29 DE ABRIL – MIÉRCOLES –
3ª - SEMANA DE PASCUA – A –
Santa Catalina de Siena,
Virgen y Doctora
Lectura del libro de los Hechos de los
apóstoles (8,1-8):
Aquel
día, se desató una violenta persecución contra la Iglesia de Jerusalén; todos,
menos los apóstoles, se dispersaron por Judea y Samaría.
Unos hombres piadosos enterraron a Esteban e
hicieron gran duelo por él.
Saulo, por su parte, se ensañaba con la
Iglesia, penetrando en las casas y arrastrando a la cárcel a hombres y mujeres.
Los que habían sido dispersados iban de un
lugar a otro anunciando la Buena Nueva de la Palabra. Felipe bajó a la ciudad
de Samaría y les predicaba a Cristo. El gentío unánimemente escuchaba con
atención lo que decía Felipe, porque habían oído hablar de los signos que
hacía, y los estaban viendo: de muchos poseídos salían los espíritus inmundos
lanzando gritos, y muchos paralíticos y lisiados se curaban. La ciudad se llenó
de alegría.
Salmo: 65,1-3a.4-5.6-7a
R/. Aclamad al Señor, tierra entera
Aclamad
al Señor, tierra entera;
tocad en honor de su nombre,
cantad himnos a su gloria.
Decid a Dios: «¡Qué temibles son tus
obras!». R/.
«Que se
postre ante ti la tierra entera,
que toquen en tu honor,
que toquen para tu nombre».
Venid a ver las obras de Dios,
sus temibles proezas en favor de los
hombres. R/.
Transformó
el mar en tierra firme,
a pie atravesaron el río.
Alegrémonos en él,
que con su poder gobierna enteramente. R/.
Lectura del santo evangelio según san
Juan (6,35-40):
En
aquel tiempo, dijo Jesús al gentío:
«Yo soy el pan de vida.
El que viene a mí no tendrá hambre, y el que
cree en mí no tendrá sed jamás; pero, como os he dicho, me habéis visto y no
creéis.
Todo lo que me da el Padre vendrá a mí, y al
que venga a mí no lo echaré afuera, porque he bajado del cielo no para hacer mi
voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado.
Esta es la voluntad del que me ha enviado:
que no pierda nada de lo que me dio, sino que lo resucite en el último día.
Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el
que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último
día».
1. Jesús es el pan de vida.
Aquí Jesús no habla todavía de la eucaristía. El "pan de
vida", según se pensaba entonces, es la ley religiosa dada por Moisés a Israel. Jesús, por tanto, al decir que él es el
"pan de vida", lo que en realidad afirma es que, con su venida
al mundo, se acabó la religión basada en el cumplimiento de leyes y
normas, y empezó otra forma de entender y vivir la religión. Es la religión que
consiste en vivir como vivió Jesús, pensar como pensó Él y tener las costumbres
y preferencias que Él tuvo.
2. Al proponer este proyecto de
religión, Jesús no pide un imposible. Ni se trata de un proyecto de
renuncias y sacrificios heroicos. Todo lo contrario. Lo que Jesús promete es que quien tome en serio su
proyecto no pasará ni hambre ni sed.
Es decir, encontrará la satisfacción de
sus apetencias más básicas.
Lo que es tanto como asegurar que, en
cualquier caso, la religión tiene que ser un proyecto de satisfacción, es
decir, de felicidad.
3. El problema, a juicio de
Jesús, está en que la fe se conecta, no con "lo que se oye", sino con
"lo que se ve". Lo que se oye es doctrina, teorías...; lo que se ve
son hechos de vida. Y aquí es donde tropezamos con la dificultad.
Los que vieron a Jesús, lo lógico es que
creyeran en él. Nuestra dificultad radica en que no vemos a Jesús, sino cosas y
conductas que, muchas veces, poco o nada tienen que ver con Jesús. Por eso, el
recurso al Evangelio, a la "memoria" de su vida y su palabra, eso es
lo que podrá fortalecer la fe que sacia nuestras apetencias
más legítimas.
