6 DE OCTUBRE
– VIERNES
– 26 –
SEMANA DE T.O. – A –
San Bruno de Colonia
Lectura del libro de Baruc
(1,15-22):
Confesamos que
el Señor, nuestro Dios, es justo, y a nosotros nos abruma hoy la vergüenza: a
los judíos y vecinos de Jerusalén, a nuestros reyes y gobernantes, a nuestros
sacerdotes y profetas y a nuestros padres; porque pecamos contra el Señor no
haciéndole caso, desobedecimos al Señor, nuestro Dios, no siguiendo los
mandatos que el Señor nos había dado.
Desde el día en que el Señor sacó a
nuestros padres de Egipto hasta hoy, no hemos hecho caso al Señor, nuestro
Dios, hemos rehusado obedecerle. Por eso, nos persiguen ahora las desgracias y
la maldición con que el Señor conminó a Moisés, su siervo, cuando sacó a
nuestros padres de Egipto para darnos una tierra que mana leche y miel. No
obedecimos al Señor, nuestro Dios, que nos hablaba por medio de sus enviados,
los profetas; todos seguimos nuestros malos deseos, sirviendo a dioses ajenos y
haciendo lo que el Señor, nuestro Dios, reprueba.
Palabra de Dios
Salmo: 78,1-2.3-5.8.9
R/. Líbranos, Señor, por el
honor de tu nombre
Dios mío, los gentiles
han entrado en tu heredad,
han profanado tu santo templo,
han reducido Jerusalén a ruinas.
Echaron los cadáveres de tus siervos en pasto a las aves del cielo,
y la carne de tus fieles a las fieras de la tierra. R/.
Derramaron su
sangre como agua
en torno a Jerusalén, y nadie la enterraba.
Fuimos el escarnio de nuestros vecinos,
la irrisión y la burla de los que nos rodean.
¿Hasta cuándo, Señor? ¿Vas a estar siempre enojado?
¿Arderá como fuego tu cólera? R/.
No recuerdes
contra nosotros
las culpas de nuestros padres;
que tu compasión nos alcance pronto,
pues estamos agotados. R/.
Socórrenos,
Dios, salvador nuestro,
por el honor de tu nombre;
líbranos y perdona nuestros pecados
a causa de tu nombre. R/.
Lectura del santo evangelio
según san Lucas (10,13-16):
En aquel
tiempo, dijo Jesús:
«¡Ay de ti, Corozaín; ay de ti,
Betsaida! Si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que, en
vosotras, hace tiempo que se habrían convertido, vestidas de sayal y sentadas
en la ceniza. Por eso el juicio les será más llevadero a Tiro y a Sidón que a
vosotras. Y tú, Cafárnaún, ¿piensas escalar el cielo? Bajarás al infierno.
Quien a vosotros os escucha a mí me
escucha; quien a vosotros os rechaza a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí
rechaza al que me ha enviado.»
Palabra del Señor
1. No podemos saber el motivo por el que Lucas introdujo esta denuncia, puesta en boca de Jesús, contra dos ciudades de las que ni se sabe dónde estaban, ni consta que Jesús hiciera abundantes milagros en ellas. Aunque aquí tenemos que hacer dos aclaraciones.
Ante todo, el doble "¡ay!" expresa más una lamentación que una denuncia (F. Bovon).
Por otra parte, recientemente se han descubierto
las ruinas de una ciudad, que hubo cerca de Cafarnaúm que seguramente son los
restos que quedan de Corozaín (J. A. Fitzmyer).
De Betsaida, no hay noticia.
Por otra parte, no tenemos noticia de
que los vecinos de Cafarnaúm rechazasen a Jesús. Parece que este texto
proviene de la fuente Q, de la que Mateo y Lucas tomaron los textos que son
comunes a ambos y no se encuentran en Marcos.
2. ¿Por qué puso Lucas aquí
estas dudosas denuncias contra unas ciudades y unos hechos de los que no tenemos constancia?
