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DE OCTUBRE – LUNES –
27ª –
SEMANA DEL T. O. – B –
San Francisco de Asís
Comienzo de la profecía de Jonás
(1,1–2,1.11):
Jonás, hijo de
Amitai, recibió la palabra del Señor:
«Levántate y vete a Nínive, la gran
ciudad, y proclama en ella: "Su maldad ha llegado hasta mí."»
Se levantó Jonás para huir a Tarsis,
lejos del Señor; bajó a Jafa y encontró un barco que zarpaba para Tarsis; pagó
el precio y embarcó para navegar con ellos a Tarsis, lejos del Señor. Pero el
Señor envió un viento impetuoso sobre el mar, y se alzó una gran tormenta en el
mar, y la nave estaba a punto de naufragar.
Temieron los marineros, e invocaba cada
cual a su dios. Arrojaron los pertrechos al mar, para aligerar la nave,
mientras Jonás, que había bajado a lo hondo de la nave, dormía profundamente.
El capitán se le acercó y le dijo:
«¿Por qué duermes? Levántate e invoca a
tu Dios; quizá se compadezca ese Dios de nosotros, para que no perezcamos.»
Y decían unos a otros:
«Echemos suertes para ver por culpa de
quién nos viene esta calamidad.»
Echaron suertes, y la suerte cayó sobre
Jonás.
Le interrogaron:
«Dinos, ¿por qué nos sobreviene esta
calamidad? ¿Cuál es tu oficio? ¿De dónde vienes? ¿Cuál es tu país? ¿De qué
pueblo eres?»
Él les contestó:
«Soy un hebreo; adoro al Señor, Dios del
cielo, que hizo el mar y la tierra firme.»
Temieron grandemente aquellos hombres y
le dijeron:
«¿Qué has hecho?»
Pues comprendieron que huía del Señor,
por lo que él había declarado.
Entonces le preguntaron:
«¿Qué haremos contigo para que se nos
aplaque el mar?»
Porque el mar seguía embraveciéndose.
Él contestó:
«Levantadme y arrojadme al mar, y el mar
se aplacará; pues sé que por mi culpa os sobrevino esta terrible tormenta.»
Pero ellos remaban para alcanzar tierra
firme, y no podían, porque el mar seguía embraveciéndose.
Entonces invocaron al Señor, diciendo:
«¡Ah, Señor, que no perezcamos por culpa
de este hombre, no nos hagas responsables de una sangre inocente! Tú eres el
Señor que obras como quieres.»
Levantaron, pues, a Jonás y lo arrojaron
al mar; y el mar calmó su cólera. Y temieron mucho al Señor aquellos hombres.
Ofrecieron un sacrificio al Señor y le
hicieron votos. El Señor envió un gran pez a que se comiera a Jonás, y estuvo
Jonás en el vientre del pez tres días y tres noches seguidas. El Señor dio
orden al pez, y vomitó a Jonás en tierra firme.
Palabra de Dios
Salmo: Jon 2,3.4.5.8
R/. Sacaste mi vida de la fosa, Señor
En mi
aflicción clamé al Señor
y me atendió;
desde el vientre del abismo pedí auxilio,
y escuchó mi clamor. R/.
Me arrojaste a
lo profundo en alta mar,
me rodeaban las olas,
tus corrientes y tu oleaje
pasaban sobre mí. R/.
Yo dije: «Me
has arrojado de tu presencia;
quién pudiera ver de nuevo tu santo templo.» R/.
Cuando se me
acababan las fuerzas
me acordé del Señor;
llegó hasta ti mi oración,
hasta tu santo templo. R/.
Lectura del santo evangelio según
san Lucas (10,25-37):
En aquel
tiempo, se presentó un maestro de la Ley y le preguntó a Jesús para ponerlo a
prueba:
«Maestro, ¿qué tengo que hacer para
heredar la vida eterna?»
Él le dijo:
«¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees
en ella?»
Él contestó:
«Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu
corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al
prójimo como a ti mismo.»
Él le dijo:
«Bien dicho. Haz esto y tendrás la
vida.»
Pero el maestro de la Ley, queriendo
justificarse, preguntó a Jesús:
«¿Y quién es mi prójimo?»
Jesús dijo:
«Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó,
cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se
marcharon, dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por
aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Y lo mismo hizo un
levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo. Pero un
samaritano que iba de viaje, llegó a donde estaba él y, al verlo, le dio
lástima, se le acercó, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y,
montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó.
Al día siguiente, sacó dos denarios y,
dándoselos al posadero, le dijo:
"Cuida de él, y lo que gastes de
más yo te lo pagaré a la vuelta."
¿Cuál de estos tres te parece que se
portó como prójimo del que cayó en manos de los bandidos?»
Él contestó:
«El que practicó la misericordia con
él.»
Díjole Jesús:
«Anda, haz tú lo mismo.»
Palabra del Señor
1. Sean cuales sean los
matices que se le puedan poner a este relato en su conjunto y tal como ha
llegado hasta nosotros, hay un hecho, que es lo que aparece más destacado en la
parábola (y en la ocasión en que Jesús la contó), y que, sin embargo, con frecuencia
no se suele tener en cuenta.
Por supuesto, como bien sabemos, de esta
parábola se desprende una excelente enseñanza sobre el amor al prójimo. Y,
además, el prójimo, considerado, no desde el punto de vista del que "está necesitado",
sino del que "ayuda al necesitado", que bien puede ser (como ocurre
en este caso) el odiado samaritano. Mucho más prójimo que el respetado
sacerdote. Esto está claro en la parábola y nadie lo pone en duda.
2. Pero, en este relato, hay
algo que es mucho más frecuente y en lo que mucha gente no se fija.
Se trata de que, a fin de cuentas, el
hombre bueno y misericordioso resulta ser el "hereje", el
despreciable samaritano, que ni iba al Templo, ni pretendía aparecer como un
religioso "observante".
Mientras que los personajes, que Jesús
presenta como censurables, son un sacerdote, un levita y hasta un letrado o
teólogo de aquel tiempo. El sacerdote y el levita porque fueron insensibles
ante el sufrimiento de la víctima. Y el letrado porque "quiso
aparecer como justo".
O sea, el criterio de Jesús es que
quienes "dan un rodeo", ante los que se desangran en la vida, son los
"hombres de la religión". Y los que quieren "aparecer" como
personas ejemplares son curiosamente los entendidos en la ley religiosa, los
teólogos de oficio.
3. Si el relato está contado
así, esto no quedó redactado de esta forma por casualidad. Esto está
intencionadamente puesto en la parábola. Por eso la pregunta, que se plantea,
es tan clara como provocativa:
- ¿qué tiene la religión que, a sus
funcionarios, les desarrolla tanto la preocupación por "aparecer como
justos" y les atrofia más aún la "sensibilidad y la sintonía ante el
sufrimiento" de las víctimas de este mundo?
Hay personas religiosas que son
ejemplares. Pero, tal como está este mundo y se ha puesto la vida, "ser
ejemplar", en este momento supone y exige ponerse "de parte de"
las víctimas. Y, por tanto "en contra de los causantes del sufrimiento de
los que luchan, no ya "por el trabajo" o "por la vivienda",
sino sobre todo "por la vida", que son más de mil millones de
criaturas, en este momento. Esto supone ponerse entre los rebeldes,
los insumisos, los que hablan menos de la caridad y se parten la cara por la
justicia.
San Francisco de Asís
Nació en
Asís en 1182; después de una juventud frívola se convirtió, renunció a los
bienes paternos y se entregó de lleno a Dios. Abrazó la pobreza y vivió una
vida evangélica, predicando a todos el amor de Dios.
Dio a sus seguidores unas sabias normas, que luego fueron
aprobadas por la Santa Sede. Inició también una nueva Orden de monjas y un
grupo de penitentes que vivían en el mundo, así como la predicación entre los
infieles.
Murió en el año 1226.
Vida de San Francisco de
Asís
Francisco nació en Asís, ciudad de Umbría,
en el año 1182. Su padre, Pedro Bernardone,
era comerciante. El nombre de su madre era Pica y algunos autores afirman que
pertenecía a una noble familia de la Provenza. Tanto el padre como la madre de
Francisco eran personas acomodadas. Pedro Bernardone comerciaba especialmente
en Francia. Como se hallase en dicho país cuando nació su hijo, las gentes le
apodaron "Francesco" (el francés), por más que en el bautismo recibió
el nombre de Juan. En su juventud, Francisco era muy dado a las románticas
tradiciones caballerescas que propagaban los trovadores. Disponía de dinero en
abundancia y lo gastaba pródigamente, con ostentación. Ni los negocios de su
padre, ni los estudios le interesaban mucho, sino el divertirse en cosas vanas
que comúnmente se les llama "gozar de la vida". Sin embargo, no era
de costumbres licenciosas y acostumbraba a ser muy generoso con los pobres que
le pedían por amor de Dios.
Hallazgo de un tesoro
Cuando Francisco tenía unos veinte años,
estalló la discordia entre las ciudades de Perugia y Asís y en la guerra, el
joven cayó prisionero de los peruginos. La prisión duró un año, y Francisco la
soportó alegremente. Sin embargo, cuando recobró la libertad, cayó gravemente
enfermo. La enfermedad, en la que el joven probó una vez más su paciencia,
fortaleció y maduró su espíritu. Cuando se sintió con fuerzas suficientes,
determinó ir a combatir en el ejército de Galterío y Briena en el sur de
Italia. Con ese fin, se compró una costosa armadura y un hermoso manto. Pero un
día en que paseaba ataviado con su nuevo atuendo, se topó con un caballero mal
vestido que había caído en la pobreza; movido a compasión ante aquel
infortunio, Francisco cambió sus ricos vestidos por los del caballero pobre.
Esa noche vio en sueños un espléndido palacio con salas colmadas de armas,
sobre las cuales se hallaba grabado el signo de la cruz y le pareció oír una
voz que le decía que esas armas le pertenecían a él y a sus soldados.