Santa
Catalina de Siena,
Virgen y
Doctora
Virgen y doctora de la Iglesia, patrona de Europa y de
Italia, que, habiendo entrado en las Hermanas de la Penitencia de Santo
Domingo, deseosa de conocer a Dios en sí misma y a sí misma en Dios, se esforzó
en asemejarse a Cristo crucificado y trabajó también enérgica e incansablemente
por la paz, para que el Romano Pontífice regresara a la Urbe y por la unidad de
la Iglesia, dejando espléndidos documentos llenos de doctrina espiritual.
Vida de Santa Catalina de Siena
Fue el día de la Anunciación de la Virgen y Domingo de
Ramos de 1347. La Iglesia y Siena, con cánticos y ramos de olivo, daban la
bienvenida a la niña Catalina, que veía la luz de este mundo en una casa de la
calle de los Tintoreros, en el barrio de Fontebranda.
A Catalina y a su hermana gemela Giovanna les habían
precedido ya otros veintidós hermanos y les siguió otro, en el hogar cristiano
y sencillo de Giacomo Benincasa y Lapa de Puccio del Piangenti.
Del padre, tintorero de pieles, parece haber heredado
Catalina la bondad de corazón, la caridad, la dulzura inagotable, y de la
madre, mujer laboriosa y enérgica, la firmeza y la decisión.
Catalina, niña, era alegre, bulliciosa, vivaracha; su
encanto la hacía un poco el centro del cariño del amplio círculo familiar y de
las amistades. A sus cinco o seis años tuvo su primera experiencia de lo
sobrenatural —una visión en el valle Piatta— que marcó una huella definitiva en
su vida y la dejó orientada hacia Dios. "A partir de esta hora pareció
dejar de ser niña", cuenta uno de sus biógrafos. Comprendió la vida de los
que se habían entregado a la santidad y sintió nacer en sí unos irresistibles
deseos de imitarlos.
Se volvió más reservada, más juiciosa; buscaba más la
soledad para tratar a solas con Dios. Ante un altar de la Virgen tomó la
resolución de no querer nunca por esposo a nadie más que a Jesucristo. Pero no
tendría que esperar a que llegara la madurez de su juventud para poder medir el
valor y el sentido de su consagración a Dios.
Entonces, y en Italia, a los doce años, una joven tenía
que empezar a preocuparse de su porvenir, y, en consecuencia, de su arreglo
personal y buen parecer para agradar a los hombres. Lapa había ya casado a dos
de sus hijas y pensaba que buscar el matrimonio era, al fin, como para ella había
sido, la misión de toda mujer.
Hasta los quince años de Catalina duró la obstinada
presión familiar. Jamás desistió ella de su primer deseo de virginidad, pero
tuvo, ciertamente, una crisis en su fervor. Su vida espiritual aflojó al dejar
penetrar en su alma, con una vanidad muy femenina, el deseo de complacer a las
criaturas (su madre y sus hermanas) más que a Dios. La hermana Buenaventura,
con más éxito que los demás, la había inducido a preocuparse de los vestidos, a
teñirse el cabello, a realzar su belleza natural con el maquillaje de aquellos
tiempos, casi tan completo y complejo como el de los actuales. Pero esta
hermana murió en un parto en el mes de agosto de 1362. Las lágrimas abundantes
de Catalina no fueron solamente por la pérdida de su hermana predilecta. La
vela mortecina junto a aquel cadáver hizo penetrar una luz nueva en su alma.
Ella la llamaba siempre su conversión, su vuelta a Dios, su retorno a la
entrega sin reservas ni resortes de ninguna clase.
La lucha familiar se exaspera en torno de Catalina, hasta
convertirse en una especie de persecución tenaz que la reduce a la condición de
una sirvienta y la encierra en un aislamiento que ella aprovecha para entrar en
la "celda interior" del conocimiento de sí misma y del trato habitual
con Dios, que ya no abandonará de por vida. Aumenta de modo casi inconcebible
sus maceraciones, su ayuno, su constante vigilia, hasta agotar la exuberancia y
las fuerzas corporales de que hasta entonces había gozado.