La contraposición con Tiro y Sidón
arroja alguna luz sobre este problema. Tiro y Sidón eran ciudades paganas.
Seguramente los cristianos de origen no judío (por tanto, que provenían del
paganismo) pretendían de esta manera justificar su presencia en la comunidad
cristiana, con tanto o más derecho que los cristianos que provenían del
judaísmo. Las diferencias de origen y de cultura han creado incontables
problemas en todas las religiones, concretamente en el cristianismo.
Un buen cristiano es el que supera tales
diferencias.
3. Sea lo que sea de estos
datos históricos, lo que debemos tener presente es que un Jesús amenazante (y
quizá "peligroso") no puede ser el Jesús auténtico del
Evangelio.
Porque Jesús siempre contagió confianza,
seguridad, paz y esperanza, incluso a los pecadores y descreídos. Jesús fue
siempre armónico, uniforme, coherente. Y este es el Jesús que siempre ha de
centrar nuestra fe y nuestras convicciones más determinantes.
San Bruno de Colonia
San Bruno, presbítero, que, oriundo de
Colonia, en Lotaringia, enseñó ciencias eclesiásticas en la Galia, pero
deseando llevar vida solitaria, con algunos discípulos se instaló en el
apartado valle de Cartuja, en los Alpes, dando origen a una Orden que conjuga
la soledad de los eremitas con la vida común de los cenobitas. Llamado por el
papa Urbano II a Roma, para que le ayudase en las necesidades de la Iglesia,
pasó los últimos años de su vida como eremita en el cenobio de La Torre, en
Calabria.
Vida de San Bruno de Colonia
Confesor, autor eclesiástico y fundador de la Orden de la Cartuja. Nació en
Colonia hacia el año 1030; murió el 6 de octubre de 1101. Se le representa
habitualmente con una calavera en las manos, un libro y una cruz, o coronado
con siete estrellas; o con un pergamino que porta la divisa O Bonitas. Su
fiesta se celebra el 6 de Octubre. Según la tradición, San Bruno pertenecía a
la familia de Hartenfaust, o Hardebüst, una de las principales familias de la
ciudad, y en recuerdo de este origen diferentes miembros de la familia de
Hartenfaust han recibido de los Cartujos o bien oraciones especiales por los
muertos, como en el caso de Peter Bruno Hartenfaust en 1714, y Louis Alexander
Hartenfaust, barón de Laach, en 1740; o una relación personal con la orden,
como con Louis Bruno de Hardevüst, barón de Laach y burgomaestre de la ciudad
de Bergues-S. Winnoc, en la diócesis de Cambrai, con el que se extinguió la
línea masculina de la familia Hardevüst el 22 de Marzo de 1784.
Tenemos poca información sobre la infancia y juventud de San Bruno. Nacido
en Colonia, habría estudiado en el colegio de la ciudad, o colegiata de San
Cuniberto. Mientras era aún bastante joven (a pueris) fue a completar su
educación a Reims, atraído por la reputación de la escuela episcopal y de su
director, Heriman. Allí acabó sus estudios clásicos y se perfeccionó en las
ciencias sagradas que en esa época consistían principalmente en el estudio de
las Sagradas Escrituras y de los Padres. Allí se hizo, según el testimonio de sus
contemporáneos, instruido tanto en la ciencia humana como divina. Completada su
educación, San Bruno volvió a Colonia, donde fue provisto de una canonjía en
San Cuniberto, y según la opinión más probable, elevado a la dignidad
sacerdotal. Esto fue hacia el año 1055. En 1056, el obispo Gervais le llamó a
Reims, para ayudar a su antiguo maestro Heriman en la dirección de la escuela.
