martes, 20 de octubre de 2020

Párate un momento: El Evangelio del dia 21 DE OCTUBRE – MIERCOLES – 29ª – SEMANA DEL T. O. – A – SAN HILARION DE GAZA, abad

 


 

21 DE OCTUBRE – MIERCOLES –

29ª – SEMANA DEL T. O. – A –

SAN   HILARION DE GAZA, abad

 

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Efesios (3,2-12):

Habéis oído hablar de la distribución de la gracia de Dios que se me ha dado en favor vuestro. Ya que se me dio a conocer por revelación el misterio, del que os he escrito arriba brevemente. Leedlo y veréis cómo comprendo yo el misterio de Cristo, que no había sido manifestado a los hombres en otros tiempos, como ha sido revelado ahora por el Espíritu a sus santos apóstoles y profetas: que también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y participes de la promesa de Jesucristo, por el Evangelio, del cual yo soy ministro por la gracia que Dios me dio con su fuerza y su poder.

A mí, el más insignificante de todos los santos, se me ha dado esta gracia: anunciar a los gentiles la riqueza insondable que es Cristo, aclarar a todos la realización del misterio, escondido desde el principio de los siglos en Dios, creador de todo. Así, mediante la Iglesia, los Principados y Potestades en los cielos conocen ahora la multiforme sabiduría de Dios, según el designio eterno, realizado en Cristo Jesús, Señor nuestro, por quien tenemos libre y confiado acceso a Dios, por la fe en él.

 

Palabra de Dios

 

Salmo: Is 12,2-3.4bcd.5-6

 

R/. Sacaréis aguas con gozo de las fuentes del Salvador

Él es mi Dios y Salvador: confiaré y no temeré,

porque mi fuerza y mi poder es el Señor,

él fue mi salvación.

Y sacaréis aguas con gozo

de las fuentes de la salvación. R/.

Dad gracias al Señor,

invocad su nombre,

contad a los pueblos sus hazañas,

proclamad que su nombre es excelso. R/.

Tañed para el Señor, que hizo proezas,

anunciadlas a toda la tierra;

gritad jubilosos, habitantes de Sión:

«Qué grande es en medio de ti el santo de Israel.» R/.

 

Lectura del santo evangelio según san Lucas (12,39-48):

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

«Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora viene el ladrón, no le dejaría abrir un boquete. Lo mismo vosotros, estad preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre.»

Pedro le preguntó:

«Señor, ¿has dicho esa parábola por nosotros o por todos?»

El Señor le respondió:

«¿Quién es el administrador fiel y solícito a quien el amo ha puesto al frente de su servidumbre para que les reparta la ración a sus horas? Dichoso el criado a quien su amo, al llegar, lo encuentre portándose así.

Os aseguro que lo pondrá al frente de todos sus bienes. Pero si el empleado piensa: "Mi amo tarda en llegar", y empieza a pegarles a los mozos y a las muchachas, a comer y beber y emborracharse, llegará el amo de ese criado el día y a la hora que menos lo espera y lo despedirá, condenándolo a la pena de los que no son fieles.

El criado que sabe lo que su amo quiere y no está dispuesto a ponerlo por obra recibirá muchos azotes; el que no lo sabe, pero hace algo digno de castigo, recibirá pocos. Al que mucho se le dio, mucho se le exigirá; al que mucho se le confió, más se le exigirá.»

 

Palabra del Señor

 

1.   En el ambiente de una comunidad, que vive en la impaciente expectativa de una posible e inminente llegada del final de la historia y de un juicio discriminatorio, se comprende esta recopilación de sentencias que el trabajo de redacción de Lucas atribuye a Jesús (D. Lührmann).

Por tanto, al leer este texto, hay que pensar más en los sentimientos de la comunidad para la que escribe que en palabras originarias de Jesús (W.  Grundmann).

