4 DE JULIO
– MARTES –
13 –
SEMANA DE T.O. – A
Santa Isabel de Portugal
Lectura del libro del Génesis
(19,15-29):
En aquellos
días, los ángeles urgieron a Lot:
«Anda, toma a tu mujer y a esas dos
hijas tuyas, para que no perezcan por culpa de Sodoma.»
Y, como no se decidía, los agarraron de
la mano, a él, a su mujer y a las dos hijas, a quienes el Señor perdonaba; los
sacaron y los guiaron fuera de la ciudad.
Una vez fuera, le dijeron:
«Ponte a salvo; no mires atrás. No te
detengas en la vega; ponte a salvo en los montes, para no perecer.»
Lot les respondió:
«No. Vuestro siervo goza de vuestro
favor, pues me habéis salvado la vida, tratándome con gran misericordia; yo no
puedo ponerme a salvo en los montes, el desastre me alcanzará y moriré. Mira,
ahí cerca hay una ciudad pequeña donde puedo refugiarme y escapar del peligro.
Como la ciudad es pequeña, salvaré allí la vida.»
Le contestó:
«Accedo a lo que pides: no arrasaré esa
ciudad que dices. Aprisa, ponte a salvo allí, pues no puedo hacer nada hasta
que llegues.»
Por eso la ciudad se llama La Pequeña.
Cuando Lot llegó a La Pequeña, salía el sol. El Señor, desde el cielo, hizo
llover azufre y fuego sobre Sodoma y Gomorra. Arrasó aquellas ciudades y toda
la vega con los habitantes de las ciudades y la hierba del campo. La mujer de
Lot miró atrás y se convirtió en estatua de sal.
Abrahán madrugó y se dirigió al sitio
donde había estado con el Señor. Miró en dirección de Sodoma y Gomorra, toda la
extensión de la vega, y vio humo que subía del suelo, como el humo de un horno.
Así, cuando Dios destruyó las ciudades de la vega, arrasando las ciudades donde
había vivido Lot, se acordó de Abrahán y libró a Lot de la catástrofe.
Palabra de
Dios
Salmo: 25,2-3.9-10.11-12
R/. Tengo ante los ojos, Señor,
tu bondad
Escrútame,
Señor, ponme a prueba,
sondea mis entrañas y mi corazón,
porque tengo ante los ojos tu bondad,
y camino en tu verdad. R/.
No arrebates
mi alma con los pecadores,
ni mi vida con los sanguinarios,
que en su izquierda llevan infamias,
y su derecha está llena de sobornos. R/.
Yo, en cambio,
camino en la integridad;
sálvame, ten misericordia de mí.
Mi pie se mantiene en el camino llano;
en la asamblea bendeciré al Señor. R/.
Lectura del santo evangelio según san
Mateo (8,23-27):
En aquel tiempo,
subió Jesús a la barca, y sus discípulos lo siguieron. De pronto, se levantó un
temporal tan fuerte que la barca desaparecía entre las olas; él dormía.
Se acercaron los discípulos y lo
despertaron, gritándole:
«¡Señor, sálvanos, que nos hundimos!»
Él les dijo:
«¡Cobardes! ¡Qué poca fe!»
Se puso en pie, increpó a los vientos y
al lago, y vino una gran calma.
Ellos se preguntaban admirados:
«¿Quién es éste? ¡Hasta el viento y el
agua le obedecen!»
Palabra del
Señor
1. Este extraño relato del
Evangelio es también un relato de "seguimiento" de Jesús. Y eso es
tan importante que ahí está la clave para enterarse de lo que aquí se quiere
enseñar.
Todo empieza diciendo que "subió
Jesús a la barca y sus discípulos lo siguieron". Lo que viene a
continuación es sencillamente explicar las consecuencias que tiene (o
puede tener) el seguimiento de Jesús. Tales consecuencias fueron, en este caso,
meterse en una tempestad que llegó a representar un peligro de muerte.
Seguir a Jesús, si es que estamos hablando
en serio, es cosa seria. Y puede llegar a ser asunto de vida o
muerte.
2. Por tanto, parece una
empresa estéril dedicarse a hacer conjeturas sobre si aquí se relata un hecho
histórico, sobre la naturaleza meteorológica de las tempestades en el pequeño
mar de Galilea, sobre lo inverosímil del sueño de Jesús cuando el mar bramaba
amenazante, etc.
