento y cuando sufrimos las peores
consecuencias de la crisis, la distancia entre lo que ganan los más ricos y lo
que pueden conseguir millones de ciudadanos se hace cada día más grande.
Unos pocos se están enriqueciendo
asombrosamente a costa del empobrecimiento galopante del resto.
- ¿Tenemos en esto la conciencia tranquila?
San Luis Gonzaga
Memoria de san Luis Gonzaga,
religioso, quien, nacido de nobilísima estirpe y admirable por su inocencia,
renunció a favor de su hermano el principado que le correspondía e ingresó en
la Compañía de Jesús, sucumbiendo, apenas adolescente, por haber asistido
durante una grave epidemia a enfermos contagiados.
Vida de San Luis Gonzaga
San Luis Gonzaga, nació el 9 de marzo, de 1568, en el castillo de
Castiglione delle Stivieri, en la Lombardia. Hijo mayor de Ferrante, marqués de
Chatillon de Stiviéres en Lombardia y príncipe del Imperio y Marta Tana Santena
(Doña Norta), dama de honor de la reina de la corte de Felipe II de España,
donde también el marqués ocupaba un alto cargo. La madre, habiendo llegado a
las puertas de la muerte antes del nacimiento de Luis, lo había consagrado a la
Santísima Virgen y llevado a bautizar al nacer. Por el contrario, a don
Ferrante solo le interesaba su futuro mundano, que fuese soldado como él.
Desde que el niño tenía cuatro años, jugaba con cañones y
arcabuces en miniatura y, a los cinco, su padre lo llevó a Casalmaggiore, donde
unos tres mil soldados se ejercitaban en preparación para la campaña de la
expedición española contra Túnez. Durante su permanencia en aquellos cuarteles,
que se prolongó durante varios meses, el pequeño Luis se divertía en grande al
encabezar los desfiles y en marchar al frente del pelotón con una pica al
hombro.
En cierta ocasión, mientras las tropas descansaban, se las arregló
para cargar una pieza de la artillería, sin que nadie lo advirtiera, y
dispararla, con la consiguiente alarma en el campamento. Rodeado por los
soldados, aprendió la importancia de ser valiente y del sacrificio por grandes
ideales, pero también adquirió el rudo vocabulario de las tropas. Al regresar
al castillo, las repetía cándidamente.
Su tutor lo reprendió, haciéndole ver que aquel lenguaje no sólo
era grosero y vulgar, sino blasfemo. Luis se mostró sinceramente avergonzado y
arrepentido de modo que, comprendiendo que aquello ofendía a Dios, jamás volvió
a repetirlo.
Despierta su vida espiritual
Apenas contaba siete años cuando experimentó lo que podría
describirse mejor como un despertar espiritual. Siempre había dicho sus
oraciones matinales y vespertinas, pero desde entonces y por iniciativa propia,
recitó a diario el oficio de Nuestra Señora, los siete salmos penitenciales y
otras devociones, siempre de rodillas y sin cojincillo. Su propia entrega a
Dios en su infancia fue tan completa que, según su director espiritual, San
Roberto Belarmino, y tres de sus confesores, nunca, en toda su vida, cometió un
pecado mortal.
En 1577 su padre lo llevó con su hermano Rodolfo a Florencia,
Italia, dejándolos al cargo de varios tutores, para que aprendiesen el latín y
el idioma italiano puro de la Toscana. Cualesquiera que hayan sido sus
progresos en estas ciencias seculares, no impidieron que Luis avanzara a
grandes pasos por el camino de la santidad y, desde entonces, solía llamar a
Florencia, "la escuela de la piedad".
Un día que la marquesa contemplaba a sus hijos en oración,
exclamó: «Si Dios se dignase escoger a uno de vosotros para su servicio,
"¡qué dichosa sería yo!". Luis le dijo al oído: «Yo seré el que Dios
escogerá.». Desde su primera infancia se había entregado a la Santísima Virgen.
A los nueve años, en Florencia, se unió a Ella haciendo el voto de virginidad.
Después resolvió hacer una confesión general, de la que data lo que él llama
«su conversión».
A los doce años había llegado al más alto grado de contemplación.
A los trece, el obispo San Carlos Borromeo, al visitar su diócesis, se encontró
con Luis, maravillándose de que en medio de la corte en que vivía, mostrase
tanta sabiduría e inocencia, y le dio él mismo la primera comunión.
Fue muy puro y exigente consigo
mismo
Obligado por su rango a presentarse con frecuencia en la corte
del gran ducado, se encontró mezclado con aquellos que, según la descripción de
un historiador, "formaban una sociedad para el fraude, el vicio, el
crimen, el veneno y la lujuria en su peor especie". Pero para un alma tan
piadosa como la de Luis, el único resultado de aquellos ejemplos funestos fue
el de acrecentar su celo por la virtud y la castidad.
