11 DE OCTUBRE – DOMINGO –
28ª – SEMANA DEL T. O. – A –
SAN JUAN XXIII
Lectura del libro de Isaías (25,6-10a):
Aquel día, el Señor de los ejércitos
preparará para todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares
suculentos, un festín de vinos de solera; manjares enjundiosos, vinos
generosos. Y arrancará en este monte el velo que cubre a todos los pueblos, el paño
que tapa a todas las naciones. Aniquilará la muerte para siempre. El Señor Dios
enjugará las lágrimas de todos los rostros, y el oprobio de su pueblo lo
alejará de todo el país. Lo ha dicho el Señor. Aquel día se dirá: «Aquí está
nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara; celebremos y gocemos con su
salvación. La mano del Señor se posará sobre este monte.»
Palabra de Dios
Salmo: 22, 1-6
R/. Habitaré en la casa del Señor
por años sin término
El Señor es mi pastor, nada me falta:
en verdes praderas me hace recostar;
me conduce hacia fuentes tranquilas
y repara mis fuerzas. R/.
Me guía por el sendero justo,
por el honor de su nombre.
Aunque camine por cañadas oscuras,
nada temo, porque tú vas conmigo:
tu vara y tu cayado me sosiegan. R/.
Preparas una mesa ante mí,
enfrente de mis enemigos;
me unges la cabeza con perfume,
y mi copa rebosa. R/.
Tu bondad y tu misericordia me acompañan
todos los días de mi vida,
y habitaré en la casa del Señor
por años sin término. R/.
Lectura de la carta del apóstol san
Pablo a los Filipenses (4,12-14.19-20):
Sé vivir en pobreza y abundancia. Estoy entrenado para todo y en todo: la hartura y el hambre, la abundancia y la privación. Todo lo puedo en aquel que me conforta. En todo caso, hicisteis bien en compartir mi tribulación. En pago, mi Dios proveerá a todas vuestras necesidades con magnificencia, conforme a su espléndida riqueza en Cristo Jesús. A Dios, nuestro Padre, la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
Palabra de Dios
Lectura del santo evangelio según san
Mateo (22,1-14):
En aquel tiempo, de nuevo tomó Jesús la
palabra y habló en parábolas a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo:
«El reino de los cielos se parece a un
rey que celebraba la boda de su hijo. Mandó criados para que avisaran a los
convidados a la boda, pero no quisieron ir. Volvió a mandar criados,
encargándoles que les dijeran: "Tengo preparado el banquete, he matado
terneros y reses cebadas, y todo está a punto. Venid a la boda."
Los convidados no hicieron caso; uno se
marchó a sus tierras, otro a sus negocios; los demás les echaron mano a los
criados y los maltrataron hasta matarlos. El rey montó en cólera, envió sus
tropas, que acabaron con aquellos asesinos y prendieron fuego a la ciudad.
Luego dijo a sus criados:
"La boda está preparada, pero los
convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los caminos, y a todos
los que encontréis, convidadlos a la boda."
Los criados salieron a los caminos y
reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos. La sala del banquete se
llenó de comensales.
Cuando el rey entró a saludar a los
comensales, reparó en uno que no llevaba traje de fiesta y le dijo:
"Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin
vestirte de fiesta?"
El otro no abrió la boca.
Entonces el rey dijo a los camareros:
"Atadlo de pies y manos y arrojadlo
fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes."
Porque muchos son los llamados y pocos los escogidos.»
Palabra del Señor
Un banquete que termina mal.
El domingo anterior, la parábola de los viñadores homicidas terminaba
diciendo que la viña sería consignada «a un pueblo que produzca sus frutos»
(v.43). Algo parecido afirma la parábola de hoy, la de los invitados al
banquete, que nos ha llegado a través de Mateo y Lucas. Para comprender el
enfoque de Mateo considero esencial tener en cuenta no sólo el texto de Isaías
sino también el de Lucas.