Francisco partió a Apulia con el alma
ligera y la seguridad de triunfar, pero nunca llegó al frente de batalla. En
Espoleto, ciudad del camino de Asís a Roma, cayó nuevamente enfermo y, durante
la enfermedad, oyó una voz celestial que le exhortaba a "servir al amo y
no al siervo". El joven obedeció. Al principio volvió a su antigua vida,
aunque tomándola menos a la ligera. Las gentes, al verle ensimismado, le decían
que estaba enamorado. "Sí", replicaba Francisco, "voy a casarme
con una joven más bella y más noble que todas las que conocéis". Poco a
poco, con la mucha oración, fue concibiendo el deseo de vender todos sus bienes
y comprar la perla preciosa de la que habla el Evangelio.
Aunque ignoraba lo que tenía que hacer
para ello, una serie de claras inspiraciones sobrenaturales le hizo comprender
que la batalla espiritual empieza por la mortificación y la victoria sobre los
instintos. Paseándose en cierta ocasión a caballo por la llanura de Asís,
encontró a un leproso. Las llagas del mendigo aterrorizaron a Francisco; pero,
en vez de huir, se acercó al leproso, que le tendía la mano para recibir una
limosna. Francisco comprendió que había llegado el momento de dar el paso al
amor radical de Dios. A pesar de su repulsa natural a los leprosos, venció su
voluntad, se le acercó y le dio un beso. Aquello cambió su vida. Fue un gesto
movido por el Espíritu Santo, pidiéndole a Francisco una calidad de entrega, un
"sí" que distingue a los santos de los mediocres. A partir de
entonces, comenzó a visitar y servir a los enfermos en los hospitales. Algunas
veces regalaba a los pobres sus vestidos, otras, el dinero que llevaba. En
cierta ocasión, mientras oraba en la iglesia de San Damián en las afueras de
Asís, el crucifijo, (hoy llamado Crucifijo de San Damián) le repitió tres
veces: "Francisco, repara mi casa, pues ya ves que está en ruinas".
El santo, viendo que la iglesia se hallaba en muy mal estado, creyó que el
Señor quería que la reparase; así pues, partió inmediatamente, tomó una buena
cantidad de vestidos de la tienda de su padre y los vendió junto con su
caballo. En seguida llevó el dinero al pobre sacerdote que se encargaba de la
iglesia de San Damián, y le pidió permiso de quedarse a vivir con él. El buen
sacerdote consintió en que Francisco se quedase con él, pero se negó a aceptar
el dinero. El joven lo depositó en el alféizar de la ventana. Pedro Bernardone,
al enterarse de lo que había hecho su hijo, se dirigió indignado a San Damián.
Pero Francisco había tenido buen cuidado de ocultarse. Al cabo de algunos días
pasados en oración y ayuno, Francisco volvió a entrar en la población, pero
estaba tan desfigurado y mal vestido, que las gentes se burlaban de él,
tomándolo por loco. Pedro Bernardone, muy desconcertado por la conducta de su
hijo, le condujo a su casa, le golpeó furiosamente (Francisco tenía entonces
veinticinco años), le puso grillos en los pies y le encerró en una habitación.
La madre de Francisco se encargó de ponerle en libertad cuando su marido se
hallaba ausente y el joven retornó a San Damián. Su padre fue de nuevo a
buscarle ahí, le golpeó en la cabeza y le conminó a volver inmediatamente a su
casa o a renunciar a su herencia y pagarle el precio de los vestidos que le
había tomado.
Su padre le obligó a comparecer ante el
obispo Guido de Asís, quien exhortó al joven a devolver el dinero y a tener
confianza en Dios: "Dios no desea que su Iglesia goce de bienes
injustamente adquiridos." Francisco obedeció a la letra la orden del
obispo y añadió: "Los vestidos que llevo puestos pertenecen también a mi
padre, de suerte que tengo que devolvérselos." Acto seguido se desnudó y
entregó sus vestidos a su padre, diciéndole alegremente: "Hasta ahora tú
has sido mi padre en la tierra. Pero en adelante podré decir: Padre nuestro,
que estás en los cielos."' Pedro Bernardone abandonó el palacio episcopal
"temblando de indignación y profundamente lastimado." El obispo
regaló a Francisco un viejo vestido de labrador, que pertenecía a uno de sus
siervos. Francisco recibió la primera limosna de su vida con gran agradecimiento,
trazó la señal de la cruz sobre el vestido con un trozo de tiza y se lo puso.
En seguida, partió en busca de un sitio conveniente para establecerse. Iba
cantando alegremente las alabanzas divinas por el camino real, cuando se topó
con unos bandoleros que le preguntaron quién era. El respondió: "Soy el
heraldo del Gran Rey." Los bandoleros le golpearon y le arrojaron en un
foso cubierto de nieve. Francisco prosiguió su camino cantando las divinas
alabanzas. En un monasterio obtuvo limosna y trabajo como si fuese un mendigo.
Cuando llegó a Gubbio, una persona que le conocía, le llevó a su casa y le
regaló una túnica, un cinturón y unas sandalias de peregrino. El atuendo era
muy pobre pero decente. Francisco lo usó dos años, al cabo de los cuales volvió
a San Damián.
Para reparar la iglesia, fue a pedir
limosna en Asís, donde todos le habían conocido rico y, naturalmente, hubo de
soportar las burlas y el desprecio de más de un mal intencionado. El mismo se
encargó de transportar las piedras que hacían falta para reparar la iglesia y
ayudó en el trabajo a los albañiles. Una vez terminadas las reparaciones en la
iglesia de San Damián, Francisco emprendió un trabajo semejante en la antigua
iglesia de San Pedro. Después, se trasladó a una capillita llamada Porciúncula,
que pertenecía a la abadía benedictina de Monte Subasio. Probablemente el
nombre de la capillita aludía al hecho de que estaba construida en una reducida
parcela de tierra.
La Porciúncula se hallaba en una llanura,
a unos cuatro kilómetros de Asís y, en aquella época, estaba abandonada y casi
en ruinas. La tranquilidad del sitio agradó a Francisco tanto como el título de
Nuestra Señora de los Ángeles, en cuyo honor había sido erigida la capilla.
Francisco la reparó y fijó en ella su residencia. Ahí le mostró finalmente el
cielo lo que esperaba de él, el día de la fiesta de San Matías del año 1209.
En aquella época, el evangelio de la misa
de la fiesta decía: "Id a predicar, diciendo: El Reino de Dios ha
llegado.. . Dad gratuitamente lo que habéis recibido gratuitamente . . . No
poseáis oro ... ni dos túnicas, ni sandalias, ni báculo ... He aquí que os
envío como corderos en medio de los lobos. . ." (Mat.10 , 7-19). Estas
palabras penetraron hasta lo más profundo en el corazón de Francisco y éste,
aplicándolas literalmente, regaló sus sandalias, su báculo y su cinturón y se
quedó solamente con la pobre túnica ceñida con un cordón. Tal fue el hábito que
dio a sus hermanos un año más tarde: la túnica de lana burda de los pastores y
campesinos de la región. Vestido en esa forma, empezó a exhortar a la
penitencia con tal energía, que sus palabras hendían los corazones de sus
oyentes. Cuando se topaba con alguien en el camino, le saludaba con estas
palabras: "La paz del Señor sea contigo." Francisco tuvo pronto
numerosos seguidores y algunos querían hacerse discípulos suyos. El primer
discípulo fue Bernardo de Quintavalle, un rico comerciante de Asís. Al
principio Bernardo veía con curiosidad la evolución de Francisco y con
frecuencia le invitaba a su casa, donde le tenía siempre preparado un lecho
próximo al suyo. Bernardo se fingía dormido para observar cómo el siervo de
Dios se levantaba calladamente y pasaba largo tiempo en oración, repitiendo
estas palabras: "Deus meus et omnia" (Mi Dios y mi todo). Al fin,
comprendió que Francisco era "verdaderamente un hombre de Dios" y en
seguida le suplicó que le admitiese corno discípulo. Desde entonces, juntos
asistían a misa y estudiaban la Sagrada Escritura para conocer la voluntad de
Dios. Como las indicaciones de la Biblia concordaban con sus propósitos,
Bernardo vendió cuanto tenía y repartió el producto entre los pobres.
Pedro de Cattaneo, canónigo de la catedral
de Asís, pidió también a Francisco que le admitiese como discípulo y el santo
les "concedió el hábito" a los dos juntos, el 16 de abril de 1209. El
tercer compañero de San Francisco fue el hermano Gil, famoso por su gran
sencillez y sabiduría espiritual.
En 1210, cuando el grupo contaba ya con
doce miembros, Francisco redactó una regla breve e informal que consistía
principalmente en los consejos evangélicos para alcanzar la perfección. Con
ella se fueron a Roma a presentarla para aprobación del Sumo Pontífice.
Viajaron a pie, cantando y rezando, llenos de felicidad, y viviendo de las
limosnas que la gente les daba.
En Roma no querían aprobar esta comunidad
porque les parecía demasiado rígida en cuanto a pobreza, pero al fin un
cardenal dijo: "No les podemos prohibir que vivan como lo mandó Cristo en
el evangelio". Recibieron la aprobación, y se volvieron a Asís a vivir en
pobreza, en oración, en santa alegría y gran fraternidad, junto a la iglesia de
la Porciúncula.
Inocencio III se mostró adverso al
principio. Por otra parte, muchos cardenales opinaban que las órdenes
religiosas ya existentes necesitaban de reforma, no de multiplicación y que la
nueva manera de concebir la pobreza era impracticable.
El cardenal Juan Colonna alegó en favor de
Francisco que su regla expresaba los mismos consejos con que el Evangelio
exhortaba a la perfección. Más tarde, el Papa relató a su sobrino, quien a su
vez lo comunicó a San Buenaventura, que había visto en sueños una palmera que
crecía rápidamente y después, había visto a Francisco sosteniendo con su cuerpo
la basílica de Letrán que estaba a punto de derrumbarse. Cinco años después, el
mismo Pontífice tendría un sueño semejante a propósito de Santo Domingo.
Inocencio III mandó, pues, llamar a Francisco y aprobó verbalmente su regla; en
seguida le impuso la tonsura, así corno a sus compañeros y les dio por misión
predicar la penitencia. San Francisco y sus compañeros se trasladaron
provisionalmente a una cabaña de Rivo Torto, en las afueras de Asís, de donde
salían a predicar por toda la región. Poco después, tuvieron dificultades con
un campesino que reclamaba la cabaña para emplearla como establo de su asno.