A fin de librarse de las tentaciones, se sometió a una disciplina
rigurosísima. En su celo por la santidad y la pureza, se dice que llegó a
hacerse grandes exigencias como, por ejemplo, mantener baja la vista siempre
que estaba en presencia de una mujer. Sea cierto o no, hay que cuidarse de no
abusar de estos relatos para crear una falsa imagen de Luis o de lo que es la
santidad. No es extraño que, en los primeros años, después de una seria decisión
por Cristo, se cometan errores al quererse encaminar por la entrega total en
una vida diferente a la que lleva el mundo. El mismo fundador de los Jesuitas
explica que en sus primeros años cometió algunos excesos que después supo
equilibrar y encausar mejor. Lo admirable es la disponibilidad de su corazón,
dispuesto a todo para librarse del pecado y ser plenamente para Dios. Además,
hay que saber que algunos vicios e impurezas requieren grandes penitencias. San
Luis quiso, al principio, imitar los remedios que leía de los padres del
desierto.
Algunos hagiógrafos nos pintan una vida del santo algo delicada
que no corresponde a la realidad. Quizás, ante un mundo que tiene una falsa
imagen de ser hombre, algunos no comprenden como un joven varonil pueda ser
santo. La realidad es que se es verdaderamente hombre a la medida que se es
santo. Sin duda a Luis le atraían las aventuras militares de las tropas entre
las que vivió sus primeros años y la gloria que se le ofrecía en su familia,
pero de muy joven comprendió que había un ideal más grande y que requería más
valor y virtud.
Fue en Montserrat donde se
decidió la vocación de Luis.
Hacía poco más de dos años que los jóvenes Gonzaga vivían en
Florencia, cuando su padre los trasladó con su madre a la corte del duque de
Mántua, quien acababa de nombrar a Ferrante gobernador de Montserrat. Esto
ocurría en el mes de noviembre de 1579, cuando Luis tenía once años y ocho
meses. En el viaje Luis estuvo a punto de morir ahogado al pasar el río Tessin,
crecido por las lluvias. La carroza se hizo pedazos y fue a la deriva.
Providencialmente, un tronco detuvo a los náufragos. Un campesino que pasaba
vio el peligro en que se hallaban y les salvó.
Una dolorosa enfermedad renal que le atacó por aquel entonces, le
sirvió de pretexto para suspender sus apariciones en público y dedicar todo su
tiempo a la plegaria y la lectura de la colección de "Vidas de los
Santos" por Surius. Pasó la enfermedad, pero su salud quedó quebrantada
por trastornos digestivos tan frecuentes, que durante el resto de su vida tuvo
dificultades en asimilar los diarios alimentos.
Otros libros que leyó en aquel período de reclusión son, Las
cartas de Indias, sobre las experiencias de los misioneros jesuitas en aquel
país, le suscitó la idea de ingresar en la Compañía de Jesús a fin de trabajar
por la conversión de los herejes y Compendio de la doctrina espiritual de fray
Luis de Granada. Como primer paso en su futuro camino de misionero, aprovechó
las vacaciones veraniegas que pasaba en su casa de Castiglione para enseñar el
catecismo a los niños pobres del lugar.
En Casale-Monferrato, donde pasaba el invierno, se refugiaba
durante horas enteras en las iglesias de los capuchinos y los barnabitas; en
privado comenzó a practicar las mortificaciones de un monje: ayunaba tres días
a la semana a pan y agua, se azotaba con el látigo de su perro, se levantaba a
mitad de la noche para rezar de rodillas sobre las losas desnudas de una
habitación en la que no permitía que se encendiese fuego, por riguroso que
fuera el tiempo.
Fue inútil que su padre le combatiese en estos deseos. En la
misma corte, Luis vivía como un religioso, sometiéndose a grandes penitencias.
A pesar de que ya había recibido sus investiduras de manos del emperador,
mantenía la firme intención de renunciar a sus derechos de sucesión sobre el
marquesado de Castiglione en favor de su hermano.
Madrid
En 1581, se dio a Ferrante la comisión de escoltar a la
emperatriz María de Austria en su viaje de Bohemia a España. La familia
acompañó a Ferrante y, al llegar a España, Luis y su hermano Rodolfo fueron
designados pajes de Don Diego, príncipe de Asturias. A pesar de que Luis, obligado
por sus deberes, atendía al joven infante y participaba en sus estudios, nunca
omitió o disminuyó sus devociones.
Cumplía estrictamente con la hora diaria de meditación que se
había prescrito, no obstante que para llegar a concentrarse, necesitaba a veces
varias horas de preparación. Su seriedad, espiritualidad y circunspección,
extrañas en un adolescente de su edad, fueron motivo para que algunos de los
cortesanos comentaran que el joven marqués de Castiglione no parecía estar
hecho de carne y hueso como los demás.