Excepcionalmente, dados sus diecisiete años, es admitida
entre las hermanas de la Penitencia de Santo Domingo, especie de terciarias
dominicas, llamadas mantellate por el manto negro que llevaban sobre el hábito
blanco ceñido por una correa. Sin abandonar el ambiente familiar, vivían con
unas reglas propias bajo la dirección de una superiora y de un director,
religioso dominico, y desarrollaban una extraordinaria actividad espiritual y
benéfica. Eran las almas consagradas a los enfermos y a los pobres.
Sus primeros años de mantellata se caracterizan por una
intensísima vida espiritual, con sus luchas que la purifican y elevan, por su
caridad inexhausta e incansable mortificación interior y exterior, por una
parte, y, por otra, por las elevadas y delicadísimas gracias místicas con que
Dios la regala frecuentísimamente. Son casi cuatro años de vida solitaria entre
combates furiosos y tentaciones sutiles, y el trato personal de inefable
dulzura con Jesucristo, la Santísima Virgen, los santos.
El recogimiento, arrobado a veces, con que oraba, el
llanto incontenible, a pesar de las prohibiciones del confesor, al acercarse a
comulgar, lo que empezaba a oírse de sus mortificaciones, agitó inevitablemente
la marea del ambiente de una ciudad religiosa, con sus capillitas y sus bandos,
como la Siena del 1300: celos de mujeres devotas, escepticismo de frailes y
sacerdotes, los doctos que opinan de la ignorancia un tanto atrevida, según
ellos, de la hija del tintorero Benincasa, los corrillos de vecinas en el
barrio, en el típico lavadero de Fontebranda, los rumores que llegan a los
salones elegantes y a las tertulias acomodadas...
Y por la calleja pendiente que lleva a Fontebranda se
ve descender una dama noble, un grave eclesiástico, un campanudo maestro en
teología, el mozo despreocupado y libre hacia la tintorería para hablar con
Catalina, que contaba apenas unos veinte años. Tomás de la Fuente, entonces su
confesor, la había autorizado para ello. Su vibrante angustia materna por las
almas la obligaba a darse siempre que se la pudiese necesitar. Son los albores
de una fecunda maternidad espiritual, que no iba a limitarse a los senos
misteriosos de la intimidad del Cuerpo Místico; son los primeros contactos de
una nueva gran familia que nace.
Iba a empezar para esta criatura enferma y frágil el
portento de una actividad múltiple de apostolado, de acción política y
diplomática en favor de la Iglesia. Dios la iba preparando para esta misión con
sus gracias y sus pruebas. Le hacía ahondar incesantemente en la consideración
de la propia "nada" frente al "Ser" de Dios, base de toda
su vida espiritual. La admirable vida activa que llevaría a cabo por voluntad
de Dios hasta el día de su muerte necesitaba una no menos admirable intensidad
de vida interior. Pero en Catalina la actividad y el recogimiento jamás
entraron en colisión ni se desarrollaron en doloroso contrapunto, como en la
mayor parte de las almas. Eran dos modos externamente distintos, internamente
idénticos, de amor a Dios, de darse a Dios, de vivir su entrega de modo eficaz
y práctico.
En el umbral de su vida pública de apostolado y de acción
pacificadora entre las potencias terrenas se verifica su místico desposorio con
Jesús, del que, como testimonio perenne, guardará en su dedo, hasta la muerte,
una alianza imperceptible a todos los demás.
En mayo de 1374 se reunía en Florencia, en la capilla
llamada "de los españoles", el Capítulo general de la Orden de
Predicadores. Por la responsabilidad que a la Orden podía caberle, tratándose
de una terciaria, el Capítulo asumió la tarea del examen del espíritu de
Catalina Benincasa. Lo aprobó y le señaló como confesor y director al hombre
sabio, prudente, fervoroso que era Raimundo de Capua. Por Raimundo de Capua,
elegido al poco de morir Catalina maestro general de la Orden, conocemos, con
riquísima abundancia de detalles, la vida, las virtudes, las gracias místicas y
las actividades de la que fue su hija y maestra al mismo tiempo.