Francisco respondió: "Dios no nos ha llamado a preparar establos para los
asnos", y acto seguido abandonó el lugar y partió a ver al abad de Monte
Subasio. En 1212, el abad regaló a Francisco la capilla de la Porciúncula, a
condición de que la conservase siempre como la iglesia principal de la nueva
orden. El santo se negó a aceptar la propiedad de la capillita y sólo la
admitió prestada. En prueba de que la Porciúncula continuaba como propiedad de
los benedictinos, Francisco les enviaba cada año, a manera de recompensa por el
préstamo, una cesta de pescados cogidos en el riachuelo vecino. Por su parte,
los benedictinos correspondían enviándole un tonel de aceite. Tal costumbre
existe todavía entre los franciscanos de Santa María de los Ángeles y los
benedictinos de San Pedro de Asís.
Alrededor de la Porciúncula, los frailes
construyeron varias cabañas primitivas, porque San Francisco no permitía que la
orden en general y los conventos en particular, poseyesen bienes temporales.
Había hecho de la pobreza el fundamento de su orden y su amor a la pobreza se
manifestaba en su manera de vestirse, en los utensilios que empleaba y en cada
uno de sus actos. Acostumbraba llamar a su cuerpo "el hermano asno", porque
lo consideraba como hecho para transportar carga, para recibir golpes y para
comer poco y mal. Cuando veía ocioso a algún fraile, le llamaba "hermano
mosca" porque en vez de cooperar con los demás echaba a perder el trabajo
de los otros y les resultaba molesto. Poco antes de morir, considerando que el
hombre está obligado a tratar con caridad a su cuerpo, Francisco pidió perdón
al suyo por haberlo tratado tal vez con demasiado rigor. El santo se había
opuesto siempre a las austeridades indiscretas y exageradas. En cierta ocasión,
viendo que un fraile había perdido el sueño a causa del excesivo ayuno,
Francisco le llevó alimento y comió con él para que se sintiese menos
mortificado.
Santa Clara.
Clara había partido de Asís para seguir a
Francisco, en la primavera de 1212, después de oírle predicar. El santo
consiguió establecer a Clara y sus compañeras en San Damián, y la comunidad de
religiosas llegó pronto a ser, para los franciscanos, lo que las monjas de
Prouille habían de ser para los dominicos: una muralla de fuerza femenina, un
vergel escondido de oración que hacía fecundo el trabajo de los frailes.
Se cuenta que en 1216, Francisco solicitó
del Papa Honorio III la indulgencia de la Porciúncula o "perdón de
Asís". El año siguiente, conoció en Roma a Santo Domingo, quien había
predicado la fe y la penitencia en el sur de Francia en la época en que
Francisco era "un gentilhombre de Asís". San Francisco tenía también
la intención de ir a predicar en Francia. Pero, como el cardenal Ugolino (quien
fue más tarde Papa con el nombre de Gregorio IX) le disuadiese de ello, envió
en su lugar a los hermanos Pacífico y Agnelo. Este último había de introducir
más tarde la orden de los frailes menores en Inglaterra. El sabio y bondadoso
cardenal Ugolino ejerció una gran influencia en el desarrollo de la orden. Los
compañeros de San Francisco eran ya tan numerosos, que se imponía forzosamente
cierta forma de organización sistemática y de disciplina común. Así pues, se
procedió a dividir a la orden en provincias, al frente de cada una de las
cuales se puso a un ministro, "encargado del bien espiritual de los
hermanos; si alguno de ellos llegaba a perderse por el mal ejemplo del
ministro, éste tendría que responder de él ante Jesucristo." Los frailes
habían cruzado ya los Alpes y tenían misiones en España, Alemania y Hungría.
El primer capítulo general se reunió, en
la Porciúncula, en Pentecostés del año de 1217. En 1219, tuvo lugar el capítulo
"de las esteras", así llamado por las cabañas que debieron
construirse precipitadamente con esteras para albergar a los delegados. Se
cuenta que se reunieron entonces cinco mil frailes. Nada tiene de extraño que
en una comunidad tan numerosa, el espíritu del fundador se hubiese diluido un
tanto. Los delegados encontraban que San Francisco se entregaba excesivamente a
la aventura y exigían un espíritu más práctico. Es que así les parecía lo que
en realidad era una gran confianza en Dios. El santo se indignó profundamente y
replicó: "Hermanos míos, el Señor me llamó por el camino de la sencillez y
la humildad y por ese camino persiste en conducirme, no sólo a mí sino a todos
los que estén dispuestos a seguirme ... El Señor me dijo que deberíamos ser
pobres y locos en este mundo y que ése y no otro sería el camino por el que nos
llevaría. Quiera Dios confundir vuestra sabiduría y vuestra ciencia y haceros
volver a vuestra primitiva vocación, aunque sea contra vuestra voluntad y
aunque la encontréis tan defectuosa."
Francisco les insistía en que amaran
muchísimo a Jesucristo y a la Santa Iglesia Católica, y que vivieran con el
mayor desprendimiento posible hacia los bienes materiales, y no se cansaba de
recomendarles que cumplieran lo mas exactamente posible todo lo que manda el
Santo Evangelio. Recorría campos y pueblos invitando a la gente a amar más a
Jesucristo, y repetía siempre: 'El Amor no es amado". Las gentes le
escuchaban con especial cariño y se admiraban de lo mucho que sus palabras
influían en los corazones para entusiasmarlos por Cristo y su Verdad.
A quienes le propusieron que pidiese
al Papa permiso para que los frailes pudiesen predicar en todas partes sin
autorización del obispo, Francisco repuso: "Cuando los obispos vean que
vivís santamente y que no tenéis intenciones de atentar contra su autoridad,
serán los primeros en rogaros que trabajéis por el bien de las almas que les
han sido confiadas. Considerad como el mayor de los privilegios el no gozar de
privilegio alguno. . ." Al terminar el capítulo, San Francisco envió a
algunos frailes a la primera misión entre los infieles de Túnez y Marruecos y
se reservó para sí la misión entre los sarracenos de Egipto y Siria. En 1215,
durante el Concilio de Letrán, el Papa Inocencio III había predicado una nueva
cruzada, pero tal cruzada se había reducido simplemente a reforzar el Reino Latino
de oriente. Francisco quería blandir la espada de Dios.
San Francisco, se fue a Tierra Santa a
visitar en devota peregrinación los Santos Lugares donde Jesús nació, vivió y
murió: Belén, Nazaret, Jerusalén, etc. En recuerdo de esta piadosa visita suya,
los franciscanos están encargados desde hace siglos de custodiar los Santos
Lugares de Tierra Santa. En junio de 1219, se embarcó en Ancona con doce
frailes. La nave los condujo a Damieta, en la desembocadura del Nilo. Los
cruzados habían puesto sitio a la ciudad, y Francisco sufrió mucho al ver el
egoísmo y las costumbres disolutas de los soldados de la cruz. Consumido por el
celo de la salvación de los sarracenos, decidió pasar al campo del enemigo, por
más que los cruzados le dijeron que la cabeza de los cristianos estaba puesta a
precio. Habiendo conseguido la autorización del legado pontificio, Francisco y
el hermano Iluminado se aproximaron al campo enemigo, gritando: "¡Sultán,
sultán!" Cuando los condujeron a la presencia de Malek-al-Kamil, Francisco
declaró osadamente: "No son los hombres quienes me han enviado, sino Dios
todopoderoso. Vengo a mostrarles, a ti y a tu pueblo, el camino de la
salvación; vengo a anunciarles las verdades del Evangelio." El sultán
quedó impresionado y rogó a Francisco que permaneciese con él. El santo
replicó: "Si tú y tu pueblo estáis dispuestos a oír la palabra de Dios,
con gusto me quedaré con vosotros. Y si todavía vaciláis entre Cristo y Mahoma,
manda encender una hoguera; yo entraré en ella con vuestros sacerdotes y así
veréis cuál es la verdadera fe." El sultán contestó que probablemente
ninguno de los sacerdotes querría meterse en la hoguera y que no podía
someterlos a esa prueba para no soliviantar al pueblo.
Cuentan que el Sultan llegó a decir: ¨si
todos los cristianos fueran como él, entonces valdría la pena ser cristiano¨.
Pero el Sultán, Malek-al-Kamil, mandó a Francisco que volviese al campo de los
cristianos.
Desalentado al ver el reducido éxito de su
predicación entre los sarracenos y entre los cristianos, el santo pasó a
visitar los Santos Lugares. Ahí recibió una carta en la que sus hermanos le
pedían urgentemente que retornase a Italia. Durante la ausencia de Francisco,
sus dos vicarios, Mateo de Narni y Gregorio de Nápoles, habían introducido
ciertas innovaciones que tendían a uniformar a los frailes menores con las
otras órdenes religiosas y a encuadrar el espíritu franciscano en el rígido
esquema de la observancia monástica y de las reglas ascéticas. Las religiosas
de San Damián tenían ya una constitución propia, redactada por el cardenal
Ugolino sobre la base de la regla de San Benito. Al llegar a Bolonia, Francisco
tuvo la desagradable sorpresa de encontrar a sus hermanos hospedados en un
espléndido convento. El santo se negó a poner los pies en él y vivió con los
frailes predicadores. En seguida mandó llamar al guardián del convento
franciscano, le reprendió severamente y le ordenó que los frailes abandonasen
la casa. Tales acontecimientos tenían a los ojos del santo las proporciones de
una verdadera traición: se trataba de una crisis de la que tendría que salir la
orden sublimada o destruida.
San Francisco se trasladó a Roma donde
consiguió que Honorio III nombrase al cardenal Ugolino protector y consejero de
los franciscanos, ya que el purpurado había depositado una fe ciega en el
fundador y poseía una gran experiencia en los asuntos de la Iglesia. Al mismo
tiempo, Francisco se entregó ardientemente a la tarea de revisar la regla, para
lo que convocó a un nuevo capítulo general que se reunió en la Porciúncula en
1221. El santo presentó a los delegados la regla revisada. Lo que se refería a
la pobreza, la humildad y la libertad evangélica, características de la orden,
quedaba intacto. Ello constituía una especie de reto del fundador a los
disidentes y legalistas que, por debajo del agua, tramaban una verdadera
revolución del espíritu franciscano. El jefe de la oposición era el hermano
Elías de Cortona. El fundador había renunciado a la dirección de la orden, de
suerte que su vicario, fray Elías, era prácticamente el ministro general. Sin
embargo, no se atrevió a oponerse al fundador, a quien respetaba sinceramente.
En realidad, la orden era ya demasiado grande, como lo dijo el propio San
Francisco: "Si hubiese menos frailes menores, el mundo los vería menos y
desearía que fuesen más."
Al cabo de dos años, durante los cuales
hubo de luchar contra la corriente cada vez más fuerte que tendía a desarrollar
la orden en una dirección que él no había previsto y que le parecía comprometer
el espíritu franciscano, el santo emprendió una nueva revisión de la regla.
Después la comunicó al hermano Elías para que éste la pasase a los ministros,
pero el documento se extravió y el santo hubo de dictar nuevamente la revisión
al hermano León, en medio del clamor de los frailes que afirmaban que la
prohibición de poseer bienes en común era impracticable. La regla, tal como fue
aprobada por Honorio III en 1223, representaba sustancialmente el espíritu y el
modo de vida por el que había luchado San Francisco desde el momento en que se
despojó de sus ricos vestidos ante el obispo de Asís. Unos dos años antes San
Francisco y el cardenal Ugolino habían redactado una regla para la cofradía de
laicos que se habían asociado a los frailes menores y que correspondía a lo que
actualmente llamamos tercera orden, fincada en el espíritu de la "Carta a
todos los cristianos", que Francisco había escrito en los primeros años de
su conversión. La cofradía, formada por laicos entregados a la penitencia, que
llevaban una vida muy diferente de la que se acostumbraba entonces, llegó a ser
una gran fuerza religiosa en la Edad Media. En el derecho canónico actual, los
terciarios de las diversas órdenes gozan todavía de un estatuto específicamente
diferente del de los miembros de las cofradías y congregaciones marianas. San
Francisco pasó la Navidad de 1223 en Grecehio, en el valle de Rieti. Con tal
ocasión, había dicho a su amigo, Juan da Vellita- "Quisiera hacer una
especie de representación viviente del nacimiento de Jesús en Belén, para
presenciar, por decirlo así, con los ojos del cuerpo la humildad de la
Encarnación y verle recostado en el pesebre entre el buey y el asno." En
efecto, el santo construyó entonces en la ermita una especie de cueva y los
campesinos de los alrededores asistieron a la misa de media noche, en la que
Francisco actuó corno diácono y predicó sobre el misterio de la Natividad.
Se le atribuye haber comenzado en aquella
ocasión la tradición del "belén" o "nacimiento". Nos dice
Tomas Celano en su biografía del santo: "La Encarnación era un componente
clave en la espiritualidad de Francisco. Quería celebrar la Encarnación en forma
especial. Quería hacer algo que ayudase a la gente a recordar al Cristo Niño y
como nació en Belén." Alrededor de la fiesta de la Asunción de 1224, el
santo se retiró a Monte Alvernia y se construyó ahí una pequeña celda. Llevó
consigo al hermano León, pero prohibió que fuese alguien a visitarle hasta
después de la fiesta de San Miguel. Ahí fue donde tuvo lugar, alrededor del día
de la Santa Cruz de 1224, el milagro de los estigmas, del que hablamos el 17 de
septiembre. Francisco trató de ocultar a los ojos de los hombres las señales de
la Pasión del Señor que tenía impresas en el cuerpo; por ello, a partir de
entonces llevaba siempre las manos dentro de las mangas del hábito y usaba
medias y zapatos. Sin embargo, deseando el consejo de sus hermanos, comunicó lo
sucedido al hermano Iluminado y algunos otros, pero añadió que le habían sido
reveladas ciertas cosas que jamás descubriría a hombre alguno sobre la tierra.
En cierta ocasión en que se hallaba
enfermo, alguien propuso que se le leyese un libro para distraerle. El santo
respondió: "Nada me consuela tanto como la contemplación de la vida y
Pasión del Señor. Aunque hubiese de vivir hasta el fin del mundo, con ese solo
libro me bastaría." Francisco se había enamorado de la santa pobreza mientras
contemplaba a Cristo crucificado y meditaba en la nueva crucifixión que sufría
en la persona de los pobres.
El santo no despreciaba la ciencia, pero
no la deseaba para sus discípulos. Los estudios sólo tenían razón de ser como
medios para un fin y sólo podían aprovechar a los frailes menores, si no les
impedían consagrar a la oración un tiempo todavía más largo y si les enseñaban
más bien, a predicarse a sí mismos que a hablar a otros. Francisco aborrecía
los estudios que alimentaban más la vanidad que la piedad, porque entibiaban la
caridad y secaban el corazón. Sobre todo, temía que la señora Ciencia se convirtiese
en rival de la dama Pobreza. Viendo con cuánta ansiedad acudían a las escuelas
y buscaban los libros sus hermanos, Francisco exclamó en cierta ocasión:
"Impulsados por el mal espíritu, mis pobres hermanos acabarán por
abandonar el camino de la sencillez y de la pobreza."
Antes de salir de Monte Alvernia, el santo
compuso el "Himno de alabanza al Altísimo". Poco después de la fiesta
de San Miguel bajó finalmente al valle, marcado por los estigmas de la Pasión y
curó a los enfermos que le salieron al paso. Las calientísimas arenas del
desierto de Egipto afectaron la vista de Francisco hasta el punto de estar casi
completamente ciego. Los dos últimos años de la vida de Francisco fueron de
grandes sufrimientos que parecía que la copa se había llenado y rebalsado.
Fuertes dolores debido al deterioro de muchos de sus órganos (estómago, hígado
y el bazo), consecuencias de la malaria contraida en Egipto. En los más
terribles dolores, Francisco ofrecía a Dios todo como penitencia, pues se
consideraba gran pecador y para la salvación de las almas. Era durante su
enfermedad y dolor donde sentía la mayor necesidad de cantar.
Su salud iba empeorando, los estigmas le
hacían sufrir y le debilitaban y casi había perdido la vista. En el verano de
1225 estuvo tan enfermo, que el cardenal Ugolino y el hermano Elías le
obligaron a ponerse en manos del médico del Papa en Rieti. El santo obedeció
con sencillez. De camino a Rieti fue a visitar a Santa Clara en el convento de
San Damián. Ahí, en medio de los más agudos sufrimientos físicos, escribió el
"Cántico del hermano Sol" y lo adaptó a una tonada popular para que
sus hermanos pudiesen cantarlo.
Después se trasladó a Monte Rainerio,
donde se sometió al tratamiento brutal que el médico le había prescrito, pero
la mejoría que ello le produjo fue sólo momentánea. Sus hermanos le llevaron
entonces a Siena a consultar a otros médicos, pero para entonces el santo
estaba moribundo. En el testamento que dictó para sus frailes, les recomendaba
la caridad fraterna, los exhortaba a amar y observar la santa pobreza y a amar
y honrar a la Iglesia. Poco antes de su muerte, dictó un nuevo testamento para
recomendar a sus hermanos que observasen fielmente la regla y trabajasen
manualmente, no por el deseo de lucro, sino para evitar la ociosidad y dar buen
ejemplo. "Si no nos pagan nuestro trabajo, acudamos a la mesa del Señor,
pidiendo limosna de puerta en puerta". Cuando Francisco volvió a Asís, el
obispo le hospedó en su propia casa. Francisco rogó a los médicos que le
dijesen la verdad, y éstos confesaron que sólo le quedaban unas cuantas semanas
de vida. "¡Bienvenida, hermana Muerte!", exclamó el santo y acto
seguido, pidió que le trasportasen a la Porciúncula. Por el camino, cuando la
comitiva se hallaba en la cumbre de una colina, desde la que se dominaba el
panorama de Asís, pidió a los que portaban la camilla que se detuviesen un
momento y entonces volvió sus ojos ciegos en dirección a la ciudad e imploró
las bendiciones de Dios para ella y sus habitantes. Después mandó a los
camilleros que se apresurasen a llevarle a la Porciúncula. Cuando sintió que la
muerte se aproximaba, Francisco envió a un mensajero a Roma para llamar a la
noble dama Giacoma di Settesoli, que había sido su protectora, para rogarle que
trajese consigo algunos cirios y un sayal para amortajarle, así como una
porción de un pastel que le gustaba mucho. Felizmente, la dama llegó a la
Porciúncula antes de que el mensajero partiese. Francisco exclamó:
"¡Bendito sea Dios que nos ha enviado a nuestra hermana Giacoma! La regla que
prohibe la entrada a las mujeres no afecta a nuestra hermana Giacoma. Decidle
que entre".
El santo envió un último mensaje a Santa
Clara y a sus religiosas y pidió a sus hermanos que entonasen los versos del
"Cántico del Sol" en los que alaba a la muerte. En seguida rogó que
le trajesen un pan y lo repartió entre los presentes en señal de paz y de amor
fraternal diciendo: "Yo he hecho cuanto estaba de mi parte, que Cristo os
enseñe a hacer lo que está de la vuestra." Sus hermanos le tendieron por
tierra y le cubrieron con un viejo hábito. Francisco exhortó a sus hermanos al
amor de Dios, de la pobreza y del Evangelio, "por encima de todas las
reglas", y bendijo a todos sus discípulos, tanto a los presentes como a
los ausentes.
Murió el 3 de
octubre de 1226, después de escuchar la lectura de la Pasión del Señor
según San Juan. Francisco había pedido que le sepultasen en el cementerio de
los criminales de Colle d'lnferno. En vez de hacerlo así, sus hermanos llevaron
al día siguiente el cadáver en solemne procesión a la iglesia de San Jorge, en
Asís. Ahí estuvo depositado hasta dos años después de la canonización. En 1230,
fue secretamente trasladado a la gran basílica construida por el hermano Elías.
Fuente: http://www.corazones.org/santos/francisco_asis.htm
4 -
DE OCTUBRE – LUNES –
27ª –
SEMANA DEL T. O. – B –
San Francisco de Asís
Comienzo de la profecía de Jonás
(1,1–2,1.11):
Jonás, hijo de
Amitai, recibió la palabra del Señor:
«Levántate y vete a Nínive, la gran
ciudad, y proclama en ella: "Su maldad ha llegado hasta mí."»
Se levantó Jonás para huir a Tarsis,
lejos del Señor; bajó a Jafa y encontró un barco que zarpaba para Tarsis; pagó
el precio y embarcó para navegar con ellos a Tarsis, lejos del Señor. Pero el
Señor envió un viento impetuoso sobre el mar, y se alzó una gran tormenta en el
mar, y la nave estaba a punto de naufragar.
Temieron los marineros, e invocaba cada
cual a su dios. Arrojaron los pertrechos al mar, para aligerar la nave,
mientras Jonás, que había bajado a lo hondo de la nave, dormía profundamente.
El capitán se le acercó y le dijo:
«¿Por qué duermes? Levántate e invoca a
tu Dios; quizá se compadezca ese Dios de nosotros, para que no perezcamos.»
Y decían unos a otros:
«Echemos suertes para ver por culpa de
quién nos viene esta calamidad.»
Echaron suertes, y la suerte cayó sobre
Jonás.
Le interrogaron:
«Dinos, ¿por qué nos sobreviene esta
calamidad? ¿Cuál es tu oficio? ¿De dónde vienes? ¿Cuál es tu país? ¿De qué
pueblo eres?»
Él les contestó:
«Soy un hebreo; adoro al Señor, Dios del
cielo, que hizo el mar y la tierra firme.»
Temieron grandemente aquellos hombres y
le dijeron:
«¿Qué has hecho?»
Pues comprendieron que huía del Señor,
por lo que él había declarado.
Entonces le preguntaron:
«¿Qué haremos contigo para que se nos
aplaque el mar?»
Porque el mar seguía embraveciéndose.
Él contestó:
«Levantadme y arrojadme al mar, y el mar
se aplacará; pues sé que por mi culpa os sobrevino esta terrible tormenta.»
Pero ellos remaban para alcanzar tierra
firme, y no podían, porque el mar seguía embraveciéndose.
Entonces invocaron al Señor, diciendo:
«¡Ah, Señor, que no perezcamos por culpa
de este hombre, no nos hagas responsables de una sangre inocente! Tú eres el
Señor que obras como quieres.»
Levantaron, pues, a Jonás y lo arrojaron
al mar; y el mar calmó su cólera. Y temieron mucho al Señor aquellos hombres.
Ofrecieron un sacrificio al Señor y le
hicieron votos. El Señor envió un gran pez a que se comiera a Jonás, y estuvo
Jonás en el vientre del pez tres días y tres noches seguidas. El Señor dio
orden al pez, y vomitó a Jonás en tierra firme.
Palabra de Dios
Salmo: Jon 2,3.4.5.8
R/. Sacaste mi vida de la fosa, Señor
En mi
aflicción clamé al Señor
y me atendió;
desde el vientre del abismo pedí auxilio,
y escuchó mi clamor. R/.
Me arrojaste a
lo profundo en alta mar,
me rodeaban las olas,
tus corrientes y tu oleaje
pasaban sobre mí. R/.
Yo dije: «Me
has arrojado de tu presencia;
quién pudiera ver de nuevo tu santo templo.» R/.
Cuando se me
acababan las fuerzas
me acordé del Señor;
llegó hasta ti mi oración,
hasta tu santo templo. R/.
Lectura del santo evangelio según
san Lucas (10,25-37):
En aquel
tiempo, se presentó un maestro de la Ley y le preguntó a Jesús para ponerlo a
prueba:
«Maestro, ¿qué tengo que hacer para
heredar la vida eterna?»
Él le dijo:
«¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees
en ella?»
Él contestó:
«Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu
corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al
prójimo como a ti mismo.»
Él le dijo:
«Bien dicho. Haz esto y tendrás la
vida.»
Pero el maestro de la Ley, queriendo
justificarse, preguntó a Jesús:
«¿Y quién es mi prójimo?»
Jesús dijo:
«Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó,
cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se
marcharon, dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por
aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Y lo mismo hizo un
levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo. Pero un
samaritano que iba de viaje, llegó a donde estaba él y, al verlo, le dio
lástima, se le acercó, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y,
montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó.
Al día siguiente, sacó dos denarios y,
dándoselos al posadero, le dijo:
"Cuida de él, y lo que gastes de
más yo te lo pagaré a la vuelta."
¿Cuál de estos tres te parece que se
portó como prójimo del que cayó en manos de los bandidos?»
Él contestó:
«El que practicó la misericordia con
él.»
Díjole Jesús:
«Anda, haz tú lo mismo.»
Palabra del Señor
1. Sean cuales sean los
matices que se le puedan poner a este relato en su conjunto y tal como ha
llegado hasta nosotros, hay un hecho, que es lo que aparece más destacado en la
parábola (y en la ocasión en que Jesús la contó), y que, sin embargo, con frecuencia
no se suele tener en cuenta.
Por supuesto, como bien sabemos, de esta
parábola se desprende una excelente enseñanza sobre el amor al prójimo. Y,
además, el prójimo, considerado, no desde el punto de vista del que "está necesitado",
sino del que "ayuda al necesitado", que bien puede ser (como ocurre
en este caso) el odiado samaritano. Mucho más prójimo que el respetado
sacerdote. Esto está claro en la parábola y nadie lo pone en duda.
2. Pero, en este relato, hay
algo que es mucho más frecuente y en lo que mucha gente no se fija.
Se trata de que, a fin de cuentas, el
hombre bueno y misericordioso resulta ser el "hereje", el
despreciable samaritano, que ni iba al Templo, ni pretendía aparecer como un
religioso "observante".
Mientras que los personajes, que Jesús
presenta como censurables, son un sacerdote, un levita y hasta un letrado o
teólogo de aquel tiempo. El sacerdote y el levita porque fueron insensibles
ante el sufrimiento de la víctima. Y el letrado porque "quiso
aparecer como justo".
O sea, el criterio de Jesús es que
quienes "dan un rodeo", ante los que se desangran en la vida, son los
"hombres de la religión". Y los que quieren "aparecer" como
personas ejemplares son curiosamente los entendidos en la ley religiosa, los
teólogos de oficio.
3. Si el relato está contado
así, esto no quedó redactado de esta forma por casualidad. Esto está
intencionadamente puesto en la parábola. Por eso la pregunta, que se plantea,
es tan clara como provocativa:
- ¿qué tiene la religión que, a sus
funcionarios, les desarrolla tanto la preocupación por "aparecer como
justos" y les atrofia más aún la "sensibilidad y la sintonía ante el
sufrimiento" de las víctimas de este mundo?
Hay personas religiosas que son
ejemplares. Pero, tal como está este mundo y se ha puesto la vida, "ser
ejemplar", en este momento supone y exige ponerse "de parte de"
las víctimas. Y, por tanto "en contra de los causantes del sufrimiento de
los que luchan, no ya "por el trabajo" o "por la vivienda",
sino sobre todo "por la vida", que son más de mil millones de
criaturas, en este momento. Esto supone ponerse entre los rebeldes,
los insumisos, los que hablan menos de la caridad y se parten la cara por la
justicia.
San Francisco de Asís
Nació en
Asís en 1182; después de una juventud frívola se convirtió, renunció a los
bienes paternos y se entregó de lleno a Dios. Abrazó la pobreza y vivió una
vida evangélica, predicando a todos el amor de Dios.
Dio a sus seguidores unas sabias normas, que luego fueron
aprobadas por la Santa Sede. Inició también una nueva Orden de monjas y un
grupo de penitentes que vivían en el mundo, así como la predicación entre los
infieles.
Murió en el año 1226.
Vida de San Francisco de
Asís
Francisco nació en Asís, ciudad de Umbría,
en el año 1182. Su padre, Pedro Bernardone,
era comerciante. El nombre de su madre era Pica y algunos autores afirman que
pertenecía a una noble familia de la Provenza. Tanto el padre como la madre de
Francisco eran personas acomodadas. Pedro Bernardone comerciaba especialmente
en Francia. Como se hallase en dicho país cuando nació su hijo, las gentes le
apodaron "Francesco" (el francés), por más que en el bautismo recibió
el nombre de Juan. En su juventud, Francisco era muy dado a las románticas
tradiciones caballerescas que propagaban los trovadores. Disponía de dinero en
abundancia y lo gastaba pródigamente, con ostentación. Ni los negocios de su
padre, ni los estudios le interesaban mucho, sino el divertirse en cosas vanas
que comúnmente se les llama "gozar de la vida". Sin embargo, no era
de costumbres licenciosas y acostumbraba a ser muy generoso con los pobres que
le pedían por amor de Dios.
Hallazgo de un tesoro
Cuando Francisco tenía unos veinte años,
estalló la discordia entre las ciudades de Perugia y Asís y en la guerra, el
joven cayó prisionero de los peruginos. La prisión duró un año, y Francisco la
soportó alegremente. Sin embargo, cuando recobró la libertad, cayó gravemente
enfermo. La enfermedad, en la que el joven probó una vez más su paciencia,
fortaleció y maduró su espíritu. Cuando se sintió con fuerzas suficientes,
determinó ir a combatir en el ejército de Galterío y Briena en el sur de
Italia. Con ese fin, se compró una costosa armadura y un hermoso manto. Pero un
día en que paseaba ataviado con su nuevo atuendo, se topó con un caballero mal
vestido que había caído en la pobreza; movido a compasión ante aquel
infortunio, Francisco cambió sus ricos vestidos por los del caballero pobre.
Esa noche vio en sueños un espléndido palacio con salas colmadas de armas,
sobre las cuales se hallaba grabado el signo de la cruz y le pareció oír una
voz que le decía que esas armas le pertenecían a él y a sus soldados.
