21 DE OCTUBRE – MIERCOLES –
29ª – SEMANA DEL T. O. – A –
SAN HILARION
DE GAZA, abad
Lectura de la carta del apóstol san Pablo
a los Efesios (3,2-12):
Habéis oído hablar de la distribución de la gracia de Dios
que se me ha dado en favor vuestro. Ya que se me dio a conocer por revelación
el misterio, del que os he escrito arriba brevemente. Leedlo y veréis cómo
comprendo yo el misterio de Cristo, que no había sido manifestado a los hombres
en otros tiempos, como ha sido revelado ahora por el Espíritu a sus santos
apóstoles y profetas: que también los gentiles son coherederos, miembros del
mismo cuerpo y participes de la promesa de Jesucristo, por el Evangelio, del
cual yo soy ministro por la gracia que Dios me dio con su fuerza y su poder.
A mí, el más insignificante de todos
los santos, se me ha dado esta gracia: anunciar a los gentiles la riqueza
insondable que es Cristo, aclarar a todos la realización del misterio,
escondido desde el principio de los siglos en Dios, creador de todo. Así,
mediante la Iglesia, los Principados y Potestades en los cielos conocen ahora
la multiforme sabiduría de Dios, según el designio eterno, realizado en Cristo
Jesús, Señor nuestro, por quien tenemos libre y confiado acceso a Dios, por la
fe en él.
Palabra de Dios
Salmo: Is 12,2-3.4bcd.5-6
R/. Sacaréis aguas con gozo de las
fuentes del Salvador
Él es mi Dios y Salvador: confiaré y no temeré,
porque mi fuerza y mi poder es el Señor,
él fue mi salvación.
Y sacaréis aguas con gozo
de las fuentes de la salvación. R/.
Dad gracias al Señor,
invocad su nombre,
contad a los pueblos sus hazañas,
proclamad que su nombre es excelso. R/.
Tañed para el Señor, que hizo proezas,
anunciadlas a toda la tierra;
gritad jubilosos, habitantes de Sión:
«Qué grande es en medio de ti el santo de Israel.» R/.
Lectura del santo evangelio según san
Lucas (12,39-48):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Comprended que si supiera el dueño
de casa a qué hora viene el ladrón, no le dejaría abrir un boquete. Lo mismo
vosotros, estad preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo
del hombre.»
Pedro le preguntó:
«Señor, ¿has dicho esa parábola por
nosotros o por todos?»
El Señor le respondió:
«¿Quién es el administrador fiel y
solícito a quien el amo ha puesto al frente de su servidumbre para que les
reparta la ración a sus horas? Dichoso el criado a quien su amo, al llegar, lo
encuentre portándose así.
Os aseguro que lo pondrá al frente de
todos sus bienes. Pero si el empleado piensa: "Mi amo tarda en
llegar", y empieza a pegarles a los mozos y a las muchachas, a comer y
beber y emborracharse, llegará el amo de ese criado el día y a la hora que
menos lo espera y lo despedirá, condenándolo a la pena de los que no son
fieles.
El criado que sabe lo que su amo
quiere y no está dispuesto a ponerlo por obra recibirá muchos azotes; el que no
lo sabe, pero hace algo digno de castigo, recibirá pocos. Al que mucho se le
dio, mucho se le exigirá; al que mucho se le confió, más se le exigirá.»
Palabra del Señor
1. En el ambiente de
una comunidad, que vive en la impaciente expectativa de una posible e inminente
llegada del final de la historia y de un juicio discriminatorio, se comprende
esta recopilación de sentencias que el trabajo de redacción de Lucas atribuye a
Jesús (D. Lührmann).
Por tanto, al leer este texto, hay
que pensar más en los sentimientos de la comunidad para la que escribe que en
palabras originarias de Jesús (W. Grundmann).
2. No resulta fácilmente
comprensible la venida de Jesús, el Hijo del Hombre, la vuelta de un patrono
exigente que es visto por sus siervos como una posible amenaza. Las
palabras de este texto, que aluden a eso, tienen sentido como un llamamiento a
la propia responsabilidad. Sobre todo, la responsabilidad ante los
que cada cual tiene como súbditos o inferiores. Tratarlos con desprecio o
dureza es algo que el Hijo del Hombre ve con desagrado y de ello pedirá cuentas
a cada uno. Pero, en todo caso, nada de esto debe dar pie para pensar en Jesús,
el Señor, como un patrono implacable. Eso jamás.