Este último estaba ya dirigiendo su atención hacia una forma de vida más
perfecta, y cuando al final dejó el mundo para ingresar en la vida religiosa,
en 1057, San Bruno se encontró como director de la escuela episcopal, o
ecólatra, un puesto tan difícil como elevado, pues entonces incluía la
dirección de las escuelas públicas y la supervisión de todos los
establecimientos educativos de la diócesis. Durante casi veinte años, de 1057 a
1075, mantuvo el prestigio que la escuela de Reims había alcanzado bajo sus
antiguos directores, Remi de Auxerre, Hucbald de St. Amand, Gerberto y
últimamente Heriman. De la excelencia de su enseñanza tenemos una prueba en los
títulos funerarios compuestos en su honor, que celebran su elocuencia, sus
talentos poético, filosófico y por encima de todos exegético y teológico; y
también en los méritos de sus discípulos, entre los cuales estaban Eudes de Châtillon,
después Urbano II, Rangier, cardenal y obispo de Reggio, Robert, obispo de
Langres y un gran número de prelados y abades.
En 1075 San Bruno fue nombrado canciller de la iglesia de Reims, y tuvo
entonces que dedicarse especialmente a la administración de la diócesis.
Mientras tanto, el piadoso obispo Gervais, amigo de San Bruno, había sido
sucedido por Manasés de Gournai, que rápidamente se hizo odioso por su impiedad
y violencia. El canciller y otros dos canónigos fueron encargados de llevar al
legado papal, Hugo de Die, las quejas del indignado clero, y en el concilio de
Autun, 1077, obtuvieron la suspensión del indigno prelado. La respuesta de este
último fue arrasar las casas de sus acusadores, confiscar sus bienes, vender
sus beneficios y apelar al Papa. Entonces Bruno se ausentó por un tiempo de
Reims, y fue probablemente a Roma a defender la justicia de su causa. Sólo en 1080
una sentencia clara, confirmada por un alzamiento del pueblo, obligó a Manasés
a retirarse y refugiarse con el emperador Enrique IV. Libre entonces de elegir
otro obispo, el clero estaba a punto de unir sus votos en el canciller. Él, sin
embargo, tenía designios muy diferentes en perspectiva. Según una tradición
conservada en la Orden de la Cartuja, Bruno se persuadió de abandonar el mundo
por la contemplación de un célebre prodigio, popularizado por el pincel de
Lesueur – la triple resurrección del médico parisino, Raymond Diocres. A esta
tradición se opone el silencio de los contemporáneos y de los primeros
biógrafos del santo; el silencio del propio San Bruno en su carta a Raoul le
Vert, preboste de Reims; y la imposibilidad de probar que estuviera nunca en
París. No había necesidad de argumento tan extraordinario para hacerle dejar el
mundo. Algún tiempo antes, cuando estaba en conversación con dos de sus amigos,
Raúl y Fulco, canónigos como él de Reims, se habían inflamado tanto en el amor
de Dios y el deseo de los bienes eternos que habían hecho voto de abandonar el
mundo y abrazar la vida religiosa. Este voto, pronunciado en 1077, no pudo
ponerse en obra hasta 1080, debido a diversas circunstancias.
