viernes, 11 de octubre de 2024

Párate un momento: El Evangelio del dia 13 - DE OCTUBRE –DOMINGO – 28ª – SEMANA DEL T.O. – B – San Eduardo III el confesor

 


 

13 - DE OCTUBRE –DOMINGO – 28ª – SEMANA DEL T.O. – B –

San Eduardo III el confesor

 

   Lectura del libro de la Sabiduría (7,7-11):

  Supliqué, y se me concedió la prudencia; invoqué, y vino a mí el espíritu de sabiduría. La preferí a cetros y tronos, y, en su comparación, tuve en nada la riqueza. No le equiparé la piedra más preciosa, porque todo el oro, a su lado, es un poco de arena, y, junto a ella, la plata vale lo que el barro. La quise más que la salud y la belleza, y me propuse tenerla por luz, porque su resplandor no tiene ocaso. Con ella me vinieron todos los bienes juntos, en sus manos había riquezas incontables.

 

Palabra de Dios

                                                                                           

  Salmo: 89,12-13.14-15.16-17

 

  R/. Sácianos de tu misericordia, Señor, y estaremos alegres.

   Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato.

       Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo?

       Ten compasión de tus siervos. R/.

 Por la mañana sácianos de tu misericordia, y toda nuestra vida será alegría y júbilo.

        Danos alegría, por los días en que nos afligiste, por los años en que sufrimos desdichas. R/.

   Que tus siervos vean tu acción, y sus hijos tu gloria.

         Baje a nosotros la bondad del Señor y haga prósperas las obras de nuestras manos. R/.

 

   Lectura de la carta a los Hebreos (4,12-13):

  La palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo, penetrante hasta el punto donde se dividen alma y espíritu, coyunturas y tuétanos. juzga los deseos e intenciones del corazón. No hay criatura que escape a su mirada. Todo está patente y descubierto a los ojos de aquel a quien hemos de rendir cuentas.

 

Palabra de Dios    

 

         Lectura del santo evangelio según san Marcos (10,17-30):

 

  En aquel tiempo, cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló y le preguntó:

  «Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?»

  Jesús le contestó:

  «¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios. Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre.»

  Él replicó:

  «Maestro, todo eso lo he cumplido desde pequeño.»

       Jesús se le quedó mirando con cariño y le dijo:

  «Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dales el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme.»

  A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó pesaroso, porque era muy rico.

  Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos:

  «¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el reino de Dios!»

  Los discípulos se extrañaron de estas palabras.   Jesús añadió:

  «Hijos, ¡qué difícil les es entrar en el reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero! Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios.»

  Ellos se espantaron y comentaban:

  «Entonces, quién puede salvarse?»

  Jesús se les quedó mirando. y les dijo:

  «Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo.»

  Pedro se puso a decirle:

   «Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido.»

  Jesús dijo:

  «Os aseguro que quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones, y en la edad futura, vida eterna.»

 

Palabra del Señor

 

Salomón, el joven rico y los discípulos.

 


        Las lecturas de este domingo enfrentan tres posturas: la de Salomón, que pone la sabiduría por encima del oro, la plata y las piedras preciosas; la del rico, que pone su riqueza por encima de Jesús; la de los discípulos, que renuncian a todo para seguirlo.

        Salomón: la sabiduría vale más que el oro (Sabiduría 7,7-11)

        El libro de la Sabiduría se escribió en el siglo I a.C., probablemente en Alejandría, en griego (por eso los judíos no lo consideran inspirado). No sabemos quién lo escribió, pero el autor finge ser Salomón. Un recurso muy habitual en la época, para dar mayor prestigio al libro. Salomón, al comienzo de su reinado, tuvo un sueño en el que Dios le ofreció pedir lo que quisiera. En vez de oro, plata, la derrota de sus enemigos, etc., pidió sabiduría para gobernar al pueblo. Inspirándose en ese relato, el autor del libro de la Sabiduría pone estas palabras en boca del rey:

                   Supliqué y me fue dada la prudencia,

               invoqué y vino a mí el espíritu de sabiduría.

                   La preferí a cetros y tronos,

               y a su lado tuve en nada la riqueza.

               No la equiparé a la piedra más preciosa,

               porque todo el oro ante ella es un poco de arena,

               y, junto a ella, la plata es como el barro.

               La quise más que a la salud y la belleza

               y la preferí a la misma luz,

               porque su resplandor no tiene ocaso.

                   Con ella me vinieron todos los bienes juntos,

               Tiene en sus manos riquezas incontables.

        El joven rico: la riqueza vale más que Jesús (Marcos 10,17-30) 

        El evangelio contiene dos escenas: en la primera, los protagonistas son el rico y Jesús.

 Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?....