3. Si realmente creemos
que el Dios de Jesús es el Padre que nos quiere siempre y nos busca, por más
extraviados que andemos, lo importante no es la preocupación por la propia
fidelidad, sino la confianza inagotable en la misericordia del Padre.
Pero, sobre todo, no se puede olvidar
que lo más fuerte, que reprueba aquí el Evangelio, es la postura de quienes
piensan que la muerte está lejos y que lo que importa es pasarlo bien y
disfrutar de la vida, aunque eso lleva consigo pasarse la vida pegando a los
demás y despreciando a quien me estorba. Eso es lo que no soporta Jesús.
SAN HILARION DE GAZA, abad
(~291 – †372)
Hilarión nació en torno al año 291, en
una aldea llamada Tavata, al sur de Gaza, en Palestina. Sus padres eran paganos
(idólatras) y ricos. Hilarión estudió en Alejandría y se
convirtió al cristianismo. Gracias a s. Antonio Abad, aprendió a amar la
soledad contemplativa, la oración y la penitencia.
Se retiró como ermitaño a Maiumma donde fundó varios monasterios e hizo
conversiones; murió en Pafos en 372.
El
joven estudia en Alejandría. Allí, en medio de un mundo pagano blando, del lujo
de los palacios, del bullicio y las pasiones del circo y del teatro, conoce a
los cristianos de la comunidad fundada por San Marcos y abraza la fe, siendo
bautizado a los quince años.
Por
entonces oye hablar de Antonio, elogiado por todo el pueblo de Egipto. Lo busca
en el delta del Nilo, en la Arcadia. Permanece con él dos meses observando el
modo de vida del santo ermitaño. Hilarión se siente llamado a imitarle en la
vida de oración, cabalgando con la soledad y la penitencia por amor a
Jesucristo.
Disgustado
por el bullicio que producía la gran cantidad de peregrinos, enfermos y posesos
que acudían a la celda de Antonio, volvió a su patria a servir a Dios en la
soledad total. Consideraba que él debía comenzar su camino, igual que hizo
Antonio.
Como
sus padres murieron durante su ausencia, Hilarión dio una parte de sus bienes a
sus hermanos y el resto a los pobres, sin reservar nada para sí mismo (pues
tenía presente el ejemplo de Ananías y Safira, Hech. 5, según dice san
Jerónimo).
En el desierto de Majuma
A tan
corta edad se retiró al desierto, a diez kilómetros de Majuma, en dirección a
Egipto, y se estableció en las dunas, entre la orilla del mar y un pantano.
Era
un joven muy delicado a quien afectaban los menores excesos de frío y de calor.
A pesar de ello, vestía simplemente una camisa de pelo, una túnica de cuero que
san Antonio le había regalado y un corto manto de tela ordinaria. No cambió de
túnica sino hasta que la que llevaba empezó a caerse en pedazos, y jamás lavó
su camisa, puesto que opinaba: «Es una ociosidad lavar una camisa de pelo».
Llevó
una pobreza extrema, oración profunda, gran penitencia, ayunos, consejos y
servicio a los necesitados.
Tentaciones y ascesis
Durante
muchos años, Hilarión no comió más que quince higos por día y nunca, antes de
la caída del sol. Cuando se sentía tentado por la lujuria, solía decir a su
cuerpo: «¡Voy a impedir que des coces, asno infame!» y reducía su ración a la
mitad. Como los monjes de Egipto, trabajaba en el tejido de cestos y en la
labranza, con lo cual ganaba lo necesario para vivir.
En
los primeros años, habitaba en una covacha de ramas que él mismo había
entretejido. Más tarde, se construyó una celda, que existía todavía en tiempo
de san Jerónimo: tenía un poco más de un metro de ancho, un metro y medio de
alto y apenas era un poco más larga que su cuerpo, de suerte que más parecía
una tumba que una habitación.
