6 - DE OCTUBRE
–DOMINGO –
27ª – SEMANA DEL T.O. – B –
San Bruno de Colonia
Lectura del libro del Génesis (2,18-24):
El Señor Dios se dijo:
«No está bien que el hombre esté solo; voy a hacerle alguien como él
que le ayude.»
Entonces el Señor Dios modeló de arcilla todas las bestias del campo y
todos los pájaros del cielo y se los presentó al hombre, para ver qué nombre
les ponía. Y cada ser vivo llevaría el nombre que el hombre le pusiera. Así, el
hombre puso nombre a todos los animales domésticos, a los pájaros del cielo y a
las bestias del campo; pero no encontraba ninguno como él que lo ayudase.
Entonces el Señor Dios dejó caer sobre el hombre un letargo, y el hombre se
durmió. Le sacó una costilla y le cerró el sitio con carne. Y el Señor Dios
trabajó la costilla que le había sacado al hombre, haciendo una mujer, y se la
presentó al hombre.
El hombre dijo:
«Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Su nombre
será Mujer, porque ha salido del hombre. Por eso abandonará el hombre a su
padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne.»
Palabra de Dios
Salmo: 127,1-2.3.4-5.6
R/.
Que el Señor nos bendiga todos los días de nuestra vida
Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos.
Comerás del fruto de tu trabajo, serás dichoso, te irá bien. R/.
Tu mujer, como parra fecunda, en medio de tu casa; tus hijos, como renuevos de olivo, alrededor de tu mesa. R/.
Ésta es la bendición del hombre que teme al
Señor.
Que el Señor te bendiga desde Sión, que veas la prosperidad de Jerusalén todos los días de
tu vida. R/.
Que veas a los hijos de tus hijos.
¡Paz a Israel! R/.
Lectura de la carta a los Hebreos
(2,9-11):
Al que Dios había hecho un poco inferior a
los ángeles, a Jesús, lo vemos ahora coronado de gloria y honor por su pasión y
muerte. Así, por la gracia de Dios, ha padecido la muerte para bien de todos.
Dios, para quien, y por quien existe todo, juzgó conveniente, para llevar a una
multitud de hijos a la gloria, perfeccionar y consagrar con sufrimientos al
guia de su salvación. El santificador y los santificados proceden todos del
mismo. Por eso no se avergüenza de llamarlos hermanos.
Palabra de Dios
Lectura del santo evangelio según san
Marcos (10,2-16):
En aquel tiempo, se acercaron unos fariseos y le preguntaron a Jesús, para
ponerlo a prueba:
«¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer?»
Él les replicó:
«¿Qué os ha mandado Moisés?»
Contestaron:
«Moisés Permitió divorciarse, dándole a la mujer un acta de repudio.»
Jesús les dijo:
«Por vuestra terquedad dejó escrito Moisés este precepto. Al principio de
la creación Dios "los creó hombre y mujer.
Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su
mujer, y serán los dos una sola carne." De modo que ya no son dos, sino
una sola carne. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.»
En casa, los discípulos volvieron a preguntarle sobre lo mismo. Él les
dijo:
«Si uno se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra
la primera. Y si ella se divorcia de su marido y se casa con otro, comete
adulterio.»
Le acercaban niños para que los tocara, pero los discípulos les regañaban.
Al verlo, Jesús se enfadó y les dijo:
«Dejad que los niños se acerquen a
mí: no se lo impidáis; de los que son como ellos es el reino de Dios. Os
aseguro que el que no acepte el reino de Dios como un niño, no entrará en él.»
Y los abrazaba y los bendecía
imponiéndoles las manos.
Palabra del Señor
El problema del divorcio.
La formación de los discípulos, a la que
Marcos dedica la segunda parte de su evangelio, abarca aspectos muy diversos y
no se atiene a un orden lógico. Si el domingo pasado se habló de amigos y
enemigos, y del problema del escándalo, el evangelio de hoy se centra en el
divorcio.
