23 - DE JUNIO – DOMINGO –
12ª – SEMANA DEL T.O. - B
San José Cafasso
Lectura del libro de Job
(38,1.8-11):
El Señor habló a Job desde la tormenta:
«¿Quién cerró el mar
con una puerta, cuando salía impetuoso del seno materno, cuando le puse nubes
por mantillas y nieblas por pañales, cuando le impuse un límite con puertas y
cerrojos, y le dije: "Hasta aquí llegarás y no pasarás; aquí se romperá la
arrogancia de tus olas"?»
Palabra de Dios
Salmo:
106,23-24.25-26.28-29.30-31
R/. Dad gracias
al Señor, porque es eterna su misericordia
Entraron en naves por el mar, comerciando por
las aguas inmensas.
Contemplaron
las obras de Dios, sus maravillas en el océano. R/.
Él habló y levantó un viento tormentoso, que alzaba las
olas a lo alto; subían al cielo, bajaban al abismo, el estómago revuelto por el marco. R/.
Pero gritaron al Señor en su angustia, y los arrancó de
la tribulación.
Apaciguó la
tormenta en suave brisa, y enmudecieron las olas del mar. R/.
Se alegraron de aquella bonanza, y él los condujo al ansiado puerto. en gracias al
Señor por su misericordia, por las maravillas que hace con los
hombres. R/.
Lectura de la
segunda carta del apóstol san Pablo a los Corintios (5,14-17):
Nos apremia el amor de Cristo, al considerar que, si uno murió por todos,
todos murieron. Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para
sí, sino para el que murió y resucitó por ellos. Por tanto, no valoramos a
nadie según la carne.
Si alguna vez
juzgamos a Cristo según la carne, ahora ya no. El que es de Cristo es una
criatura nueva. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado.
Palabra de Dios
Lectura del
santo evangelio según san Marcos (4,35-40):
Un día, al atardecer, dijo Jesús a sus discípulos:
«Vamos a la otra
orilla.»
Dejando a la gente,
se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban. Se levantó
un fuerte huracán, y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de
agua. Él estaba a popa, dormido sobre un almohadón.
Lo despertaron,
diciéndole: «Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?»
Se puso en pie,
increpó al viento y dijo al lago:
«¡Silencio,
cállate!»
El viento cesó y
vino una gran calma.
Él les dijo:
«¿Por qué sois tan
cobardes? ¿Aún no tenéis fe?»
Se quedaron
espantados y se decían unos a otros:
«¿Pero quién es
éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!»
Palabra del Señor
¿Quién es este?
¿Quiénes somos nosotros?
Si
en la liturgia se leyera el evangelio de Marcos tal como lo escribió su autor,
no a saltos, trompicones y omisiones, habríamos advertido que la popularidad
creciente de Jesús suscita tres reacciones muy distintas: desconfianza por parte de su familia, rechazo por parte de los escribas,
aceptación por parte de su nueva familia («estos son mis hermanos, mis hermanas y mi madre»). A esa nueva familia,
Jesús la instruye en el capítulo de las parábolas (de las que
sólo leímos dos el domingo pasado) e, inmediatamente después, la salva.
El episodio de hoy supone un gran paso adelante en la revelación de Jesús.
Al principio, cuando la gente lo oye hablar y actuar en la sinagoga de
Cafarnaúm, se pregunta asombrada: «¿Qué
es esto?» (Mc 1,27). Más tarde, cuando cura
al paralítico, exclama: «Nunca hemos visto nada igual» (Mc 2,12). Ahora, tras manifestar su poder sobre la naturaleza, calmando la
tempestad, los discípulos se preguntan: «¿Quién
es este?»
El
mar como símbolo de las fuerzas caóticas (Job 38,1.8-11)
En el mito mesopotámico de la creación (Enuma elish) el dios Marduk
debe luchar contra la diosa Tiamat, que representa el mar, para poder crear el
universo. El mar simboliza el peligro, la amenaza a la vida. (En términos
modernos, el tsunami que devora y destruye la tierra firme.)
La primera lectura, tomada del libro de Job, recoge este tema, despojándolo
de sus connotaciones politeístas. El mar no es una diosa, es una fuerza caótica
que amenaza con cubrirlo todo. El Señor no le machaca el cráneo ni la
descuartiza, como hace Marduk con Tiamat; se limita a encerrarlo con doble
puerta, a fijarle un confín en el que «se romperá el orgullo de tus olas».
El Señor
habló a Job desde la tormenta:
- ¿Quién cerró el mar con una puerta,
cuando escapaba impetuoso de su seno, cuando le puse nubes por mantillas y
nubes tormentosas por pañales; cuando le establecí un límite poniendo puertas y
cerrojos, y le dije: «Hasta aquí llegarás y no pasarás; aquí se romperá la
arrogancia de tus olas»?
El
peligro del mar (Salmo 106)
El mar no es sólo una amenaza para la tierra firme, lo es también cuando se
intenta cruzarlo en una pequeña nave como las antiguas. En el momento más
inesperado se oscurece el cielo, estalla la tormenta, la nave sube y baja al
ritmo frenético del oleaje. Sólo cabe la posibilidad de encomendarse a Dios.
Esta es la experiencia que recoge el fragmento del Salmo 106, al que quizá
mucha gente no preste atención, pero esencial para entender el evangelio de
hoy.
Entraron en naves por el mar,
Comerciando por las aguas inmensas.
Contemplaron las obras de Dios,
sus maravillas en el océano.
Él habló y levantó un viento tormentoso,
que alzaba las olas a lo alto:
subían al cielo, bajaban al abismo,
se sentían sin fuerzas en el peligro.
Pero gritaron al Señor en su angustia,
y los arrancó de la tribulación.
Apaciguó la tormenta en suave brisa
y enmudecieron las olas del mar.
Se alegraron de aquella bonanza,
y él los condujo al ansiado puerto.
Den gracias al Señor por su
misericordia,
por las maravillas que hace con los
hombres.
Jesús,
los discípulos y el mar (Mc 4,35-41)
El pasaje del evangelio podemos dividirlo en cinco partes:
1) introducción: Jesús y los discípulos se embarcan hacia la
otra orilla;
2) la tormenta: reacción opuesta de Jesús, que duerme, y de los
discípulos, que lo despiertan asustados;
3) Jesús calma la tormenta;
4) Palabras de Jesús a los discípulos;
5) reacción final de éstos.
1) Aquel día, al atardecer, dijo Jesús a
sus discípulos: «Vamos a la otra orilla». Dejando a la gente, se lo llevaron en
barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban.
2) Se levantó una fuerte tempestad, y
las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba en la
popa dormido sobre un cabezal. Lo despertaron, diciéndole: «Maestro, ¿no
te importa que perezcamos?».
3) Se puso en pie, increpó al viento y
dijo al mar: «¡Silencio! ¡Enmudece!». Y el viento cesó y vino una gran calma.
4) Él les dijo: «¿Por qué tenéis miedo?
¿Aún no tenéis fe?».
5) Se llenaron de miedo y se decían unos
a otros: «¿Pero quién es éste? ¡Hasta el viento y el mar lo obedecen!».
Tres de estas partes tienen especial relación con los textos de Job y el
Salmo.
La segunda (la tormenta) recuerda la situación de grave peligro descrita en
el Salmo. Pero, en este caso, los discípulos no se encomiendan a Dios, acuden a
Jesús; no creen que pueda resolver el problema, simplemente les asombra que
duerma tan tranquilo mientras están a punto de hundirse.
La tercera, en cambio, recuerda la lectura de Job, no por el tono poético,
sino por el poder y la autoridad suprema que Jesús manifiesta sobre el mar,
semejante a la de Dios en el Antiguo Testamento.
La quinta, que habla de la reacción de los discípulos, recuerda la reacción
de los navegantes en el Salmo, pero con un cambio fundamental: los marineros
del salmo se llenan de alegría y dan gracias a Dios, los discípulos sienten
gran miedo y se preguntan quién es Jesús.
Curiosamente, Marcos no ha dicho que los discípulos tuvieran miedo durante
la tormenta, pero ahora sí lo tienen; es el miedo que provoca el contacto con
el misterio.
Prescindiendo de la introducción, la parte que queda sin paralelo es la
cuarta, las palabras de Jesús a los discípulos, que les interroga sobre su
miedo y su fe. Estas dos preguntas son esenciales en el relato. De hecho, el
pasaje dice al lector dos cosas:
1) el poder de Jesús es semejante al que se atribuye a Dios en el Antiguo
Testamento; poder para dominar el mar y poder para salvar.
2) Al escuchar la lectura, el cristiano debe reconocer que sus miedos son
muchos y su fe poca.
Conocer a Jesús no es saberse de memoria unas fórmulas de antiguos
concilios. El evangelio debe sorprendernos día a día y hacer que nos
preguntemos quién es Jesús.
Desde antiguo se valoró el aspecto simbólico del relato: la nave de la
iglesia, sometida a todo tipo de tormentas, es salvada por Jesús. Un aspecto
que también podemos valorar a nivel individual.
¿Quiénes
somos nosotros? (2 Corintios 5,14-17)
Aunque, en el Tiempo Ordinario, la segunda lectura carece generalmente de
relación con las otras, el fragmento de hoy podemos verlo como un complemento
al evangelio de Marcos.
«¿Quién es este?», se preguntan los discípulos, sorprendidos por su poder
sobre el viento y el mar. La respuesta de Pablo sobre quién es Jesús no se basa
en el poder sino en la debilidad: «el que murió por nosotros». Pero esta
aparente debilidad tiene un enorme poder transformador: convierte a los
cristianos en criaturas nuevas. Ya no deben vivir para ellos mismos, «sino para
quien murió y resucitó por ellos.»
Vivir para Cristo es la mejor síntesis de lo que fue la vida de Pablo
después de su conversión. Viajes continuos, peligros de muerte, fundación de
comunidades, persecuciones de todo tipo, prisiones, redacción de cartas… todo
estaba motivado por el deseo de servir a Cristo y vivir para él. Un buen espejo
en el que mirarnos.
San José Cafasso
Año 1860
Antes de morir escribió esta estrofa:
"No será muerte sino un
dulce sueño para ti, alma mía, si al morir te asiste Jesús, y te recibe la
Virgen María".
Y seguramente así le sucedió en realidad.
Este humilde sacerdote fue quizás el más
grande amigo y benefactor de San Juan Bosco y, de muchos seminaristas pobres
más, uno de los mejores formadores de sacerdotes del siglo XIX.
Nació en 1811 en el mismo pueblo donde nació
San Juan Bosco. En Castelnuovo (Italia). Una hermana suya fue la mamá de otro
santo: San José Alamano, fundador de la comunidad de los Padres de la
Consolata. Desde niño sobresalió por su gran inclinación a la piedad y a
repartir ayudas a los pobres.
En el año 1827, siendo Caffaso seminarista se
encontró por primera vez con Juan Bosco. Cafasso era de familia acomodada del
pueblo y Bosco era de una vereda y absolutamente pobre. Don Bosco narra así su
primer encuentro con el que iba a ser después su Benefactor, su defensor y el
que mejor lo comprendiera cuando los demás lo despreciaran: "Yo era un
niño de doce años y una víspera de grandes fiestas en mi pueblo, vi junto a la
puerta del templo a un joven seminarista que por su amabilidad me pareció muy
simpático. Me acerqué y le pregunté: '¿Reverendo: no quiere ir a gozar un poco
de nuestras fiestas?'. Él con una agradable sonrisa me respondió: 'Mira,
amiguito: para los que nos dedicamos al servicio de Dios, las mejores fiestas
son las que se celebran en el templo'. Yo, animado por su bondadoso modo de
responder le añadí: 'Sí, pero también en nuestras fiestas de plaza hay mucho
que alegra y hace pasar ratos felices'. Él añadió: 'Al buen amigo de Dios lo
que más feliz lo hace es el participar muy devotamente de las celebraciones
religiosas del templo'. Luego me preguntó qué estudios había hecho y si ya
había recibido la sagrada comunión, y si me confesaba con frecuencia. Enseguida
abrieron el templo, y él antes de despedirse me dijo: 'No se te olvide que para
el que quiere seguir el sacerdocio nada hay más agradable ni que más le
atraiga, que aquello que sirve para darle gloria a Dios y para salvar las
almas'. Y de manera muy amable se despidió de mí. Yo me quedé admirado de la
bondad de este joven seminarista. Averigüé cómo se llamaba y me dijeron: 'Es
José Cafasso, un muchacho tan piadoso, que ya desde muy pequeño en el pueblo lo
llamaban -el santito".
Cafasso que era un excelente estudiante tuvo
que pedir dispensa para que lo ordenaran de sacerdote de sólo 21 años, y en vez
de irse de una vez a ejercer su sacerdocio a alguna parroquia, dispuso irse a
la capital, Turín, a perfeccionarse en sus estudios. Allá había un instituto
llamado El Convictorio para los que querían hacer estudios de postgrado, y allí
se matriculó. Y con tan buen resultado, que al terminar sus tres años de
estudio fue nombrado profesor de ese mismo instituto, y al morir el rector fue
aclamado para reemplazarlo, y estuvo de magnífico rector por doce años hasta su
muerte.
San José Cafasso formó más de cien sacerdotes
en Turín, y entre sus alumnos tuvo varios santos. Se propuso como modelos para
imitar a San Francisco de Sales y a San Felipe Neri, y sus discípulos se
alegraban al contestar que su comportamiento se asemejaba grandemente al de
estos dos simpáticos santos.
En aquel entonces habían
llegado a Italia unas tendencias muy negativas que prohibían recibir
sacramentos si la persona no era muy santa (Jansenismo) y que insistían más en
la justicia de Dios que en su misericordia (rigorismo).