 

2.  No resulta fácilmente comprensible la venida de Jesús, el Hijo del Hombre, la vuelta de un patrono exigente que es visto por sus siervos como una posible amenaza.  Las palabras de este texto, que aluden a eso, tienen sentido como un llamamiento a la propia responsabilidad.  Sobre todo, la responsabilidad ante los que cada cual tiene como súbditos o inferiores. Tratarlos con desprecio o dureza es algo que el Hijo del Hombre ve con desagrado y de ello pedirá cuentas a cada uno. Pero, en todo caso, nada de esto debe dar pie para pensar en Jesús, el Señor, como un patrono implacable. Eso jamás.

 

3.  Si realmente creemos que el Dios de Jesús es el Padre que nos quiere siempre y nos busca, por más extraviados que andemos, lo importante no es la preocupación por la propia fidelidad, sino la confianza inagotable en la misericordia del Padre. 

Pero, sobre todo, no se puede olvidar que lo más fuerte, que reprueba aquí el Evangelio, es la postura de quienes piensan que la muerte está lejos y que lo que importa es pasarlo bien y disfrutar de la vida, aunque eso lleva consigo pasarse la vida pegando a los demás y despreciando a quien me estorba. Eso es lo que no soporta Jesús.

SAN   HILARION DE GAZA, abad

(~291 – †372)

 

Hilarión nació en torno al año 291, en una aldea llamada Tavata, al sur de Gaza, en Palestina. Sus padres eran paganos (idólatras) y ricos. Hilarión estudió en Alejandría y se convirtió al cristianismo. Gracias a s. Antonio Abad, aprendió a amar la soledad contemplativa, la oración y la penitencia.

Se retiró como ermitaño a Maiumma donde fundó varios monasterios e hizo conversiones; murió en Pafos en 372. 

 

El joven estudia en Alejandría. Allí, en medio de un mundo pagano blando, del lujo de los palacios, del bullicio y las pasiones del circo y del teatro, conoce a los cristianos de la comunidad fundada por San Marcos y abraza la fe, siendo bautizado a los quince años.

Por entonces oye hablar de Antonio, elogiado por todo el pueblo de Egipto. Lo busca en el delta del Nilo, en la Arcadia. Permanece con él dos meses observando el modo de vida del santo ermitaño. Hilarión se siente llamado a imitarle en la vida de oración, cabalgando con la soledad y la penitencia por amor a Jesucristo.

Disgustado por el bullicio que producía la gran cantidad de peregrinos, enfermos y posesos que acudían a la celda de Antonio, volvió a su patria a servir a Dios en la soledad total. Consideraba que él debía comenzar su camino, igual que hizo Antonio.

Como sus padres murieron durante su ausencia, Hilarión dio una parte de sus bienes a sus hermanos y el resto a los pobres, sin reservar nada para sí mismo (pues tenía presente el ejemplo de Ananías y Safira, Hech. 5, según dice san Jerónimo).

 

En el desierto de Majuma

A tan corta edad se retiró al desierto, a diez kilómetros de Majuma, en dirección a Egipto, y se estableció en las dunas, entre la orilla del mar y un pantano.

Era un joven muy delicado a quien afectaban los menores excesos de frío y de calor. A pesar de ello, vestía simplemente una camisa de pelo, una túnica de cuero que san Antonio le había regalado y un corto manto de tela ordinaria. No cambió de túnica sino hasta que la que llevaba empezó a caerse en pedazos, y jamás lavó su camisa, puesto que opinaba: «Es una ociosidad lavar una camisa de pelo».

Llevó una pobreza extrema, oración profunda, gran penitencia, ayunos, consejos y servicio a los necesitados.

 

Tentaciones y ascesis

Durante muchos años, Hilarión no comió más que quince higos por día y nunca, antes de la caída del sol. Cuando se sentía tentado por la lujuria, solía decir a su cuerpo: «¡Voy a impedir que des coces, asno infame!» y reducía su ración a la mitad. Como los monjes de Egipto, trabajaba en el tejido de cestos y en la labranza, con lo cual ganaba lo necesario para vivir.

En los primeros años, habitaba en una covacha de ramas que él mismo había entretejido. Más tarde, se construyó una celda, que existía todavía en tiempo de san Jerónimo: tenía un poco más de un metro de ancho, un metro y medio de alto y apenas era un poco más larga que su cuerpo, de suerte que más parecía una tumba que una habitación.

