6 DE ABRIL - JUEVES
5ª - SEMANA DE CUARESMA
Evangelio
según san Juan 8, 51-59
En aquel tiempo dijo Jesús a los judíos:
"Os aseguro: quien guarda mi
palabra no sabrá lo que es morir para siempre".
Los judíos le dijeron:
"Ahora vemos que estás endemoniado;
Abrahán murió, los profetas también, ¿y tú dices "quien guarde mi palabra
no conocerá lo que es morir para siempre"? ¿Eres tú más que nuestro padre
Abrahán, que murió? También los profetas murieron, ¿por quién te tienes?"
Jesús contestó:
"Si yo me glorificara a mí mismo,
mi gloria no valdría nada. El que me glorifica es mi Padre, de quien vosotros
decís: "Es nuestro Dios", aunque no lo conocéis. Yo sí lo conozco, y
si dijera "no lo conozco" sería, como vosotros, un embustero; pero yo
lo conozco y guardo su palabra. Abrahán, vuestro padre, saltaba de gozo
pensando ver mi día: lo vio, y se llenó de alegría.
Los judíos le dijeron:
"No tienes todavía cincuenta años,
¿y has visto a Abrahán?"
Jesús les dijo:
"Os aseguro que antes que naciera
Abrahán existo yo".
Entonces cogieron piedras para
tirárselas, pero Jesús se escondió y salió del templo.
1. Lo que, en
último término, se viene a decir en este pasaje del IV evangelio es que Dios es
la plenitud de la vida. Era vida antes de que existiera Abrahán. Y será vida
sin término para todo el que guarde la palabra de Jesús, es decir,
el
que asuma lo que dijo Jesús de forma que eso sea la norma de su conducta.
La plenitud de vida —vida sin limitación alguna— es lo
que Dios transmite y comunica al que se adhiere a Él por medio de Jesús.
2. Esto quiere
decir que la fe en Jesús y, por medio de esta fe, la fe en Dios no es otra cosa
que el anhelo y el empeño por una vida plena. Vida para uno mismo y para los
demás. Para todos los seres humanos. Y, por tanto, anhelo de todo lo que está
asociado a la vida plena: la salud, la seguridad, la felicidad, las mejores ilusiones,
el amor que se da y el amor que se recibe, la belleza, la alegría, la plenitud
de lo que nos hace sentirnos dichosos de haber venido a la vida.
Eso, que por desgracia es un bien tan escaso, eso es
la fe. A eso nos tiene que llevar la fe, si es que hablamos de la fe verdadera.
3. Pero en estas palabras de Jesús se nos dice algo
mucho más profundo.
En el cristianismo naciente hubo dos personajes destacados
sobre todos los demás. Estos dos
personajes son Jesús y Pablo. Es evidente que no son ni comparables, ni
equiparables. Pero hay en ellos un tema culminante y decisivo. El Dios de Pablo
y el Dios de Jesús no son el mismo Dios.
Pablo, incluso después de su experiencia en el camino
de Damasco, siguió creyendo (como buen judío que era) en el Dios de Abrahán
(Ga13, 16-21; Rm 4,2-20) (U. Schnelle).
Jesús, sin embargo, afirma que el Dios que él anuncia
existía "antes de que naciera Abrahán".
El
Dios de Jesús existe antes de que los judíos se lo representaran como lo vio y
lo experimentó Abrahán. Por eso Jesús les echa en cara que "a Dios, no lo
conocéis". Y esto es lo que los dirigentes del judaísmo no soportaron. Se
les hundía toda su religión, su forma de vida, su identidad como pueblo
elegido, etc.
Y es que el Dios de Abrahán era un Dios de sacrificio
y muerte (Gen 22). Mientras que el Dios de Jesús era el Padre de la
misericordia (Lc 15).
Dos dioses. Dos maneras de entender la vida. En este
punto capital, estamos tocando la clave de la crisis del cristianismo. ¿En qué
Dios creemos?
SAN IRENEO, de Sirmio, obispo y mártir
Elogio: En la región de Sirmio, en Panonia,
pasión de san Ireneo, obispo y mártir, que en tiempo del emperador Maximiano, y
bajo el prefecto Probo, fue primero atormentado, después encarcelado y
finalmente decapitado.
Un relato de los sufrimientos y la muerte
de san Ireneo, obispo de Sirmio, se encuentra en las actas de su martirio, que,
aunque, no son dignas de confianza en los detalles, parecen estar basadas sin
duda, en algunos auténticos hechos históricos. Sirmio, en aquel entonces la
capital de Panonia, se levantaba en el lugar de la actual Mitrovica, a unos 65
kilómetros al oeste de Belgrado. San Irineo debió haber sido un hombre de
elevada posición en aquel lugar, aun prescindiendo de su puesto como cabeza de
esa cristiandad. Durante la persecución de Diocleciano, el santo fue
encarcelado como cristiano y llevado ante Probo, gobernalor de Panonia. Cuando
se le ordenó que ofreciera sacrificios a los dioses, él se rehusó diciendo:
«Aquel que ofrezca sacrificios a los dioses será arrojado al fuego del
infierno». El magistrado le replicó: «Los edictos del más clemente de los
emperadores exigen que todos ofrezcan sacrificios a los dioses o sufran el
rigor de la ley». Se dice que el santo contestó: «la ley de mi Dios me ordena
sufrir todos los tormentos antes que sacrificar a los dioses». Fue llevado al
patio y, mientras era torturado, se le urgió de nuevo a sacrificar, pero él
permaneció firme en su resolución. Todos los parientes y amigos del obispo
estaban grandemente afligidos. Su madre, su esposa y sus hijos lo rodeaban. Su
esposa, bañada en lágrimas, se abrazó a su cuello y le suplicó que salvara su
vida por ella misma y por sus inocentes hijos. Estos gritaban: «¡Padre, querido
padre, ten piedad de nosotros y de ti mismo!», mientras su madre sollozaba y
los sirvientes, vecinos y amigos llenaban la sala de la corte con sus lamentos.
El mártir se hizo insensible a estas
súplicas, por temor a que pareciera que no ofrecía a Dios su integridad y su
fidelidad. Repitió aquellas palabras dichas por Nuestro Señor: «Al que me
negare ante los hombres, yo le negaré ante mi Padre que está en los cielos», y
evitó dar una respuesta directa a las súplicas de sus amigos. Fue de nuevo
confinado a la prisión, donde se le tuvo por largo tiempo, sufriendo todavía
más penalidades y tormentos corporales que pretendían quebrantar su constancia.
Un segundo juicio público no produjo más efectos que el primero y, en la
sentencia final se hizo saber que, por desobediencia al edicto imperial, el reo
sufriría la pena de ser ahogado en el río. Se dice que Ireneo protestó de que tal
muerte era indigna de la causa por la que él sufría. Suplicó que se le diera
una oportunidad para probar que un cristiano, fortalecido con la fe en el único
y verdadero Dios, podía enfrentarse sin desmayar a los más crueles tormentos
del perseguidor. Se le concedió que fuera primero decapitado y que después, su
cuerpo fuera lanzado desde el puente al río. La narración de la muerte del
mártir, hecha originalmente en griego, ha sido incluida por Ruinart en su
colección de «Acta Sincera».
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