El punto de partida: un festín de manjares suculentos (1ª lectura)
La parábola de los invitados a la boda se inspira en un poema del
libro de Isaías a propósito del gran banquete que Dios organizará “en este
monte”, Jerusalén, que supondrá la alegría, la salvación y la victoria sobre la
muerte para todos los pueblos.
Aquel día, el Señor de los ejércitos preparará para todos
los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera;
manjares enjundiosos, vinos generosos.
Y arrancará en este monte el velo que cubre a todos los pueblos, el paño que tapa a todas
las naciones.
Aniquilará la muerte para
siempre.
El Señor Dios enjugará las
lágrimas de todos los rostros, y el oprobio de su pueblo lo alejará de todo el
país.
Aquel día
se dirá:
«Aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara; celebremos y gocemos con su salvación.
La mano del
Señor se posará sobre este
monte.»
La reinterpretación irónica de Lucas (Lc 14,15-24)
El texto de Isaías podía provocar en cualquiera el sentimiento que
pone Lucas en boca de un oyente de Jesús: «¡Dichoso el que coma en el Reino de
Dios!». Entonces Jesús, con gran dosis de ironía y realismo, cuenta una
parábola que podemos dividir en dos actos:
Acto I:
Ø un hombre organiza
un gran banquete;
Ø envía a un criado a llamar a los invitados;
Ø los invitados se excusan de buena manera.
Acto II:
Ø El hombre, irritado, manda al criado a invitar al banquete
a pobres, lisiados, ciegos y cojos;
Ø el criado obedece, pero todavía sobra sitio;
Ø el hombre vuelve a enviarlo «hasta que se llene la casa».
Moraleja:
«Ninguno de aquellos invitados probará mi banquete».
En
la versión de Lucas, la parábola contada por Jesús explica por qué
en la comunidad cristiana (el banquete) no están los que cabría esperar (los
judíos), sino otros (los paganos). Del optimismo exagerado de Isaías pasamos al
terrible realismo con que Jesús enfoca siempre las cuestiones.
La reinterpretación más dura y crítica de Mateo
La versión de Lucas podía suscitar en las comunidades cristianas un
sentimiento de satisfacción y de falsa seguridad. Para evitarlo, Mateo añade
una última escena e introduce también interesantes cambios; los dos actos se
convierten cuatro:
Acto I:
Ø Un rey invita
a la boda de su hijo;
Ø envía criados (en plural);
Ø los invitados no quieren ir.
Acto II:
Ø El rey vuelve a enviar criados;
Ø los invitados no hacen
caso a los criados e incluso matan a
algunos de ellos;
Ø el rey mata a los asesinos y prende fuego a su ciudad.
Acto III:
Ø El rey manda a recoger por las calles a todo, malos y buenos;
Ø La sala se llena de comensales.
Acto IV:
Ø El rey descubre a un comensal sin traje de fiesta;
Ø manda expulsarlo del banquete.
Moraleja:
«Hay más llamados que escogidos».
Mateo ha reinterpretado la parábola a la luz de los acontecimientos
posteriores y en clara polémica con las autoridades religiosas judías.
En el Acto I, el protagonista no es un hombre cualquiera, sino un rey (Dios), que
celebra la boda de su hijo (Jesús). Y no envía a un solo criado, sino a muchos
(referencia a los antiguos profetas y a los misioneros cristianos). Los
invitados, en vez de excusarse de buena manera, como en Lucas, simplemente no
quieren ir.
Entonces introduce Mateo un acto nuevo (II), donde
la invitación del rey encuentra una oposición mucho mayor (incluso llegan a
matar a algunos criados) y la reacción del monarca es terrible, porque manda su
ejército a acabar con los asesinos y a prender fuego a la ciudad (destrucción
de Jerusalén por los romanos en el año 70).
El Acto III también
representa una novedad con respecto a Lucas: no se invita a pobres, lisiados,
ciegos y cojos, sino a todos, buenos y malos. El enfoque socioeconómico de
Lucas (en el banquete entran los marginados sociales) lo sustituye Mateo por el
moral (todo tipo de personas).
