4 - DE JULIO – JUEVES –
13ª – SEMANA DEL T.O. - B
Santa Isabel de Portugal
Lectura
de la profecía de Amós (7,10-17):
En aquellos días, Amasías, sacerdote de Casa-de-Dios, envió un mensaje a
Jeroboam, rey de Israel:
«Amós
conjura contra ti en medio de Israel; la tierra ya no puede soportar sus
palabras. Porque así predica Amós:
"Morirá
a espada Jeroboam. Israel saldrá de su país al destierro."»
Dijo
Amasías a Amós:
«Vidente,
vete y refúgiate en tierra de Judá; come allí tu pan y profetiza allí. No
vuelvas a profetizar en Casa-de-Dios, porque es el santuario real, el templo
del país.»
Respondió
Amós:
«No
soy profeta ni hijo de profeta, sino pastor y cultivador de higos. El Señor me
sacó de junto al rebaño y me dijo: "Ve y profetiza a mi pueblo de
Israel." Y, ahora, escucha la palabra del Señor: Tú dices: "No
profetices contra la casa de Israel, no prediques contra la casa de
Isaac." Pues bien, así dice el Señor: "Tu mujer será deshonrada en la
ciudad, tus hijos e hijas caerán a espada; tu tierra será repartida a cordel,
tú morirás en tierra pagana, Israel saldrá de su país al destierro."»
Palabra de Dios
Salmo: 18
R/.
Los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos
La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fie e
instruye al ignorante. R/.
Los mandatos del Señor son rectos y alegran el
corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos. R/.
La voluntad del Señor es pura y eternamente
estable; los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos. R/.
Más preciosos que el oro, más que el
oro fino; más dulces que la miel de un panal que destila. R/.
Lectura
del santo evangelio según san Mateo (9,1-8):
En aquel tiempo, subió Jesús a una barca, cruzó a la otra orilla y fue a su
ciudad. Le presentaron un paralítico, acostado en una camilla. Viendo la fe que
tenían, dijo al paralítico:
«¡Ánimo,
hijo!, tus pecados están perdonados.»
Algunos
de los escribas se dijeron:
«Éste
blasfema.»
Jesús,
sabiendo lo que pensaban, les dijo:
«¿Por
qué pensáis mal? ¿Qué es más fácil decir: "Tus pecados están
perdonados", o decir: "Levántate y anda"? Pues, para que veáis
que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados.»
Dijo,
dirigiéndose al paralítico:
«Ponte
en pie, coge tu camilla y vete a tu casa."»
Se
puso en pie, y se fue a su casa. Al ver esto, la gente quedó sobrecogida y
alababa a Dios, que da a los hombres tal potestad.
Palabra del Señor
1. Por
supuesto, este relato da cuenta de una curación prodigiosa que realizó Jesús
con un impedido, que, por su enfermedad, estaba reducido a la dependencia total
de quienes querían llevarlo o traerlo y ayudarle en todo. Una vez
más, la bondad de Jesús libera a aquel hombre de sus penalidades y
sufrimientos. Pero Jesús va indeciblemente más lejos. Porque, no solo
le devuelve al hombre la salud perdida, sino que, además de eso, le da una
dignidad de la que se veía privado. ¿Por qué?
2. En
la cultura de Israel, tan profundamente marcada por las creencias religiosas,
se asociaba la enfermedad con el pecado. De forma que quien estaba
enfermo, por eso mismo, era considerado como un pecador (él o su familia), es
decir, como mala persona o mala gente.
La enfermedad era un castigo divino.
Así de cruel suele ser la religión (cf. Jn
9, 2; Mt 4, 23-25; 1 Cor 11, 30). Por eso Jesús, sin esperar a que el enfermo
se lo pidiera, ni que expresara arrepentimiento o confesión de sus pecados, lo
perdona de todo, con escándalo de los letrados, que hasta llegan a pensar de
Jesús que era un blasfemo.
Jesús, por tanto, sana a la persona
entera. Le devuelve su salud y su dignidad.
3. Este
hecho nos lleva derechamente al problema del perdón de los pecados en la
Iglesia. Es evidente que, tal como el clero ejerce el poder de perdonar los
pecados, ese poder se convierte en una forma de dominio sobre la privacidad y
la intimidad del ser humano. Un poder que toca donde nada ni nadie puede tocar.
