viernes, 1 de septiembre de 2023

Párate un momento: El Evangelio del dia 3 DE SEPTIEMBRE – DOMINGO – 22 – SEMANA DE T.O. – A San Gregorio I Magno papa

 

 

 


3 DE SEPTIEMBRE – DOMINGO

– 22 – SEMANA DE T.O. – A

San Gregorio I Magno papa

 

Lectura del libro de Jeremías (20,7-9):

Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; me forzaste y me pudiste. Yo era el hazmerreír todo el día, todos se burlaban de mí. Siempre que hablo tengo que gritar: «Violencia», proclamando: «Destrucción.» La palabra del Señor se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día.

Me dije: «No me acordaré de él, no hablaré más en su nombre»; pero ella era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerlo, y no podía. 

 

Palabra de Dios.

 

Salmo: 62,2.3-4.5-6.8-9

 

      R/. Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío

Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo,

mi alma está sedienta de ti;

mi carne tiene ansia de ti,

como tierra reseca, agostada, sin agua. R/.

¡Cómo te contemplaba en el santuario

viendo tu fuerza y tu gloria!

Tu gracia vale más que la vida,

te alabarán mis labios. R/.

Toda mi vida te bendeciré

y alzaré las manos invocándote.

Me saciaré como de enjundia y de manteca,

y mis labios te alabarán jubilosos. R/.

Porque fuiste mi auxilio,

y a la sombra de tus alas canto con júbilo;

mi alma está unida a ti,

y tu diestra me sostiene. R/.

 

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos (12,1-2):

Os exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios; éste es vuestro culto razonable. Y no os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto.

 

Palabra de Dios.

 

Evangelio según san Mateo (16,21-27):

En aquel tiempo, empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día.

Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo:

«¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte.»

Jesús se volvió y dijo a Pedro:

«Quítate de mí vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas corno los hombres, no como Dios.»

Entonces dijo Jesús a sus discípulos:

«El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará.

- ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?

- ¿O qué podrá dar para recobrarla?

Porque el Hijo del hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta.»

 

Palabra del Señor

 

Pedro, portavoz de Satanás, y la parábola del maletín y el joyero

 

 



En el evangelio del domingo anterior, Pedro, inspirado por Dios, confiesa a Jesús como Mesías. Inmediatamente después, dejándose llevar por su propia inspiración, intenta apartarlo del plan que Dios le ha encomendado. El relato lo podemos dividir en tres escenas.

 

1ª escena: Jesús y los discípulos (primer anuncio de la pasión y resurrección)

 

     En aquel tiempo, empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día.

 

Pedro acaba de confesar a Jesús como Mesías. Él piensa en un Mesías glorioso, triunfante. Por eso, Jesús considera esencial aclarar las ideas a sus discípulos. Se dirigen a Jerusalén, pero él no será bien recibido. Al contrario, todas las personas importantes, los políticos (“ancianos”), el clero alto (“sumos sacerdotes”) y los teólogos (“escribas”) se pondrán en contra suya, le harán sufrir mucho, y lo matarán.

Es difícil poner de acuerdo a estas tres clases sociales. Sin embargo, aquí coinciden en el deseo de hacer sufrir y eliminar a Jesús. Pero todo esto, que parece una simple conjura humana, Jesús lo interpreta como parte del plan de Dios. Por eso, no dice a los discípulos: «Vamos a Jerusalén, y allí una panda de canallas me va a perseguir y matar», sino «tengo que ir» a Jerusalén a cumplir la misión que Dios me encomienda, que implicará el sufrimiento y la muerte, pero que terminará en la resurrección.

Para la concepción popular del Mesías, como la que podían tener Pedro y los otros, esto resulta inaudito. Sin embargo, la idea de un personaje que salva a su pueblo y triunfa a través del sufrimien­to y la muerte no es desconocida al pueblo de Israel. La expresó un profeta anónimo, y su mensaje ha quedado en el c.53 de Isaías sobre el Siervo de Dios.

 

2ª escena: Pedro y Jesús (vuelven las tentaciones)

 

Jesús termina hablando de resurrección, pero lo que llama la atención a Pedro es el «padecer mucho» y el «ser ejecutado». Según Mc 8,32, Pedro se puso entonces a reprender a Jesús, pero no se recogen las palabras que dijo. Mateo describe su reacción con más crudeza:

 

Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo:

― ¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte.