Pero Mateo añade un nuevo Acto, el IV, que
es la que más le interesa: un invitado se presenta sin vestido de boda y es
echado fuera.
Con estos cambios, la parábola explica por qué la comunidad cristiana
está compuesta de personas tan imprevisibles y, al mismo tiempo, contiene un
toque de atención para todas ellas. En el Reino de Dios puede entrar cualquiera,
bueno o malo. Pero, si se acepta la invitación, hay que presentarse dignamente
vestido.
Ni frac ni maxifalda
Para
entrar en una mezquita hay que descalzarse.
Para entrar en una sinagoga hay que cubrirse la cabeza.
Para entrar en cualquier iglesia se aconseja o exige un vestido digno.
Pero el vestido del que habla la parábola no se mide en centímetros ni
se debe caracterizar por su elegancia. Es una forma de comportarse con Dios y
con el prójimo. O, utilizando una metáfora de san Pablo, hay que vestirse de
nuestro Señor Jesucristo. No es un disfraz. Es un modo de vivir y de actuar que
recuerde a los demás, dentro de lo posible, como él vivió y actuó.
La generosidad de
los filipenses y la de muchas personas actuales (Fil 4,12-14.19-20)
Pablo no quería
ser gravoso a las comunidades que fundaba. No aceptaba que le ayudasen
económicamente, prefería ganarse de vivir trabajando con sus manos. Pero hay
ocasiones en las que no puede hacerlo, como ocurre cuando está preso en la
cárcel de Éfeso. Entonces acepta y agradece la ayuda que le envían los
filipenses, y les asegura que Dios se lo recompensará con creces.
La pandemia
actual, con todo lo que tiene de malo, ha puesto también de relieve la bondad y
generosidad de muchas personas, dispuestas a ayudar y a sacrificarse por el
prójimo. A ellas puede aplicarse lo que dice Pablo. En recompensa, «Dios
proveerá a todas vuestras necesidades con magnificencia».
SAN JUAN XXIII
(Sotto il
Monte, 1881 - Roma, 1963) Pontífice romano, de nombre Angelo Giuseppe Roncalli
(1958-1963). Era el tercer hijo de los once que tuvieron Giambattista Roncalli
y Mariana Mazzola, campesinos de antiguas raíces católicas, y su infancia
transcurrió en una austera y honorable pobreza. Parece que fue un niño a la vez
taciturno y alegre, dado a la soledad y a la lectura. Cuando reveló sus deseos
de convertirse en sacerdote, su padre pensó muy atinadamente que primero debía
estudiar latín con el viejo cura del vecino pueblo de Cervico, y allí lo envió.
Juan XXIII
Lo cierto es
que, más tarde, el latín del papa Roncalli nunca fue muy bueno; se cuenta que,
en una ocasión, mientras recomendaba el estudio del latín hablando en esa misma
lengua, se detuvo de pronto y prosiguió su charla en italiano, con una sonrisa
en los labios y aquella irónica candidez que le distinguía rebosando por sus
ojos.
Por fin, a los
once años ingresaba en el seminario de Bérgamo, famoso entonces por la piedad
de los sacerdotes que formaba más que por su brillantez. En esa época
comenzaría a escribir su Diario del alma, que continuó prácticamente sin
interrupciones durante toda su vida y que hoy es un testimonio insustituible y
fiel de sus desvelos, sus reflexiones y sus sentimientos.
En 1901,
Roncalli pasó al seminario mayor de San Apollinaire reafirmado en su propósito
de seguir la carrera eclesiástica. Sin embargo, ese mismo año hubo de
abandonarlo todo para hacer el servicio militar; una experiencia que, a juzgar
por sus escritos, no fue de su agrado, pero que le enseñó a convivir con
hombres muy distintos de los que conocía y fue el punto de partida de algunos
de sus pensamientos más profundos.