Lo que aquí importa no es fijar la
historia, sino aprender la enseñanza religiosa que dan los evangelios. Y esa
enseñanza se condensa en esto: "seguir a Jesús es una confrontación
tempestuosa con poderes cósmicos, políticos, sociales, económicos y
religiosos" (W. Carter, R Feiler).
Seguir a Jesús, por lo tanto, es tener
la libertad y la audacia de enfrentarse a poderes que vemos que nos superan, que
nos atemorizan, a los que no vemos solución. Pero, si hay seguimiento, hay
enfrentamiento. Porque el seguimiento es fuente de libertad. Un seguidor de
Jesús no se calla ante las injusticias sociales, ante los atropellos políticos,
ante la corrupción de los gestores del capital.
3. Pero el "seguimiento" es también "seguridad". El que está junto a Jesús ha de saber y tener muy claro que sale adelante, aunque la impresión sea que fracasa, que se hunde, que los poderosos se le imponen y lo aplastan.
Se puede triunfar, a los ojos del
sistema, pero en realidad fracasar. Porque cuando lo que se consigue es
perpetuar el statu quo, la situación establecida, - ¿se puede cometer mayor
canallada? - ¿No hay que actuar de forma que se haga estallar tanta canallada
de desigualdades y atropellos contra los más indefensos, por más que se les dé
un plato de comida o ropa usada en Caritas?
Santa Isabel de Portugal
(Santa Isabel de
Portugal o de Aragón; Zaragoza, hacia 1274 - Estremoz, Portugal, 1336)
Reina
de Portugal. Merced a su matrimonio con el monarca luso Dionís, fue reina de
Portugal entre 1288 y su fallecimiento, período durante el cual contribuyó de
forma decisiva a la consolidación de la monarquía en el país ibérico.
Hija
de Pedro III de Aragón y de Constanza de Nápoles, y por lo tanto nieta de Jaime
I el Conquistador y del emperador Federico de Suabia, recibió una esmerada
educación palaciega, conforme a los postulados de su época, aunque parece que
desde muy joven la princesa Isabel ya destacó por tener una personalidad
piadosa y caritativa.
Antes
de cumplir los diez años, sin embargo, su padre había entablado negociaciones
con el monarca portugués, mediante los embajadores Conrado de Lanza y Beltrán
de Vilafranca, para el matrimonio entre su hija y el rey luso. Éste aceptó
gustoso, y donó a la princesa, en calidad de arras, los señoríos de Obidos,
Abrantes y Porto de Mos, donación verificada en abril de 1281.
Con
las negociaciones ya avanzadas, en febrero de 1288 una embajada de Dionís con
sus más importantes consejeros, João Velho, João Martins y Vasco Pires, llegaba
a Barcelona para celebrar el matrimonio por poder y, a continuación, escoltar a
la princesa hasta la villa portuguesa de Trancoso, donde se iba a celebrar la
ceremonia religiosa. Finalmente, el 24 de junio tuvo lugar el enlace, seguido
de la celebración de unas fiestas ensalzadas por la historiografía como las más
importantes de la Plena Edad Media lusa.
Después
del matrimonio, la vida de la reina Isabel comenzó a mostrar la dualidad de caracteres
que marcarían su devenir biográfico: por una parte, su carácter caritativo y
piadoso; por otro, la fortaleza política de una mujer que, enfrentada a grandes
vaivenes gubernativos, hizo lo posible por sobreponerse a los acontecimientos.
En principio, la vida en la corte portuguesa no era, ni por asomo, parecida a
la exquisitez de la aragonesa. La ambición del estamento nobiliario portugués,
copado en gran medida por los propios miembros de la familia real, era cada vez
mayor, personificado especialmente por Alfonso, hermano del rey, y también su
principal enemigo para mantener la paz del reino, pues no dejaba de conspirar
para derribar a Dionís del trono. Muy pronto se le uniría la rebeldía del hijo
primogénito.
En
los primeros tiempos de su estancia en Portugal, la reina Isabel comenzó a
ganarse las simpatías del pueblo luso por su carácter piadoso y devoto, pues el
pueblo siempre ha admirado en especial esta veta altruista de sus gobernantes,
sobre todo en un universo religioso como era el mundo medieval. De esta manera,
las continuas fundaciones religiosas de la reina Isabel (como el de San
Bernardo de Almoster), la contribución al sostenimiento de otras
(principalmente, el lisboeta monasterio de la Trinidad), así como los
hospitales de asistencia fundados por ella (en Coimbra, Leiría y Santarém),
ayudaron a que su popularidad entre el pueblo fuese una de las de mayor nivel
entre los gobernantes medievales.