Resuelto a unirse a la Compañía
de Jesús
El día de la Asunción del año 1583, en el momento de recibir la
sagrada comunión en la iglesia de los padres jesuitas, de Madrid, oyó
claramente una voz que le decía: «Luis, ingresa en la Compañía de Jesús.»
Primero, comunicó sus proyectos a su madre, quien los aprobó en
seguida, pero en cuanto ésta los participó a su esposo, este montó en cólera a
tal extremo, que amenazó con ordenar que azotaran a su hijo hasta que
recuperase el sentido común. A la desilusión de ver frustrados sus sueños sobre
la carrera militar de Luis, se agregaba en la mente de Ferrante la sospecha de
que la decisión de su hijo era parte de un plan urdido por los cortesanos para
obligarle a retirarse del juego en el que había perdido grandes cantidades de
dinero.
De todas maneras, Ferrante persistía en su negativa hasta que,
por mediación de algunos de sus amigos, accedió de mala gana a dar
consentimiento provisional. La temprana muerte del infante Don Diego vino
entonces a librar a los hermanos Gonzaga de sus obligaciones cortesanas y,
luego de una estancia de dos años en España, regresaron a Italia en julio de
1584.
Al llegar a Castiglione se reanudaron las discusiones sobre el
futuro de Luis y éste encontró obstáculos a su vocación, no sólo en la tenaz
negativa de su padre, sino en la oposición de la mayoría de sus parientes,
incluso el duque de Mántua. Acudieron a parlamentar eminentes personajes
eclesiásticos y laicos que recurrieron a las promesas y las amenazas a fin de
disuadir al muchacho, pero no lo consiguieron.
Ferrante hizo los preparativos para enviarle a visitar todas las
cortes del norte de Italia y, terminada esta gira, encomendó a Luis una serie
de tareas importantes, con la esperanza de despertar en él nuevas ambiciones
que le hicieran olvidar sus propósitos. Pero no hubo nada que pudiese doblegar
la voluntad de Luis. Luego de haber dado y retirado su consentimiento muchas
veces, Ferrante capituló por fin, al recibir el consentimiento imperial para la
transferencia de los derechos de sucesión a Rodolfo y escribió al padre Claudio
Aquaviva, general de los jesuitas, diciéndole: «Os envío lo que más amo en el
mundo, un hijo en el cual toda la familia tenía puestas sus esperanzas.»
El Noviciado
Inmediatamente después, Luis partió hacia Roma y, el 25 de
noviembre de 1585, ingresó al noviciado en la casa de la Compañía de Jesús, en
Sant'Andrea. Acababa, de cumplir los dieciocho años. Al tomar posesión de su
pequeña celda, exclamó espontáneamente: "Este es mi descanso para siempre;
aquí habitaré, pues así lo he deseado" (Salmo cxxxi-14). Sus austeridades,
sus ayunos, sus vigilias habían arruinado ya su salud hasta el extremo de que
había estado a punto de perder la vida.
Sus maestros habían de vigilarlo estrechamente para impedir que
se excediera en las mortificaciones. Al principio, el joven tuvo que sufrir
otra prueba cruel: las alegrías espirituales que el amor de Dios y las bellezas
de la religión le habían proporcionado desde su más tierna infancia,
desaparecieron.
Seis semanas después murió Don Fernante. Desde el momento en que
su hijo Luis abandonó el hogar para ingresar en la Compañía de Jesús, había
transformado completamente su manera de vivir. El sacrificio de Luis había sido
un rayo de luz para el anciano
No hay mucho más que decir sobre San Luis durante los dos años
siguientes, fuera de que, en todo momento, dio pruebas de ser un novicio
modelo. Al quedar bajo las reglas de la disciplina, estaba obligado a
participar en los recreos, a comer más y a distraer su mente. Además, por
motivo de su salud delicada, se le prohibió orar o meditar fuera de las horas
fijadas para ello: Luis obedeció, pero tuvo que librar una recia lucha consigo
mismo para resistir el impulso a fijar su mente en las cosas celestiales.
Por consideración a su precaria salud, fue trasladado de Milán
para que completase en Roma sus estudios teológicos. Sólo Dios sabe de qué
artificios se valió para que le permitieran ocupar un cubículo estrecho y
oscuro, debajo de la escalera y con una claraboya en el techo, sin otros
muebles que un camastro, una silla y un estante para los libros.
Luis suplicaba que se le permitiera trabajar en la cocina, lavar
los platos y ocuparse en las tareas más serviles. Cierto día, hallándose en Milán,
en el curso de sus plegarias matutinas, le fue revelado que no le quedaba mucho
tiempo por vivir. Aquel anuncio le llenó de júbilo y apartó aún más su corazón
de las cosas de este mundo.