El relato contiene dos escenas: en la primera,
los fariseos preguntan a Jesús si se puede repudiar a la mujer y reciben su
respuesta (2-9);
2Se acercaron unos fariseos y, para ponerlo a prueba,
le preguntaron:
‒ ¿Puede un hombre repudiar a su mujer?
3Les contestó:
‒ ¿Qué os mandó Moisés?
4Respondieron:
‒ Moisés permitió escribir el acta de
divorcio y repudiarla.
5Jesús les dijo:
‒ Porque sois obstinados escribió Moisés
semejante precepto. 6Pero al principio de la creación Dios los
hizo hombre y mujer, 7y por eso abandona un hombre a su padre y
a su madre, se une a su mujer, 8y los dos se hacen una carne.
De suerte que ya no son dos, sino una sola carne. 9Pues lo que
Dios ha juntado que el hombre no lo separe.
En la segunda, una vez en la casa, los
discípulos insisten sobre el tema y reciben nueva respuesta (10-12).
Entrados en casa, le preguntaron de nuevo los discípulos
acerca de aquello. El les dice:
‒ Quien repudia a su mujer y se casa con otra
comete adulterio contra la primera. Si ella se divorcia del marido y se casa
con otro, comete adulterio.
Aquí terminaría la lectura breve que permite la liturgia. La larga añade el
episodio de la bendición de los niños (10,13-16), muy relacionado con lo
anterior, porque mujeres y niños son los seres más débiles de la sociedad
familiar. Y Jesús se pone de su parte.
Advertencia previa
El evangelio de Mt, al contar este episodio,
introduce un cambio fundamental: los fariseos no preguntan si «le está
permitido al hombre separarse de su mujer», sino si «le está permitido
separarse de su mujer por cualquier motivo». Con esto quieren que
Jesús se decante entre dos escuelas rabínicas: la radical de Hillel, que solo
acepta el divorcio en caso de adulterio, y la amplia de Shammay, que lo acepta
por cualquier motivo. En Mc, el pasaje no tiene el sentido de debate entre
escuelas.
Los fariseos y Jesús
La pregunta de los fariseos resulta
desconcertante, porque el divorcio estaba permitido en Israel y ningún grupo
religioso lo ponía en discusión. Que el matrimonio es una institución divina
lo sabe cualquier judío por el Génesis, donde Dios crea al hombre y a la mujer
para que se compenetren y complementen. Pero el judío sabe también que los
problemas matrimoniales comienzan con Adán y Eva. El matrimonio, incluso en una
época en la que la unión íntima y la convivencia amistosa no eran los valores
primordiales, se presta a graves conflictos.
Por eso, desde antiguo se admite, como en
otros pueblos orientales, la posibilidad del divorcio. Más aún, la tradición
rabínica piensa que el divorcio es un privilegio exclusivo de Israel. El Targum
Palestinense (Qid. 1,58c, 16ss) pone en boca de Dios las siguientes palabras:
«En Israel he dado yo separación, pero no he dado separación en las naciones»;
tan sólo en Israel «ha unido Dios su nombre al divorcio».
La ley del divorcio se encuentra en el
Deuteronomio, capítulo 24,1ss donde se estipula lo siguiente:
«Si uno se casa con una mujer y luego no le
gusta, porque descubre en ella algo vergonzoso, le escribe el acta de divorcio,
se la entrega y la echa de casa...»
Un detalle que llama la atención en esta ley
es su tremendo machismo: sólo el varón puede repudiar y expulsar de la casa. En
la perspectiva de la época tiene su lógica, ya que la mujer se parece bastante
a un objeto que se compra (como un televisor o un frigorífico), y que se puede
devolver si no termina convenciendo. Sin embargo, aunque la sensibilidad de
hace veinte siglos fuera distinta de la nuestra (tanto entre los hombres como
entre las mujeres), es indudable que unas personas podían ser más sensibles que
otras al destino de la mujer. Este detalle es muy interesante para comprender
la postura de Jesús.
