12 DE ABRIL
MIÉRCOLES SANTO
Evangelio según san Mateo 26, 14-25
En aquel tiempo, uno
de los Doce, llamado Judas Iscariote, fue a los sumos sacerdotes y les propuso:
”¿Qué estáis dispuestos a darme si os lo
entrego?"
Ellos se ajustaron con
él en treinta monedas. Y desde entonces andaba buscando ocasión propicia para
entregarlo.
El primer día de/os ázimos se acercaron
los discípulos a Jesús y le preguntaron:
"¿Dónde quieres que te preparemos la
cena de Pascua?"
Él contestó:
"Id a casa de fulano y decidle:
"El Maestro
dice: mi momento está
cerca; deseo celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos".
Los discípulos cumplieron las
instrucciones de Jesús y prepararon la Pascua. Al atardecer se puso a la mesa
con los Doce.
Mientras comían, dijo:
"Os aseguro que uno
de vosotros me va a entregar".
Ellos, consternados, se pusieron a
preguntarle uno tras otro: "¿Soy yo acaso, Señor?"
Él respondió: "
El que ha mojado en la misma fuente que
yo, ese me va a entregar.
El Hijo del Hombre se va como está
escrito de él; pero, hay del que va a entregar al Hijo del Hombre, más le
valdría no haber nacido".
Entonces preguntó Judas, el que lo iba a
entregar:
"¿Soy yo acaso, Maestro?"
Él respondió:
"Tú lo has dicho".
1. Es evidente
que este relato, en vísperas del Jueves Santo, centra la atención de los
cristianos en la figura de Judas. Sobre este personaje se ha discutido mucho: -
¿quién era? - ¿Por qué lo eligió Jesús como uno de los Doce? - ¿Cómo lo trató
Jesús? - ¿Por qué traicionó a Jesús? -¿Por qué los evangelios destacan tanto a
este extraño personaje?
Las ideas de los antiguos padres de la Iglesia,
de
la teología protestante y de la teología católica son muy diferentes (cf. Ulrich
Luz).
2. Si nos
atenemos solo a aclarar estas preguntas, lo más seguro es que no lleguemos al
fondo del problema que plantean a la Iglesia y a cada cristiano en concreto.
¿En qué consiste ese problema?
Lo más claro que hay en el "caso Judas", es
el hecho de que, entre los elegidos de Jesús y sus más cercanos amigos (Jn, 15,
14-16), entre los que habitualmente están con él (Mc 3, 13) y los que figuran
investidos de "autoridad" (Mc 3, 15; Mt 10, 1), destinados a
representar la totalidad de los escogidos de Dios (Mt 19, 28 par), ahí, en ese
núcleo de los más representativos, hay cobardes (caso de Pedro) y hay traidores
(caso de Judas). Esto —por lo menos esto— es lo que la Iglesia primitiva tuvo
muy claro y muy clavado en el alma.
3. En realidad,
lo que allí ocurrió es que Pedro, al negar su relación con Jesús, lo que hizo
fue negar su fe, su amistad, su cercanía a Jesús. Y Judas fue sencillamente un
ladrón codicioso, un falso amigo, un hipócrita, un hombre falso y del que nadie
se podría fiar.
Por diversos motivos, lo mismo para Judas que
para
Pedro, el propio interés se antepuso a la fidelidad y al seguimiento de Jesús.
Esto es algo que la Iglesia ha de tener siempre presente. Porque, desde sus
orígenes, lo consideró muy preocupante.
Y preocupante ha sido y lo es
hasta
el día de hoy.
La pregunta "¿Acaso soy yo, Señor?" debería
estar clavada en el alma de cada creyente. Y de forma muy intensa y especial en
quienes ocupan cargos de gobierno en la Iglesia.