Al
comprobar que los higos eran un alimento insuficiente, Hilarión se decidió a
comer algunas verduras y un poco de pan y aceite. Sin embargo, no disminuyó sus
austeridades ni con la edad.
Dios
permitió que su siervo sufriese dolorosas pruebas. En ciertos períodos, vivía
el santo en una terrible oscuridad de espíritu, con gran sequedad y angustia
interior; pero cuanto más sordo parecía el cielo a sus súplicas, tanto más se
aferraba Hilarión a la oración. San Jerónimo hace notar que, aunque el santo
ermitaño vivió tantos años en Palestina, sólo una vez fue a visitar los Santos
Lugares y no permaneció más que un día en Jerusalén. Fue a la Ciudad Santa para
no dar la impresión de que despreciaba lo que la Iglesia honraba; pero no lo
hizo más que una vez, porque estaba persuadido de que en todas partes se podía
adorar a Dios en espíritu y en verdad.
Primeros milagros
Veinte
años después de su llegada al desierto, Hilarión obró el primer milagro: Cierta
mujer casada, de la ciudad de Eleuterópolis (Bait Jibrín, en las cercanías de
Hebrón), consiguió que el santo le prometiese orar para que Dios la librase de
la esterilidad; menos de un año después, la mujer tuvo un hijo.
Entre
otros milagros, se cuenta que Hilarión ayudó a un domador de caballos de
Majuma, llamado Itálico, a ganar una carrera al emir de Gaza. Itálico, creyendo
que su adversario se valía de sortilegios para impedir que sus caballos
ganasen, acudió a Hilarión en demanda de auxilio. El santo le bendijo y le
aconsejó que rociase de agua bendita las ruedas de sus carros. Los caballos de
Itálico dejaron muy atrás a los de su adversario y el pueblo proclamó que
Cristo había vencido al dios del emir.
Siguiendo
el ejemplo de Hilarión, otros ermitaños empezaron a establecerse en Palestina.
El santo solía ir a visitarlos poco antes de la época de la cosecha. En una de
esas visitas, vio a los paganos de Elusa (al sur de Barsaba) reunidos para
adorar a sus ídolos y oró a Dios con muchas lágrimas por ellos. Como Hilarión
había curado a muchos de los paganos que ahí estaban, se acercaron a pedirle su
bendición. El santo los acogió con gran bondad y los exhortó a adorar al
verdadero Dios en vez de sus ídolos de piedra. Sus palabras produjeron tal
efecto, que los paganos no le dejaron partir sino hasta que proyectó la
construcción de una iglesia. El propio sacerdote de los paganos, que estaba
revestido para oficiar, se hizo catecúmeno.
Nostalgia del pasado. Muerte de San Antonio
El
año 356, tuvo una revelación sobre la muerte de san Antonio. Para entonces
Hilarión tenía ya unos sesenta y cinco años y estaba muy afligido por la
cantidad de personas, particularmente de mujeres, que acudían a pedirle
consejo.
Lloraba
todos los días y recordaba con increíble nostalgia su anterior estilo de vida.
El cuidado de sus discípulos le dejaba apenas reposo. Cuando los hermanos le
preguntaron qué le sucedía, y por qué estaba tan abatido, les respondió:
«He retornado al mundo y ya
he recibido mi recompensa en vida. Los hombres de Palestina y de las provincias
vecinas me consideran una persona importante, y, con el pretexto de proveer a
las necesidades de los hermanos y de las celdas poseo utensilios despreciables».
Los
hermanos lo cuidaban, especialmente su discípulo Hesiquio, que con admirable
amor se había entregado a la veneración del anciano.
Hilarión huye a Egipto
Pero
él no pensaba sino en la soledad, al punto de que un día decidió partir de
Palestina. Cuando esto se supo, como si se hubiera anunciado en Palestina una
calamidad o luto público, se congregaron más de diez mil hombres de diversa
edad y sexo para retenerlo. Él permanecía inflexible ante las súplicas, y
removiendo la arena con su báculo les dijo: «No puedo hacer mentir a mi Señor.