Y bien sabemos el tormento que esto es para muchas personas.
Lo
que se traduce en el abandono masivo del sacramento de la penitencia.
Es
verdad que, a mucha gente le sirve de alivio el poder desahogarse de problemas
íntimos que son preocupantes.
Como
desahogo, eso es bueno.
Como
obligación, que condiciona el perdón, eso es insufrible.
Por
eso es importante saber esto: lo que dice el concilio de Trento (Ses. 14, cap.
V) sobre la confesión de los pecados, necesita dos aclaraciones:
1) No
es verdad que el Señor instituyera la confesión íntegra de los pecados; eso no
consta en ninguna parte.
2)
Jesucristo no ordenó sacerdotes "como presidentes y jueces", ni
siquiera "a modo de" (ad instar) presidentes y jueces (DH 1679).
Por
tanto, en la Iglesia debe prevalecer la posibilidad real de que cada cual le
pida perdón a Dios y pacifique su conciencia como más le
ayude. Quizá la forma más adecuada es la que ya estableció el papa
Pablo VI mediante la penitencia comunitaria.
Santa Isabel de Portugal
(Santa Isabel de
Portugal o de Aragón; Zaragoza, hacia 1274 - Estremoz, Portugal, 1336)
Reina de Portugal. Merced a su matrimonio con
el monarca luso Dionís, fue reina de Portugal entre 1288 y su fallecimiento,
período durante el cual contribuyó de forma decisiva a la consolidación de la
monarquía en el país ibérico.
Hija de Pedro III de Aragón y de Constanza de
Nápoles, y por lo tanto nieta de Jaime I el Conquistador y del emperador
Federico de Suabia, recibió una esmerada educación palaciega, conforme a los
postulados de su época, aunque parece que desde muy joven la princesa Isabel ya
destacó por tener una personalidad piadosa y caritativa.
Antes de cumplir los diez años, sin embargo,
su padre había entablado negociaciones con el monarca portugués, mediante los
embajadores Conrado de Lanza y Beltrán de Vilafranca, para el matrimonio entre
su hija y el rey luso. Éste aceptó gustoso, y donó a la princesa, en calidad de
arras, los señoríos de Obidos, Abrantes y Porto de Mos, donación verificada en
abril de 1281.
Con las negociaciones ya avanzadas, en
febrero de 1288 una embajada de Dionís con sus más importantes consejeros, João
Velho, João Martins y Vasco Pires, llegaba a Barcelona para celebrar el
matrimonio por poder y, a continuación, escoltar a la princesa hasta la villa
portuguesa de Trancoso, donde se iba a celebrar la ceremonia religiosa.
Finalmente, el 24 de junio tuvo lugar el enlace, seguido de la celebración de
unas fiestas ensalzadas por la historiografía como las más importantes de la
Plena Edad Media lusa.
Después del matrimonio, la vida de la reina
Isabel comenzó a mostrar la dualidad de caracteres que marcarían su devenir
biográfico: por una parte, su carácter caritativo y piadoso; por otro, la
fortaleza política de una mujer que, enfrentada a grandes vaivenes
gubernativos, hizo lo posible por sobreponerse a los acontecimientos. En
principio, la vida en la corte portuguesa no era, ni por asomo, parecida a la
exquisitez de la aragonesa. La ambición del estamento nobiliario portugués,
copado en gran medida por los propios miembros de la familia real, era cada vez
mayor, personificado especialmente por Alfonso, hermano del rey, y también su
principal enemigo para mantener la paz del reino, pues no dejaba de conspirar
para derribar a Dionís del trono. Muy pronto se le uniría la rebeldía del hijo
primogénito.
En los primeros tiempos de su estancia en
Portugal, la reina Isabel comenzó a ganarse las simpatías del pueblo luso por
su carácter piadoso y devoto, pues el pueblo siempre ha admirado en especial
esta veta altruista de sus gobernantes, sobre todo en un universo religioso
como era el mundo medieval. De esta manera, las continuas fundaciones
religiosas de la reina Isabel (como el de San Bernardo de Almoster), la
contribución al sostenimiento de otras (principalmente, el lisboeta monasterio
de la Trinidad), así como los hospitales de asistencia fundados por ella (en
Coimbra, Leiría y Santarém), ayudaron a que su popularidad entre el pueblo
fuese una de las de mayor nivel entre los gobernantes medievales.