Francisco partió a Apulia con el alma
ligera y la seguridad de triunfar, pero nunca llegó al frente de batalla. En
Espoleto, ciudad del camino de Asís a Roma, cayó nuevamente enfermo y, durante
la enfermedad, oyó una voz celestial que le exhortaba a "servir al amo y
no al siervo". El joven obedeció. Al principio volvió a su antigua vida,
aunque tomándola menos a la ligera. Las gentes, al verle ensimismado, le decían
que estaba enamorado. "Sí", replicaba Francisco, "voy a casarme
con una joven más bella y más noble que todas las que conocéis". Poco a
poco, con la mucha oración, fue concibiendo el deseo de vender todos sus bienes
y comprar la perla preciosa de la que habla el Evangelio.
Aunque ignoraba lo que tenía que hacer
para ello, una serie de claras inspiraciones sobrenaturales le hizo comprender
que la batalla espiritual empieza por la mortificación y la victoria sobre los
instintos. Paseándose en cierta ocasión a caballo por la llanura de Asís,
encontró a un leproso. Las llagas del mendigo aterrorizaron a Francisco; pero,
en vez de huir, se acercó al leproso, que le tendía la mano para recibir una
limosna. Francisco comprendió que había llegado el momento de dar el paso al
amor radical de Dios. A pesar de su repulsa natural a los leprosos, venció su
voluntad, se le acercó y le dio un beso. Aquello cambió su vida. Fue un gesto
movido por el Espíritu Santo, pidiéndole a Francisco una calidad de entrega, un
"sí" que distingue a los santos de los mediocres. A partir de
entonces, comenzó a visitar y servir a los enfermos en los hospitales. Algunas
veces regalaba a los pobres sus vestidos, otras, el dinero que llevaba. En
cierta ocasión, mientras oraba en la iglesia de San Damián en las afueras de
Asís, el crucifijo, (hoy llamado Crucifijo de San Damián) le repitió tres
veces: "Francisco, repara mi casa, pues ya ves que está en ruinas".
El santo, viendo que la iglesia se hallaba en muy mal estado, creyó que el
Señor quería que la reparase; así pues, partió inmediatamente, tomó una buena
cantidad de vestidos de la tienda de su padre y los vendió junto con su
caballo. En seguida llevó el dinero al pobre sacerdote que se encargaba de la
iglesia de San Damián, y le pidió permiso de quedarse a vivir con él. El buen
sacerdote consintió en que Francisco se quedase con él, pero se negó a aceptar
el dinero. El joven lo depositó en el alféizar de la ventana. Pedro Bernardone,
al enterarse de lo que había hecho su hijo, se dirigió indignado a San Damián.
Pero Francisco había tenido buen cuidado de ocultarse. Al cabo de algunos días
pasados en oración y ayuno, Francisco volvió a entrar en la población, pero
estaba tan desfigurado y mal vestido, que las gentes se burlaban de él,
tomándolo por loco. Pedro Bernardone, muy desconcertado por la conducta de su
hijo, le condujo a su casa, le golpeó furiosamente (Francisco tenía entonces
veinticinco años), le puso grillos en los pies y le encerró en una habitación.
La madre de Francisco se encargó de ponerle en libertad cuando su marido se
hallaba ausente y el joven retornó a San Damián. Su padre fue de nuevo a
buscarle ahí, le golpeó en la cabeza y le conminó a volver inmediatamente a su
casa o a renunciar a su herencia y pagarle el precio de los vestidos que le
había tomado.
Su padre le obligó a comparecer ante el
obispo Guido de Asís, quien exhortó al joven a devolver el dinero y a tener
confianza en Dios: "Dios no desea que su Iglesia goce de bienes
injustamente adquiridos." Francisco obedeció a la letra la orden del
obispo y añadió: "Los vestidos que llevo puestos pertenecen también a mi
padre, de suerte que tengo que devolvérselos." Acto seguido se desnudó y
entregó sus vestidos a su padre, diciéndole alegremente: "Hasta ahora tú
has sido mi padre en la tierra. Pero en adelante podré decir: Padre nuestro,
que estás en los cielos."' Pedro Bernardone abandonó el palacio episcopal
"temblando de indignación y profundamente lastimado." El obispo
regaló a Francisco un viejo vestido de labrador, que pertenecía a uno de sus
siervos. Francisco recibió la primera limosna de su vida con gran agradecimiento,
trazó la señal de la cruz sobre el vestido con un trozo de tiza y se lo puso.
En seguida, partió en busca de un sitio conveniente para establecerse. Iba
cantando alegremente las alabanzas divinas por el camino real, cuando se topó
con unos bandoleros que le preguntaron quién era. El respondió: "Soy el
heraldo del Gran Rey." Los bandoleros le golpearon y le arrojaron en un
foso cubierto de nieve. Francisco prosiguió su camino cantando las divinas
alabanzas. En un monasterio obtuvo limosna y trabajo como si fuese un mendigo.
Cuando llegó a Gubbio, una persona que le conocía, le llevó a su casa y le
regaló una túnica, un cinturón y unas sandalias de peregrino. El atuendo era
muy pobre pero decente. Francisco lo usó dos años, al cabo de los cuales volvió
a San Damián.
Para reparar la iglesia, fue a pedir
limosna en Asís, donde todos le habían conocido rico y, naturalmente, hubo de
soportar las burlas y el desprecio de más de un mal intencionado. El mismo se
encargó de transportar las piedras que hacían falta para reparar la iglesia y
ayudó en el trabajo a los albañiles. Una vez terminadas las reparaciones en la
iglesia de San Damián, Francisco emprendió un trabajo semejante en la antigua
iglesia de San Pedro. Después, se trasladó a una capillita llamada Porciúncula,
que pertenecía a la abadía benedictina de Monte Subasio. Probablemente el
nombre de la capillita aludía al hecho de que estaba construida en una reducida
parcela de tierra.
La Porciúncula se hallaba en una llanura,
a unos cuatro kilómetros de Asís y, en aquella época, estaba abandonada y casi
en ruinas. La tranquilidad del sitio agradó a Francisco tanto como el título de
Nuestra Señora de los Ángeles, en cuyo honor había sido erigida la capilla.
Francisco la reparó y fijó en ella su residencia. Ahí le mostró finalmente el
cielo lo que esperaba de él, el día de la fiesta de San Matías del año 1209.
En aquella época, el evangelio de la misa
de la fiesta decía: "Id a predicar, diciendo: El Reino de Dios ha
llegado.. . Dad gratuitamente lo que habéis recibido gratuitamente . . . No
poseáis oro ... ni dos túnicas, ni sandalias, ni báculo ... He aquí que os
envío como corderos en medio de los lobos. . ." (Mat.10 , 7-19). Estas
palabras penetraron hasta lo más profundo en el corazón de Francisco y éste,
aplicándolas literalmente, regaló sus sandalias, su báculo y su cinturón y se
quedó solamente con la pobre túnica ceñida con un cordón. Tal fue el hábito que
dio a sus hermanos un año más tarde: la túnica de lana burda de los pastores y
campesinos de la región. Vestido en esa forma, empezó a exhortar a la
penitencia con tal energía, que sus palabras hendían los corazones de sus
oyentes. Cuando se topaba con alguien en el camino, le saludaba con estas
palabras: "La paz del Señor sea contigo." Francisco tuvo pronto
numerosos seguidores y algunos querían hacerse discípulos suyos. El primer
discípulo fue Bernardo de Quintavalle, un rico comerciante de Asís. Al
principio Bernardo veía con curiosidad la evolución de Francisco y con
frecuencia le invitaba a su casa, donde le tenía siempre preparado un lecho
próximo al suyo. Bernardo se fingía dormido para observar cómo el siervo de
Dios se levantaba calladamente y pasaba largo tiempo en oración, repitiendo
estas palabras: "Deus meus et omnia" (Mi Dios y mi todo). Al fin,
comprendió que Francisco era "verdaderamente un hombre de Dios" y en
seguida le suplicó que le admitiese corno discípulo. Desde entonces, juntos
asistían a misa y estudiaban la Sagrada Escritura para conocer la voluntad de
Dios. Como las indicaciones de la Biblia concordaban con sus propósitos,
Bernardo vendió cuanto tenía y repartió el producto entre los pobres.
Pedro de Cattaneo, canónigo de la catedral
de Asís, pidió también a Francisco que le admitiese como discípulo y el santo
les "concedió el hábito" a los dos juntos, el 16 de abril de 1209. El
tercer compañero de San Francisco fue el hermano Gil, famoso por su gran
sencillez y sabiduría espiritual.
En 1210, cuando el grupo contaba ya con
doce miembros, Francisco redactó una regla breve e informal que consistía
principalmente en los consejos evangélicos para alcanzar la perfección. Con
ella se fueron a Roma a presentarla para aprobación del Sumo Pontífice.
Viajaron a pie, cantando y rezando, llenos de felicidad, y viviendo de las
limosnas que la gente les daba.
En Roma no querían aprobar esta comunidad
porque les parecía demasiado rígida en cuanto a pobreza, pero al fin un
cardenal dijo: "No les podemos prohibir que vivan como lo mandó Cristo en
el evangelio". Recibieron la aprobación, y se volvieron a Asís a vivir en
pobreza, en oración, en santa alegría y gran fraternidad, junto a la iglesia de
la Porciúncula.
Inocencio III se mostró adverso al
principio. Por otra parte, muchos cardenales opinaban que las órdenes
religiosas ya existentes necesitaban de reforma, no de multiplicación y que la
nueva manera de concebir la pobreza era impracticable.
El cardenal Juan Colonna alegó en favor de
Francisco que su regla expresaba los mismos consejos con que el Evangelio
exhortaba a la perfección. Más tarde, el Papa relató a su sobrino, quien a su
vez lo comunicó a San Buenaventura, que había visto en sueños una palmera que
crecía rápidamente y después, había visto a Francisco sosteniendo con su cuerpo
la basílica de Letrán que estaba a punto de derrumbarse. Cinco años después, el
mismo Pontífice tendría un sueño semejante a propósito de Santo Domingo.
Inocencio III mandó, pues, llamar a Francisco y aprobó verbalmente su regla; en
seguida le impuso la tonsura, así corno a sus compañeros y les dio por misión
predicar la penitencia. San Francisco y sus compañeros se trasladaron
provisionalmente a una cabaña de Rivo Torto, en las afueras de Asís, de donde
salían a predicar por toda la región. Poco después, tuvieron dificultades con
un campesino que reclamaba la cabaña para emplearla como establo de su asno.
Francisco respondió: "Dios no nos ha llamado a preparar establos para los
asnos", y acto seguido abandonó el lugar y partió a ver al abad de Monte
Subasio. En 1212, el abad regaló a Francisco la capilla de la Porciúncula, a
condición de que la conservase siempre como la iglesia principal de la nueva
orden. El santo se negó a aceptar la propiedad de la capillita y sólo la
admitió prestada. En prueba de que la Porciúncula continuaba como propiedad de
los benedictinos, Francisco les enviaba cada año, a manera de recompensa por el
préstamo, una cesta de pescados cogidos en el riachuelo vecino. Por su parte,
los benedictinos correspondían enviándole un tonel de aceite. Tal costumbre
existe todavía entre los franciscanos de Santa María de los Ángeles y los
benedictinos de San Pedro de Asís.
Alrededor de la Porciúncula, los frailes
construyeron varias cabañas primitivas, porque San Francisco no permitía que la
orden en general y los conventos en particular, poseyesen bienes temporales.
Había hecho de la pobreza el fundamento de su orden y su amor a la pobreza se
manifestaba en su manera de vestirse, en los utensilios que empleaba y en cada
uno de sus actos. Acostumbraba llamar a su cuerpo "el hermano asno", porque
lo consideraba como hecho para transportar carga, para recibir golpes y para
comer poco y mal. Cuando veía ocioso a algún fraile, le llamaba "hermano
mosca" porque en vez de cooperar con los demás echaba a perder el trabajo
de los otros y les resultaba molesto. Poco antes de morir, considerando que el
hombre está obligado a tratar con caridad a su cuerpo, Francisco pidió perdón
al suyo por haberlo tratado tal vez con demasiado rigor. El santo se había
opuesto siempre a las austeridades indiscretas y exageradas. En cierta ocasión,
viendo que un fraile había perdido el sueño a causa del excesivo ayuno,
Francisco le llevó alimento y comió con él para que se sintiese menos
mortificado.
Santa Clara.
Clara había partido de Asís para seguir a
Francisco, en la primavera de 1212, después de oírle predicar. El santo
consiguió establecer a Clara y sus compañeras en San Damián, y la comunidad de
religiosas llegó pronto a ser, para los franciscanos, lo que las monjas de
Prouille habían de ser para los dominicos: una muralla de fuerza femenina, un
vergel escondido de oración que hacía fecundo el trabajo de los frailes.
Se cuenta que en 1216, Francisco solicitó
del Papa Honorio III la indulgencia de la Porciúncula o "perdón de
Asís". El año siguiente, conoció en Roma a Santo Domingo, quien había
predicado la fe y la penitencia en el sur de Francia en la época en que
Francisco era "un gentilhombre de Asís". San Francisco tenía también
la intención de ir a predicar en Francia. Pero, como el cardenal Ugolino (quien
fue más tarde Papa con el nombre de Gregorio IX) le disuadiese de ello, envió
en su lugar a los hermanos Pacífico y Agnelo. Este último había de introducir
más tarde la orden de los frailes menores en Inglaterra. El sabio y bondadoso
cardenal Ugolino ejerció una gran influencia en el desarrollo de la orden. Los
compañeros de San Francisco eran ya tan numerosos, que se imponía forzosamente
cierta forma de organización sistemática y de disciplina común. Así pues, se
procedió a dividir a la orden en provincias, al frente de cada una de las
cuales se puso a un ministro, "encargado del bien espiritual de los
hermanos; si alguno de ellos llegaba a perderse por el mal ejemplo del
ministro, éste tendría que responder de él ante Jesucristo." Los frailes
habían cruzado ya los Alpes y tenían misiones en España, Alemania y Hungría.
El primer capítulo general se reunió, en
la Porciúncula, en Pentecostés del año de 1217. En 1219, tuvo lugar el capítulo
"de las esteras", así llamado por las cabañas que debieron
construirse precipitadamente con esteras para albergar a los delegados. Se
cuenta que se reunieron entonces cinco mil frailes. Nada tiene de extraño que
en una comunidad tan numerosa, el espíritu del fundador se hubiese diluido un
tanto. Los delegados encontraban que San Francisco se entregaba excesivamente a
la aventura y exigían un espíritu más práctico. Es que así les parecía lo que
en realidad era una gran confianza en Dios. El santo se indignó profundamente y
replicó: "Hermanos míos, el Señor me llamó por el camino de la sencillez y
la humildad y por ese camino persiste en conducirme, no sólo a mí sino a todos
los que estén dispuestos a seguirme ... El Señor me dijo que deberíamos ser
pobres y locos en este mundo y que ése y no otro sería el camino por el que nos
llevaría. Quiera Dios confundir vuestra sabiduría y vuestra ciencia y haceros
volver a vuestra primitiva vocación, aunque sea contra vuestra voluntad y
aunque la encontréis tan defectuosa."
Francisco les insistía en que amaran
muchísimo a Jesucristo y a la Santa Iglesia Católica, y que vivieran con el
mayor desprendimiento posible hacia los bienes materiales, y no se cansaba de
recomendarles que cumplieran lo mas exactamente posible todo lo que manda el
Santo Evangelio. Recorría campos y pueblos invitando a la gente a amar más a
Jesucristo, y repetía siempre: 'El Amor no es amado". Las gentes le
escuchaban con especial cariño y se admiraban de lo mucho que sus palabras
influían en los corazones para entusiasmarlos por Cristo y su Verdad.
A quienes le propusieron que pidiese
al Papa permiso para que los frailes pudiesen predicar en todas partes sin
autorización del obispo, Francisco repuso: "Cuando los obispos vean que
vivís santamente y que no tenéis intenciones de atentar contra su autoridad,
serán los primeros en rogaros que trabajéis por el bien de las almas que les
han sido confiadas. Considerad como el mayor de los privilegios el no gozar de
privilegio alguno. . ." Al terminar el capítulo, San Francisco envió a
algunos frailes a la primera misión entre los infieles de Túnez y Marruecos y
se reservó para sí la misión entre los sarracenos de Egipto y Siria. En 1215,
durante el Concilio de Letrán, el Papa Inocencio III había predicado una nueva
cruzada, pero tal cruzada se había reducido simplemente a reforzar el Reino Latino
de oriente. Francisco quería blandir la espada de Dios.
San Francisco, se fue a Tierra Santa a
visitar en devota peregrinación los Santos Lugares donde Jesús nació, vivió y
murió: Belén, Nazaret, Jerusalén, etc. En recuerdo de esta piadosa visita suya,
los franciscanos están encargados desde hace siglos de custodiar los Santos
Lugares de Tierra Santa. En junio de 1219, se embarcó en Ancona con doce
frailes. La nave los condujo a Damieta, en la desembocadura del Nilo. Los
cruzados habían puesto sitio a la ciudad, y Francisco sufrió mucho al ver el
egoísmo y las costumbres disolutas de los soldados de la cruz. Consumido por el
celo de la salvación de los sarracenos, decidió pasar al campo del enemigo, por
más que los cruzados le dijeron que la cabeza de los cristianos estaba puesta a
precio. Habiendo conseguido la autorización del legado pontificio, Francisco y
el hermano Iluminado se aproximaron al campo enemigo, gritando: "¡Sultán,
sultán!" Cuando los condujeron a la presencia de Malek-al-Kamil, Francisco
declaró osadamente: "No son los hombres quienes me han enviado, sino Dios
todopoderoso. Vengo a mostrarles, a ti y a tu pueblo, el camino de la
salvación; vengo a anunciarles las verdades del Evangelio." El sultán
quedó impresionado y rogó a Francisco que permaneciese con él. El santo
replicó: "Si tú y tu pueblo estáis dispuestos a oír la palabra de Dios,
con gusto me quedaré con vosotros. Y si todavía vaciláis entre Cristo y Mahoma,
manda encender una hoguera; yo entraré en ella con vuestros sacerdotes y así
veréis cuál es la verdadera fe." El sultán contestó que probablemente
ninguno de los sacerdotes querría meterse en la hoguera y que no podía
someterlos a esa prueba para no soliviantar al pueblo.
Cuentan que el Sultan llegó a decir: ¨si
todos los cristianos fueran como él, entonces valdría la pena ser cristiano¨.
Pero el Sultán, Malek-al-Kamil, mandó a Francisco que volviese al campo de los
cristianos.
Desalentado al ver el reducido éxito de su
predicación entre los sarracenos y entre los cristianos, el santo pasó a
visitar los Santos Lugares. Ahí recibió una carta en la que sus hermanos le
pedían urgentemente que retornase a Italia. Durante la ausencia de Francisco,
sus dos vicarios, Mateo de Narni y Gregorio de Nápoles, habían introducido
ciertas innovaciones que tendían a uniformar a los frailes menores con las
otras órdenes religiosas y a encuadrar el espíritu franciscano en el rígido
esquema de la observancia monástica y de las reglas ascéticas. Las religiosas
de San Damián tenían ya una constitución propia, redactada por el cardenal
Ugolino sobre la base de la regla de San Benito. Al llegar a Bolonia, Francisco
tuvo la desagradable sorpresa de encontrar a sus hermanos hospedados en un
espléndido convento. El santo se negó a poner los pies en él y vivió con los
frailes predicadores. En seguida mandó llamar al guardián del convento
franciscano, le reprendió severamente y le ordenó que los frailes abandonasen
la casa. Tales acontecimientos tenían a los ojos del santo las proporciones de
una verdadera traición: se trataba de una crisis de la que tendría que salir la
orden sublimada o destruida.
San Francisco se trasladó a Roma donde
consiguió que Honorio III nombrase al cardenal Ugolino protector y consejero de
los franciscanos, ya que el purpurado había depositado una fe ciega en el
fundador y poseía una gran experiencia en los asuntos de la Iglesia. Al mismo
tiempo, Francisco se entregó ardientemente a la tarea de revisar la regla, para
lo que convocó a un nuevo capítulo general que se reunió en la Porciúncula en
1221. El santo presentó a los delegados la regla revisada. Lo que se refería a
la pobreza, la humildad y la libertad evangélica, características de la orden,
quedaba intacto. Ello constituía una especie de reto del fundador a los
disidentes y legalistas que, por debajo del agua, tramaban una verdadera
revolución del espíritu franciscano. El jefe de la oposición era el hermano
Elías de Cortona. El fundador había renunciado a la dirección de la orden, de
suerte que su vicario, fray Elías, era prácticamente el ministro general. Sin
embargo, no se atrevió a oponerse al fundador, a quien respetaba sinceramente.
En realidad, la orden era ya demasiado grande, como lo dijo el propio San
Francisco: "Si hubiese menos frailes menores, el mundo los vería menos y
desearía que fuesen más."
Al cabo de dos años, durante los cuales
hubo de luchar contra la corriente cada vez más fuerte que tendía a desarrollar
la orden en una dirección que él no había previsto y que le parecía comprometer
el espíritu franciscano, el santo emprendió una nueva revisión de la regla.
Después la comunicó al hermano Elías para que éste la pasase a los ministros,
pero el documento se extravió y el santo hubo de dictar nuevamente la revisión
al hermano León, en medio del clamor de los frailes que afirmaban que la
prohibición de poseer bienes en común era impracticable. La regla, tal como fue
aprobada por Honorio III en 1223, representaba sustancialmente el espíritu y el
modo de vida por el que había luchado San Francisco desde el momento en que se
despojó de sus ricos vestidos ante el obispo de Asís. Unos dos años antes San
Francisco y el cardenal Ugolino habían redactado una regla para la cofradía de
laicos que se habían asociado a los frailes menores y que correspondía a lo que
actualmente llamamos tercera orden, fincada en el espíritu de la "Carta a
todos los cristianos", que Francisco había escrito en los primeros años de
su conversión. La cofradía, formada por laicos entregados a la penitencia, que
llevaban una vida muy diferente de la que se acostumbraba entonces, llegó a ser
una gran fuerza religiosa en la Edad Media. En el derecho canónico actual, los
terciarios de las diversas órdenes gozan todavía de un estatuto específicamente
diferente del de los miembros de las cofradías y congregaciones marianas. San
Francisco pasó la Navidad de 1223 en Grecehio, en el valle de Rieti. Con tal
ocasión, había dicho a su amigo, Juan da Vellita- "Quisiera hacer una
especie de representación viviente del nacimiento de Jesús en Belén, para
presenciar, por decirlo así, con los ojos del cuerpo la humildad de la
Encarnación y verle recostado en el pesebre entre el buey y el asno." En
efecto, el santo construyó entonces en la ermita una especie de cueva y los
campesinos de los alrededores asistieron a la misa de media noche, en la que
Francisco actuó corno diácono y predicó sobre el misterio de la Natividad.
Se le atribuye haber comenzado en aquella
ocasión la tradición del "belén" o "nacimiento". Nos dice
Tomas Celano en su biografía del santo: "La Encarnación era un componente
clave en la espiritualidad de Francisco. Quería celebrar la Encarnación en forma
especial. Quería hacer algo que ayudase a la gente a recordar al Cristo Niño y
como nació en Belén." Alrededor de la fiesta de la Asunción de 1224, el
santo se retiró a Monte Alvernia y se construyó ahí una pequeña celda. Llevó
consigo al hermano León, pero prohibió que fuese alguien a visitarle hasta
después de la fiesta de San Miguel. Ahí fue donde tuvo lugar, alrededor del día
de la Santa Cruz de 1224, el milagro de los estigmas, del que hablamos el 17 de
septiembre. Francisco trató de ocultar a los ojos de los hombres las señales de
la Pasión del Señor que tenía impresas en el cuerpo; por ello, a partir de
entonces llevaba siempre las manos dentro de las mangas del hábito y usaba
medias y zapatos. Sin embargo, deseando el consejo de sus hermanos, comunicó lo
sucedido al hermano Iluminado y algunos otros, pero añadió que le habían sido
reveladas ciertas cosas que jamás descubriría a hombre alguno sobre la tierra.
En cierta ocasión en que se hallaba
enfermo, alguien propuso que se le leyese un libro para distraerle. El santo
respondió: "Nada me consuela tanto como la contemplación de la vida y
Pasión del Señor. Aunque hubiese de vivir hasta el fin del mundo, con ese solo
libro me bastaría." Francisco se había enamorado de la santa pobreza mientras
contemplaba a Cristo crucificado y meditaba en la nueva crucifixión que sufría
en la persona de los pobres.
El santo no despreciaba la ciencia, pero
no la deseaba para sus discípulos. Los estudios sólo tenían razón de ser como
medios para un fin y sólo podían aprovechar a los frailes menores, si no les
impedían consagrar a la oración un tiempo todavía más largo y si les enseñaban
más bien, a predicarse a sí mismos que a hablar a otros. Francisco aborrecía
los estudios que alimentaban más la vanidad que la piedad, porque entibiaban la
caridad y secaban el corazón. Sobre todo, temía que la señora Ciencia se convirtiese
en rival de la dama Pobreza. Viendo con cuánta ansiedad acudían a las escuelas
y buscaban los libros sus hermanos, Francisco exclamó en cierta ocasión:
"Impulsados por el mal espíritu, mis pobres hermanos acabarán por
abandonar el camino de la sencillez y de la pobreza."
Antes de salir de Monte Alvernia, el santo
compuso el "Himno de alabanza al Altísimo". Poco después de la fiesta
de San Miguel bajó finalmente al valle, marcado por los estigmas de la Pasión y
curó a los enfermos que le salieron al paso. Las calientísimas arenas del
desierto de Egipto afectaron la vista de Francisco hasta el punto de estar casi
completamente ciego. Los dos últimos años de la vida de Francisco fueron de
grandes sufrimientos que parecía que la copa se había llenado y rebalsado.
Fuertes dolores debido al deterioro de muchos de sus órganos (estómago, hígado
y el bazo), consecuencias de la malaria contraida en Egipto. En los más
terribles dolores, Francisco ofrecía a Dios todo como penitencia, pues se
consideraba gran pecador y para la salvación de las almas. Era durante su
enfermedad y dolor donde sentía la mayor necesidad de cantar.
Su salud iba empeorando, los estigmas le
hacían sufrir y le debilitaban y casi había perdido la vista. En el verano de
1225 estuvo tan enfermo, que el cardenal Ugolino y el hermano Elías le
obligaron a ponerse en manos del médico del Papa en Rieti. El santo obedeció
con sencillez. De camino a Rieti fue a visitar a Santa Clara en el convento de
San Damián. Ahí, en medio de los más agudos sufrimientos físicos, escribió el
"Cántico del hermano Sol" y lo adaptó a una tonada popular para que
sus hermanos pudiesen cantarlo.
Después se trasladó a Monte Rainerio,
donde se sometió al tratamiento brutal que el médico le había prescrito, pero
la mejoría que ello le produjo fue sólo momentánea. Sus hermanos le llevaron
entonces a Siena a consultar a otros médicos, pero para entonces el santo
estaba moribundo. En el testamento que dictó para sus frailes, les recomendaba
la caridad fraterna, los exhortaba a amar y observar la santa pobreza y a amar
y honrar a la Iglesia. Poco antes de su muerte, dictó un nuevo testamento para
recomendar a sus hermanos que observasen fielmente la regla y trabajasen
manualmente, no por el deseo de lucro, sino para evitar la ociosidad y dar buen
ejemplo. "Si no nos pagan nuestro trabajo, acudamos a la mesa del Señor,
pidiendo limosna de puerta en puerta". Cuando Francisco volvió a Asís, el
obispo le hospedó en su propia casa. Francisco rogó a los médicos que le
dijesen la verdad, y éstos confesaron que sólo le quedaban unas cuantas semanas
de vida. "¡Bienvenida, hermana Muerte!", exclamó el santo y acto
seguido, pidió que le trasportasen a la Porciúncula. Por el camino, cuando la
comitiva se hallaba en la cumbre de una colina, desde la que se dominaba el
panorama de Asís, pidió a los que portaban la camilla que se detuviesen un
momento y entonces volvió sus ojos ciegos en dirección a la ciudad e imploró
las bendiciones de Dios para ella y sus habitantes. Después mandó a los
camilleros que se apresurasen a llevarle a la Porciúncula. Cuando sintió que la
muerte se aproximaba, Francisco envió a un mensajero a Roma para llamar a la
noble dama Giacoma di Settesoli, que había sido su protectora, para rogarle que
trajese consigo algunos cirios y un sayal para amortajarle, así como una
porción de un pastel que le gustaba mucho. Felizmente, la dama llegó a la
Porciúncula antes de que el mensajero partiese. Francisco exclamó:
"¡Bendito sea Dios que nos ha enviado a nuestra hermana Giacoma! La regla que
prohibe la entrada a las mujeres no afecta a nuestra hermana Giacoma. Decidle
que entre".
El santo envió un último mensaje a Santa
Clara y a sus religiosas y pidió a sus hermanos que entonasen los versos del
"Cántico del Sol" en los que alaba a la muerte. En seguida rogó que
le trajesen un pan y lo repartió entre los presentes en señal de paz y de amor
fraternal diciendo: "Yo he hecho cuanto estaba de mi parte, que Cristo os
enseñe a hacer lo que está de la vuestra." Sus hermanos le tendieron por
tierra y le cubrieron con un viejo hábito. Francisco exhortó a sus hermanos al
amor de Dios, de la pobreza y del Evangelio, "por encima de todas las
reglas", y bendijo a todos sus discípulos, tanto a los presentes como a
los ausentes.
Murió el 3 de
octubre de 1226, después de escuchar la lectura de la Pasión del Señor
según San Juan. Francisco había pedido que le sepultasen en el cementerio de
los criminales de Colle d'lnferno. En vez de hacerlo así, sus hermanos llevaron
al día siguiente el cadáver en solemne procesión a la iglesia de San Jorge, en
Asís. Ahí estuvo depositado hasta dos años después de la canonización. En 1230,
fue secretamente trasladado a la gran basílica construida por el hermano Elías.
Fuente: http://www.corazones.org/santos/francisco_asis.htm
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