SAN JULIO – I
Julio fue elegido el 6 de febrero del 337, después del pontificado de
san Marcos, que muere el 7 de octubre del 336. ¿Por qué necesitaron los romanos
cerca de cuatro meses para dar un sucesor a Marcos? No se sabe, pero tan lenta
elección produjo un buen resultado: Julio I dejaría en la historia del Papado
una huella bastante más profunda que la de sus dos predecesores. Fue el primer
obispo de Roma a quien se atribuyó el título de Papa, hecho enteramente
ocasional que se originó en unas cartas llegadas de Oriente, donde ese
tratamiento se daba de ordinario a los sacerdotes, obispos y patriarcas. Aunque
era algo inusitado en Occidente, el título de Papa se impondría progresivamente
a partir de Julio I y terminaría por quedar reservado en exclusiva al obispo de
Roma desde el pontificado de san Siricio en el año 384.
Julio tuvo conciencia de sus prerrogativas y las ejercitó. Le
correspondía a él juzgar a los clérigos y prohibió, por tanto, que llevaran sus
causas ante tribunales civiles. Por contra, los eclesiásticos tenían derecho de
apelar al Papa, por encima de los sínodos provinciales, en cuestiones
importantes.
El conflicto suscitado por los arrianos proporcionará una magnífica
ocasión al obispo de Alejandría, Atanasio, para hacer uso de ese derecho de
apelación. En el año 339 este implacable adversario de los seguidores de Arrio
había sido depuesto. Fue a Roma a presentar su protesta y reclamar justicia.
Julio convocó un sínodo que rehabilitó a Atanasio y condenó a sus acusadores.
Pero éstos volvieron a la carga con tal vehemencia que el Papa juzgó oportuno
examinar nuevamente la causa y permitió que otro sínodo, reunido en Sárdica, se
ocupara de ello. Esta asamblea confirmó la condena anterior. Sin embargo,
Atanasio no pudo volver a su sede de Alejandría, ocupada por el arriano
Gregorio de Capadocia, hasta tres años después. Todo ese tiempo estuvo exiliado
en el sur de la Galia y, al cabo, regresó a su diócesis pasando por Roma, donde
el Papa Julio le entregó una carta de recomendación para las provincias de
Oriente.
El interés de todo este episodio radica en los argumentos que se
utilizaron para apoyar las prerrogativas del primado de Roma, poco antes del
sínodo de Sárdica, en el intercambio de escritos que hubo entre Julio I y las
jerarquías de Oriente:
«Aun admitiendo y expresando su respeto por
el papel preeminente de la sede romana, los obispos orientales niegan a la
Iglesia de Roma el derecho de darles órdenes. La importancia de una Iglesia no
se mide por la dimensión de la ciudad en que se encuentre. ¿Por qué ha de
inmiscuirse el Occidente en las cuestiones privativas de las diócesis de
Oriente? Antiguamente, el Oriente aceptó sin discutir las sentencias de
Occidente sobre los problemas planteados por Novaciano y Pablo de Samosata. De
ahora en adelante será distinto. Y empeñarse en lo contrario supondría la
ruptura.»
El obispo de Roma insistió con firmeza:
«¿No sabéis que la costumbre manda contar
con nosotros, en primer lugar, para que la justicia se administre desde aquí?»
Estos dos párrafos son interesantes porque revelan la concepción que
ambas partes tenían acerca de los derechos del obispo de Roma. El Oriente se
imagina que el Papa fundamenta su potestad en el prestigio de la ciudad en que
tenía su sede. Y el pontífice, por su parte, no apela a su condición de sucesor
de san Pedro -que será luego el argumento decisivo- sino, simplemente, a la
costumbre.
Después de las tensiones originadas por este enfrentamiento, las
aguas volvieron a su cauce... en apariencia. El Papa murió el 12 de abril del
352 sin poder imaginar que el conflicto en torno a Atanasio se recrudecería con
mayor violencia en los años siguientes, bajo su sucesor, Liberio (el primer
papa que no será reconocido como «santo» por la tradición posterior).
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