6 de Agosto – Martes –
18ª – Semana del T. O. –
C –
LA TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR
Lectura de la profecía de Daniel (7,9-10.13-14):
Durante la
visión, vi que colocaban unos tronos, y un anciano se sentó; su vestido era
blanco como nieve, su cabellera como lana limpísima; su trono, llamas de fuego;
sus ruedas, llamaradas. Un río impetuoso de fuego brotaba delante de él. Miles
y miles le servían, millones estaban a sus órdenes.
Comenzó la sesión y se abrieron los libros. Mientras miraba, en
la visión nocturna vi venir en las nubes del cielo como un hijo de hombre, que
se acercó al anciano y se presentó ante él. Le dieron poder real y dominio;
todos los pueblos, naciones y lenguas lo respetarán. Su dominio es eterno y no
pasa, su reino no tendrá fin.
Palabra de Dios
Salmo: 96,1-2.5-6.9
R/. El Señor reina altísimo sobre toda la tierra
El Señor reina, la tierra goza,
se
alegran las islas innumerables.
Tiniebla
y nube lo rodean,
justicia
y derecho sostienen su trono. R/.
Los montes se derriten como cera
ante el
dueño de toda la tierra;
los
cielos pregonan su justicia,
y todos
los pueblos contemplan su gloria. R/.
Porque tú eres, Señor,
altísimo
sobre toda la tierra,
encumbrado
sobre todos los dioses. R/.
Lectura de la segunda carta del apóstol san Pedro (1,16-19):
Cuando os
dimos a conocer el poder y la última venida de nuestro Señor Jesucristo, no nos
fundábamos en fábulas fantásticas, sino que habíamos sido testigos oculares de
su grandeza. Él recibió de Dios Padre honra y gloria, cuando la Sublime Gloria
le trajo aquella voz:
«Éste es mi Hijo amado, mi predilecto.»
Esta voz, traída del cielo, la oímos nosotros, estando con él en
la montaña sagrada. Esto nos confirma la palabra de los profetas, y hacéis muy
bien en prestarle atención, como a una lámpara que brilla en un lugar oscuro,
hasta que despunte el día, y el lucero nazca en vuestros corazones.
Palabra de Dios
Lectura del santo evangelio según san Marcos (9,2-10):
En aquel
tiempo, Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a
una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron
de un blanco deslumbrador, corno no puede dejarlos ningún batanero del mundo.
Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús.
Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús:
«Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas,
una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Estaban asustados, y no sabía lo que decía.
Se formó una nube que los cubrió, y salió una voz de la nube:
«Éste es mi Hijo amado; escuchadlo.»
De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a
Jesús, solo con ellos.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó:
«No contéis a nadie lo que habéis visto, hasta que el Hijo del
hombre resucite de entre los muertos.»
Esto se les quedó grabado, y discutían qué querría decir aquello
de «resucitar de entre los muertos».
Palabra del Señor
1. Es
evidente que este relato pone de manifiesto que en el hombre Jesús, en la
humanidad de aquel hombre y a través
de aquella humanidad, se revelaba
algo
enigmático y misterioso que supera y trasciende lo humano. La humanidad de Jesús es la
revelación de la divinidad del Padre. Y lo es porque la divinidad no puede ser
conocida por nosotros los humanos. Lo
que podemos saber de la divinidad es
lo que vemos, oímos y palpamos en la humanidad, en la que se hizo presente y
con la que se fundió Jesús.
2. Esto
explica por qué, en los evangelios, encontramos hechos (nacimiento,
tentaciones, transfiguración y resurrección) en los que nos encontramos con lo
enigmático y lo misterioso o lo "mítico", como dicen algunos teólogos
bien conocidos. El problema está en que, en ese enigma, en ese misterio o en
ese "mito" el Jesús histórico quedó "succionado" (G.
Theyssen).
Esto es lo que a muchas personas les complica
la lectura de los evangelios y la correcta comprensión de la persona y de la
vida de Jesús.
3. Como
es lógico, este episodio solo pudo ser conocido después de la resurrección. El
título de "Hijo de Dios" aplicado a Jesús, según san Pablo (Rm 1,
3-4) solo pudo aplicarse a Jesús después que se supo que él no había fracasado
en la muerte, sino que es el Viviente Resucitado.
La dificultad con que tropezamos en los
evangelios está en que en ellos leemos la historia de un hombre que es revelación de lo que trasciende al
hombre. Pero de forma que en ello se
revela también que la trascendencia de lo divino nunca puede contradecir o
entrar en conflicto con la inmanencia que palpamos en lo humano de Jesús.