     El protagonista, antes de formular su pregunta, pretende captarse la benevolencia de Jesús o, quizá también, justificar por qué acude a él: lo llama «maestro bueno», título que no se aplica en Israel a ningún maestro (solo conocemos un ejemplo del siglo IV d.C.).

        La preguntaEl problema que lo angustia es «qué haré para heredar la vida eterna», algo fundamental para entender todo el pasaje. Lo que pretende el protagonista, dicho con otra expresión judía de la época, es «formar parte de la vida futura» o «del mundo futuro»; lo que muchos entre nosotros entienden por «salvarse». Este deseo sitúa al protagonista en un ámbito poco frecuente entre los judíos de la época: admite un mundo futuro, distinto del presente, mejor que éste, y desea participar de él. Por otra parte, su pregunta no es tan rara como podemos imaginar. Si nos preguntasen qué hay que hacer para salvarse, las respuestas es probable que variasen bastante. Una pregunta parecida la encontramos hecha al rabí Eliezer (hacia el año 90) por sus discípulos. Y responde: «Procu­raos la estima de vuestros vecinos; impedid que vuestros hijos lean la Escritura a la ligera y haced que se sienten entre las rodillas de los discípulos de los sabios; y, cuando oréis, sed conscientes de quién tenéis delante. Así conseguiréis la vida del mundo futuro».

        La respuesta de Jesús. Antes de responder, aborda el saludo y da un toque de atención sobre el uso precipitado de las palabras. El único bueno es Dios. (Por entonces no existía la Congregación para la Doctrina de la Fe, que lo habría condenado por error cristológico).

        Luego responde a la pregunta haciendo referencia a cinco mandamientos mosaicos, todos ellos de la segunda tabla, aunque cambiando el orden y añadiendo «no estafarás», que no aparece en el decálogo.

        Lo curioso es que Jesús no dice nada de los mandamientos de la primera tabla, que podríamos considerar los más importantes: no tener otros dioses rivales de Dios, no pronunciar el nombre de Dios en falso, y santificar el sábado. Para Jesús, de forma bastante escandalosa para nuestra sensibilidad, para «salvarse» basta portarse bien con el prójimo.

        Cuando el protagonista le responde que eso lo ha cumplido desde joven, Jesús lo mira con cariño y le propone algo nuevo: que deje de pensar en la otra vida y piense en esta vida, dándole un sentido nuevo. Hasta ahora, incluso cumpliendo los mandamientos, él sigue siendo el centro de su vida. Lo que le pide Jesús es que cambie de orienta­ción: renunciando a sus bienes, renuncia a sí mismo, y otras personas ocupan el horizonte: primero los pobres, de forma inmediata; luego, de manera definitiva, Jesús, al que debe seguir para siempre.

       La reacción del ricoEl programa de Jesús se limita a tres verbos: vender, dar, seguir. El joven no vende, no da, no sigue. Se aleja. «Porque era muy rico». Con esta actitud, no pierde la vida eterna (que depende de los mandamientos observados), pero pierde el seguir a Jesús, dar plenitud a su vida ahora, en la tierra.

        Mientras el rico se aleja, tiene lugar la segunda escena, en la que Jesús completa su enseñanza sobre el peligro de la riqueza y el problema de los ricos.

…Jesús mirando alrededor, dijo a sus discípulos:

 ¡Qué difícil les será entrar en el reino de Dios a los que tienen riquezas!....

        Las palabras «¡Qué difícil les será entrar en el reino de Dios a los que tienen riquezas!» requieren una aclaración. Entrar en el reino de Dios no significa salvarse en la otra vida. Eso ya ha quedado claro que se consigue mediante la observancia de los mandamientos, sea uno rico o pobre. Entrar en el Reino de Dios significa entrar en la comunidad cristiana, comprometerse de forma seria y permanente con la persona de Jesús en esta vida.

        Ante el asombro de los discípulos, Jesús repite su enseñanza añadiendo la famosa comparación del camello por el ojo de la aguja. Ya en la alta Edad Media comenzó a interpretarse el ojo de la aguja como una puerta pequeña en la muralla de Jerusalén; pero esa puerta nunca ha existido y la explicación sólo pretende suavizar las palabras de Jesús de manera un tanto ridícula. Jesús expresa con imaginación oriental la dificultad de que un rico entre en la comunidad cristiana. 

        ¿Por qué se espantan los discípulos? Su reacción podemos interpretarla de dos formas, según los dos posibles sentidos del verbo griego:

          1) ¿quién puede salvarse?;

          2) ¿quién puede subsistir?

         En el primer caso, los discípulos reflejarían la mentalidad de que la riqueza es una bendición de Dios; si los ricos no se salvan, ¿quién podrá salvarse?