No puedo ver las iglesias destruidas, los altares de Cristo pisoteados, la
sangre de mis hijos». Todos los presentes comprendieron que se le había
revelado un secreto que no quería manifestar. Con todo lo vigilaban para que no
partiera. El santo dijo a la multitud que no comería ni bebería hasta que le
dejasen partir y así lo hizo durante siete días.
Entonces
lo dejaron libre y escogió a unos cuarenta monjes capaces de caminar sin probar
bocado hasta el atardecer y cruzó con ellos Egipto hasta llegar a la montaña de
san Antonio, cerca del Mar Rojo. Allí encontraron a dos discípulos del gran
eremita, Isaac y Peluso; Isaac había sido el intérprete de Antonio. Hilarión
recorrió con ellos el sitio palmo a palmo. Los discípulos de san Antonio le
decían: «Allí solía cantar. Allí solía orar. Ése era el lugar en que trabajaba
y aquél el sitio a donde se retiraba a descansar. Él plantó esas viñas y estos
arbustos. Él labró personalmente aquella parcela. Él excavó este estanque para
regar su huerto. Ése es el azadón que usó durante muchos años».
En
la cumbre de la montaña, a la que se subía por una vereda abrupta y
serpenteante, visitaron las dos celdas a las que solía retirarse para huir del
pueblo y de sus propios discípulos; allí mismo se hallaba el huerto que por el
poder del santo habían respetado los caballos salvajes. Hilarión pidió
entonces a los discípulos de san Antonio que le mostrasen el sitio en que
estaba sepultado, pero no sabemos con certeza si se lo mostraron o no, pues san
Antonio les había ordenado que no indicasen a nadie dónde estaba su sepultura
para evitar que un personaje muy rico de los alrededores se llevase sus restos
y construyese una iglesia para ellos.
Hilarión obtiene la lluvia
Hilarión
volvió a Afroditón (Atfiah), donde se retiró a un desierto de los alrededores,
reteniendo consigo sólo a dos hermanos, y se consagró con más fervor que nunca
a la abstinencia y el silencio, tanto, que recién allí, según decía, había
comenzado a servir a Cristo.
Desde
hacía tres años, es decir, desde la muerte de san Antonio, no había llovido en
la región. El pueblo acudió a implorar las oraciones de Hilarión, a quien
consideraba como el sucesor de san Antonio. El santo levantó los ojos y las
manos al cielo, e inmediatamente se desató una lluvia copiosa. Muchos
labradores y pastores se curaron de las mordeduras de las serpientes al ungirse
con el aceite bendecido por Hilarión.
Éste,
viendo que su popularidad comenzaba nuevamente a crecer, pasó un año entero en
un oasis al occidente del desierto; finalmente, como no lograse vivir oculto en
Egipto, decidió partir con un compañero a Sicilia.
Desembarcaron
en Pessaro y se establecieron en un sitio poco frecuentado, a treinta
kilómetros del mar. Hilarión recogía diariamente una carga de leña y su
compañero, Zananas, la vendía en la aldea más próxima, y con el dinero compraba
un poco de pan.
Hesiquio se rencuentra con Hilarión
Hesiquio,
discípulo de Hilarión, buscó a su maestro por el Oriente y por Grecia. En
Modón del Peloponeso un comerciante judío le dijo que había llegado a Sicilia
un profeta que obraba muchos milagros. Hesiquio se dirigió entonces a Pessaro.
Todo el mundo conocía ahí al profeta, quien era famoso no sólo por sus milagros
sino también por su desinterés, ya que jamás aceptaba ningún regalo.
Aquel
santo hombre Hesiquio se arrojó a las rodillas de su maestro y le bañó los pies
con sus lágrimas, hasta que finalmente éste lo levantó.
Hilarión
dijo a Hesiquio que quería retirarse a un sitio en el que las gentes no
entendiesen su lengua y éste le condujo entonces a Epidauro, en la Dalmacia
(Ragusa). Pero los milagros que obraba Hilarión no le permitieron vivir
ignorado.
San
Jerónimo refiere que había allí una serpiente enorme (boa), que devoraba a los
hombres y al ganado. Hilarión ordenó a la serpiente que subiese sobre un
montón de leña a la que prendió fuego.
