13 - DE OCTUBRE
–DOMINGO – 28ª – SEMANA DEL
T.O. – B –
San Eduardo III el
confesor
Lectura del libro de la Sabiduría (7,7-11):
Supliqué, y se
me concedió la prudencia; invoqué, y vino a mí el espíritu de sabiduría. La
preferí a cetros y tronos, y, en su comparación, tuve en nada la riqueza. No le
equiparé la piedra más preciosa, porque todo el oro, a su lado, es un poco de
arena, y, junto a ella, la plata vale lo que el barro. La quise más que la
salud y la belleza, y me propuse tenerla por luz, porque su resplandor no tiene
ocaso. Con ella me vinieron todos los bienes juntos, en sus manos había
riquezas incontables.
Palabra de Dios
Salmo: 89,12-13.14-15.16-17
R/. Sácianos de tu misericordia, Señor, y
estaremos alegres.
Enséñanos a
calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón
sensato.
Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo?
Ten compasión de tus siervos. R/.
Por la mañana
sácianos de tu misericordia, y toda
nuestra vida será alegría y júbilo.
Danos
alegría, por los días en que nos afligiste, por los años
en que sufrimos desdichas. R/.
Que tus
siervos vean tu acción, y sus hijos tu gloria.
Baje a nosotros la bondad del Señor y haga
prósperas las obras de nuestras manos. R/.
Lectura de la carta a los Hebreos (4,12-13):
La palabra de
Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo, penetrante hasta
el punto donde se dividen alma y espíritu, coyunturas y tuétanos. juzga los
deseos e intenciones del corazón. No hay criatura que escape a su mirada. Todo
está patente y descubierto a los ojos de aquel a quien hemos de rendir cuentas.
Palabra de Dios
Lectura del santo
evangelio según san Marcos (10,17-30):
En aquel
tiempo, cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló
y le preguntó:
«Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la
vida eterna?»
Jesús le contestó:
«¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno
más que Dios. Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no
robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu
madre.»
Él replicó:
«Maestro, todo eso lo he cumplido desde
pequeño.»
Jesús se le quedó mirando con cariño y le dijo:
«Una cosa te falta: anda, vende lo que
tienes, dales el dinero a los pobres, así tendrás un
tesoro en el cielo, y luego sígueme.»
A estas palabras, él frunció el ceño y se
marchó pesaroso, porque era muy rico.
Jesús, mirando alrededor, dijo a sus
discípulos:
«¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar
en el reino de Dios!»
Los discípulos se extrañaron de estas
palabras. Jesús añadió:
«Hijos, ¡qué difícil les es entrar en el
reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero! Más fácil le es a un
camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de
Dios.»
Ellos se espantaron y comentaban:
«Entonces, quién puede salvarse?»
Jesús se les quedó mirando. y les dijo:
«Es imposible para los hombres, no para Dios.
Dios lo puede todo.»
Pedro se puso a decirle:
«Ya ves que nosotros lo hemos dejado
todo y te hemos seguido.»
Jesús dijo:
«Os aseguro que quien deje casa, o hermanos o
hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio,
recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más casas y hermanos y hermanas y
madres e hijos y tierras, con persecuciones, y en la edad futura, vida eterna.»
Palabra del Señor
Salomón, el joven rico y los discípulos.
Las lecturas de este domingo enfrentan tres posturas: la de Salomón,
que pone la sabiduría por encima del oro, la plata y las piedras
preciosas; la del rico, que pone su riqueza por encima de
Jesús; la de los discípulos, que renuncian a todo para seguirlo.
Salomón: la sabiduría vale más que el oro
(Sabiduría 7,7-11)
El libro de la Sabiduría se escribió en el siglo I a.C., probablemente en
Alejandría, en griego (por eso los judíos no lo consideran inspirado). No
sabemos quién lo escribió, pero el autor finge ser Salomón. Un recurso muy
habitual en la época, para dar mayor prestigio al libro. Salomón, al comienzo
de su reinado, tuvo un sueño en el que Dios le ofreció pedir lo que quisiera.
En vez de oro, plata, la derrota de sus enemigos, etc., pidió sabiduría para
gobernar al pueblo. Inspirándose en ese relato, el autor del libro de la
Sabiduría pone estas palabras en boca del rey:
Supliqué y me fue dada la
prudencia,
invoqué
y vino a mí el espíritu de sabiduría.
La preferí a cetros y
tronos,
y
a su lado tuve en nada la riqueza.
No
la equiparé a la piedra más preciosa,
porque
todo el oro ante ella es un poco de arena,
y,
junto a ella, la plata es como el barro.
La
quise más que a la salud y la belleza
y
la preferí a la misma luz,
porque
su resplandor no tiene ocaso.
Con ella me vinieron todos
los bienes juntos,
Tiene
en sus manos riquezas incontables.
El
joven rico: la riqueza vale más que Jesús (Marcos 10,17-30)
El
evangelio contiene dos escenas: en la primera, los
protagonistas son el rico y Jesús.