En cualquier caso, la ley es conocida y
admitida por todos los grupos religiosos judíos. Por consiguiente, la pregunta
de los fariseos resulta desconcertante. Cualquier judío piadoso habría
respondido: sí, el hombre puede repudiar a su mujer. Sin embargo, Jesús, además
de ser un judío piadoso, se muestra muy cercano a las mujeres, las acepta en su
grupo, permite que le acompañen. ¿Estará de acuerdo con que el hombre repudie a
su mujer? Así se comprende el comentario que añade Mc: le preguntaban «para ponerlo
a prueba». Los fariseos quieren poner a Jesús entre la espada y la pared: entre
la dignidad de la mujer y la fidelidad a la ley de Moisés. En cualquier opción
que haga, quedará mal: ante sus seguidoras, o ante el pueblo y las autoridades
religiosas.
La reacción de Jesús es tan atrevida como
inteligente. Porque él también va a poner a los fariseos entre la espada y la
pared: entre Dios y Moisés. Empieza con una pregunta muy sencilla que se puede
volver en contra suya: “¿Qué os mandó Moisés?” Y luego contraataca,
distinguiendo entre lo que escribió Moisés en determinado momento y lo que Dios
proyectó al comienzo de la historia humana.
En el Génesis, Dios no crea a la mujer para
torturar al varón (como en el mito griego de Pandora), sino como un complemento
íntimo, hasta el punto de formar una sola carne. En el plan inicial de Dios, no
cabe que el hombre abandone a su mujer; a quienes debe abandonar es a su padre
y a su madre, para formar una nueva familia.
Las palabras de Génesis 1,27 sugieren
claramente la indisolubilidad: el varón y la mujer se convierten en un solo
ser. Pero Jesús refuerza esa idea añadiendo que esa unión la ha creado Dios;
por consiguiente, «lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre». Jesús
rechaza de entrada cualquier motivo de divorcio.
La aceptación posterior del repudio por parte
de Moisés no constituye algo ideal, sino que se debió a «vuestro carácter
obstinado». Esta interpretación de Jesús supone una gran novedad, porque sitúa
la ley de Moisés en su contexto histórico. La tendencia espontánea del judío
era considerar toda la Torá (el Pentateuco) como un bloque inmutable y sin
fisuras. Algunos rabinos condenaban como herejes a los que decían: «Toda la Ley
de Moisés es de Dios, menos tal frase». Jesús, en cambio, distingue entre el proyecto
inicial de Dios y las interpretaciones posteriores, que no tienen el mismo
valor e incluso pueden ir en contra de ese proyecto.
(Si aplicamos este mismo criterio a la
historia de la moral cristiana comprenderemos su importancia: hay cosas que hoy
se permiten o se mandan, pero eso no significa que sean automáticamente buenas
o mejores que la propuesta inicial del evangelio.)
Los discípulos y Jesús
Entrados en casa, le
preguntaron de nuevo los discípulos acerca de aquello. El les dice:
‒ Quien repudia a su mujer y se casa con otra
comete adulterio contra la primera. Si ella se divorcia del marido y se casa
con otro, comete adulterio.
Esta escena saca las conclusiones
prácticas de la anterior, tanto para el varón como para la mujer que se
divorcian. Las palabras: Si ella se divorcia del marido y se casa con otro, comete adulterio, cuentan con la posibilidad de que la mujer se
divorcie, cosa que la ley judía solo contemplaba en el caso de que la profesión
del marido hiciese insoportable la convivencia, como era el caso de los
curtidores, que debían usar unos líquidos pestilentes. En cambio, la
legislación romana sí admitía que la mujer pudiera divorciarse. Por eso, algunos autores ven aquí un indicio de que el
evangelio de Marcos fue escrito para la comunidad de Roma. Aunque en los cinco
primeros siglos de la historia de Roma (VIII-III a.C.) no se conoció el
divorcio, más tarde se introdujo.
