13 - DE OCTUBRE –MIERCOLES
– 28ª – SEMANA DEL T. O. – B –
San Eduardo III el confesor
Lectura de la carta del apóstol
san Pablo a los Romanos (2,1-11):
Tú, el que
seas, que te eriges en juez, no tienes disculpa; al dar sentencia contra el
otro te condenas tú mismo, porque tú, el juez, te portas igual.
Todos admitimos que Dios condena con
derecho a los que obran mal, a los que obran de esa manera. Y tú, que juzgas a
los que hacen eso, mientras tú haces lo mismo, ¿te figuras que vas a escapar de
la sentencia de Dios? ¿O es que desprecias el tesoro de su bondad, tolerancia y
paciencia, al no reconocer que esa bondad es para empujarte a la conversión?
Con la dureza de tu corazón impenitente
te estás almacenando castigos para el día del castigo, cuando se revelará el
justo juicio de Dios, pagando a cada uno según sus obras.
A los que han perseverado en hacer el
bien, porque buscaban contemplar su gloria y superar la muerte, les dará vida
eterna; a los porfiados que se rebelan contra la verdad y se rinden a la
injusticia, les dará un castigo implacable.
Pena y angustia tocarán a todo
malhechor, primero al judío, pero también al griego; en cambio, gloria, honor y
paz a todo el que obre. el bien, primero al judío, pero también al griego;
porque Dios no tiene favoritismos
Palabra de Dios
Salmo: 61,2-3.6-7.9
R/. Tú, Señor, pagas a cada uno
según sus obras
Sólo en Dios
descansa mi alma,
porque de él viene mi salvación;
sólo él es mi roca y mi salvación,
mi alcázar: no vacilaré. R/.
Descansa sólo
en Dios, alma mía,
porque él es mi esperanza;
sólo él es mi roca y mi salvación,
mi alcázar: no vacilaré. R/.
Pueblo suyo,
confiad en él,
desahogad ante él vuestro corazón,
que Dios es nuestro refugio. R/.
Lectura del santo evangelio según san Lucas
(11,42-46):
En aquel
tiempo, dijo el Señor:
«¡Ay de vosotros, fariseos, que pagáis
el diezmo de la hierbabuena, de la ruda y de toda clase de legumbres, mientras
pasáis por alto el derecho y el amor de Dios! Esto habría que practicar, sin
descuidar aquello.
¡Ay de vosotros, fariseos, que os
encantan los asientos de honor en las sinagogas y las reverencias por la calle!
¡Ay de vosotros, que sois como tumbas
sin señal, que la gente pisa sin saberlo!»
Un maestro de la Ley intervino y le
dijo:
«Maestro, diciendo eso nos ofendes
también a nosotros.»
Jesús replicó:
«¡Ay de vosotros también, maestros de la
Ley, que abrumáis a la gente con cargas insoportables, mientras vosotros no las
tocáis ni con un dedo!»
Palabra del Señor
1. Jesús les echa en cara a los
fariseos, los hombres socialmente más reconocidos como piadosos y fieles
religiosos, los defectos en los que las personas observantes incurren a veces y
hasta con frecuencia.
El más patente de esos defectos consiste
en cumplir meticulosamente con obligaciones insignificantes (pagar el diezmo
por las legumbres secas y cosas parecidas), mientras que se descuidan o se
olvidan de obligaciones tan serias como son la justicia, pagar bien a los empleados,
no tolerar privilegios fiscales y, sobre todo, amar a Dios y al prójimo con
sinceridad y eficacia.
Esto, que ya ocurría en tiempo de Jesús, sigue ocurriendo en nuestro tiempo. Con un agravante: las cantidades de dinero, de capital financiero y de riqueza, que se acumulan y se les quitan a los pobres, han aumentado escandalosamente en los últimos tiempos. De ahí, la cantidad de quejas fundadas que mucha gente tiene contra la Iglesia porque, entre otras cosas, habla mucho de los derechos de la religión, al tiempo que no cumple con los derechos humanos y con los sentimientos más elementales de misericordia y bondad.
2. El otro gran fallo, que es
frecuente en los dirigentes religiosos, es cargar a los fieles con obligaciones
pesadas, que los funcionarios de la religión no soportan para ellos. Esto
exactamente es lo que ocurre cuando, por ejemplo, hablan de la pobreza quienes
gozan de una seguridad económica que tienen pocas personas en este momento. O
cuando se ponen a exigir a matrimonios y familias sacrificios que quien vive
como un solterón no está dispuesto a soportar.