La primera idea de San Bruno al dejar Reims parece haber sido ponerse él y
sus compañeros bajo la dirección de un eminente solitario, San Roberto, que
recientemente (1075) se había establecido en Molesme, en la diócesis de
Langres, junto con un grupo de otros solitarios que iban más tarde (1098) a
constituir la Orden Cisterciense. Pero pronto vio que esta no era su vocación,
y después de una corta estancia en Sèche-Fontaine cerca de Molesme, dejó a dos
de sus compañeros, Pedro y Lamberto, y se dirigió con otros seis a Hugo de
Châteauneuf, obispo de Grenoble, y, según algunos autores, uno de sus
discípulos. El obispo, a quien Dios había mostrado a estos hombres en un sueño,
bajo la imagen de siete estrellas, les condujo e instaló él mismo (1084) en un
lugar agreste de los Alpes del Delfinado llamado Chartreuse, a unas cuatro
leguas de Grenoble, en medio de rocas escarpadas y montañas casi siempre
cubiertas de nieve. Con San Bruno estaban Landuino, los dos Esteban, de Bourg y
de Die, canónigos de San Rufo, y Hugo el Capellán, “todos ellos los hombres más
sabios de su tiempo”, y dos laicos, Andrés y Guerin, que después se
convirtieron en los primeros hermanos legos. Construyeron un pequeño monasterio
donde vivieron en profundo retiro y pobreza, completamente ocupados en la
oración y el estudio, y honrados frecuentemente con las visitas de San Hugo,
que se volvió como uno de ellos. Su modo de vida ha sido recogido por un
contemporáneo, Guibert de Nogent, que les visitó en su soledad. (De Vitâ suâ,
I, ii). Mientras tanto, otro discípulo de San Bruno, Eudes de Châtillon, se
había convertido en Papa con el nombre de Urbano II (1088). Resuelto a
continuar la obra de reforma comenzada por Gregorio VII, y estando obligado a
luchar contra el antipapa, Guiberto de Ravena, y el emperador Enrique IV, buscó
rodearse de aliados devotos y llamó a su antiguo maestro ad Sedis Apostolicae
servitium. Así el solitario se vio obligado a dejar el lugar donde había pasado
más de seis años de retiro, seguido por una parte de su comunidad que no podía
mentalizarse a vivir separada de él (1090). Es difícil indicar el lugar que
ocupó entonces en la corte pontificia, o su influencia en los acontecimientos
contemporáneos, que fue totalmente oculta y confidencial. Alojado en el palacio
del propio Papa y admitido a sus consejos, y encargado, además, con otros
colaboradores, de preparar asuntos para los numerosos concilios de este
periodo, debemos concederle algún crédito por sus resultados. Pero él tuvo
siempre cuidado de mantenerse en segundo plano, y aunque parece haber asistido
al Concilio de Benevento (Marzo de 1091), no encontramos evidencia de que
hubiera estado presente en los concilios de Troja (Marzo de 1093), de Piacenza
(Marzo de 1095) o de Clermont (Noviembre de 1095). Su papel en la historia está
borroso. Todo lo que podemos decir con seguridad es que apoyó con todas sus
fuerzas al Soberano Pontífice en sus esfuerzos para la reforma del clero,
esfuerzos inaugurados en el Concilio de Melfi (1089) y continuados en el de
Benevento.
Poco tiempo después de la llegada de San Bruno, el Papa se había visto
obligado a abandonar Roma ante las fuerzas victoriosas del emperador y el
antipapa. Se retiró con toda su corte al sur de Italia. Durante el viaje, el
antiguo profesor de Reims atrajo la atención del clero de Reggio en Calabria,
que acababa de perder a su arzobispo Arnulfo (1090), y le dieron sus votos. El
Papa y el príncipe normando Roger, Duque de Apulia, aprobaron firmemente la
elección y presionaron a San Bruno a aceptarla. En una coyuntura similar en
Reims había escapado huyendo; esta vez escapó haciendo que fuera elegido uno de
sus antiguos discípulos, Rangier, que afortunadamente estaba cerca en la abadía
benedictina de La Cava, cerca de Salerno. Pero temió que tales intentos se
repitieran; además estaba cansado de la agitada vida que le había sido
impuesta, y la soledad le invitaba siempre. Pidió, por tanto, y después de
mucha dificultad, consiguió el permiso del Papa para volver de nuevo a su vida
solitaria. Su intención era reunirse con sus hermanos en el Delfinado, como
deja claro una carta dirigida a ellos. Pero la voluntad de Urbano II le mantuvo
en Italia, cerca de la corte papal, a la que podía ser llamado en caso de
necesidad. El lugar elegido para su nuevo retiro por San Bruno y algunos
seguidores estaba en la diócesis de Squillace, en la vertiente oriental de la
gran cadena que cruza Calabria de norte a sur, y en un alto valle de tres
millas de largo y dos de ancho, cubierto de vegetación. Los nuevos solitarios
construyeron una pequeña capilla de tablones para sus reuniones piadosas y, en
las profundidades de los bosques, cabañas con techo de barro para sus moradas.