Al comprobar que los higos eran un alimento insuficiente, Hilarión se decidió a comer algunas verduras y un poco de pan y aceite. Sin embargo, no disminuyó sus austeridades ni con la edad.

Dios permitió que su siervo sufriese dolorosas pruebas. En ciertos períodos, vivía el santo en una terrible oscuridad de espíritu, con gran sequedad y angustia interior; pero cuanto más sordo parecía el cielo a sus súplicas, tanto más se aferraba Hilarión a la oración. San Jerónimo hace notar que, aunque el santo ermitaño vivió tantos años en Palestina, sólo una vez fue a visitar los Santos Lugares y no permaneció más que un día en Jerusalén. Fue a la Ciudad Santa para no dar la impresión de que despreciaba lo que la Iglesia honraba; pero no lo hizo más que una vez, porque estaba persuadido de que en todas partes se podía adorar a Dios en espíritu y en verdad.

 

Primeros milagros

Veinte años después de su llegada al desierto, Hilarión obró el primer milagro: Cierta mujer casada, de la ciudad de Eleuterópolis (Bait Jibrín, en las cercanías de Hebrón), consiguió que el santo le prometiese orar para que Dios la librase de la esterilidad; menos de un año después, la mujer tuvo un hijo.

Entre otros milagros, se cuenta que Hilarión ayudó a un domador de caballos de Majuma, llamado Itálico, a ganar una carrera al emir de Gaza. Itálico, creyendo que su adversario se valía de sortilegios para impedir que sus caballos ganasen, acudió a Hilarión en demanda de auxilio. El santo le bendijo y le aconsejó que rociase de agua bendita las ruedas de sus carros. Los caballos de Itálico dejaron muy atrás a los de su adversario y el pueblo proclamó que Cristo había vencido al dios del emir.

Siguiendo el ejemplo de Hilarión, otros ermitaños empezaron a establecerse en Palestina. El santo solía ir a visitarlos poco antes de la época de la cosecha. En una de esas visitas, vio a los paganos de Elusa (al sur de Barsaba) reunidos para adorar a sus ídolos y oró a Dios con muchas lágrimas por ellos. Como Hilarión había curado a muchos de los paganos que ahí estaban, se acercaron a pedirle su bendición. El santo los acogió con gran bondad y los exhortó a adorar al verdadero Dios en vez de sus ídolos de piedra. Sus palabras produjeron tal efecto, que los paganos no le dejaron partir sino hasta que proyectó la construcción de una iglesia. El propio sacerdote de los paganos, que estaba revestido para oficiar, se hizo catecúmeno.

 

Nostalgia del pasado. Muerte de San Antonio

El año 356, tuvo una revelación sobre la muerte de san Antonio. Para entonces Hilarión tenía ya unos sesenta y cinco años y estaba muy afligido por la cantidad de personas, particularmente de mujeres, que acudían a pedirle consejo.

Lloraba todos los días y recordaba con increíble nostalgia su anterior estilo de vida. El cuidado de sus discípulos le dejaba apenas reposo. Cuando los hermanos le preguntaron qué le sucedía, y por qué estaba tan abatido, les respondió:

      «He retornado al mundo y ya he recibido mi recompensa en vida. Los hombres de Palestina y de las provincias vecinas me consideran una persona importante, y, con el pretexto de proveer a las necesidades de los hermanos y de las celdas poseo utensilios despreciables».

Los hermanos lo cuidaban, especialmente su discípulo Hesiquio, que con admirable amor se había entregado a la veneración del anciano.

 

Hilarión huye a Egipto

Pero él no pensaba sino en la soledad, al punto de que un día decidió partir de Palestina. Cuando esto se supo, como si se hubiera anunciado en Palestina una calamidad o luto público, se congregaron más de diez mil hombres de diversa edad y sexo para retenerlo.  Él permanecía inflexible ante las súplicas, y removiendo la arena con su báculo les dijo: «No puedo hacer mentir a mi Señor. No puedo ver las iglesias destruidas, los altares de Cristo pisoteados, la sangre de mis hijos». Todos los presentes comprendieron que se le había revelado un secreto que no quería manifestar. Con todo lo vigilaban para que no partiera. El santo dijo a la multitud que no comería ni bebería hasta que le dejasen partir y así lo hizo durante siete días.