LA TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR
Esta fiesta recuerda la escena en que Jesús, en la cima del monte
Tabor, se apareció vestido de gloria, hablando con Moisés y Elías ante sus tres
discípulos preferidos, Pedro, Juan y Santiago. La fiesta de la Transfiguración
del Señor se venía celebrando desde muy antiguo en las iglesias de Oriente y
Occidente, pero el papa Calixto III, en 1457 la extendió a toda la cristiandad
para conmemorar la victoria que los cristianos obtuvieron en Belgrado, sobre
Mahomet II, orgulloso conquistador de Constantinopla y enemigo del
cristianismo, y cuya noticia llegó a Roma el 6 de agosto.
Jesús había anunciado a los suyos la inminencia de su Pasión y los
sufrimientos que había de padecer a manos de los judíos y de los gentiles. Y
los exhortó a que le siguieran por el camino de la cruz y del sacrificio (Mt
16, 24 ss). Pocos días después de estos sucesos, que habían tenido lugar en la
región de Cesarea de Filipo, quiso confortar su fe, pues, -como enseña Santo
Tomás- para que una persona ande rectamente por un camino es preciso que
conozca antes, de algún modo el fin al que se dirige: “como el arquero no lanza
con acierto la saeta si no mira primero al blanco al que la envía. Y esto es
necesario sobre todo cuando la vía es áspera y difícil y el camino laborioso...
Y por esto fue conveniente que manifestase a sus discípulos la gloria de su
claridad, que es los mismo que transfigurarse, pues en esta claridad
transfigurará a los suyos” (Sto. Tomás, Suma teológica).
Nuestra vida es un camino hacia el Cielo. Pero es una vía que pasa a
través de la Cruz y del sacrificio. Hasta el último momento habremos de luchar
contra corriente, y es posible que también llegue a nosotros la tentación de
querer hacer compatible la entrega que nos pide el Señor con una vida fácil,
como la de tantos que viven con el pensamiento puesto exclusivamente en las
cosas materiales... “¡Pero no es así! El cristianismo no puede dispensarse de
la cruz: la vida cristiana no es posible sin el peso fuerte y grande del
deber... si tratásemos de quitarle ésto a nuestra vida, nos crearíamos
ilusiones y debilitaríamos el cristianismo; lo habríamos transformado en una
interpretación muelle y cómoda de la vida” (Pablo VI, Alocución 8-IV-1966). No
es esa la senda que indicó el Señor.
Los discípulos quedarían profundamente desconcertados al presenciar
los hechos de la Pasión. Por eso, el Señor condujo a tres de ellos,
precisamente a los que debían acompañarle en su agonía de Getsemaní, a la cima
del monte Tabor para que contemplaran su gloria. Allí se mostró “en la claridad
soberana que quiso fuese visible para estos tres hombres, reflejando lo
espiritual de una manera adecuada a la naturaleza humana. Pues, rodeados
todavía de la carne mortal, era imposible que pudieran ver ni contemplar
aquella inefable e inaccesible visión de la misma divinidad, que está reservada
en la vida eterna para los limpios de corazón” (San León Magno, Homilía sobre
la transfiguración), la que nos aguarda si procuramos ser fieles cada día.
También a nosotros quiere el Señor confortarnos con la esperanza del
Cielo que nos aguarda, especialmente si alguna vez el camino se hace costoso y
asoma el desaliento. Pensar en lo que nos aguarda nos ayudará a ser fuertes y a
perseverar. No dejemos de traer a nuestra memoria el lugar que nuestro Padre
Dios nos tiene preparado y al que nos encaminamos. Cada día que pasa nos acerca
un poco más. El paso del tiempo para el cristiano no es, en modo alguno, una
tragedia; acorta, por el contrario, el camino que hemos de recorrer para el
abrazo definitivo con Dios: el encuentro tanto tiempo esperado.
Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y los llevó a un
monte alto, y se transfiguró ante ellos, de modo que su rostro se puso
resplandeciente como el sol y sus vestidos blancos como la luz. En esto se le
aparecieron Moisés y Elías hablando con Él (Mt 17, 1-3). Esta visión produjo en
los Apóstoles una felicidad incontenible; Pedro la expresa con estas palabras:
Señor, ¡qué bien estamos aquí!; si quieres haré aquí tres tiendas: una para Ti,
otra para Moisés y otra para Elías (Mt 17, 4). Estaba tan contento que ni
siquiera pensaba en sí mismo, ni en Santiago y Juan que le acompañaban. San
Marcos, que recoge la catequesis del mismo San Pedro, añade que no sabía lo que
decía (Mc 9, 6). Todavía estaba hablando cuando una nube resplandeciente los
cubrió con y una voz desde la nube dijo: Éste es mi Hijo, el Amado, en quien
tengo mis complacencias: escuchadle (Mt 17, 5).