Los problemas, sin embargo, comenzaron a
llegar por los continuos enfrentamientos, primero verbales, más tarde
conspiradores, de su cuñado Alfonso, deseoso de hacerse con el trono portugués
en detrimento de su hermano, el rey Dionís; por otra parte, las continuas
infidelidades de éste, evidentemente, no hacían presagiar un matrimonio
demasiado bien avenido, pues, a pesar de que la bastardía regia era un fenómeno
relativamente tolerado en el medievo, las acusadas convicciones éticas de la
reina Isabel lo desaprobaban por completo.
A pesar de ello, la reina acogió a los
hijos bastardos de Dionís en la corte, y si no los trató como a su propia
descendencia, al menos les mostró el respeto que debía como reina y cristiana.
Esta acción piadosa, sin embargo, comenzó a ser una fuente de problemas tras el
nacimiento de los dos primeros hijos de Dionís e Isabel: la infanta Constanza
(1290-1313), que se casó con el rey de Castilla, Fernando IV, y el príncipe
Alfonso (1291-1357), que sería posteriormente rey como Alfonso IV. Los problemas
se agravaron en la segunda década del siglo XIV, pues Alfonso (cuyo apodo era
el Bravo, por motivos obvios) comenzó a alarmarse por el incomparable
ascendente que, en la corte de Dionís, en su consejo y en la toma de decisiones
políticas, había comenzado a contraer uno de los hijos ilegítimos del rey, el
infante Alfonso Sánchez.
Ante la sospecha de que Dionís había
solicitado a la Santa Sede la concesión de legitimidad para su hermano, en
detrimento de su propio acceso al trono, Alfonso el Bravo decidió rebelarse,
contado con cierta ayuda diplomática de la regente de Castilla, la reina María
de Molina. Dionís, enfurecido, arremetió contra su hijo de manera violenta, lo
que significó el inicio de las hostilidades paterno-filiales, apoyados ambos en
parte de la aristocracia lusa afín a sus causas.
Por lo que respecta a la reina Isabel, además
del profundo dolor que una madre podía sentir al ver peleando a padre e hijo,
la cuestión fue un poco más complicada. Desde 1318, las tropas de Alfonso
instalaron su base de operaciones en el norte del país, en Coimbra y Leiría.
Casualmente, el señorío de esta última villa había sido concedido por Dionís a
su esposa, con lo que el rey debió entrever en su toma por Alfonso una cierta
participación de Isabel en la conspiración de su hijo.
El resultado fue que la reina fue privada del
señorío, la jurisdicción y las rentas de Leiría, además de pasar a residir,
bajo fuerte vigilancia militar, en el castillo de Alemquer. A la desesperación
de Isabel se unió el temor de que, en la primavera de 1319, ambos ejércitos
parecían enfrentarse en Leiría, aunque finalmente Alfonso huyó hacia Santarém.
Durante dos largos años, 1319-1321, los
partidarios de Alfonso sostuvieron una especie de guerra de guerrillas contra
el ejército real en la zona norte del país, rehusando siempre el enfrentamiento
directo al ser el enemigo superior en número. Durante 1321, Alfonso de apoderó
de Coimbra, Montemor o Velho, Feira y Oporto, y llegó a sitiar Guimarães, uno
de los principales bastiones de su padre. Al saber las noticias del frente, la
reina Isabel logró escapar de su vigilancia en Alemquer para dirigirse hacia esta
última ciudad, con el objeto de hacer a su hijo desistir de su vano intento,
asegurándole que no había ninguna intención, por parte de Dionís, de subrogarle
su legitimidad al trono.
A pesar de esta intervención, y de
contar con la ayuda de otro de los bastardos de Dionís, Pedro, conde de
Barcelos, Alfonso no desistió de su intento, y mucho más al saber que las
tropas reales, con su padre al frente, sitiaban la guarnición alfonsina de
Coimbra. Hacia allí se dirigió con su ejército, comitiva seguida muy cerca por
la reina Isabel quien, momentos antes de la inminente batalla, logró lo
imposible: forzar a padre e hijo a la concordia, aunque no pudo evitar una
escaramuza antes de su llegada.
