11 - DE
OCTUBRE – LUNES –
28ª –
SEMANA DEL T. O. – B –
SAN JUAN XXIII
Comienzo de la carta del apóstol
san Pablo a los Romanos (1,1-7):
Pablo, siervo
de Cristo Jesús, llamado a ser apóstol, escogido para anunciar el Evangelio de
Dios. Este Evangelio, prometido ya por sus profetas en las Escrituras santas,
se refiere a su Hijo, nacido, según la carne, de la estirpe de David;
constituido, según el Espíritu Santo, Hijo de Dios, con pleno poder por su
resurrección de la muerte: Jesucristo, nuestro Señor.
Por él hemos recibido este don y esta
misión: hacer que todos los gentiles respondan a la fe, para gloria de su
nombre. Entre ellos estáis también vosotros, llamados por Cristo Jesús.
A todos los de Roma, a quienes Dios ama
y ha llamado a formar parte de los santos, os deseo la gracia y la paz de Dios,
nuestro Padre, y del Señor Jesucristo.
Palabra de Dios
Salmo: 97
R/. El Señor da a conocer su victoria
Cantad al
Señor un cantico nuevo,
porque ha hecho maravillas:
su diestra le ha dado la victoria,
su santo brazo. R/.
El Señor da a
conocer su victoria,
revela a las naciones su justicia:
se acordó de su misericordia y su fidelidad
en favor de la casa de Israel. R/.
Los confines
de la tierra han contemplado
la victoria de nuestro Dios.
Aclamad al Señor, tierra entera;
gritad, vitoread, tocad. R/.
Lectura del santo evangelio según san
Lucas (11,29-32)
En aquel
tiempo, la gente se apiñaba alrededor de Jesús, y él se puso a decirles:
«Esta generación es una generación
perversa. Pide un signo, pero no se le dará más signo que el signo de Jonás.
Como Jonás fue un signo para los
habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para esta generación.
Cuando sean juzgados los hombres de esta
generación, la reina del Sur se levantará y hará que los condenen; porque ella
vino desde los confines de la tierra para escuchar la sabiduría de Salomón, y
aquí hay uno que es más que Salomón.
Cuando sea juzgada esta generación, los
hombres de Nínive se alzarán y harán que los condenen; porque ellos se
convirtieron con la predicación de Jonás, y aquí hay uno que es más que Jonás.»
Palabra del Señor
1. Cuando en los evangelios
se habla de "generación" (frecuente en los sinópticos), es término,
sobre todo cuando va precedido de "esta" o seguido del calificativo
"perversa", que sin duda procede de la redacción más tardía de la
fuente Q, de origen helenista, y tiene un sentido claramente despectivo y
condenatorio. Es una expresión que se refiere a la porción del
pueblo de Israel,
que, a juicio de los primeros cristianos, rechazó al Mesías, es decir, a
Jesús.
Se trata, por tanto, de una
interpretación particular de la que, sin duda, participaron bastantes
cristianos de la Iglesia antigua. Por eso, cuando aparece en los evangelios esa
expresión, es siempre con sentido despectivo o de rechazo.
2. Aquella
"generación" exigía un "signo" (semeion). Esta palabra
designaba
una "señal espectacular" que tuviera fuerza probatoria, para
demostrar sin
lugar a dudas que Jesús venía de parte de Dios. Pero, según los evangelios
Jesús nunca quiso hacer signos de este tipo o con intenciones apologéticas.
Por eso Jesús rechazó siempre la
petición de que hiciera milagros para probar que venía de Dios (Mt 12, 38 s; Lc
11, 29-32; Mt 16, 1. 4; Mc 8, 11 s; Lc 17, 20 s).
Esto quiere decir, como es lógico, que
Jesús nunca pretendió hacer cosas prodigiosas para demostrar su condición
divina o cosas parecidas.
3. Con los ejemplos de
Salomón y de Jonás, lo que Jesús pretende es dejar
claro que lo que nos tiene que importar a los creyentes no es ver signos
extraordinarios (apariciones, milagros, revelaciones, portentos...). Lo que
nos
tiene que interesar es escuchar "la Palabra de Dios", acoger esa
Palabra, hacerla vida en nuestras vidas. Y vivir de acuerdo con lo que nos
exige la Palabra
del Señor.
La gente va gustosamente a Lourdes,
Fátima... y tantos otros sitios famosos de piadosas
peregrinaciones.
La gente, sin embargo, no se pone a
leer, estudiar, meditar el contenido y el mensaje de los evangelios. Esto
también da que pensar.
SAN JUAN XXIII
(Sotto il
Monte, 1881 - Roma, 1963) Pontífice romano, de nombre Angelo Giuseppe Roncalli
(1958-1963). Era el tercer hijo de los once que tuvieron Giambattista Roncalli
y Mariana Mazzola, campesinos de antiguas raíces católicas, y su infancia
transcurrió en una austera y honorable pobreza. Parece que fue un niño a la vez
taciturno y alegre, dado a la soledad y a la lectura. Cuando reveló sus deseos
de convertirse en sacerdote, su padre pensó muy atinadamente que primero debía
estudiar latín con el viejo cura del vecino pueblo de Cervico, y allí lo envió.
Juan
XXIII
Lo cierto es que,
más tarde, el latín del papa Roncalli nunca fue muy bueno; se cuenta que, en
una ocasión, mientras recomendaba el estudio del latín hablando en esa misma
lengua, se detuvo de pronto y prosiguió su charla en italiano, con una sonrisa
en los labios y aquella irónica candidez que le distinguía rebosando por sus
ojos.
Por fin, a los
once años ingresaba en el seminario de Bérgamo, famoso entonces por la piedad
de los sacerdotes que formaba más que por su brillantez. En esa época
comenzaría a escribir su Diario del alma, que continuó prácticamente sin
interrupciones durante toda su vida y que hoy es un testimonio insustituible y
fiel de sus desvelos, sus reflexiones y sus sentimientos.
En 1901,
Roncalli pasó al seminario mayor de San Apollinaire reafirmado en su propósito
de seguir la carrera eclesiástica. Sin embargo, ese mismo año hubo de
abandonarlo todo para hacer el servicio militar; una experiencia que, a juzgar
por sus escritos, no fue de su agrado, pero que le enseñó a convivir con
hombres muy distintos de los que conocía y fue el punto de partida de algunos
de sus pensamientos más profundos.
El futuro Juan
XXIII celebró su primera misa en la basílica de San Pedro el 11 de agosto de
1904, al día siguiente de ser ordenado sacerdote. Un año después, tras
graduarse como doctor en Teología, iba a conocer a alguien que dejaría en él
una profunda huella: monseñor Radini Tedeschi. Este sacerdote era al parecer un
prodigio de mesura y equilibrio, uno de esos hombres justos y ponderados
capaces de deslumbrar con su juicio y su sabiduría a todo ser joven y sensible,
y Roncalli era ambas cosas. Tedeschi también se sintió interesado por aquel
presbítero entusiasta y no dudó en nombrarlo su secretario cuando fue designado
obispo de Bérgamo por el papa Pío X. De esta forma, Roncalli obtenía su primer
cargo importante.
Dio comienzo
entonces un decenio de estrecha colaboración material y espiritual entre ambos,
de máxima identificación y de total entrega en común. A lo largo de esos años,
Roncalli enseñó historia de la Iglesia, dio clases de Apologética y Patrística,
escribió varios opúsculos y viajó por diversos países europeos, además de
despachar con diligencia los asuntos que competían a su secretaría. Todo ello
bajo la inspiración y la sombra protectora de Tedeschi, a quien siempre
consideró un verdadero padre espiritual.
En 1914, dos
hechos desgraciados vinieron a turbar su felicidad. En primer lugar, la muerte
repentina de monseñor Tedeschi, a quien Roncalli lloró sintiendo no sólo que
perdía un amigo y un guía, sino que a la vez el mundo perdía un hombre
extraordinario y poco menos que insustituible. Además, el estallido de la
Primera Guerra Mundial fue un golpe para sus ilusiones y retrasó todos sus
proyectos y su formación, pues hubo de incorporarse a filas inmediatamente. A
pesar de todo, Roncalli aceptó su destino con resignación y alegría, dispuesto
a servir a la causa de la paz y de la Iglesia allí donde se encontrase. Fue
sargento de sanidad y teniente capellán del hospital militar de Bérgamo, donde
pudo contemplar con sus propios ojos el dolor y el sufrimiento que aquella
guerra terrible causaba a hombres, mujeres y niños inocentes.
Concluida la
contienda, fue elegido para presidir la Obra Pontificia de la Propagación de la
Fe y pudo reanudar sus viajes y sus estudios. Más tarde, sus misiones como
visitador apostólico en Bulgaria, Turquía y Grecia lo convirtieron en una
especie de embajador del Evangelio en Oriente, permitiéndole entrar en contacto,
ya como obispo, con el credo ortodoxo y con formas distintas de religiosidad
que sin duda lo enriquecieron y le proporcionaron una amplitud de miras de la
cual la Iglesia Católica no iba a tardar en beneficiarse.
Durante la
Segunda Guerra Mundial, Roncalli se mantuvo firme en su puesto de delegado
apostólico, realizando innumerables viajes desde Atenas y Estambul, llevando
palabras de consuelo a las víctimas de la contienda y procurando que los
estragos producidos por ella fuesen mínimos. Pocos saben que, si Atenas no fue
bombardeada y todo su fabuloso legado artístico y cultural destruido, ello se
debe a este en apariencia insignificante cura, amable y abierto, a quien no
parecían interesar mayormente tales cosas.
Una vez
finalizadas las hostilidades, fue nombrado nuncio en París por el papa Pío XII.
Se trataba de una misión delicada, pues era preciso afrontar problemas tan
espinosos como el derivado del colaboracionismo entre la jerarquía católica
francesa y los regímenes pronazis durante la guerra. Empleando como armas un
tacto admirable y una voluntad conciliadora a prueba de desaliento, Roncalli
logró superar las dificultades y consolidar firmes lazos de amistad con una
clase política recelosa y esquiva.
En 1952, Pío
XII le nombró patriarca de Venecia. Al año siguiente, el presidente de la
República Francesa, Vicent Auriol, le entregaba la birreta cardenalicia.
Roncalli brillaba ya con luz propia entre los grandes mandatarios de la
Iglesia. Sin embargo, su elección como papa en 1958, tras la muerte de Pío XII,
sorprendió a propios y extraños. No sólo eso: desde los primeros días de su
pontificado, comenzó a comportarse como nadie esperaba, muy lejos del
envaramiento y la solemne actitud que había caracterizado a sus predecesores.
Para empezar,
adoptó el nombre de Juan XXIII, que además de parecer vulgar ante los León,
Benedicto o Pío, era el de un famoso antipapa de triste memoria. Luego abordó
su tarea como si se tratase de un párroco de aldea, sin permitir que sus
cualidades humanas quedasen enterradas bajo el rígido protocolo, del que muchos
papas habían sido víctimas. Ni siquiera ocultó que era hombre que gozaba de la
vida, amante de la buena mesa, de las charlas interminables, de la amistad y de
las gentes del pueblo.
Como pontífice
dio un nuevo planteamiento al ecumenismo católico con el Secretariado para la
Unidad de los Cristianos y el acogimiento en Roma de los supremos jerarcas de
cuatro Iglesias protestantes. Su pontificado abrió nuevas perspectivas a la
vida de la Iglesia y, aunque no se dieron cambios radicales en la estructura
eclesiástica, promovió una renovación profunda de las ideas y las actitudes.
Su propósito
pronto fue claro para todos: poner al día la Iglesia, adecuar su mensaje a los
tiempos modernos enmendando pasados yerros y afrontando los nuevos problemas
humanos, económicos y sociales. Para conseguirlo, Juan XXIII dotó a la
comunidad cristiana de dos herramientas extraordinarias: las encíclicas Mater
et Magistra y Pacem in terris.
En la primera
explicitaba las bases de un orden económico centrado en los valores del hombre
y en la atención de las necesidades, hablando claramente del concepto
"socialización" y abriendo para los católicos las puertas de la
intervención en unas estructuras socioeconómicas que debían ser cada vez más
justas.
En la segunda
se delineaba una visión de paz, libertad y convivencia ciudadana e
internacional vinculándola al amor que Cristo manifestó por el género humano en
la Última Cena. Ambas encíclicas suponían una revolución copernicana en la
visión católica de los problemas temporales, pues aceptaban la herencia de la
Revolución Francesa y de la democracia moderna, haciendo de la dignidad del
hombre el centro de todo derecho, de toda política y de toda dinámica social o
económica.
Poco antes de
su muerte, acaecida el 3 de junio de 1963, Juan XXIII aún tuvo el coraje de
convocar un nuevo concilio que recogiese y promoviese esta valerosa y necesaria
puesta al día de la Iglesia: el Concilio Vaticano II. A través de él, el papa
Roncalli se proponía, según sus propias palabras, "elaborar una nueva
Teología de los misterios de Cristo. Del mundo físico. Del tiempo y las
relaciones temporales. De la historia. Del pecado. Del hombre. Del nacimiento.
De los alimentos y la bebida. Del trabajo. De la vista, del oído, del lenguaje,
de las lágrimas y de la risa. De la música y de la danza. De la cultura. De la
televisión. Del matrimonio y de la familia. De los grupos étnicos y del Estado.
De la humanidad toda".
Se trataba de
una tarea de titanes que sólo un hombre como Juan XXIII fue capaz de concebir e
impulsar, y que sus herederos recibirían como un legado a la vez imprescindible
y comprometedor. Pablo VI, su sucesor y amigo, declaró tras ser elegido nuevo
pontífice que la herencia del papa Juan no podía quedar encerrada en su ataúd.
Él se atrevió a cargarla sobre sus hombros y pudo comprobar que no era ligera.
Casi cuatro décadas después, en el año 2000, Juan XXIII fue beatificado por
otro papa carismático, Juan Pablo II; y, el 27 de abril de 2014, ambos fueron
canonizados por el papa Francisco, el primer pontífice hispanoamericano de la
historia de la Iglesia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario