30 DE ABRIL – JUEVES –
3ª - SEMANA DE PASCUA – A –
San José Benito Cottolengo
Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles (8,26-40):
EN aquellos días, un ángel del Señor habló a Felipe y le dijo:
«Levántate y marcha hacia el sur, por el camino de Jerusalén a Gaza, que
está desierto».
Se levantó, se puso en camino y, de pronto, vio venir a un etíope; era un
eunuco, ministro de Candaces, reina de Etiopía e intendente del tesoro, que
había ido a Jerusalén para adorar. Iba de vuelta, sentado en su carroza,
leyendo al profeta Isaías.
El Espíritu dijo a Felipe:
«Acércate y pégate a la carroza».
Felipe se acercó corriendo, le oyó leer el profeta Isaías, y le preguntó:
«¿Entiendes lo que estás leyendo?».
Contestó:
«Y cómo voy a entenderlo si nadie me guía?».
E invitó a Felipe a subir y a sentarse con él. El pasaje de la Escritura
que estaba leyendo era este:
«Como cordero fue llevado al matadero, como oveja muda ante el esquilador,
así no abre su boca.
En su humillación no se le hizo justicia.
¿Quién podrá contar su descendencia?
Pues su vida ha sido arrancada de la tierra».
El eunuco preguntó a Felipe:
«Por favor, ¿de quién dice esto el profeta?; ¿de él mismo o de otro?».
Felipe se puso a hablarle y, tomando píe de este pasaje, le anunció la
Buena Nueva de Jesús. Continuando el camino, llegaron a un sitio donde había
agua, y dijo el eunuco:
«Mira, agua. ¿Qué dificultad hay en que me bautice?».
Mandó parar la carroza, bajaron los dos al agua, Felipe y el eunuco, y lo
bautizó. Cuando salieron del agua, el Espíritu del Señor arrebató a Felipe.
El eunuco no volvió a verlo, y siguió su camino lleno de alegría.
Felipe se encontró en Azoto y fue anunciando la Buena Nueva en todos los
poblados hasta que llegó a Cesarea.
Palabra de Dios
Salmo: 65,8-9.16-17.20
R/. Aclamad al Señor, tierra entera
Bendecid, pueblos, a nuestro Dios,
haced resonar sus alabanzas,
porque él nos ha devuelto la vida
y no dejó que tropezaran nuestros pies. R/.
Los que teméis a Dios, venid a escuchar,
os contaré lo que ha hecho conmigo:
a él gritó mi boca
y lo ensalzó mi lengua. R/.
Bendito sea Dios, que no rechazó mi súplica
ni me retiró su favor. R/.
Lectura del santo evangelio según san Juan (6,44-51):
EN aquel tiempo, dijo Jesús al gentío:
«Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado, Y yo lo
resucitaré en el último día.
Está escrito en los profetas:
“Serán todos discípulos de Dios”. Todo el que escucha al Padre y aprende,
viene a mí.
No es que alguien haya visto al Padre, a no ser el que está junto a Dios:
ese ha visto al Padre.
En verdad, en verdad os digo: el que cree tiene vida eterna.
Yo soy el pan de la vida.
Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron; este es el pan
que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera.
Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá
para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo».
Palabra del Señor
1. Para
empezar a entender este texto, se ha de tener en cuenta, ante todo, la
diferencia radical que Jesús establece entre "lo trascendente" (Dios)
y "lo inmanente" (el ser humano). Por eso Jesús afirma que
"nadie ha visto a Dios" Jn 6, 46; 1,18).
0 sea, Dios
no es, ni puede ser, objeto de nuestro conocimiento. Los humanos no
podemos conocer si no es "objetivando" (haciéndonos una imagen, una
idea, una representación...) todo lo que entra en nuestra
cabeza. Pero Dios no es un "objeto". Todo lo
que entra en el campo inmanente de nuestro conocimiento se "objetiva"
(Paul Ricoeur).
Por eso lo
podemos conocer.
2. Lo
que nosotros podemos conocer de Dios son las "representaciones" de Él
que nos presentan las religiones.