Este tipo de contradicciones, por lo
demás tan claras y frecuentes, refuerzan el desinterés de unos y el desprecio
de otros hacia todo cuanto huele a pelusa de sacristía.
3. Por lo demás, no vendría mal tener siempre muy presente que todos, de una forma o de otra, podemos y solemos incurrir en estas contradicciones seguramente más de lo que imaginamos.
Todo el que tiene alguna forma de poder sobre otros puede perfectamente incurrir en este tipo de contradicciones, tenga las creencias que tenga o crea tener.
San Eduardo III el confesor
Presentar como
excusa para nuestra vida mediocre aquello de que los tiempos no son buenos o
que las circunstancias presentan su cara adversa y así no es posible buscar y
conseguir la santidad hoy y ahora, no deja de ser un recurso vulgar tras el
cual se esconde la pereza para vivir las virtudes cristianas o la falta de
confianza en Dios que lleva al desaliento.
De hecho, ni los
tiempos en sus usos y costumbres, ni las circunstancias personales facilitaban
lo más mínimo la fidelidad cristiana de Eduardo. Nace en Inglaterra en el año
1004, casi con el siglo XI, cuando las incursiones navales de los piratas
daneses o escandinavos son causa de numerosos atropellos sangrientos y de
represalias aún más crueles. El pueblo sufre desde hace tiempo violencia; está
en vilo soportando la ignorancia y pobreza. Los palacios de los nobles están preñados
de envidia, ambición y deseos de poder; en el lujo de sus banquetes se sirve la
traición.
El mismo Papado en
lo externo es en este tiempo más un signo de miseria que un motivo de
emulación. Con las basílicas en ruinas, en la elección del Pontífice
intervienen los intereses políticos y militares a los que se paga a su tiempo
la cuota de dependencia. Hace falta una reforma que por más evidente no llega.
Incluso el cisma de Oriente está a punto de producirse y lastimosamente se
consuma. Nunca faltó la ayuda del Espíritu Santo a su Iglesia indefectible,
pero hacía falta fe teologal para aceptar el Primado, sí, una fe a prueba de
cismas y antipapas.
Con diez años
tiene que huir Eduardo de Inglaterra, pasando el Canal, a la Bretaña o
Normandía donde vivirá con sus tíos —hermanos de su madre— los Duques de
Bretaña, en la región por aquel entonces más civilizada de Europa. Allí, al
tiempo que crece en su destierro, va recibiendo noticias de la ocupación,
saqueo y tiranía del rey Swein de Dinamarca. También de la muerte de su padre,
el rey Etelberto, y de su hermano Edmundo que era el príncipe heredero. ¡Claro
que su madre Emma llora estos sucesos! Pero un buen día lo abandona, partiendo
misteriosamente; se ha marchado para hacerse la esposa de Knut, el nuevo usurpador
danés. Tiene Eduardo 15 años y sigue escuchando los consejos de los monjes en
Normandía; ya es un regio doncel exilado que se inclina en la oración al buen
Dios. A la muerte de Knut, los ingleses le proponen la corona de Inglaterra,
pero cuando está a punto de disfrutar del cariño de sus súbditos, le traiciona
su madre que quiere el trono para el hijo nacido de Knut; él no quiere un reino
ganado con sangre y regresa a Normandía. Los leales súbditos piden una vez más
su vuelta y la de su hermano Alfredo; pero es una trampa, Alfredo es asesinado.
Llega a ser rey a
los cuarenta años, después de una larga, fecunda y sufrida existencia. Es la
hora del heroísmo. No alimenta odio. Está lleno de nobleza y generosidad.
Contrae matrimonio con Edith, hija del pernicioso, intrigante y hábil duque de
Kent. Relega al olvido el pasado, perdona y no castiga. Se dedica a gobernar. A
su madre la recluye en un monasterio. Se entrega a buscar el bien de sus
súbditos. De Normandía importa arte y cultura. Como su vida es austera, la
Corona se enriquece y pueden limitarse los impuestos. Su dinero es el erario de
los pobres. Dotó a iglesias y monasterios de los que Westminster es emblema.
Hoy, a la
distancia de casi diez siglos, aún Inglaterra llama a su Corona "de San
Eduardo". Fue patrón de Inglaterra hasta ser sustituido por San Jorge.
(Fuente:
archimadrid.es)
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