El Padre Cafasso, en cambio, formaba a sus
sacerdotes en las doctrinas de San Alfonso que insiste mucho en la misericordia
de Dios, y en las enseñanzas de San Francisco de Sales, el santo más
comprensivo con los pecadores. Y además a sus alumnos sacerdotes los llevaba a
visitar cárceles y barrios supremamente pobres, para despertar en ellos una
gran sensibilidad hacia los pobres y desdichados.
Cuando el niño campesino Juan Bosco quiso
entrar al seminario, no tenía ni un centavo para costearse los estudios.
Entonces el Padre Cafasso le costeó media beca, y obtuvo que los superiores del
seminario le dieran otra media beca con tal de que hiciera de sacristán, de
remendón y de peluquero. Luego cuando Bosco llegó al sacerdocio, Cafasso se lo
llevó a Turín y allá le costeó los tres años de postgrado en el Convictorio. Él
fue el que lo llevó a las cárceles a presenciar los horrores que sufren los que
en su juventud no tuvieron quién los educara bien. Y cuando Don Bosco empezó a
recoger muchachos abandonados en la calle, y todos lo criticaban y lo
expulsaban por esto, el que siempre lo comprendió y ayudó fue este superior. Y
al ver la pobreza tan terrible con la que empezaba la comunidad salesiana, el
Padre Cafasso obtenía ayudas de los ricos y se las llevaba al buen Don Bosco.
Por eso la Comunidad Salesiana ha considerado siempre a este santo como su
amigo y protector.
En Turín, que era la capital del reino de
Saboya, las cárceles estaban llenas de terribles criminales, abandonados por
todos. Y allá se fue Don Cafasso a hacer apostolado. Con infinita paciencia y
amabilidad se fue ganando los presos uno por uno y los hacía confesarse y
empezar una vida santa. Les llevaba ropa, comida, útiles de aseo y muchas otras
ayudas, y su llegada a la cárcel cada semana era una verdadera fiesta para
ellos.
San José Cafasso acompañó hasta la horca a
más de 68 condenados a muerte, y aunque habían sido terribles criminales, ni
uno sólo murió sin confesarse y arrepentirse. Por eso lo llamaban de otras
ciudades para que asistiera a los condenados a muerte. Cuando a un reo le leían
la sentencia a muerte, lo primero que pedía era: "Que a mi lado esté el
Padre Cafasso, cuando me lleven a ahorcar" (Un día se llevó a su discípulo
Juan Bosco, pero éste al ver la horca cayó desmayado. No era capaz de soportar
un espectáculo tan tremendo. Y a Cafasso le tocaba soportarlo mes por mes. Pero
allí salvaba almas y convertía pecadores).
La primera cualidad que las gentes notaban en
este santo era "el don de consejo". Una cualidad que el Espíritu
Santo le había dado para saber aconsejar lo que más le convenía a cada uno. Por
eso a su despacho llegaban continuamente obispos, comerciantes, sacerdotes,
obreros, militares, y toda clase de personas necesitadas de un buen consejo. Y
volvían a su casa con el alma en paz y llena de buenas ideas para santificarse.
Otra gran cualidad que lo hizo muy popular fue su calma y su serenidad. Algo
encorvado (desde joven) y pequeño de estatura, pero en el rostro siempre una
sonrisa amable. Su voz sonora, y encantadora. De su conversación irradiaba una
alegría contagiosa (que San Juan Bosco admiraba e imitaba grandemente). Todos
elogiaban la tranquilidad inmutable del Padre José. La gente decía: "Es
pequeño de cuerpo, pero gigante de espíritu". A sus sacerdotes les
repetía: "Nuestro Señor quiere que lo imitemos en su mansedumbre".
Desde pequeñito fue devotísimo de la Stma.
Virgen y a sus alumnos sacerdotes los entusiasmaba grandemente por esta
devoción. Cuando hablaba de la Madre de Dios se notaba en él un entusiasmo
extraordinario. Los sábados y en las fiestas de la Virgen no negaba favores a
quienes se los pedían. En honor de la Madre Santísima era más generoso que
nunca estos días. Por eso los que necesitaban de él alguna limosna especial o
algún favor extraordinario iban a pedírselo un sábado o en una fiesta de
Nuestra Señora, con la seguridad de que, en honor de la Madre de Jesús, les
concedería su petición.
Un día en un sermón exclamó:
"qué bello morir un sábado, día de la
Virgen, para ser llevados por Ella al cielo".
Y así le sucedió: murió el sábado 23 de
junio de 1860, a la edad de sólo 49 años.
Su oración fúnebre la hizo su discípulo
preferido: San Juan Bosco.
El Papa Pío XII canonizó a José Cafasso en
1947, y nosotros le suplicamos a tan bondadoso protector que logremos imitarlo
en su simpática santidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario