22 de AGOSTO – JUEVES –
20ª – SEMANA DEL T. O. – C –
Lectura
del libro de Isaías (9,1-3.5-6):
El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban
tierra de sombras, y una luz les brilló.
Acreciste
la alegría, aumentaste el gozo; se gozan en tu presencia, como gozan al segar,
como se alegran al repartirse el botín.
Porque
la vara del opresor, y el yugo de su carga, el bastón de su hombro, los
quebrantaste como el día de Madián.
Porque
un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: lleva a hombros el principado, y
es su nombre: «Maravilla de Consejero, Dios guerrero, Padre perpetuo, Príncipe
de la paz.»
Para
dilatar el principado, con una paz sin límites, sobre el trono de David y sobre
su reino.
Para sostenerlo y consolidarlo con la justicia
y el derecho, desde ahora y por siempre. El celo del Señor de los ejércitos lo
realizará.
Palabra
de Dios
Salmo:
112,1-2.3-4.5-6.7-8
R/.
Bendito sea el nombre del Señor, ahora y por siempre
Alabad, siervos del Señor,
alabad el nombre del Señor.
Bendito sea el nombre del
Señor,
ahora y por siempre. R/.
De la salida del sol hasta su ocaso,
alabado sea el nombre del
Señor.
El Señor se eleva sobre
todos los pueblos,
su gloria sobre los cielos. R/.
¿Quién como el Señor, Dios nuestro,
que se eleva en su trono
y se abaja para mirar al
cielo y a la tierra? R/.
Levanta del polvo al desvalido,
alza de la basura al pobre,
para sentarlo con los
príncipes,
los príncipes de su pueblo. R/.
Lectura
del santo evangelio según san Lucas (1,26-38):
En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad
de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José,
de la estirpe de David; la virgen se llamaba María.
El
ángel, entrando en su presencia, dijo:
«Alégrate,
llena de gracia, el Señor está contigo.»
Ella se
turbó ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquél.
El
ángel le dijo:
«No
temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre
y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará
Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará
sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin.»
Y María
dijo al ángel:
«¿Cómo
será eso, pues no conozco a varón?»
El
ángel le contestó:
«El
Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su
sombra; por eso el Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios. Ahí tienes a
tu pariente Isabel, que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo, y ya está
de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible.»
María
contestó:
«Aquí
está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.»
Y la
dejó el ángel.
Palabra
del Señor
1. La
liturgia nos ofrece a mitad de semana un bello respiro. No se trata de un
recuerdo con gran relevancia litúrgica; la Iglesia no ha hecho de él fiesta ni
solemnidad, pero sí nos acerca a algo singularmente hermoso: María, la madre de
Cristo -el Rey-, es también Reina y participa de la soberanía de su Hijo, el
Resucitado, sobre todo lo creado. La María Asunta que hemos celebrado hace una
semana es también “reina de cielos y tierra”. Como recuerda hoy el
Martirologio, madre del Príncipe de la Paz, madre de la misericordia.
2. Es
probable que muchas comunidades interrumpan en este día la lectura continua de
la Palabra para evocar el misterio de la Anunciación. Quien lea el texto de
Mateo recordará a los invitados a la boda que encontraron excusa para no
presentarse. María hizo un camino de fe, y fue también sorprendida por la voz
del Padre en sus encrucijadas. Tuvo muy fácil haber tomado el rumbo de la
excusa, de la objeción, pero aceptó participar con una intensidad insuperable
de la cruz de su hijo.
3. En
estas semanas se recuerda a menudo a quienes peregrinan, por ejemplo, hacia
Santiago de Compostela. Quien camina cansado o despacio ve con singular cariño
y gratitud al compañero de aventura que una vez que ha llegado a su destino
vuelve hacia atrás para aligerar la carga de los demás. En esas personas, especialmente
samaritanas, he visto muchas veces a María. Ella, llegada al final del camino,
vuelve sin cesar para aligerar y acompañar el nuestro. Ella, la Reina, ha
comprendido muy bien el sentido del servicio. Por eso la Iglesia la proclama
“la discípula más perfecta de su Hijo”. Buen espejo para mirarse; buena escuela
para aprender.
¡Gracias, María, Reina, por seguir
haciendo camino con nosotros!
Santa María Virgen, reina
La realeza de María está
íntimamente ligada a su Asunción al Cielo. La Virgen Santísima es Reina, sobre
todo, por ser la Madre de Jesucristo, Rey y Señor del Universo. Desde su plena
y definitiva glorificación ejerce, junto a su Hijo, el cuidado amoroso sobre
todo lo creado.
Un poco de historia
La fiesta de hoy fue instituida por el Papa Pío XII, en 1955 para
venerar a María como Reina igual que se hace con su Hijo, Cristo Rey, al final
del año litúrgico. A Ella le corresponde no sólo por naturaleza sino por mérito
el título de Reina Madre.
María ha sido elevada sobre la gloria de todos los santos y
coronada de estrellas por su divino Hijo. Está sentada junto a Él y es Reina y
Señora del universo.
María fue elegida para ser Madre de Dios y ella, sin dudar un
momento, aceptó con alegría. Por esta razón, alcanza tales alturas de gloria.
Nadie se le puede comparar ni en virtud ni en méritos. A Ella le pertenece la
corona del Cielo y de la Tierra.
María está sentada en el Cielo, coronada por toda la eternidad,
en un trono junto a su Hijo. Tiene, entre todos los santos, el mayor poder de
intercesión ante su Hijo por ser la que más cerca está de Él.
La Iglesia la proclama Señora y Reina de los ángeles y de los
santos, de los patriarcas y de los profetas, de los apóstoles y de los
mártires, de los confesores y de las vírgenes. Es Reina del Cielo y de la
Tierra, gloriosa y digna Reina del Universo, a quien podemos invocar día y noche,
no sólo con el dulce nombre de Madre, sino también con el de Reina, como la
saludan en el cielo con alegría y amor los ángeles y todos los santos.
La realeza de María no es un dogma de fe, pero es una verdad del
cristianismo. Esta fiesta se celebra, no para introducir novedad alguna, sino
para que brille a los ojos del mundo una verdad capaz de traer remedio a sus
males.
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