El recuerdo de aquellos momentos junto al Señor en el Tabor fueron
sin duda de gran ayuda en tantas circunstancias difíciles y dolorosas de la
vida de los tres discípulos. San Pedro lo recordará hasta el final de sus días.
En una de sus Cartas, dirigida a los primeros cristianos para confortarlos en
un momento de dura persecución, afirma que ellos, los Apóstoles, no han dado a
conocer a Jesucristo siguiendo fábulas llenas de ingenio, sino porque hemos
sido testigos oculares de su majestad. En efecto Él fue honrado y glorificado
por Dios Padre, cuando la sublime gloria le dirigió esta voz: Éste es mi Hijo,
el Amado, en quien tengo mis complacencias. Y esta voz, venida del cielo, la
oímos nosotros estando con Él en el monte santo (2 Pdr 1, 16-18). El Señor,
momentáneamente, dejó entrever su divinidad, y los discípulos quedaron fuera de
sí, llenos de una inmensa dicha, que llevarían en su alma toda la vida. “La
transfiguración les revela a un Cristo que no se descubría en la vida de cada
día. Está ante ellos como Alguien en quien se cumple la Alianza Antigua, y,
sobre todo, como el Hijo elegido del Eterno Padre al que es preciso prestar fe
absoluta y obediencia total” (Juan Pablo II, Homilía 27-II-1983), al que
debemos buscar todos los días de nuestra existencia aquí en la tierra.
¿Qué será el Cielo que nos espera, donde contemplaremos, si somos
fieles, a Cristo glorioso, no en un instante, sino en una eternidad sin fin?
Todavía estaba hablando, cuando una nube resplandeciente los cubrió y
una voz desde la nube dijo: Éste es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis
complacencias: escuchadle (Mt 17, 5). ¡Tantas veces le hemos oído en la
intimidad de nuestro corazón!
El misterio que celebramos no sólo fue un signo y anticipo de la
glorificación de Cristo, sino también de la nuestra, pues, como nos enseña San
Pablo, el Espíritu da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos
de Dios. Y si somos hijos también herederos: herederos de Dios, coherederos de
Cristo; con tal que padezcamos con Él, para ser con Él también glorificados
(Rom 8, 16-17). Y añade el Apóstol: Porque estoy convencido de que los
padecimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria futura que
se ha de manifestar en nosotros (Rom 8, 18). Cualquier pequeño o gran
sufrimiento que padezcamos por Cristo nada es si se mide con lo que nos espera.
El Señor bendice con la Cruz, y especialmente cuando tiene dispuesto conceder
bienes muy grandes. Si en alguna ocasión nos hace gustar con más intensidad su
Cruz, es señal de que nos considera hijos predilectos. Pueden llegar el dolor
físico, humillaciones, fracasos, contradicciones familiares... No es el momento
entonces de quedarnos tristes, sino de acudir al Señor y experimentar su amor
paternal y su consuelo. Nunca nos faltará su ayuda para convertir esos
aparentes males en grandes bienes para nuestra alma y para toda la Iglesia. “No
se lleva ya una cruz cualquiera, se descubre la Cruz de Cristo, con el consuelo
de que se encarga el Redentor de soportar el peso” (J. Escrivá de Balaguer,
“Amigos de Dios”). Él es, Amigo inseparable, quien lleva lo duro y lo difícil.
Sin Él cualquier peso nos agobia.
Si nos mantenemos siempre cerca de Jesús, nada nos hará verdaderamente
daño: ni la ruina económica, ni la cárcel, ni la enfermedad grave..., mucho
menos las pequeñas contradicciones diarias que tienden a quitarnos la paz si no
estamos alerta. El mismo San Pedro lo recordaba a los primeros cristianos:
¿quién os hará daño, si no pensáis más que en obrar bien? Pero si sucede que
padecéis algo por amor a la justicia, sois bienaventurados (1Pdr 3, 13-14).
Pidamos a Nuestra Señora que sepamos ofrecer con paz el dolor y la
fatiga que cada día trae consigo, con el pensamiento puesto en Jesús, que nos
acompaña en esta vida y que nos espera, glorioso al final del camino. Y cuando
llegue aquella hora en que se cierren mis ojos humanos, abridme otros, Señor,
otros más grandes para contemplar vuestra faz inmensa. ¡Sea la muerte un mayor
nacimiento! (J. Margall, Canto espiritual), el comienzo de una vida sin fin.
Fuente:
Extracto del libro “Hablar con Dios”,
de Francisco Fernández-Carvajal
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