El acuerdo consistía en que Alfonso se
retiraría a Pombal y Dionís a Leiría, para licenciar a sus respectivas tropas;
posteriormente, el rey prometería respetar el derecho de sucesión si su hijo le
prestaba un homenaje público de fidelidad. Aunque no se sabe con certeza si se
produjo, lo cierto es que la primera intervención de la reina Isabel se saldó
con éxito, si bien efímero, puesto que la chispa de la guerra civil no tardaría
en extenderse debido a los intereses particulares de la aristocracia que apoyaba
al príncipe rebelde. A los pocos meses, de nuevo Alfonso, encabezando un
ejército nobiliario, se dirigió desde Santarém hacia Lisboa, a pesar de que el
rey le había conminado, mediante varios mensajeros, a que se detuviese.
De nuevo fue necesario que la reina, montada
a caballo, se interpusiera entre ambos contendientes para detener el
derramamiento de sangre. Desde luego, el ejemplo de la reina Isabel, uno de los
más insólitos en el medievo, no fue suficiente para que se calmaran las ansias
de su hijo, y mucho menos para que la ambición aristocrática se frenase. En
cualquier caso, y para conmemorar la ocasión, la reina quiso engalanar el lugar
con la edificación de un monumento, situado en el actual Campo Grande (Lisboa),
en recuerdo de la paz conseguida allí para todo el reino.
Poco tiempo después, en 1325, falleció el rey
Dionís y, a pesar de ciertas dificultades por el recelo de la nobleza, la
sucesión, en mano de Alfonso IV, pareció realizarse sin necesidad de violencia
por ninguna parte. La desaparición de uno de los protagonistas del conflicto
casi fue la razón de que éste acabase; así debió entenderlo la reina Isabel,
después de sus intentos de mediación, ya que, tras el entierro del rey en el
cenobio de Odivelas, residió algún tiempo en ese lugar, donde, sin duda, recuperó
sus verdaderas inquietudes espirituales, apartadas durante los tiempos
problemáticos.
Al año siguiente, 1286, la reina Isabel
regresó a Coimbra, donde fundó el monasterio de Santa Clara-a-Velha y un
hospital para la asistencia a los más desfavorecidos socialmente. No profesó la
clausura clarisa, pero sí vivió en el convento una vida de austeridad
espiritual durante los años siguientes; buena muestra de su cultivo de la
espiritualidad son las dos peregrinaciones a Santiago de Compostela llevadas a
cabo en 1327 y en 1335, como una peregrina más, sin otra compañía que algunas
damas de su antigua corte que, por motivos igualmente, piadosos, quisieron
acompañarla.
Precisamente al regreso de la última
peregrinación, en 1336, la reina tuvo noticias de nuevos conflictos familiares,
esta vez entre su hijo, Alfonso IV, y el rey de Castilla, Alfonso XI, que era
nieto de Isabel. Las tropas portuguesas habían sido de nuevo armadas para
intervenir en el país vecino, y se hallaban concentradas en Estremoz, lugar al
que se dirigió la reina para, otra vez, intervenir en un conflicto familiar.
Fue recibida por su hijo en el castillo de la citada villa, pero, sintiéndose
enferma, se retiró a descansar. Unas pocas horas más tarde, el 4 de julio de
1336, fallecería, no sin antes haber hecho prometer a su hijo que de ninguna
manera se enfrentaría de manera fratricida con su nieto, y sobrino del propio
rey.
La intervención pacifista de Isabel la
acompañó, como se puede comprobar, hasta su propio lecho de muerte. Fue
sepultada en el convento de clarisas de Coimbra que ella misma había fundado,
aunque fue transportado posteriormente hacia Santa Clara-a-Nova, donde reposa
en la actualidad. Su actividad piadosa, así como el grato recuerdo que dejó
tanto en Portugal como España, fueron motivo para que su leyenda se
engrandeciese notablemente. De esta forma, en tiempos del monarca luso Manuel
el Afortunado se iniciaron los trámites para su canonización. Fue beatificada
el 15 de abril de 1516, mediante bula del papa León X, si bien únicamente para
el obispado de Coimbra. Su definitiva canonización tuvo lugar el 25 de mayo de
1625, a cargo del papa Urbano VIII.
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