        En el segundo caso, los discípulos pensarían que la comunidad no puede subsis­tir si no entran ricos en ella que pongan sus bienes a disposi­ción de todos.

        En cualquier hipótesis, la respuesta de Jesús («Dios lo puede todo») da por terminado el tema.   

        Los discípulos: Jesús vale más que todo

Pedro se puso a decirle:

 Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido.

            La intervención de Pedro no empalma con lo anterior, sino que contrasta la actitud de los discípulos con la del rico: «nosotros hemos dejado todo y te hemos seguido». Ahora quiere saber qué les tocará.

        La respuesta de Jesús enumera siete objetos de renuncia, como símbolo de renuncia total: casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos, tierras. Todo ello tendrá su recompensa en esta vida (cien veces más en todo lo anterior, menos en padres) y, en la otra, vida eterna. Pero, al hablar de la recompensa en esta vida, Mc añade «con persecuciones».

       Decía Salomón que, con la sabiduría «me vinieron todos los bienes juntos». A los discípulos, la abundancia de bienes se la proporciona el seguimiento de Jesús.

 

San Eduardo III, el confesor

 



Presentar como excusa para nuestra vida mediocre aquello de que los tiempos no son buenos o que las circunstancias presentan su cara adversa y así no es posible buscar y conseguir la santidad hoy y ahora, no deja de ser un recurso vulgar tras el cual se esconde la pereza para vivir las virtudes cristianas o la falta de confianza en Dios que lleva al desaliento.

De hecho, ni los tiempos en sus usos y costumbres, ni las circunstancias personales facilitaban lo más mínimo la fidelidad cristiana de Eduardo. Nace en Inglaterra en el año 1004, casi con el siglo XI, cuando las incursiones navales de los piratas daneses o escandinavos son causa de numerosos atropellos sangrientos y de represalias aún más crueles. El pueblo sufre desde hace tiempo violencia; está en vilo soportando la ignorancia y pobreza. Los palacios de los nobles están preñados de envidia, ambición y deseos de poder; en el lujo de sus banquetes se sirve la traición.

El mismo Papado en lo externo es en este tiempo más un signo de miseria que un motivo de emulación. Con las basílicas en ruinas, en la elección del Pontífice intervienen los intereses políticos y militares a los que se paga a su tiempo la cuota de dependencia. Hace falta una reforma que por más evidente no llega. Incluso el cisma de Oriente está a punto de producirse y lastimosamente se consuma. Nunca faltó la ayuda del Espíritu Santo a su Iglesia indefectible, pero hacía falta fe teologal para aceptar el Primado, sí, una fe a prueba de cismas y antipapas.

Con diez años tiene que huir Eduardo de Inglaterra, pasando el Canal, a la Bretaña o Normandía donde vivirá con sus tíos —hermanos de su madre— los Duques de Bretaña, en la región por aquel entonces más civilizada de Europa. Allí, al tiempo que crece en su destierro, va recibiendo noticias de la ocupación, saqueo y tiranía del rey Swein de Dinamarca. También de la muerte de su padre, el rey Etelberto, y de su hermano Edmundo que era el príncipe heredero. ¡Claro que su madre Emma llora estos sucesos! Pero un buen día lo abandona, partiendo misteriosamente; se ha marchado para hacerse la esposa de Knut, el nuevo usurpador danés. Tiene Eduardo 15 años y sigue escuchando los consejos de los monjes en Normandía; ya es un regio doncel exilado que se inclina en la oración al buen Dios. A la muerte de Knut, los ingleses le proponen la corona de Inglaterra, pero cuando está a punto de disfrutar del cariño de sus súbditos, le traiciona su madre que quiere el trono para el hijo nacido de Knut; él no quiere un reino ganado con sangre y regresa a Normandía. Los leales súbditos piden una vez más su vuelta y la de su hermano Alfredo; pero es una trampa, Alfredo es asesinado.

Llega a ser rey a los cuarenta años, después de una larga, fecunda y sufrida existencia. Es la hora del heroísmo. No alimenta odio. Está lleno de nobleza y generosidad. Contrae matrimonio con Edith, hija del pernicioso, intrigante y hábil duque de Kent. Relega al olvido el pasado, perdona y no castiga. Se dedica a gobernar. A su madre la recluye en un monasterio. Se entrega a buscar el bien de sus súbditos. De Normandía importa arte y cultura. Como su vida es austera, la Corona se enriquece y pueden limitarse los impuestos. Su dinero es el erario de los pobres. Dotó a iglesias y monasterios de los que Westminster es emblema.

Hoy, a la distancia de casi diez siglos, aún Inglaterra llama a su Corona "de San Eduardo". Fue patrón de Inglaterra hasta ser sustituido por San Jorge.

 

(Fuente: archimadrid.es)

 

 

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