Reflexión final
Cada vez que se lee este evangelio en la
misa, donde los matrimonios que participan no están pensando en divorciarse, y
las religiosas no pueden hacerlo, cabe pensar que podría haber sido sustituido
por otro. Sin embargo, la realidad del divorcio se ha difundido tanto en los
últimos años, y afecta de manera tan directa a muchas familias cristianas, que
es bueno recordar el ideal propuesto por el Génesis de la compenetración plena
entre el varón y la mujer. Hay motivos para dar gracias a Dios los que siguen
unidos y para pedir por los que se hallan en crisis y por los que han
emprendido una nueva vida.
San Bruno de Colonia
San Bruno, presbítero, que, oriundo de
Colonia, en Lotaringia, enseñó ciencias eclesiásticas en la Galia, pero
deseando llevar vida solitaria, con algunos discípulos se instaló en el
apartado valle de Cartuja, en los Alpes, dando origen a una Orden que conjuga
la soledad de los eremitas con la vida común de los cenobitas. Llamado por el
papa Urbano II a Roma, para que le ayudase en las necesidades de la Iglesia,
pasó los últimos años de su vida como eremita en el cenobio de La Torre, en
Calabria.
Vida de San Bruno de Colonia
Confesor, autor eclesiástico y fundador de la Orden de la Cartuja. Nació en
Colonia hacia el año 1030; murió el 6 de octubre de 1101. Se le representa
habitualmente con una calavera en las manos, un libro y una cruz, o coronado
con siete estrellas; o con un pergamino que porta la divisa O Bonitas. Su
fiesta se celebra el 6 de Octubre. Según la tradición, San Bruno pertenecía a
la familia de Hartenfaust, o Hardebüst, una de las principales familias de la
ciudad, y en recuerdo de este origen diferentes miembros de la familia de
Hartenfaust han recibido de los Cartujos o bien oraciones especiales por los
muertos, como en el caso de Peter Bruno Hartenfaust en 1714, y Louis Alexander
Hartenfaust, barón de Laach, en 1740; o una relación personal con la orden, como
con Louis Bruno de Hardevüst, barón de Laach y burgomaestre de la ciudad de
Bergues-S. Winnoc, en la diócesis de Cambrai, con el que se extinguió la línea
masculina de la familia Hardevüst el 22 de Marzo de 1784.
Tenemos poca información sobre la infancia y juventud de San Bruno. Nacido
en Colonia, habría estudiado en el colegio de la ciudad, o colegiata de San
Cuniberto. Mientras era aún bastante joven (a pueris) fue a completar su
educación a Reims, atraído por la reputación de la escuela episcopal y de su
director, Heriman. Allí acabó sus estudios clásicos y se perfeccionó en las
ciencias sagradas que en esa época consistían principalmente en el estudio de
las Sagradas Escrituras y de los Padres. Allí se hizo, según el testimonio de
sus contemporáneos, instruido tanto en la ciencia humana como divina.
Completada su educación, San Bruno volvió a Colonia, donde fue provisto de una
canonjía en San Cuniberto, y según la opinión más probable, elevado a la
dignidad sacerdotal. Esto fue hacia el año 1055. En 1056, el obispo Gervais le
llamó a Reims, para ayudar a su antiguo maestro Heriman en la dirección de la
escuela. Este último estaba ya dirigiendo su atención hacia una forma de vida
más perfecta, y cuando al final dejó el mundo para ingresar en la vida
religiosa, en 1057, San Bruno se encontró como director de la escuela
episcopal, o ecólatra, un puesto tan difícil como elevado, pues entonces
incluía la dirección de las escuelas públicas y la supervisión de todos los
establecimientos educativos de la diócesis. Durante casi veinte años, de 1057 a
1075, mantuvo el prestigio que la escuela de Reims había alcanzado bajo sus
antiguos directores, Remi de Auxerre, Hucbald de St. Amand, Gerberto y
últimamente Heriman. De la excelencia de su enseñanza tenemos una prueba en los
títulos funerarios compuestos en su honor, que celebran su elocuencia, sus
talentos poético, filosófico y por encima de todos exegético y teológico; y
también en los méritos de sus discípulos, entre los cuales estaban Eudes de
Châtillon, después Urbano II, Rangier, cardenal y obispo de Reggio, Robert,
obispo de Langres y un gran número de prelados y abades.
En 1075 San Bruno fue nombrado canciller de la iglesia de Reims, y tuvo
entonces que dedicarse especialmente a la administración de la diócesis.
Mientras tanto, el piadoso obispo Gervais, amigo de San Bruno, había sido
sucedido por Manasés de Gournai, que rápidamente se hizo odioso por su impiedad
y violencia. El canciller y otros dos canónigos fueron encargados de llevar al
legado papal, Hugo de Die, las quejas del indignado clero, y en el concilio de
Autun, 1077, obtuvieron la suspensión del indigno prelado. La respuesta de este
último fue arrasar las casas de sus acusadores, confiscar sus bienes, vender
sus beneficios y apelar al Papa. Entonces Bruno se ausentó por un tiempo de
Reims, y fue probablemente a Roma a defender la justicia de su causa. Sólo en
1080 una sentencia clara, confirmada por un alzamiento del pueblo, obligó a
Manasés a retirarse y refugiarse con el emperador Enrique IV. Libre entonces de
elegir otro obispo, el clero estaba a punto de unir sus votos en el canciller.
Él, sin embargo, tenía designios muy diferentes en perspectiva. Según una
tradición conservada en la Orden de la Cartuja, Bruno se persuadió de abandonar
el mundo por la contemplación de un célebre prodigio, popularizado por el
pincel de Lesueur – la triple resurrección del médico parisino, Raymond
Diocres. A esta tradición se opone el silencio de los contemporáneos y de los
primeros biógrafos del santo; el silencio del propio San Bruno en su carta a
Raoul le Vert, preboste de Reims; y la imposibilidad de probar que estuviera nunca
en París. No había necesidad de argumento tan extraordinario para hacerle dejar
el mundo. Algún tiempo antes, cuando estaba en conversación con dos de sus
amigos, Raúl y Fulco, canónigos como él de Reims, se habían inflamado tanto en
el amor de Dios y el deseo de los bienes eternos que habían hecho voto de
abandonar el mundo y abrazar la vida religiosa. Este voto, pronunciado en 1077,
no pudo ponerse en obra hasta 1080, debido a diversas circunstancias.
La primera idea de San Bruno al dejar Reims parece haber sido ponerse él y
sus compañeros bajo la dirección de un eminente solitario, San Roberto, que
recientemente (1075) se había establecido en Molesme, en la diócesis de
Langres, junto con un grupo de otros solitarios que iban más tarde (1098) a
constituir la Orden Cisterciense. Pero pronto vio que esta no era su vocación,
y después de una corta estancia en Sèche-Fontaine cerca de Molesme, dejó a dos
de sus compañeros, Pedro y Lamberto, y se dirigió con otros seis a Hugo de
Châteauneuf, obispo de Grenoble, y, según algunos autores, uno de sus
discípulos. El obispo, a quien Dios había mostrado a estos hombres en un sueño,
bajo la imagen de siete estrellas, les condujo e instaló él mismo (1084) en un
lugar agreste de los Alpes del Delfinado llamado Chartreuse, a unas cuatro
leguas de Grenoble, en medio de rocas escarpadas y montañas casi siempre
cubiertas de nieve. Con San Bruno estaban Landuino, los dos Esteban, de Bourg y
de Die, canónigos de San Rufo, y Hugo el Capellán, “todos ellos los hombres más
sabios de su tiempo”, y dos laicos, Andrés y Guerin, que después se
convirtieron en los primeros hermanos legos. Construyeron un pequeño monasterio
donde vivieron en profundo retiro y pobreza, completamente ocupados en la
oración y el estudio, y honrados frecuentemente con las visitas de San Hugo,
que se volvió como uno de ellos. Su modo de vida ha sido recogido por un
contemporáneo, Guibert de Nogent, que les visitó en su soledad. (De Vitâ suâ,
I, ii). Mientras tanto, otro discípulo de San Bruno, Eudes de Châtillon, se
había convertido en Papa con el nombre de Urbano II (1088). Resuelto a
continuar la obra de reforma comenzada por Gregorio VII, y estando obligado a
luchar contra el antipapa, Guiberto de Ravena, y el emperador Enrique IV, buscó
rodearse de aliados devotos y llamó a su antiguo maestro ad Sedis Apostolicae
servitium. Así el solitario se vio obligado a dejar el lugar donde había pasado
más de seis años de retiro, seguido por una parte de su comunidad que no podía
mentalizarse a vivir separada de él (1090). Es difícil indicar el lugar que
ocupó entonces en la corte pontificia, o su influencia en los acontecimientos
contemporáneos, que fue totalmente oculta y confidencial. Alojado en el palacio
del propio Papa y admitido a sus consejos, y encargado, además, con otros
colaboradores, de preparar asuntos para los numerosos concilios de este
periodo, debemos concederle algún crédito por sus resultados. Pero él tuvo
siempre cuidado de mantenerse en segundo plano, y aunque parece haber asistido
al Concilio de Benevento (Marzo de 1091), no encontramos evidencia de que
hubiera estado presente en los concilios de Troja (Marzo de 1093), de Piacenza
(Marzo de 1095) o de Clermont (Noviembre de 1095). Su papel en la historia está
borroso. Todo lo que podemos decir con seguridad es que apoyó con todas sus
fuerzas al Soberano Pontífice en sus esfuerzos para la reforma del clero,
esfuerzos inaugurados en el Concilio de Melfi (1089) y continuados en el de
Benevento.
Poco tiempo después de la llegada de San Bruno, el Papa se había visto
obligado a abandonar Roma ante las fuerzas victoriosas del emperador y el
antipapa. Se retiró con toda su corte al sur de Italia. Durante el viaje, el
antiguo profesor de Reims atrajo la atención del clero de Reggio en Calabria,
que acababa de perder a su arzobispo Arnulfo (1090), y le dieron sus votos. El
Papa y el príncipe normando Roger, Duque de Apulia, aprobaron firmemente la
elección y presionaron a San Bruno a aceptarla. En una coyuntura similar en
Reims había escapado huyendo; esta vez escapó haciendo que fuera elegido uno de
sus antiguos discípulos, Rangier, que afortunadamente estaba cerca en la abadía
benedictina de La Cava, cerca de Salerno. Pero temió que tales intentos se repitieran;
además estaba cansado de la agitada vida que le había sido impuesta, y la
soledad le invitaba siempre. Pidió, por tanto, y después de mucha dificultad,
consiguió el permiso del Papa para volver de nuevo a su vida solitaria. Su
intención era reunirse con sus hermanos en el Delfinado, como deja claro una
carta dirigida a ellos. Pero la voluntad de Urbano II le mantuvo en Italia,
cerca de la corte papal, a la que podía ser llamado en caso de necesidad. El
lugar elegido para su nuevo retiro por San Bruno y algunos seguidores estaba en
la diócesis de Squillace, en la vertiente oriental de la gran cadena que cruza
Calabria de norte a sur, y en un alto valle de tres millas de largo y dos de
ancho, cubierto de vegetación. Los nuevos solitarios construyeron una pequeña
capilla de tablones para sus reuniones piadosas y, en las profundidades de los
bosques, cabañas con techo de barro para sus moradas. Una leyenda dice que San
Bruno mientras estaba en oración fue descubierto por los sabuesos de Roger,
Gran Conde de Sicilia y Calabria y tío del Duque de Apulia, que estaba cazando
entonces en la vecindad, y que así aprendió a conocerlo y venerarlo; pero el
Conde no tenía necesidad de esperar esa ocasión para conocerle, pues fue
probablemente por invitación suya que los nuevos solitarios se establecieron en
sus dominios. Ese mismo año (1091) les visitó, les hizo cesión de las tierras
que ocupaban, y una estrecha amistad se creó entre ellos. Más de una vez San
Bruno fue a Mileto a tomar parte de las alegrías y las penas de la noble
familia, para visitar al Conde cuando enfermó (1098 y 1101), y para bautizar a
su hijo, Roger, el futuro Rey de Sicilia. Pero más a menudo fue Roger quien fue
al desierto a visitar a sus amigos, y cuando, por su generosidad, se construyó
el monasterio de San Esteban, en 1095, cerca de la ermita de Santa María, se
erigió anexa a él una pequeña casa de campo en la que le gustaba pasar el
tiempo que le dejaba libre el gobierno de su Estado.