Durante esa época, con frecuencia en las aulas y en el claustro
se le veía arrobado en la contemplación; algunas veces, en el comedor y durante
el recreo caía en éxtasis. Los atributos de Dios eran los temas de meditación
favoritos del santo y, al considerarlos, parecía impotente para dominar la
alegría desbordante que le embargaba.
Una epidemia
En 1591, atacó con violencia a la población de Roma una epidemia
de fiebre. Los jesuitas, por su cuenta, abrieron un hospital en el que todos
los miembros de la orden, desde el padre general hasta los hermanos legos, prestaban
servicios personales.
Luis iba de puerta en puerta con un zurrón, mendigando víveres
para los enfermos. Muy pronto, después de implorar ante sus superiores, logró
cuidar de los moribundos. Luis se entregó de lleno, limpiando las llagas,
haciendo las camas, preparando a los enfermos para la confesión.
Luis contrajo la enfermedad. Había encontrado un enfermo en la
calle y, cargándolo sobre sus espaldas, lo llevó al hospital donde servía.
Pensó que iba a morir y, con grandes manifestaciones de gozo (que
más tarde lamentó por el escrúpulo de haber confundido la alegría con la
impaciencia), recibió el viático y la unción. Contrariamente a todas las
predicciones, se recuperó de aquella enfermedad, pero quedó afectado por una
fiebre intermitente que, en tres meses, le redujo a un estado de gran
debilidad.
Luis vio que su fin se acercaba y escribió a su madre: «Alegraos,
Dios me llama después de tan breve lucha. No lloréis como muerto al que vivirá
en la vida del mismo Dios. Pronto nos reuniremos para cantar las eternas
misericordias.» En sus últimos momentos no pudo apartar su mirada de un pequeño
crucifijo colgado ante su cama.
En todas las ocasiones que le fue posible, se levantaba del
lecho, por la noche, para adorar al crucifijo, para besar una tras otra, las
imágenes sagradas que guardaba en su habitación y para orar, hincado en el
estrecho espacio entre la cama y la pared. Con mucha humildad pero con tono
ansioso, preguntaba a su confesor, San Roberto Belarmino, si creía que algún
hombre pudiese volar directamente, a la presencia de Dios, sin pasar por el
purgatorio. San Roberto le respondía afirmativamente y, como conocía bien el
alma de Luis, le alentaba a tener esperanzas de que se le concediera esa
gracia.
En una de aquellas ocasiones, el joven cayó en un arrobamiento
que se prolongó durante toda la noche, y fue entonces cuando se le reveló que
habría de morir en la octava del Corpus Christi. Durante todos los días
siguientes, recitó el "Te Deum" como acción de gracias.
Algunas veces se le oía gritar las palabras del Salmo: "Me
alegré porque me dijeron: ¡Iremos a la casa del Señor!" (Salmo Cxxi - 1).
En una de esas ocasiones, agregó: "¡Ya vamos con gusto, Señor, con mucho
gusto!" Al octavo día parecía estar tan mejorado, que el padre rector
habló de enviarle a Frascati. Sin embargo, Luis afirmaba que iba a morir antes
de que despuntara el alba del día siguiente y recibió de nuevo el viático. Al
padre provincial, que llegó a visitarle, le dijo:
-¡Ya nos vamos, padre; ya nos vamos ...! -¿A dónde, Luis? -¡Al
Cielo! -¡Oigan a este joven! -exclamó el provincial- Habla de ir al cielo como
nosotros hablamos de ir a Frascati.
Al caer la tarde, se diagnosticó que el peligro de muerte no era
inminente y se mandó a descansar a todos los que le velaban, con excepción de
dos. A instancias de Luis, el padre Belarmino rezó las oraciones para la
muerte, antes de retirarse. El enfermo quedó inmóvil en su lecho y sólo en
ocasiones murmuraba: "En Tus manos, Señor. . ."
Entre las diez y las once de aquella noche se produjo un cambio
en su estado y fue evidente que el fin se acercaba. Con los ojos clavados en el
crucifijo y el nombre de Jesús en sus labios, expiró alrededor de la
medianoche, entre el 20 y el 21 de junio de 1591, al llegar a la edad de
veintitrés años y ocho meses.
Los restos de San Luis Gonzaga se conservan actualmente bajo el
altar de Lancellotti en la Iglesia de San Ignacio, en Roma.
Fue canonizado en 1726.
El Papa Benedicto XIII lo nombró protector de estudiantes
jóvenes. El Papa Pio XI lo proclamó patrón de la juventud cristiana.
(Fuente: corazones.org)
No hay comentarios:
Publicar un comentario