Entonces lo dejaron libre y escogió a unos cuarenta monjes capaces de caminar sin probar bocado hasta el atardecer y cruzó con ellos Egipto hasta llegar a la montaña de san Antonio, cerca del Mar Rojo. Allí encontraron a dos discípulos del gran eremita, Isaac y Peluso; Isaac había sido el intérprete de Antonio. Hilarión recorrió con ellos el sitio palmo a palmo. Los discípulos de san Antonio le decían: «Allí solía cantar. Allí solía orar. Ése era el lugar en que trabajaba y aquél el sitio a donde se retiraba a descansar. Él plantó esas viñas y estos arbustos. Él labró personalmente aquella parcela. Él excavó este estanque para regar su huerto. Ése es el azadón que usó durante muchos años».

En la cumbre de la montaña, a la que se subía por una vereda abrupta y serpenteante, visitaron las dos celdas a las que solía retirarse para huir del pueblo y de sus propios discípulos; allí mismo se hallaba el huerto que por el poder del santo habían respetado los caballos salvajes.  Hilarión pidió entonces a los discípulos de san Antonio que le mostrasen el sitio en que estaba sepultado, pero no sabemos con certeza si se lo mostraron o no, pues san Antonio les había ordenado que no indicasen a nadie dónde estaba su sepultura para evitar que un personaje muy rico de los alrededores se llevase sus restos y construyese una iglesia para ellos.

 

Hilarión obtiene la lluvia

Hilarión volvió a Afroditón (Atfiah), donde se retiró a un desierto de los alrededores, reteniendo consigo sólo a dos hermanos, y se consagró con más fervor que nunca a la abstinencia y el silencio, tanto, que recién allí, según decía, había comenzado a servir a Cristo.

Desde hacía tres años, es decir, desde la muerte de san Antonio, no había llovido en la región. El pueblo acudió a implorar las oraciones de Hilarión, a quien consideraba como el sucesor de san Antonio. El santo levantó los ojos y las manos al cielo, e inmediatamente se desató una lluvia copiosa. Muchos labradores y pastores se curaron de las mordeduras de las serpientes al ungirse con el aceite bendecido por Hilarión.

Éste, viendo que su popularidad comenzaba nuevamente a crecer, pasó un año entero en un oasis al occidente del desierto; finalmente, como no lograse vivir oculto en Egipto, decidió partir con un compañero a Sicilia.

Desembarcaron en Pessaro y se establecieron en un sitio poco frecuentado, a treinta kilómetros del mar. Hilarión recogía diariamente una carga de leña y su compañero, Zananas, la vendía en la aldea más próxima, y con el dinero compraba un poco de pan.

 

Hesiquio se rencuentra con Hilarión

Hesiquio, discípulo de  Hilarión, buscó a su maestro por el Oriente y por Grecia. En Modón del Peloponeso un comerciante judío le dijo que había llegado a Sicilia un profeta que obraba muchos milagros. Hesiquio se dirigió entonces a Pessaro. Todo el mundo conocía ahí al profeta, quien era famoso no sólo por sus milagros sino también por su desinterés, ya que jamás aceptaba ningún regalo.

Aquel santo hombre Hesiquio se arrojó a las rodillas de su maestro y le bañó los pies con sus lágrimas, hasta que finalmente éste lo levantó.

Hilarión dijo a Hesiquio que quería retirarse a un sitio en el que las gentes no entendiesen su lengua y éste le condujo entonces a Epidauro, en la Dalmacia (Ragusa). Pero los milagros que obraba Hilarión no le permitieron vivir ignorado.

San Jerónimo refiere que había allí una serpiente enorme (boa), que devoraba a los hombres y al ganado.  Hilarión ordenó a la serpiente que subiese sobre un montón de leña a la que prendió fuego.

San Jerónimo cuenta también que, a consecuencia de un terremoto, el mar amenazaba con tragarse la tierra. Entonces los habitantes, muy alarmados, condujeron a Hilarión a la playa, como si con su sola presencia quisiesen levantar una muralla contra los embates del mar. El santo trazó tres cruces sobre la arena y tendió los brazos hacia las olas enfurecidas que inmediatamente se detuvieron de golpe y se atropellaron hasta formar una montaña de agua para retirarse después mar adentro.

Hilarión sufría mucho al ver que, aunque no entendía la lengua de los habitantes, sus milagros hablaban por él. Sin saber dónde ocultarse de las miradas del mundo, huyó una noche a Chipre, en una pequeña nave, y se estableció a tres kilómetros de Pafos.

Como los habitantes le identificasen al poco tiempo, el santo se retiró veinte kilómetros tierra adentro, a un sitio casi inaccesible y muy agradable donde, por fin, pudo vivir en paz.

 

Últimos deseos

Cuando tenía ochenta años, estando ausente Hesiquio, le escribió de su propia mano una breve carta a modo de testamento, dejándole todas sus riquezas, a saber, el Evangelio, la túnica de saco, la cogulla y su pobre manto. El hermano que le servía había muerto hacia poco tiempo.

Muchos hombres piadosos vinieron de Pafos para ver a Hilarión, que estaba enfermo, especialmente porque habían oído decir que afirmaba que pronto iría al Señor y sería liberado de las cadenas del cuerpo. Vino también Constanza, una santa mujer a cuyo yerno e hija había librado de la muerte con la unción del óleo.

Uno de los que le visitaron en su última enfermedad fue el obispo de Salamis, Epifanio, quien más tarde narró por escrito su vida a San Jerónimo.

Hilarión conjuró a todos a que no conservaran su cuerpo ni un momento después de su muerte, sino que enseguida lo cubrieran con tierra en ese mismo prado, tal como estaba vestido, con la túnica de piel, la cogulla y el tosco manto

 

Muerte de Hilarión

Ya se iba enfriando el calor de su pecho y no quedaba nada en él excepto la lucidez del alma. Con los ojos abiertos decía: «Sal, ¿qué temes? Sal, alma mía, ¿por qué dudas? Durante casi setenta años has servido a Cristo y ¿temes la muerte?» Con estas palabras exhaló el último suspiro. De inmediato lo cubrieron con tierra y así, en la ciudad, fue anunciada antes su sepultura que su muerte.

 

Traslado a Palestina

Poco después, al enterarse Hesiquio, que estaba en Palestina, partió para Chipre. Fingió querer permanecer en ese mismo jardín para alejar toda sospecha de los habitantes del lugar, que montaban guardia cuidadosamente. Y así, después de diez meses, con gran peligro para su vida, consiguió robar el cadáver de Hilarión.

Lo llevó a Majuma acompañado por todos los monjes y las multitudes que venían de las ciudades, y lo sepultó en su antigua celda. Tenía la túnica, la cogulla y el manto intactos, y todo el cuerpo, como si aún estuviera vivo, exhalaba tan fragante perfume que se podía creer que había sido bañado con ungüentos.

 

El culto del santo

Al llegar al final de este libro considero que no puedo callar la devoción de Constanza, aquella santísima mujer: apenas llegó la noticia de que el cuerpo de Hilarión estaba en Palestina murió repentinamente, atestiguando también con su muerte su verdadero amor por el siervo de Dios. Tenía la costumbre de pasar la noche velando en su sepulcro y, como si estuviese allí presente, hablaba con él para que la ayudara con su intercesión.

Aún hoy se puede ver qué gran contienda existe entre los palestinos y los chipriotas, unos porque tienen el cuerpo de Hilarión, los otros su espíritu. Con todo, en ambos lugares acontecen diariamente grandes milagros, pero sobre todo en el huerto de Chipre, tal vez porque él amó más ese lugar.

 

 

 

 

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