Jesús se volvió y dijo a Pedro:

― Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios.

 

Ahora no es Dios quien habla a través de Pedro, es Pedro quien se deja llevar por su propio impulso. Está dispuesto a aceptar a Jesús como Mesías victorioso, no como Siervo de Dios. Y Jesús, que un momento antes lo ha llamado «bienaventurado», le responde con enorme dureza: «¡Quítate de mí vista, Satanás, que me haces tropezar!»

Estas palabras traen a la memoria el episodio de las tentaciones a las que Satanás sometió a Jesús después del bautismo. El puesto del demonio lo ocupa ahora Pedro, el discípulo que más quiere a Jesús, el que más confía en él, el más entusiasmado con su persona y su mensaje. Y Jesús, que no vio especial peligro en las tentaciones de Satanás, ve aquí un grave peligro para él. Por eso, su reacción no es serena, como ante el demonio; no aduce tranquilamente argumentos de Escritura para rechazar al tentador, sino que está llena de violencia: «Tú piensas como los hombres, no como Dios.» Los hombres tendemos a rechazar el sufrimiento y la muerte, no los vemos espontáneamente como algo de lo que se pueda sacar algún bien. Dios, en cambio, sabe que eso tan negativo puede producir gran fruto.

 

Esta función de tentador que desempeña Pedro en el pasaje y la reacción tan enérgica de Jesús nos recuerdan que las mayores tentaciones para nuestra vida cristiana no proceden del demonio, sino de las personas que están a nuestro lado y nos quieren. Frente a una mentalidad que mitifica y exagera el peligro del demonio en nuestra vida, es interesante recordar este episodio evangélico y unas palabras de santa Teresa que van en la misma línea. Después de contar las dudas e incerti­dumbres por las que atravesó en muchos momentos de su vida, causadas a veces por confesores que le hacían ver el demonio en todas partes, resume su experiencia final:«...tengo yo más miedo a los que tan grande le tienen al demonio que a él mismo; porque él no me puede hacer nada, y estos otros, en especial si son confe­sores, inquietan mucho, y he pasado algunos años de tan gran trabajo, que ahora me espanto cómo lo he podido sufrir» (Vida, cap. 25, nn.20-22).

 

3ª escena: Jesús y los discípulos (parábola del maletín y el joyero)

 

     Entonces dijo Jesús a sus discípulos:

     ― El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará. 

¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? 

¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta.

 

            No se conocían de nada, sólo les unió compartir dos asientos de primera clase. Ella colocó en el compartimento un elegante estuche con sus joyas. Él, un pesado maletín con su portátil y documentos de sumo interés. El pánico fue común al cabo de unas horas, cuando vieron arder uno de los motores y oyeron el aviso de prepararse para un aterrizaje de emergencia. Tras el terrible impacto contra el suelo, ella renunció a sus joyas y corrió hacia la salida. Él se retrasó intentando salvar sus documentos. El cadáver y el maletín los encontraron al día siguiente, cuando los bomberos consiguieron apagar el incendio. Extrañamente, ella recuperó intacto el estuche de sus joyas.

 

En tiempos de Jesús no había aviones, y él no pudo contar esta parábola. Pero le habría servido para explicar la enseñanza final de este evangelio. Para entender esta tercera parte conviene comenzar por el final, el momento en el que el Hijo del Hombre vendrá a pagar a cada uno según su conducta. En realidad, sólo hay dos conductas: seguir a Jesús (salvar la vida, renunciando al joyero) o seguirse a uno mismo (salvar el maletín a costa de la vida). Seguir a Jesús supone un gran sacrificio, incluso se puede tener la impresión de que uno pierde lo que más quiere. Seguirse a uno mismo resulta más importante, salvar la vida y el maletín. Pero el avión está ya ardiendo y no caben dilaciones. El que quiera salvar el maletín, perderá la vida.

Paradójicamente, el que renuncia al joyero salva la vida y recupera las joyas.

 

       Jeremías y Jesús (Jer 20,7-9)

Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; me forzaste y me pudiste. Yo era el hazmerreír todo el día, todos se burlaban de mí. Siempre que hablo tengo que gritar: «Violencia», proclamando: «Destrucción.» La palabra del Señor se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día. Me dije: «No me acordaré de él, no hablaré más en su nombre»; pero ella era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerlo, y no podía.