…‒ Maestro
bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?....
El
protagonista, antes de formular su pregunta, pretende captarse la benevolencia
de Jesús o, quizá también, justificar por qué acude a él: lo llama «maestro
bueno», título que no se aplica en Israel a ningún maestro (solo conocemos un
ejemplo del siglo IV d.C.).
La pregunta. El problema que lo angustia es «qué haré
para heredar la vida eterna», algo fundamental para entender todo el pasaje. Lo
que pretende el protagonista, dicho con otra expresión judía de la época,
es «formar parte de la vida futura» o «del mundo futuro»; lo que
muchos entre nosotros entienden por «salvarse». Este deseo sitúa al
protagonista en un ámbito poco frecuente entre los judíos de la época: admite
un mundo futuro, distinto del presente, mejor que éste, y desea participar de
él. Por otra parte, su pregunta no es tan rara como podemos imaginar. Si nos
preguntasen qué hay que hacer para salvarse, las respuestas es probable que
variasen bastante. Una pregunta parecida la encontramos hecha al rabí Eliezer
(hacia el año 90) por sus discípulos. Y responde: «Procuraos la estima de
vuestros vecinos; impedid que vuestros hijos lean la Escritura a la ligera y
haced que se sienten entre las rodillas de los discípulos de los sabios; y,
cuando oréis, sed conscientes de quién tenéis delante. Así conseguiréis la vida
del mundo futuro».
La respuesta de
Jesús. Antes de responder, aborda el saludo y da un toque de atención sobre
el uso precipitado de las palabras. El único bueno es Dios. (Por entonces no
existía la Congregación para la Doctrina de la Fe, que lo habría condenado por
error cristológico).
Luego responde a la pregunta
haciendo referencia a cinco mandamientos mosaicos, todos ellos de la segunda
tabla, aunque cambiando el orden y añadiendo «no estafarás», que no aparece en
el decálogo.
Lo curioso es que Jesús no
dice nada de los mandamientos de la primera tabla, que podríamos considerar los
más importantes: no tener otros dioses rivales de Dios, no pronunciar el nombre
de Dios en falso, y santificar el sábado. Para Jesús, de forma bastante
escandalosa para nuestra sensibilidad, para «salvarse» basta portarse bien con
el prójimo.
Cuando el protagonista le
responde que eso lo ha cumplido desde joven, Jesús lo mira con cariño y le
propone algo nuevo: que deje de pensar en la otra vida y piense en esta vida,
dándole un sentido nuevo. Hasta ahora, incluso cumpliendo los
mandamientos, él sigue siendo el centro de su vida. Lo que le pide Jesús es que
cambie de orientación: renunciando a sus bienes, renuncia a sí mismo, y otras
personas ocupan el horizonte: primero los pobres, de forma inmediata; luego, de
manera definitiva, Jesús, al que debe seguir para siempre.
La reacción del rico. El programa de Jesús se limita a tres
verbos: vender, dar, seguir. El joven no vende, no da, no sigue. Se aleja.
«Porque era muy rico». Con esta actitud, no pierde la vida eterna (que depende
de los mandamientos observados), pero pierde el seguir a Jesús, dar
plenitud a su vida ahora, en la tierra.
Mientras el
rico se aleja, tiene lugar la segunda escena, en la que Jesús completa su
enseñanza sobre el peligro de la riqueza y el problema de los ricos.
…Jesús mirando
alrededor, dijo a sus discípulos:
‒ ¡Qué difícil les será entrar en el reino de Dios a los que tienen
riquezas!....
Las palabras
«¡Qué difícil les será entrar en el reino
de Dios a los que tienen riquezas!» requieren una aclaración. Entrar
en el reino de Dios no significa salvarse en la otra vida. Eso ya ha
quedado claro que se consigue mediante la observancia de los mandamientos, sea
uno rico o pobre. Entrar en el Reino de Dios significa entrar en la
comunidad cristiana, comprometerse de forma seria y permanente con la
persona de Jesús en esta vida.
Ante el asombro de los discípulos,
Jesús repite su enseñanza añadiendo la famosa comparación del camello por el
ojo de la aguja. Ya en la alta Edad Media comenzó a interpretarse el ojo de la
aguja como una puerta pequeña en la muralla de Jerusalén; pero esa puerta nunca
ha existido y la explicación sólo pretende suavizar las palabras de Jesús de
manera un tanto ridícula. Jesús expresa con imaginación oriental la dificultad
de que un rico entre en la comunidad cristiana.
¿Por qué se espantan los
discípulos? Su reacción podemos interpretarla de dos formas, según los dos
posibles sentidos del verbo griego:
1) ¿quién puede
salvarse?;
2) ¿quién puede
subsistir?
En el primer caso, los
discípulos reflejarían la mentalidad de que la riqueza es una bendición de
Dios; si los ricos no se salvan, ¿quién podrá salvarse?