San
Jerónimo cuenta también que, a consecuencia de un terremoto, el mar amenazaba
con tragarse la tierra. Entonces los habitantes, muy alarmados, condujeron a
Hilarión a la playa, como si con su sola presencia quisiesen levantar una
muralla contra los embates del mar. El santo trazó tres cruces sobre la arena y
tendió los brazos hacia las olas enfurecidas que inmediatamente se detuvieron
de golpe y se atropellaron hasta formar una montaña de agua para retirarse
después mar adentro.
Hilarión
sufría mucho al ver que, aunque no entendía la lengua de los habitantes, sus
milagros hablaban por él. Sin saber dónde ocultarse de las miradas del mundo,
huyó una noche a Chipre, en una pequeña nave, y se estableció a tres kilómetros
de Pafos.
Como
los habitantes le identificasen al poco tiempo, el santo se retiró veinte
kilómetros tierra adentro, a un sitio casi inaccesible y muy agradable donde,
por fin, pudo vivir en paz.
Últimos deseos
Cuando
tenía ochenta años, estando ausente Hesiquio, le escribió de su propia mano una
breve carta a modo de testamento, dejándole todas sus riquezas, a saber, el
Evangelio, la túnica de saco, la cogulla y su pobre manto. El hermano que le
servía había muerto hacia poco tiempo.
Muchos
hombres piadosos vinieron de Pafos para ver a Hilarión, que estaba enfermo,
especialmente porque habían oído decir que afirmaba que pronto iría al Señor y
sería liberado de las cadenas del cuerpo. Vino también Constanza, una santa
mujer a cuyo yerno e hija había librado de la muerte con la unción del óleo.
Uno
de los que le visitaron en su última enfermedad fue el obispo de Salamis,
Epifanio, quien más tarde narró por escrito su vida a San Jerónimo.
Hilarión
conjuró a todos a que no conservaran su cuerpo ni un momento después de su
muerte, sino que enseguida lo cubrieran con tierra en ese mismo prado, tal como
estaba vestido, con la túnica de piel, la cogulla y el tosco manto
Muerte de Hilarión
Ya
se iba enfriando el calor de su pecho y no quedaba nada en él excepto la
lucidez del alma. Con los ojos abiertos decía: «Sal, ¿qué temes? Sal, alma mía,
¿por qué dudas? Durante casi setenta años has servido a Cristo y ¿temes la
muerte?» Con estas palabras exhaló el último suspiro. De inmediato lo cubrieron
con tierra y así, en la ciudad, fue anunciada antes su sepultura que su muerte.
Traslado a Palestina
Poco
después, al enterarse Hesiquio, que estaba en Palestina, partió para Chipre.
Fingió querer permanecer en ese mismo jardín para alejar toda sospecha de los
habitantes del lugar, que montaban guardia cuidadosamente. Y así, después de
diez meses, con gran peligro para su vida, consiguió robar el cadáver de
Hilarión.
Lo
llevó a Majuma acompañado por todos los monjes y las multitudes que venían de
las ciudades, y lo sepultó en su antigua celda. Tenía la túnica, la cogulla y
el manto intactos, y todo el cuerpo, como si aún estuviera vivo, exhalaba tan
fragante perfume que se podía creer que había sido bañado con ungüentos.
El culto del santo
Al
llegar al final de este libro considero que no puedo callar la devoción de
Constanza, aquella santísima mujer: apenas llegó la noticia de que el cuerpo de
Hilarión estaba en Palestina murió repentinamente, atestiguando también con su
muerte su verdadero amor por el siervo de Dios. Tenía la costumbre de pasar la
noche velando en su sepulcro y, como si estuviese allí presente, hablaba con él
para que la ayudara con su intercesión.
Aún
hoy se puede ver qué gran contienda existe entre los palestinos y los
chipriotas, unos porque tienen el cuerpo de Hilarión, los otros su espíritu.
Con todo, en ambos lugares acontecen diariamente grandes milagros, pero sobre
todo en el huerto de Chipre, tal vez porque él amó más ese lugar.
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