Mientras tanto los amigos de San Bruno murieron uno tras otro: Urbano II en
1099; Landuino, el prior de la Gran Cartuja, su primer compañero, en 1100; el
Conde Roger en 1101. Su propio tiempo se acercaba. Antes de su muerte reunió
por última vez a sus hermanos a su alrededor e hizo en su presencia profesión
de la Fe Católica, cuyos términos se han conservado. Afirma con especial
énfasis su fe en el misterio de la Santísima Trinidad, y en la presencia real
de Nuestro Salvador en la Sagrada Eucaristía – una protesta contra las dos
herejías que habían perturbado ese siglo, el triteísmo de Roscelin, y la
empanación de Berengario. Tras su muerte, los Cartujos de Calabria, siguiendo
una costumbre frecuente de la Edad Media por medio de la cual el mundo
cristiano se asociaba a la muerte de sus santos, despacharon a un “portador de
rollo”, un criado del convento cargado con un largo rollo de pergamino, colgado
de su cuello, que viajó por Italia, Francia, Alemania e Inglaterra. Se detuvo
en las principales iglesias y comunidades para anunciar la muerte, y a cambio,
las iglesias, comunidades o capítulos inscribían en su rollo, en prosa o verso,
la expresión de sus sentimientos, con promesas de oraciones. Muchos de estos
rollos se han conservado, pero pocos son tan extensos o tan llenos de alabanzas
como el de San Bruno. Mil setenta y ocho testigos, de los que la mayoría había
conocido al fallecido, celebraban la extensión de su conocimiento y lo
fructífero de su instrucción. Los que le eran extraños estaban sobre todo impresionados
por su conocimiento y talentos. Pero sus discípulos alababan sus tres
principales virtudes – su gran espíritu de oración, una extrema mortificación y
una filial devoción a la Santísima Virgen. Las dos iglesias construidas por él
en el desierto estaban dedicadas a la Santísima Virgen: Nuestra Señora de
Casalibus en el Delfinado, Nuestra Señora della Torre en Calabria, y, fieles a
su inspiración, los Estatutos Cartujos proclaman a la Madre de Dios como la
primera y principal patrona de todas las casas de la orden, cualquiera que sea
su patrón particular.
San Bruno fue enterrado en el pequeño cementerio de la ermita de Santa
María, y muchos milagros se obraron en su tumba. Nunca ha sido canonizado
formalmente. Su culto, autorizado para la Orden Cartuja por León X en 1514, se
extendió a toda la Iglesia por Gregorio XV, el 17 de Febrero de 1623, como
fiesta semi-doble, y elevada a la clase de doble por Clemente X el 14 de Marzo
de 1674. San Bruno es el santo popular de Calabria; todos los años una gran
multitud acude a la Cartuja de San Esteban, el lunes y martes de Pentecostés,
en que sus reliquias son llevadas en procesión a la ermita de Santa María,
donde vivió, y la gente visita los lugares santificados por su presencia. Una
cantidad inmensa de medallas se acuña en su honor y se distribuye entre la
muchedumbre, y se bendicen los pequeños hábitos cartujos, que tantos niños de
la vecindad llevan. Se le invoca especialmente, y con éxito, para la liberación
de los posesos.