            La vida de Jeremías no fue fácil. Él no quería ser profeta, le objetó a Dios que era demasiado joven y que no sabía hablar. Pero el Señor no aceptó su protesta y lo obligó a transmitir el mensaje más duro en los años más difíciles del reino de Judá: cuando se avecinaba la desaparición de la monarquía, la destrucción de Jerusalén y la deportación a Babilonia.

            Al principio, todo fue bien («me sedujiste, Señor, y me dejé seducir»). Pero el tener que anunciar y justificar la desgracia futura se le convierte en una carga insoportable. Personalmente, tiene la sensación de que todo su mensaje se sintetiza en dos palabras horribles: «violencia» y «destrucción». Socialmente, esta predicación le procura críticas, burlas, persecuciones, incluso amenazas de muerte. ¿Solución? Olvidarse de Dios y de su palabra. Pero no puede hacerlo. Esa palabra arde en sus entrañas, es un fuego incontenible. 

            Jeremías, igual que Jesús, se siente obligado a cumplir la misión que Dios le encomienda. Es cierto que en Jesús no encontramos la misma rebeldía, pero la reacción tan humana del profeta ayuda a comprender que, para el Señor, «tener que ir a Jerusalén» supuso también un gran sacrificio.

 

 

San Gregorio I Magno papa

 


(Roma, c. 540 - id., 604) Papa (590-604).

 

Nació en Roma hacia el año 540. Desempeñó primero diversos cargos públicos, y llegó luego a ser prefecto de la Urbe. Más tarde, se dedicó a la vida monástica, fue ordenado diácono y nombrado legado pontificio en Cons­tantinopla.

El día 3 de septiembre del año 590 fue elegido papa, cargo que ejerció como verdadero pastor en su modo de gobernar, en la ayuda que brindó a los pobres y en la propagación y consolidación de la fe. Tiene escritas muchas obras sobre teología moral y dogmática.

Murió el día 12 de marzo del año 604.

 

Miembro de una familia de patricios romanos, fue praefectus urbis de Justino II (572-574). Convirtió su palacio del monte Celio en el monasterio de San Andrés y abrazó la regla de San Benito. Nuncio en Constantinopla (579-586), fue nombrado papa a la muerte de Pelayo II (590). Negoció una tregua con los lombardos (592), afirmó la primacía de la iglesia de Roma y envió al monje Agustín a evangelizar Inglaterra. Autorizó el culto de los hebreos y superó el cisma del norte de Italia originado por la supresión de los Tres Capítulos. Adoptó el título Servus servorum Dei (servidor de los siervos de Dios), que se convirtió en oficial de los futuros pontífices. Soberano temporal de la ciudad de Roma, hizo de ella la capital espiritual del mundo latino y puso las bases del poder territorial del papado.

De noble familia senatorial, estaba destinado a la carrera política, y todavía joven (en 573) desempeñó el cargo de praefectus urbis (prefecto de Roma); pero, conmovido por el espectáculo de las miserias de Roma y de Italia entera, que agudizaron en él el sentimiento de la inanidad de las cosas terrenas, entregó, a la muerte de su padre, su inmenso patrimonio a los pobres y a la Iglesia, fundando seis monasterios en sus tierras de Sicilia y otro en su palacio del Celio, que dedicó a San Andrés y donde él mismo vistió el hábito benedictino.

Su fuerte personalidad y su práctica en la política, preciosa en aquellos tiempos de adversidades excepcionales, movieron, sin embargo, a Benedicto I a sacarlo de su soledad nombrándolo diaconus regionarius en 577, y a Pelagio II, el año siguiente, a servirse de él como legado en Constantinopla, donde tuvo ocasión en su larga estancia (579-585) de formarse una rica experiencia política y humana.

Abad de San Andrés, fue elegido papa a la muerte de Pelagio con el asentimiento general y consagrado el 3 de septiembre de 590. Le esperaban la peste, la expansión lombarda y el sitio de Roma (593), el empeoramiento del cisma de los Tres Capítulos y los pleitos con Bizancio. En los catorce años de su pontificado hubo de medirse con estos problemas objetivos y con otros que él mismo se planteó libremente: pacificación de la península, unificación católica de Occidente mediante una vasta obra de evangelización y una vasta toma de contactos más operantes con los pueblos convertidos.