Una leyenda dice que San Bruno mientras estaba en oración fue descubierto por
los sabuesos de Roger, Gran Conde de Sicilia y Calabria y tío del Duque de
Apulia, que estaba cazando entonces en la vecindad, y que así aprendió a
conocerlo y venerarlo; pero el Conde no tenía necesidad de esperar esa ocasión
para conocerle, pues fue probablemente por invitación suya que los nuevos
solitarios se establecieron en sus dominios. Ese mismo año (1091) les visitó,
les hizo cesión de las tierras que ocupaban, y una estrecha amistad se creó
entre ellos. Más de una vez San Bruno fue a Mileto a tomar parte de las
alegrías y las penas de la noble familia, para visitar al Conde cuando enfermó
(1098 y 1101), y para bautizar a su hijo, Roger, el futuro Rey de Sicilia. Pero
más a menudo fue Roger quien fue al desierto a visitar a sus amigos, y cuando,
por su generosidad, se construyó el monasterio de San Esteban, en 1095, cerca
de la ermita de Santa María, se erigió anexa a él una pequeña casa de campo en
la que le gustaba pasar el tiempo que le dejaba libre el gobierno de su Estado.
Mientras tanto los amigos de San Bruno murieron uno tras otro: Urbano II en
1099; Landuino, el prior de la Gran Cartuja, su primer compañero, en 1100; el
Conde Roger en 1101. Su propio tiempo se acercaba. Antes de su muerte reunió
por última vez a sus hermanos a su alrededor e hizo en su presencia profesión
de la Fe Católica, cuyos términos se han conservado. Afirma con especial
énfasis su fe en el misterio de la Santísima Trinidad, y en la presencia real
de Nuestro Salvador en la Sagrada Eucaristía – una protesta contra las dos
herejías que habían perturbado ese siglo, el triteísmo de Roscelin, y la
empanación de Berengario. Tras su muerte, los Cartujos de Calabria, siguiendo
una costumbre frecuente de la Edad Media por medio de la cual el mundo
cristiano se asociaba a la muerte de sus santos, despacharon a un “portador de
rollo”, un criado del convento cargado con un largo rollo de pergamino, colgado
de su cuello, que viajó por Italia, Francia, Alemania e Inglaterra. Se detuvo
en las principales iglesias y comunidades para anunciar la muerte, y a cambio,
las iglesias, comunidades o capítulos inscribían en su rollo, en prosa o verso,
la expresión de sus sentimientos, con promesas de oraciones. Muchos de estos
rollos se han conservado, pero pocos son tan extensos o tan llenos de alabanzas
como el de San Bruno. Mil setenta y ocho testigos, de los que la mayoría había
conocido al fallecido, celebraban la extensión de su conocimiento y lo
fructífero de su instrucción. Los que le eran extraños estaban sobre todo impresionados
por su conocimiento y talentos. Pero sus discípulos alababan sus tres
principales virtudes – su gran espíritu de oración, una extrema mortificación y
una filial devoción a la Santísima Virgen. Las dos iglesias construidas por él
en el desierto estaban dedicadas a la Santísima Virgen: Nuestra Señora de
Casalibus en el Delfinado, Nuestra Señora della Torre en Calabria, y, fieles a
su inspiración, los Estatutos Cartujos proclaman a la Madre de Dios como la
primera y principal patrona de todas las casas de la orden, cualquiera que sea
su patrón particular.
San Bruno fue enterrado en el pequeño cementerio de la ermita de Santa
María, y muchos milagros se obraron en su tumba. Nunca ha sido canonizado
formalmente. Su culto, autorizado para la Orden Cartuja por León X en 1514, se
extendió a toda la Iglesia por Gregorio XV, el 17 de Febrero de 1623, como
fiesta semi-doble, y elevada a la clase de doble por Clemente X el 14 de Marzo
de 1674. San Bruno es el santo popular de Calabria; todos los años una gran multitud
acude a la Cartuja de San Esteban, el lunes y martes de Pentecostés, en que sus
reliquias son llevadas en procesión a la ermita de Santa María, donde vivió, y
la gente visita los lugares santificados por su presencia. Una cantidad inmensa
de medallas se acuña en su honor y se distribuye entre la muchedumbre, y se
bendicen los pequeños hábitos cartujos, que tantos niños de la vecindad llevan.