Como escritor y fundador de una orden, San Bruno ocupa un puesto importante
en la historia del Siglo XI. Compuso comentarios sobre los Salmos y las
Epístolas de San Pablo, los primeros escritos probablemente durante su época de
profesor en Reims, los segundos durante su estancia en la Gran Cartuja si
podemos creer a un viejo manuscrito visto por Mabillon-- "Explicit
glosarius Brunonis heremitae super Epistolas B. Pauli".
Dos cartas suyas aún se conservan, también su profesión de fe, y una corta
elegía de desprecio del mundo que muestra que cultivó la poesía. Los
“Comentarios” nos descubren a un hombre ilustrado; sabe un poco de hebreo y
griego y lo usa para explicar, o si es necesario, para rectificar la Vulgata;
está familiarizado con los Padres, especialmente San Agustín y San Ambrosio,
sus favoritos. “Su estilo”, dice Dom Rivet, “es conciso, claro, nervioso y
simple, y su latín tan bueno como podría esperarse de ese siglo: sería difícil
encontrar una composición de esta clase más sólida y más luminosa, más concisa
y más clara”. Sus escritos se han publicado varias veces: en París, 1509-24;
Colonia, 1611-40; Migne, Patrología Latina, CLII, CLIII, Montreuil-sur-Mer,
1891. La edición de París de 1524 y las de Colonia incluyen también algunos
sermones y homilías que pueden ser más justamente atribuidos a San Bruno,
obispo de Segni. El Prefacio de la Santísima Virgen le ha sido también
erróneamente atribuido; es muy anterior, aunque puede haber contribuido a
introducirlo en la liturgia. Lo distintivo de San Bruno como fundador de una
orden fue que introdujo en la vida religiosa la forma mixta, o unión de los
modos eremítico y cenobita del monasticismo, un estado intermedio entre la
regla de la Camáldula y la de San Benito. No escribió regla, pero dejó tras sí
dos instituciones que tenían poca relación una con la otra – la del Delfinado y
la de Calabria. La fundación de Calabria, en cierto modo parecida a la de la
Camáldula, comprendía dos clases de religiosos: ermitaños, que tenían la
dirección de la orden, y cenobitas que no se sentían llamados a la vida
solitaria; sólo duró un siglo, no erigió más que cinco casas, y finalmente, en
1191, se unió con la Orden Cisterciense. La fundación de Grenoble, más similar
a la regla de San Benito, comprendía sólo una clase de religiosos, sujetos a
una disciplina uniforme, y la mayor parte de cuya vida se pasaba en soledad,
sin la completa exclusión, sin embargo, de la vida conventual. Esta vida se
extendió por toda Europa, contó con 250 monasterios, y pese a muchas pruebas
continua hasta ahora.
La gran figura de San Bruno ha sido representada a menudo por los artistas y
ha inspirado más de una obra maestra: en escultura, por ejemplo, la gran
estatua de Houdon, en Santa María de los Ángeles en Roma, “que hablaría si su
regla no le obligara al silencio”; en pintura, el bello retrato de Zurbarán, en
el Museo de Sevilla, que representa a Urbano II y San Bruno en conversación; la
Aparición de la Santísima Virgen a San Bruno, de Guercino, en Bolonia; y por
encima de todas las veintidós pinturas que forman la galería de San Bruno en el
Museo del Louvre, “una obra maestra de Le Sueur y de la escuela francesa”.
(Fuente:
Enciclopedia Católica en aciprensa.com)
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