En el
cristianismo, la "imagen de Dios" (Col 1, 15), la
"representación de Dios" (Heb 1, 3), el "conocimiento de
Dios" (Mt 11, 27) está en Jesús.
Sabemos de
Dios y encontramos a Dios en Jesús. Por eso, solo el Padre es
quien puede "traer" a los humanos a Jesús (Jn 6,
44).
3. Pero
lo sorprendente y lo genial está en que esa "representación", esa "imagen" y ese "conocimiento" de
Dios lo encontramos en un ser humano, Jesús. Y, en cuanto que Jesús es la
realización plena de lo humano, resulta que es en lo verdaderamente humano
donde vemos a Dios y encontramos a Dios.
Así, se
entiende la extraña afirmación: "El pan que yo daré es mi carne".
En lo más
humano de Jesús encontramos lo más divino, la idea de Dios, la experiencia de
Dios, lo que Dios quiere de nosotros.
San José
Benito Cottolengo
En Chieri, cerca de Turín, en el Piamonte, san José Benito
Cottolengo (Giusseppe Benedetto Cottolengo), presbítero, que, confiando
solamente en el auxilio de la Divina Providencia, abrió una casa para acoger a
toda clase de pobres, enfermos y abandonados.
Vida de San José Benito Cottolengo
Pío IX la llamaba “la Casa del Milagro”. El canónico
Cottolengo, cuando las autoridades le ordenaron cerrar la primera fase, ya
repleta de enfermos, como medida de precaución al estallar la epidemia de
cólera en 1831, cargó sus pocas cosas en un burro, y en compañía de dos
Hermanas salió de la ciudad de Turín, hacia un lugar llamado Valdocco. En la
puerta de una vieja casona leyó: “Taberna del Brentatore”. La volteó y
escribió: “Pequeña Casa de la Divina Providencia”. Pocos días antes le había
dicho al canónigo Valletti con sencillez campesina: “Señor Rector, siempre he
oído decir que para que los repollos produzcan más y mejor tienen que ser
trasplantados.
La “Divine Providencia” será, pues, trasplantada y se
convertirá en un gran repollo...”.
José Cottolengo nació en Bra, un pueblo al norte de
Italia. Fue el mayor de doce hermanos, y estudió con mucho provecho hasta
conseguir el diploma de teología en Turín.
Después fue coadjutor en Corneliano de Alba, en donde
celebraba la Misa de las tres de la mañana para que los campesinos pudieran
asistir antes de ir a trabajar. Les decía: “La cosecha será mejor con la
bendición de Dios”. Luego fue nombrado canónigo en Turín. Aquí tuvo que
asistir, impotente, a la muerte de una mujer, rodeada de sus hijos que
lloraban, y a la que se le habían negado los auxilios más urgentes, porque era
sumamente pobre. Entonces José Cottolengo vendió todo lo que tenía, hasta su
manto, alquiló un par de piezas y comenzó así su obra bienhechora, ofreciendo
albergue gratuito a una anciana paralítica.
A la mujer que le confesaba que no tenía ni un
centavo para pagar el mercado, le dijo: “No importa, todo lo pagará la Divina
Providencia”. Después del traslado a Valdoceo, la Pequeña Casa se amplió
enormemente y tomó forma ese prodigio diario de la ciudad del amor y de la
caridad que hoy el mundo conoce y admire con el nombre de “Cottolengo”. Dentro
de esos muros, construidos por la fe, está la serene laboriosidad de una
república modelo, que le habría gustado al mismo Platón.
La palabra “minusválido” aquí no tiene sentido. Todos son
“buenos hijos” y para todos hay un trabajo adecuado que ocupa la jornada y hace
más sabroso el pan cotidiano.
Les decía a las Hermanas: “Su caridad debe expresarse con
tanta gracia que conquiste los corazones. Sean como un buen plato que se sirve
a la mesa, ante el cual uno se alegra”. Pero su buena salud no resistió por
mucho tiempo al duro trabajo. “El asno no quiere caminar” comentaba
bonachonamente. En el lecho de muerte invitó por última vez a sus hijos a dar
gracias con él a la Providencia. Sus últimas palabras fueron: “In domum Domini
íbimus” (Vamos a la casa del Señor). Era el 30 de abril de 1842.
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