Así, mientras socorría con ayudas materiales y con su alto magisterio a las poblaciones más próximas, organizaba, reemplazando la impotente autoridad imperial, la defensa de Italia central, de Roma y del mismo Nápoles; favoreció la instauración de mejores relaciones con los invasores; apoyó la conversión de Teodolinda; promovió la misión de Agustín en Inglaterra (596); organizó una más estrecha colaboración con el episcopado y con los reyes francos y animó en España la acción del neófito Recaredo.

 

Obras de San Gregorio Magno

Dotado de viva sensibilidad y de excepcional equilibrio para conllevar las exigencias místicas del monje con el respeto y la simpatía hacia la humanidad doliente, su obra literaria, de estilo sencillo, a veces humilde, a menudo elocuente, constituye el más luminoso comentario a su obra de pontífice que no vacila en enfrentarse con los desidiosos y con los potentados, como puede apreciarse en sus Epístolas. Dirigidas a los más diversos destinatarios, las cartas de San Gregorio tratan de variadas cuestiones y son un testimonio fundamental para el conocimiento de su actividad y de su personalidad. Sobresalen las epístolas dirigidas contra los herejes y los cismáticos, como los maniqueos de Sicilia o los donatistas en África, y las que se refieren a los judíos, a los que San Gregorio concedió libertad de culto y tratamiento benévolo (I, 1, 47), porque "sólo con la mansedumbre, la bondad, las sabias y persuasivas admoniciones, se puede obtener la unidad de la fe".

Gregorio Magno mostró su preocupación por la formación de los pastores de almas en obras como Regla pastoral (591), en que expuso los objetivos y reglas de la vida sacerdotal. Dedicada a Juan de Constantinopla, con quien se justifica de haber dudado en asumir el cargo de obispo de Roma, San Gregorio muestra en este libro lo arduo que es el oficio de pastor y las reglas de vida que debe seguir; describe el tipo ideal del obispo, que ha de ser siempre un médico de las almas y encontrar el tono justo para dirigirse a los hombres de las diversas clases sociales, ejerciendo sobre sus almas el máximo ascendente posible y teniendo siempre presente su propia debilidad para no caer en una excesiva confianza en sí mismo. Esta breve obra ejerció gran influencia y fue durante largo tiempo considerada como el texto de las reglas episcopales.

De su tarea de consolador y maestro de espiritualidad hallamos una excelente ilustración en las Homilías sobre el Evangelio o sobre Ezequiel, pronunciadas en Roma en 590-593, cuando todo parecía derrumbarse. En Moralia llevó a cabo una exégesis del libro bíblico de Job. Presenta a Job como figura del Redentor; en su mujer ve simbolizada la vida carnal, y en sus amigos, a los herejes, orientando siempre la interpretación hacia las lecciones morales y teológicas.

Los Diálogos, escritos entre los años 593 y 594, fueron probablemente su obra más difundida. Habiéndose retirado por algún tiempo, cansado de las preocupaciones y responsabilidades de su cargo, a un lugar apartado, Gregorio expresa al diácono Pedro su disgusto por no haber podido dedicarse a la vida ascética, con la que tantos hombres pudieron alcanzar la perfección. Accediendo a los ruegos de Pedro, pasa luego a mostrar con ejemplos concretos la verdad de tal aserto, describiendo la vida y enumerando los milagros de santos italianos, tal como los aprendió de testimonios seguros o de su personal experiencia. La forma dialogada, usada ya desde antiguo en obras de este género, por ejemplo por Sulpicio Severo, constituye para el autor un simple medio para dar vivacidad a la narración y facilitar las transiciones; la forma intencionadamente simple y clara favoreció la grandísima difusión de la obra, pronto traducida a diversas lenguas y celebrada por escritores contemporáneos y posteriores.

Si la actividad política del papa Gregorio Magno tuvo una importancia excepcional para el equilibrio político-religioso de la Europa medieval, su obra literaria constituyó hasta el siglo XII una incomparable fuente de meditación y de luz espiritual para todo el Occidente. A él se le atribuye también la compilación del Antifonario gregoriano, gran colección de cantos de la Iglesia romana.

 

 

 

 

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