El futuro Juan
XXIII celebró su primera misa en la basílica de San Pedro el 11 de agosto de
1904, al día siguiente de ser ordenado sacerdote. Un año después, tras
graduarse como doctor en Teología, iba a conocer a alguien que dejaría en él
una profunda huella: monseñor Radini Tedeschi. Este sacerdote era al parecer un
prodigio de mesura y equilibrio, uno de esos hombres justos y ponderados
capaces de deslumbrar con su juicio y su sabiduría a todo ser joven y sensible,
y Roncalli era ambas cosas. Tedeschi también se sintió interesado por aquel
presbítero entusiasta y no dudó en nombrarlo su secretario cuando fue designado
obispo de Bérgamo por el papa Pío X. De esta forma, Roncalli obtenía su primer
cargo importante.
Dio comienzo
entonces un decenio de estrecha colaboración material y espiritual entre ambos,
de máxima identificación y de total entrega en común. A lo largo de esos años,
Roncalli enseñó historia de la Iglesia, dio clases de Apologética y Patrística,
escribió varios opúsculos y viajó por diversos países europeos, además de
despachar con diligencia los asuntos que competían a su secretaría. Todo ello
bajo la inspiración y la sombra protectora de Tedeschi, a quien siempre
consideró un verdadero padre espiritual.
En 1914, dos
hechos desgraciados vinieron a turbar su felicidad. En primer lugar, la muerte
repentina de monseñor Tedeschi, a quien Roncalli lloró sintiendo no sólo que
perdía un amigo y un guía, sino que a la vez el mundo perdía un hombre
extraordinario y poco menos que insustituible. Además, el estallido de la
Primera Guerra Mundial fue un golpe para sus ilusiones y retrasó todos sus
proyectos y su formación, pues hubo de incorporarse a filas inmediatamente. A
pesar de todo, Roncalli aceptó su destino con resignación y alegría, dispuesto
a servir a la causa de la paz y de la Iglesia allí donde se encontrase. Fue
sargento de sanidad y teniente capellán del hospital militar de Bérgamo, donde
pudo contemplar con sus propios ojos el dolor y el sufrimiento que aquella
guerra terrible causaba a hombres, mujeres y niños inocentes.
Concluida la
contienda, fue elegido para presidir la Obra Pontificia de la Propagación de la
Fe y pudo reanudar sus viajes y sus estudios. Más tarde, sus misiones como
visitador apostólico en Bulgaria, Turquía y Grecia lo convirtieron en una
especie de embajador del Evangelio en Oriente, permitiéndole entrar en contacto,
ya como obispo, con el credo ortodoxo y con formas distintas de religiosidad
que sin duda lo enriquecieron y le proporcionaron una amplitud de miras de la
cual la Iglesia Católica no iba a tardar en beneficiarse.
Durante la
Segunda Guerra Mundial, Roncalli se mantuvo firme en su puesto de delegado
apostólico, realizando innumerables viajes desde Atenas y Estambul, llevando
palabras de consuelo a las víctimas de la contienda y procurando que los
estragos producidos por ella fuesen mínimos. Pocos saben que, si Atenas no fue
bombardeada y todo su fabuloso legado artístico y cultural destruido, ello se
debe a este en apariencia insignificante cura, amable y abierto, a quien no
parecían interesar mayormente tales cosas.
Una vez
finalizadas las hostilidades, fue nombrado nuncio en París por el papa Pío XII.
Se trataba de una misión delicada, pues era preciso afrontar problemas tan
espinosos como el derivado del colaboracionismo entre la jerarquía católica
francesa y los regímenes pronazis durante la guerra. Empleando como armas un
tacto admirable y una voluntad conciliadora a prueba de desaliento, Roncalli
logró superar las dificultades y consolidar firmes lazos de amistad con una
clase política recelosa y esquiva.
En 1952, Pío
XII le nombró patriarca de Venecia. Al año siguiente, el presidente de la
República Francesa, Vicent Auriol, le entregaba la birreta cardenalicia.