Los
problemas, sin embargo, comenzaron a llegar por los continuos enfrentamientos,
primero verbales, más tarde conspiradores, de su cuñado Alfonso, deseoso de
hacerse con el trono portugués en detrimento de su hermano, el rey Dionís; por
otra parte, las continuas infidelidades de éste, evidentemente, no hacían
presagiar un matrimonio demasiado bien avenido, pues, a pesar de que la
bastardía regia era un fenómeno relativamente tolerado en el medievo, las
acusadas convicciones éticas de la reina Isabel lo desaprobaban por completo.
A pesar
de ello, la reina acogió a los hijos bastardos de Dionís en la corte, y si no
los trató como a su propia descendencia, al menos les mostró el respeto que
debía como reina y cristiana. Esta acción piadosa, sin embargo, comenzó a ser
una fuente de problemas tras el nacimiento de los dos primeros hijos de Dionís
e Isabel: la infanta Constanza (1290-1313), que se casó con el rey de Castilla,
Fernando IV, y el príncipe Alfonso (1291-1357), que sería posteriormente rey
como Alfonso IV. Los problemas se agravaron en la segunda década del siglo XIV,
pues Alfonso (cuyo apodo era el Bravo, por motivos obvios) comenzó a alarmarse
por el incomparable ascendente que, en la corte de Dionís, en su consejo y en
la toma de decisiones políticas, había comenzado a contraer uno de los hijos
ilegítimos del rey, el infante Alfonso Sánchez.
Ante
la sospecha de que Dionís había solicitado a la Santa Sede la concesión de
legitimidad para su hermano, en detrimento de su propio acceso al trono,
Alfonso el Bravo decidió rebelarse, contado con cierta ayuda diplomática de la
regente de Castilla, la reina María de Molina. Dionís, enfurecido, arremetió
contra su hijo de manera violenta, lo que significó el inicio de las
hostilidades paterno-filiales, apoyados ambos en parte de la aristocracia lusa
afín a sus causas.
Por
lo que respecta a la reina Isabel, además del profundo dolor que una madre
podía sentir al ver peleando a padre e hijo, la cuestión fue un poco más
complicada. Desde 1318, las tropas de Alfonso instalaron su base de operaciones
en el norte del país, en Coimbra y Leiría. Casualmente, el señorío de esta
última villa había sido concedido por Dionís a su esposa, con lo que el rey
debió entrever en su toma por Alfonso una cierta participación de Isabel en la
conspiración de su hijo.
El
resultado fue que la reina fue privada del señorío, la jurisdicción y las
rentas de Leiría, además de pasar a residir, bajo fuerte vigilancia militar, en
el castillo de Alemquer. A la desesperación de Isabel se unió el temor de que,
en la primavera de 1319, ambos ejércitos parecían enfrentarse en Leiría, aunque
finalmente Alfonso huyó hacia Santarém.
Durante
dos largos años, 1319-1321, los partidarios de Alfonso sostuvieron una especie
de guerra de guerrillas contra el ejército real en la zona norte del país,
rehusando siempre el enfrentamiento directo al ser el enemigo superior en
número. Durante 1321, Alfonso de apoderó de Coimbra, Montemor o Velho, Feira y
Oporto, y llegó a sitiar Guimarães, uno de los principales bastiones de su
padre. Al saber las noticias del frente, la reina Isabel logró escapar de su
vigilancia en Alemquer para dirigirse hacia esta última ciudad, con el objeto
de hacer a su hijo desistir de su vano intento, asegurándole que no había
ninguna intención, por parte de Dionís, de subrogarle su legitimidad al trono.
A pesar
de esta intervención, y de contar con la ayuda de otro de los bastardos de
Dionís, Pedro, conde de Barcelos, Alfonso no desistió de su intento, y mucho
más al saber que las tropas reales, con su padre al frente, sitiaban la
guarnición alfonsina de Coimbra. Hacia allí se dirigió con su ejército,
comitiva seguida muy cerca por la reina Isabel quien, momentos antes de la
inminente batalla, logró lo imposible: forzar a padre e hijo a la concordia,
aunque no pudo evitar una escaramuza antes de su llegada.
El
acuerdo consistía en que Alfonso se retiraría a Pombal y Dionís a Leiría, para
licenciar a sus respectivas tropas; posteriormente, el rey prometería respetar
el derecho de sucesión si su hijo le prestaba un homenaje público de fidelidad.
Aunque no se sabe con certeza si se produjo, lo cierto es que la primera
intervención de la reina Isabel se saldó con éxito, si bien efímero, puesto que
la chispa de la guerra civil no tardaría en extenderse debido a los intereses
particulares de la aristocracia que apoyaba al príncipe rebelde. A los pocos
meses, de nuevo Alfonso, encabezando un ejército nobiliario, se dirigió desde
Santarém hacia Lisboa, a pesar de que el rey le había conminado, mediante
varios mensajeros, a que se detuviese.
De
nuevo fue necesario que la reina, montada a caballo, se interpusiera entre
ambos contendientes para detener el derramamiento de sangre. Desde luego, el
ejemplo de la reina Isabel, uno de los más insólitos en el medievo, no fue
suficiente para que se calmaran las ansias de su hijo, y mucho menos para que
la ambición aristocrática se frenase. En cualquier caso, y para conmemorar la
ocasión, la reina quiso engalanar el lugar con la edificación de un monumento,
situado en el actual Campo Grande (Lisboa), en recuerdo de la paz conseguida
allí para todo el reino.
Poco
tiempo después, en 1325, falleció el rey Dionís y, a pesar de ciertas
dificultades por el recelo de la nobleza, la sucesión, en mano de Alfonso IV,
pareció realizarse sin necesidad de violencia por ninguna parte. La desaparición
de uno de los protagonistas del conflicto casi fue la razón de que éste
acabase; así debió entenderlo la reina Isabel, después de sus intentos de
mediación, ya que, tras el entierro del rey en el cenobio de Odivelas, residió
algún tiempo en ese lugar, donde, sin duda, recuperó sus verdaderas inquietudes
espirituales, apartadas durante los tiempos problemáticos.
Al
año siguiente, 1286, la reina Isabel regresó a Coimbra, donde fundó el
monasterio de Santa Clara-a-Velha y un hospital para la asistencia a los más
desfavorecidos socialmente. No profesó la clausura clarisa, pero sí vivió en el
convento una vida de austeridad espiritual durante los años siguientes; buena
muestra de su cultivo de la espiritualidad son las dos peregrinaciones a
Santiago de Compostela llevadas a cabo en 1327 y en 1335, como una peregrina
más, sin otra compañía que algunas damas de su antigua corte que, por motivos
igualmente, piadosos, quisieron acompañarla.
Precisamente
al regreso de la última peregrinación, en 1336, la reina tuvo noticias de
nuevos conflictos familiares, esta vez entre su hijo, Alfonso IV, y el rey de
Castilla, Alfonso XI, que era nieto de Isabel. Las tropas portuguesas habían
sido de nuevo armadas para intervenir en el país vecino, y se hallaban concentradas
en Estremoz, lugar al que se dirigió la reina para, otra vez, intervenir en un
conflicto familiar. Fue recibida por su hijo en el castillo de la citada villa,
pero, sintiéndose enferma, se retiró a descansar. Unas pocas horas más tarde,
el 4 de julio de 1336, fallecería, no sin antes haber hecho prometer a su hijo
que de ninguna manera se enfrentaría de manera fratricida con su nieto, y
sobrino del propio rey.
La
intervención pacifista de Isabel la acompañó, como se puede comprobar, hasta su
propio lecho de muerte. Fue sepultada en el convento de clarisas de Coimbra que
ella misma había fundado, aunque fue transportado posteriormente hacia Santa
Clara-a-Nova, donde reposa en la actualidad. Su actividad piadosa, así como el
grato recuerdo que dejó tanto en Portugal como España, fueron motivo para que
su leyenda se engrandeciese notablemente. De esta forma, en tiempos del monarca
luso Manuel el Afortunado se iniciaron los trámites para su canonización. Fue
beatificada el 15 de abril de 1516, mediante bula del papa León X, si bien
únicamente para el obispado de Coimbra. Su definitiva canonización tuvo lugar
el 25 de mayo de 1625, a cargo del papa Urbano VIII.
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