La terrible peste negra que ha pasado a la historia como
la gran mortandad y en la que pereció más de la tercera parte de la ciudad de
Siena, ofreció a Catalina y a Raimundo de Capua y demás
"caterinatos", a su retorno de Florencia, una nueva oportunidad para
el heroísmo en su amor al prójimo.
Luego las ciudades de Pisa, donde —entre otros prodigios--
recibió los estigmas invisibles de la Pasión; Lucca, cuya alianza con Florencia
en la lucha contra el Papa trató de impedir a toda costa, y de nuevo Pisa y
Siena fueron el escenario del vivir virtuoso y del apostolado de la Santa.
Movida por su implacable anhelo de servicio de la Iglesia
y rogada por la ciudad de Florencia, que se hallaba castigada con la pena del
entredicho por su rebeldía contra el Papa, Catalina emprende en la primavera de
1376 su viaje a la corte pontificia de Aviñón. Estaba íntimamente convencida de
que la presencia del Romano Pontífice en su Sede de Roma tenía que contribuir
grandemente a la reforma de las costumbres, a la sazón muy relajadas en los
fieles, en los religiosos y en el clero alto y bajo, y a la pacificación del
hervidero de luchas enconadas de las pequeñas repúblicas que formaban el
mosaico político de Italia entre sí y de buena parte de ellas con el poder
temporal de la Santa Sede.
Con la humilde y sumisa intrepidez con que antes y en
otras ocasiones había dirigido sus cartas al sucesor de Pedro, le habló
personalmente en esta ocasión. Aquella terciaria de veintinueve años no tenía
más razones que las razones de Dios, Gregorio XI, de carácter débil y
fluctuante, decidió, por fin, abandonar Aviñón y volver a Roma el 13 de
septiembre de aquel mismo año.
Al año siguiente una misión de paz lleva a Catalina al
castillo de Roca de Tentennano, en la Val D'orcia. La acompañan algunos frailes,
entre ellos su director fray Raimundo de Capua, algunos discípulos y
mantellate. Apacigua los miembros de las familias de los señores del Valle y su
estancia allí se convierte en una singular y fecundísima misión pública.
Mientras tanto, la situación política de Florencia se
había ido agravando desde los últimos meses. Los florentinos exasperados se
habían rebelado contra el entredicho pontificio y habían celebrado
insolentemente solemnidades religiosas en la plaza de la Señoría. El Papa manda
a Catalina a Florencia. En una de las sublevaciones populares la Santa se ve
amenazada de muerte. En medio de las negociaciones, Gregorio XI es sucedido por
Urbano VI, al que la Santa escribe cartas que son un puro clamor de angustia,
una súplica instante. Llega, por fin, la paz entre la ciudad de Florencia y la
Santa Sede, pero poco después empieza a verificarse uno de los más amargos
vaticinios de Catalina: el cisma de Occidente, con su antipapa, cisma al que
abrieron las puertas, más que el carácter áspero y duro de Urbano VI, la
ambición de unos gobiernos y la relajación y poco espíritu de los cardenales de
la Corte pontificia.
De retorno a Siena, sumida el alma en la amargura
indecible de los males que agobian a la Santa Iglesia, Catalina se engolfa en
la contemplación de la Misericordia y de la Providencia y vuelca su alma de
fuego, toda la luminosa experiencia del conocimiento de Dios y de sí misma,
todo el ardor de su anhelo por el bien de la Santa Iglesia, en las páginas de
este libro incomparable, que la contiene y resume a toda ella, que es el
Diálogo de la Divina Providencia.