Roncalli brillaba ya con luz propia entre los grandes mandatarios de la
Iglesia. Sin embargo, su elección como papa en 1958, tras la muerte de Pío XII,
sorprendió a propios y extraños. No sólo eso: desde los primeros días de su
pontificado, comenzó a comportarse como nadie esperaba, muy lejos del
envaramiento y la solemne actitud que había caracterizado a sus predecesores.
Para empezar,
adoptó el nombre de Juan XXIII, que además de parecer vulgar ante los León,
Benedicto o Pío, era el de un famoso antipapa de triste memoria. Luego abordó
su tarea como si se tratase de un párroco de aldea, sin permitir que sus
cualidades humanas quedasen enterradas bajo el rígido protocolo, del que muchos
papas habían sido víctimas. Ni siquiera ocultó que era hombre que gozaba de la
vida, amante de la buena mesa, de las charlas interminables, de la amistad y de
las gentes del pueblo.
Como pontífice
dio un nuevo planteamiento al ecumenismo católico con el Secretariado para la
Unidad de los Cristianos y el acogimiento en Roma de los supremos jerarcas de
cuatro Iglesias protestantes. Su pontificado abrió nuevas perspectivas a la
vida de la Iglesia y, aunque no se dieron cambios radicales en la estructura
eclesiástica, promovió una renovación profunda de las ideas y las actitudes.
Su propósito
pronto fue claro para todos: poner al día la Iglesia, adecuar su mensaje a los
tiempos modernos enmendando pasados yerros y afrontando los nuevos problemas
humanos, económicos y sociales. Para conseguirlo, Juan XXIII dotó a la
comunidad cristiana de dos herramientas extraordinarias: las encíclicas Mater
et Magistra y Pacem in terris.
En la primera
explicitaba las bases de un orden económico centrado en los valores del hombre
y en la atención de las necesidades, hablando claramente del concepto
"socialización" y abriendo para los católicos las puertas de la
intervención en unas estructuras socioeconómicas que debían ser cada vez más
justas.
En la segunda
se delineaba una visión de paz, libertad y convivencia ciudadana e
internacional vinculándola al amor que Cristo manifestó por el género humano en
la Última Cena. Ambas encíclicas suponían una revolución copernicana en la
visión católica de los problemas temporales, pues aceptaban la herencia de la
Revolución Francesa y de la democracia moderna, haciendo de la dignidad del
hombre el centro de todo derecho, de toda política y de toda dinámica social o
económica.
Poco antes de
su muerte, acaecida el 3 de junio de 1963, Juan XXIII aún tuvo el coraje de
convocar un nuevo concilio que recogiese y promoviese esta valerosa y necesaria
puesta al día de la Iglesia: el Concilio Vaticano II. A través de él, el papa
Roncalli se proponía, según sus propias palabras, "elaborar una nueva
Teología de los misterios de Cristo. Del mundo físico. Del tiempo y las
relaciones temporales. De la historia. Del pecado. Del hombre. Del nacimiento.
De los alimentos y la bebida. Del trabajo. De la vista, del oído, del lenguaje,
de las lágrimas y de la risa. De la música y de la danza. De la cultura. De la
televisión. Del matrimonio y de la familia. De los grupos étnicos y del Estado.
De la humanidad toda".
Se trataba de
una tarea de titanes que sólo un hombre como Juan XXIII fue capaz de concebir e
impulsar, y que sus herederos recibirían como un legado a la vez imprescindible
y comprometedor. Pablo VI, su sucesor y amigo, declaró tras ser elegido nuevo
pontífice que la herencia del papa Juan no podía quedar encerrada en su ataúd.
Él se atrevió a cargarla sobre sus hombros y pudo comprobar que no era ligera.
Casi cuatro décadas después, en el año 2000, Juan XXIII fue beatificado por
otro papa carismático, Juan Pablo II; y, el 27 de abril de 2014, ambos fueron
canonizados por el papa Francisco, el primer pontífice hispanoamericano de la
historia de la Iglesia.
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