Se le invoca especialmente, y con éxito, para la liberación de los posesos.
Como escritor y fundador de una orden, San Bruno ocupa un puesto importante
en la historia del Siglo XI. Compuso comentarios sobre los Salmos y las
Epístolas de San Pablo, los primeros escritos probablemente durante su época de
profesor en Reims, los segundos durante su estancia en la Gran Cartuja si
podemos creer a un viejo manuscrito visto por Mabillon-- "Explicit
glosarius Brunonis heremitae super Epistolas B. Pauli".
Dos cartas suyas aún se conservan, también su profesión de fe, y una corta
elegía de desprecio del mundo que muestra que cultivó la poesía. Los
“Comentarios” nos descubren a un hombre ilustrado; sabe un poco de hebreo y
griego y lo usa para explicar, o si es necesario, para rectificar la Vulgata;
está familiarizado con los Padres, especialmente San Agustín y San Ambrosio, sus
favoritos. “Su estilo”, dice Dom Rivet, “es conciso, claro, nervioso y simple,
y su latín tan bueno como podría esperarse de ese siglo: sería difícil
encontrar una composición de esta clase más sólida y más luminosa, más concisa
y más clara”. Sus escritos se han publicado varias veces: en París, 1509-24;
Colonia, 1611-40; Migne, Patrología Latina, CLII, CLIII, Montreuil-sur-Mer,
1891. La edición de París de 1524 y las de Colonia incluyen también algunos
sermones y homilías que pueden ser más justamente atribuidos a San Bruno,
obispo de Segni. El Prefacio de la Santísima Virgen le ha sido también
erróneamente atribuido; es muy anterior, aunque puede haber contribuido a
introducirlo en la liturgia. Lo distintivo de San Bruno como fundador de una
orden fue que introdujo en la vida religiosa la forma mixta, o unión de los
modos eremítico y cenobita del monasticismo, un estado intermedio entre la
regla de la Camáldula y la de San Benito. No escribió regla, pero dejó tras sí
dos instituciones que tenían poca relación una con la otra – la del Delfinado y
la de Calabria. La fundación de Calabria, en cierto modo parecida a la de la
Camáldula, comprendía dos clases de religiosos: ermitaños, que tenían la
dirección de la orden, y cenobitas que no se sentían llamados a la vida
solitaria; sólo duró un siglo, no erigió más que cinco casas, y finalmente, en
1191, se unió con la Orden Cisterciense. La fundación de Grenoble, más similar
a la regla de San Benito, comprendía sólo una clase de religiosos, sujetos a
una disciplina uniforme, y la mayor parte de cuya vida se pasaba en soledad,
sin la completa exclusión, sin embargo, de la vida conventual. Esta vida se
extendió por toda Europa, contó con 250 monasterios, y pese a muchas pruebas
continua hasta ahora.
La gran figura de San Bruno ha sido representada a menudo por los artistas y
ha inspirado más de una obra maestra: en escultura, por ejemplo, la gran
estatua de Houdon, en Santa María de los Ángeles en Roma, “que hablaría si su
regla no le obligara al silencio”; en pintura, el bello retrato de Zurbarán, en
el Museo de Sevilla, que representa a Urbano II y San Bruno en conversación; la
Aparición de la Santísima Virgen a San Bruno, de Guercino, en Bolonia; y por
encima de todas las veintidós pinturas que forman la galería de San Bruno en el
Museo del Louvre, “una obra maestra de Le Sueur y de la escuela francesa”.
(Fuente:
Enciclopedia Católica en aciprensa.com)
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