Las páginas vivas, palpitantes, del Diálogo contienen el
grito inenarrable que compendia toda la existencia y la misión de Catalina,
dirigido a Dios: "Por tu gloria, Señor, salva al mundo". Santa
Catalina escribió en él no lo que sabía, sino lo que vivía, lo que era,
recogiendo una serie de experiencias místicas que se habrían perdido
definitivamente para nosotros sí, de modo providencial, no hubieran encontrado
el eco cálido en las páginas del Diálogo. Con la misma fuerza captamos en ellas
la respuesta divina en una promesa de misericordia sobre el hombre y la Santa
Iglesia y en la enseñanza de los caminos por los que el hombre hallará su
salvación.
En octubre de 1378 había terminado el dictado a tres de
sus discípulos, que la servían también de secretarios para su abundante
correspondencia. Hasta nosotros han llegado casi 400 cartas, vivo retrato de su
alma excepcional, eco apasionado en su mayor parte, de sus objetivos: la
reforma y la cruzada para la reconquista de los Santos Lugares,
El Papa la quiere, en estas horas luctuosas, junto a sí,
en Roma. En la Ciudad Eterna lleva a cabo una ardiente campaña en favor del
verdadero papa Urbano VI. Habla en Consistorio a los cardenales, sigue escribiendo
cartas a las personas de mayor influencia, llama junto a sí a las más
relevantes personalidades, por su santidad, que había en Italia. Su visión es
clara, irreductible: los males de la Iglesia no tienen más remedio que una
inundación de santidad en los miembros de la jerarquía y en el pueblo fiel. No
por esto deja de estar presente y de trabajar infatigable entre los partidarios
de uno y de otro Papa.
En los primeros meses del año 1380 —último de su
existencia terrena— la vida de Catalina parece una pequeña llama inquieta que
apenas puede ser ya contenida por la fragilidad del cuerpo que se desmorona.
Pero mientras viva será un holocausto por la Santa Iglesia. Ella misma había
escrito antes: "Si muero, sabed que muero de pasión por la Iglesia".
"Cerca de las nueve —dice en una emocionante carta a su director—, cuando
salgo de oír misa, veríais andar una muerta camino de San Pedro y entrar de
nuevo a trabajar en la nave de la Santa Iglesia. Allí me estoy hasta cerca de
la hora de vísperas. No quisiera moverme de allí ni de día ni de noche, hasta
ver a este pueblo sumiso y afianzado en la obediencia de su Padre, el
Papa". Allí, arrodillada, en un éxtasis de sufrimiento interior y de
súplica, se siente aplastada por el peso de la navicella, la nave de la
Iglesia, que Dios le hace sentir gravitar sobre sus hombros frágiles de pobre
mujer. "Catalina —escribía otro de sus discípulos— era como una mansa mula
que sin resistencia llevaba el peso de los pecados de la Iglesia, como en su
juventud había llevado desde la puerta de la casa hasta el granero los pesados
sacos de trigo."
Cerca de la iglesia y del convento de los padres dominicos
de Santa María de la Minerva, en la Vía di Papa, tenía durante su estancia en
Roma su humilde habitación. Dicta sus últimas cartas-testamento, desbordantes
de ternura y de firmeza, con su habitual visión sobrenatural de todas las
cosas. Interrumpe reiteradamente su dictado, con un suspiro hondo: "Pequé,
Señor; compadécete de mí", o con el grito anhelante de amor a Jesucristo
crucificado que había consumido toda su existencia: "Sangre, sangre".
Rodeada de muchos de sus discípulos y seguidores,
consumida hasta el agotamiento y el dolor por la enfermedad, ofrendaba el
supremo holocausto de una vida consagrada íntegramente a Dios y a la Santa
Iglesia. Con las palabras de Jesús: "Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu", radiante su cara de luz inusitada, inclinó suavemente la cabeza
y entregó su alma a Dios, en la plenitud del estallido de la primavera romana.
Era el 29 de abril, domingo antes de la Ascensión del Señor del año 1380.
La Santa Madre Iglesia, con el sello de su autoridad,
avaló el prodigio de santidad de la humilde hija del tintorero de Siena, por
boca de su vicario Pío II, al canonizarla solemnemente en la festividad de San Pedro y San Pablo del año
1461.
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