En el segundo caso, los
discípulos pensarían que la comunidad no puede subsistir si no entran ricos en
ella que pongan sus bienes a disposición de todos.
En cualquier hipótesis, la
respuesta de Jesús («Dios lo puede todo») da por terminado el
tema.
Los discípulos: Jesús vale más
que todo
Pedro se puso a decirle:
‒ Ya ves que nosotros lo hemos
dejado todo y te hemos seguido.
La intervención de Pedro no empalma con lo anterior, sino que contrasta la
actitud de los discípulos con la del rico: «nosotros hemos dejado todo y te
hemos seguido». Ahora quiere saber qué les tocará.
La respuesta de Jesús
enumera siete objetos de renuncia, como símbolo de renuncia total: casa,
hermanos, hermanas, madre, padre, hijos, tierras. Todo ello tendrá su
recompensa en esta vida (cien veces más en todo lo anterior, menos en padres)
y, en la otra, vida eterna. Pero, al hablar de la recompensa en esta vida, Mc
añade «con persecuciones».
Decía Salomón que, con la
sabiduría «me vinieron todos los bienes juntos». A los discípulos, la abundancia de
bienes se la proporciona el seguimiento de Jesús.
Presentar como excusa para nuestra vida mediocre aquello de que los tiempos
no son buenos o que las circunstancias presentan su cara adversa y así no es
posible buscar y conseguir la santidad hoy y ahora, no deja de ser un recurso
vulgar tras el cual se esconde la pereza para vivir las virtudes cristianas o
la falta de confianza en Dios que lleva al desaliento.
De hecho, ni los tiempos en sus usos y costumbres, ni las circunstancias
personales facilitaban lo más mínimo la fidelidad cristiana de Eduardo. Nace en
Inglaterra en el año 1004, casi con el siglo XI, cuando las incursiones navales
de los piratas daneses o escandinavos son causa de numerosos atropellos
sangrientos y de represalias aún más crueles. El pueblo sufre desde hace tiempo
violencia; está en vilo soportando la ignorancia y pobreza. Los palacios de los
nobles están preñados de envidia, ambición y deseos de poder; en el lujo de sus
banquetes se sirve la traición.
El mismo Papado en lo externo es en este tiempo más un signo de miseria que
un motivo de emulación. Con las basílicas en ruinas, en la elección del
Pontífice intervienen los intereses políticos y militares a los que se paga a
su tiempo la cuota de dependencia. Hace falta una reforma que por más evidente
no llega. Incluso el cisma de Oriente está a punto de producirse y
lastimosamente se consuma. Nunca faltó la ayuda del Espíritu Santo a su Iglesia
indefectible, pero hacía falta fe teologal para aceptar el Primado, sí, una fe
a prueba de cismas y antipapas.
Con diez años tiene que huir Eduardo de Inglaterra, pasando el Canal, a la
Bretaña o Normandía donde vivirá con sus tíos —hermanos de su madre— los Duques
de Bretaña, en la región por aquel entonces más civilizada de Europa. Allí, al
tiempo que crece en su destierro, va recibiendo noticias de la ocupación,
saqueo y tiranía del rey Swein de Dinamarca. También de la muerte de su padre,
el rey Etelberto, y de su hermano Edmundo que era el príncipe heredero. ¡Claro
que su madre Emma llora estos sucesos! Pero un buen día lo abandona, partiendo
misteriosamente; se ha marchado para hacerse la esposa de Knut, el nuevo
usurpador danés. Tiene Eduardo 15 años y sigue escuchando los consejos de los
monjes en Normandía; ya es un regio doncel exilado que se inclina en la oración
al buen Dios. A la muerte de Knut, los ingleses le proponen la corona de
Inglaterra, pero cuando está a punto de disfrutar del cariño de sus súbditos,
le traiciona su madre que quiere el trono para el hijo nacido de Knut; él no
quiere un reino ganado con sangre y regresa a Normandía. Los leales súbditos
piden una vez más su vuelta y la de su hermano Alfredo; pero es una trampa,
Alfredo es asesinado.
Llega a ser rey a los cuarenta años, después de una larga, fecunda y sufrida
existencia. Es la hora del heroísmo. No alimenta odio. Está lleno de nobleza y
generosidad. Contrae matrimonio con Edith, hija del pernicioso, intrigante y
hábil duque de Kent. Relega al olvido el pasado, perdona y no castiga. Se
dedica a gobernar. A su madre la recluye en un monasterio. Se entrega a buscar
el bien de sus súbditos. De Normandía importa arte y cultura. Como su vida es
austera, la Corona se enriquece y pueden limitarse los impuestos. Su dinero es
el erario de los pobres. Dotó a iglesias y monasterios de los que Westminster
es emblema.
Hoy, a la distancia de casi diez siglos, aún Inglaterra llama a su Corona
"de San Eduardo". Fue patrón de Inglaterra hasta ser sustituido por
San Jorge.
(Fuente: archimadrid.es)
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