20 - DE ENERO – JUEVES –
2ª – SEMANA DEL T.O. – C
SAN SEBASTIAN
Lectura del primer libro de Samuel
(18,6-9;19,1-7):
Cuando
volvieron de la guerra, después de haber matado David al filisteo, las mujeres
de todas las poblaciones de Israel salieron a cantar y recibir con bailes al
rey Saúl, al son alegre de panderos y sonajas.
Y cantaban a coro esta copla:
«Saúl mató a mil, David a diez mil.»
A Saúl le sentó mal aquella copla, y
comentó enfurecido:
«¡Diez mil a David, y a mí mil!
¡Ya sólo le falta ser rey!»
Y, a partir de aquel día, Saúl le tomó
ojeriza a David.
Delante de su hijo Jonatán y de sus
ministros, Saúl habló de matar a David.
Jonatán, hijo de Saúl, quería mucho a
David y le avisó:
«Mi padre Saúl te busca para matarte.
Estate atento mañana y escóndete en sitio seguro; yo saldré e iré al lado de mi
padre, al campo donde tú estés; le hablaré de ti y, si saco algo en limpio, te
lo comunicaré.»
Así, pues, Jonatán habló a su padre Saúl
en favor de David:
«¡Que el rey no ofenda a su siervo
David! Él no te ha ofendido. y lo que él hace es en tu provecho: se jugó la
vida cuando mató al filisteo, y el Señor dio a Israel una gran victoria; bien
que te alegraste al verlo.
¡No vayas a pecar derramando sangre
inocente, matando a David sin motivo!»
Saúl hizo caso a Jonatán y juró:
«¡Víve Dios, no morirá!»
Jonatán llamó a David y le contó la
conversación; luego lo llevó adonde Saul, y David siguió en palacio como antes.
Palabra de Dios
Salmo: 55,2-3.9-10.11-12.13
R/. En Dios confío y no temo
Misericordia,
Dios mío, que me hostigan,
me atacan y me acosan todo el día;
todo el día me hostigan mis enemigos,
me atacan en masa. R/.
Anota en tu
libro mi vida errante,
recoge mis lágrimas en tu odre, Dios mío.
Que retrocedan mis enemigos cuando te invoco,
y así sabré que eres mi Dios. R/.
En Dios, cuya
promesa alabo,
en el Señor, cuya promesa alabo,
en Dios confío y no temo;
¿qué podrá hacerme un hombre? R/.
Te debo, Dios
mío, los votos que hice,
los cumpliré con acción de gracias. R/.
Lectura del santo evangelio según
san Marcos (3,7-12):
En aquel
tiempo, Jesús se retiró con sus discípulos a la orilla del lago, y lo siguió
una muchedumbre de Galilea. Al enterarse de las cosas que hacía, acudía mucha
gente de Judea, de Jerusalén y de Idumea, de la Transjordania, de las cercanías
de Tiro y Sidón.
Encargó a sus discípulos que le tuviesen
preparada una lancha, no lo fuera a estrujar el gentío. Como había curado a
muchos, todos los que sufrían de algo se le echaban encima para tocarlo.
Cuando lo veían, hasta los espíritus
inmundos se postraban ante él, gritando:
«Tú eres el Hijo de Dios.»
Pero él les prohibía severamente que lo
diesen a conocer.
Palabra del Señor
1. En este relato, lo que
queda más patente es la enorme atracción que ejerció Jesús sobre el pueblo y la
gente en general.
A Jesús acudía gente de la capital
central y de la importante Judea, que viajaban hasta la lejana (tenían que
atravesar toda Samaria) Galilea, una región pobre y despreciada por quienes
tenían el privilegio de vivir en el centro. Además, venían gentes incluso del
extranjero, como era el caso de los que acudían desde Idumea, la Transjordania,
etc.
Sin duda, la seducción de Jesús traspasó
fronteras, grupos sociales, diferencias religiosas y culturales.
Jesús los atraía a todos. ¿Por qué?
2. Porque las gentes más
diversas se enteraban "de las cosas que hacía".
En principio, no se habla de que se
sintieran atraídos por una "doctrina". Eran los "hechos"
los que impresionaba a todo el mundo y seducían a la gente. Pero aquí es
importante caer en la cuenta de que Marcos organizó sus relatos de forma que,
hasta esta mención del entusiasmo popular, lo que ha contado es toda una serie
de "hechos" a favor de la salud de los enfermos, de la acogida para
con los pecadores y excluidos, de la liberación de cargas, de preceptos y
normas.
Todo lo cual le causó a Jesús un
conflicto tras otro. Hasta ser visto como un sujeto sospechoso al que había que
vigilar e incluso denunciar (Mc 3, 2). De forma que las cosas llegaron a
ponerse de tal modo que ya hasta se hablaba de "acabar con él" (Mc 3,
6).
Pues bien, todo esto es lo que sedujo a
las masas de gentes que acudían a Jesús de todas partes.
3. Y todavía, una cosa
importante: la "gente" o "gentío", que acudía a Jesús, era
lo que en griego se denomina "óchlos" (Mc 3, 10), y que, en aquel
tiempo, designaba a los estratos más humildes, los que eran calificados como
los "ignorantes" y "malditos" (Jn 7, 49) ante la sociedad y
ante Dios.
Era el pueblo oprimido por los impuestos,
sobrecargado de trabajo y necesidades, abrumado por una religión que les
agobiaba. Por todo esto se entiende enseguida que Jesús fue visto como la luz y
la esperanza que se necesitaba.
Entonces y ahora. Quizá ahora más que
entonces.
SAN SEBASTIAN
San Sebastián, mártir de la Iglesia, nació en Narbona en el año 256, si bien
su educación transcurrió en Milán. Se decantó por la carrera de las armas y
llegó a ser tribuno de la primera cohorte de la guardia pretoriana del
Emperador Maximiano, que le tenía aprecio. Soldado disciplinado, San Sebastián
cumplía las órdenes castrenses a rajatabla. Pero, cristiano convencido,
rehusaba participar en los sacrificios paganos, por considerarlos idolatría. Es
más: ejercitaba el apostolado entre sus compañeros y visitaba a los cristianos
encarcelados.
Ante este escenario, el choque entre su profesión y su conciencia, como
ocurre hoy muy a menudo, resultó inevitable. Cuando llegó el momento fatídico,
San Sebastián optó por su conciencia, es decir, por su fe. Y lo pagó con el
martirio: el principio del fin empezó con motivo del encarcelamiento de dos
cristianos, Marco y Marceliano. A partir del martirio de estos últimos, San
Sebastián empezó a ser reconocido como cristiano.
Cuando se enteró el Emperador, ordenó su detención y dispuso que muriera
atravesado por las saetas lanzadas por sus verdugos. El plan se empezó a
cumplir. Sin embargo, cuando fue dado por muerto, unos amigos descubrieron que
estaba vivo. Le llevaron a un lugar seguro y le aconsejaron huir de Roma. San
Sebastián se negó el redondo y, deseando correr la misma suerte que sus
correligionarios, acudió ante un desconcertado Emperador -ya era Diocleciano-
que está vez ordenó su muerte a azotes. Esta vez, los soldados no fallaron. Era
el año 288.
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